TESTIMONIO
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

SUMARIO: 

I. FORMA DE REVELACION:
1. El testimonio en contexto profano;
2. El testimonio como vía de acceso al misterio de las personas;
3. El testimonio en contexto bíblico;
4. El testimonio apostólico;
5. El tema del testimonio en san Juan;
6. Del testimonio-revelación al testimonio-motivo de ctedibilidad.

II. MOTIVO DE CREDIBILIDAD:
1. El testimonio en el Vaticano II;
2. El testimonio en la exhortación "Christi fideles laici";
3. Fecundidad del testimonio personal;
4. El testimonio comunitario;
5. Necesidad del testimonio;
6. Dinamismo del testimonio;
7. Especificidad del testimonio contemporáneo
8. La eucaristía, tiempo fuerte del testimonio

R. Latourelle

I. Forma de revelación

Desde hace cosa de un siglo la categoría de testimonio ha ido entrando progresivamente en el vocabulario eclesial. El término aparece discretamente en el /Vaticano I para designar a la Iglesia en cuanto que constituye, por sí misma y con toda su presencia en el mundo, "un motivo grande y perpetuo de credibilidad y un testimonio irrefutable de su mi sión divina" (l Iglesia). Con el t Vaticano II se produjo una irrupción masiva de la terminología del testimonio. El tema es omnipresente. Los vocablos de testimonio, atestiguar, testigo, aparecen más de cien veces, y se aplican tanto a la Iglesia entera como a cada grupo de cristianos. En el sínodo de 1974 volvió a aparecer este tema con una nueva instancia, esta vez en el contexto de la l evangelización. En fin, la categoría de testimonio está en el corazón de la teología fundamental de nuestros días.

1.EL TESTIMONIO EN CONTEXTO PROFANO. El testimonio pertenece al grupo de analogías empleadas por la Escritura para introducir al hombre en las riquezas del misterio divino, por ejemplo las categorías de alianza, de palabra, de paternidad y de filiación. Si la revelación misma se apoya en la experiencia humana del testimonio para expresar una de las relaciones fundamentales que unen al hombre con Dios, la reflexión teológica se encuentra entonces autorizada a explorar los datos de esta experiencia. No cabe duda de que, en este trabajo de análisis, la revelación ha de ser normativa y debe indicar a la teología el tipo de purificación y de sublimación que ha de sufrir la realidad humana para aplicarse al misterio divino. Por otra parte, si la experiencia humana no tuviera ninguna relación con el misterio del ser divino, sería imposible el encuentro entre Dios y el hombre; no habría sitio más que para monólogos paralelos.

En un grado más débil, atestiguar significa referir lo que uno ha visto y oído. El testigo es aquel que puede informar sobre unos sucesos en los que ha participado, sobre unas personas o unos hechos que ha conocido; entonces es capaz de dar cuenta verbalmente de lo que sabe, por haberlo visto y oído. El testimonio se basa, por tanto, en una experiencia ocular o auricular. El contexto más frecuente de este tipo de testimonio es el de un proceso. Ya en este primer nivel, la fe en el testimonio exige cierto rebajamiento de la razón y cierta confianza, ya que la palabra del testigo se convierte para el que no ha visto ni oído en sustitutivo de la propia experiencia.

Debido a este contexto judicial, el testimonio no tiene un simple valor de información; es un relato con vistas a un juicio que hay que dar sobre unos sucesos, sobre los motivos de un acto, sobre el carácter de una persona. El testimonio está destinado a influir en los jurados y en el juez, que se apoyan en él como en un argumento para pensar, valorar y decidir. Por eso el relato del testigo, más que un hecho mental (constatación y descripción, información y reportaje). es un hecho moral: una deposición, a la que el juramento confiere una gravedad especial. Atestiguar en un proceso es declarar y declararse en favor de alguien o contra alguien. No se trata simplemente de narrar o de describir a la manera de un periodista, sino de comprometerse uno a sí mismo con plena libertad, y de dar un juicio de valor.

Llegamos así al segundo nivel del testimonio, aquel en que el testigo se compromete por entero en su palabra. Así, en un testimonio en el que está en juego la vida de alguien, el testigo no solamente expresa su convicción íntima sobre la inocencia o la culpabilidad del acusado, sino que se compromete por entero en su deposición. Su palabra es autoimplicativa. Dice en términos equivalentes: "Yo declaro a esta persona inocente: negar esta inocencia sería negarme a mí mismo". Aquí coinciden el ser y el decir.

Sucede a veces -y es éste el tercer nivel del testimonio- que el testigo sella su adhesión a la causa que defiende mediante una profesión pública de su convicción interior, que puede llegar hasta el sacrificio de su vida. Esta confesión se hace ordinariamente en un contexto de hostilidad, de odio, por parte de los que no comparten la misma causa. Cuando el testigo muere así para apoyar su testimonio, se convierte en martyr (l Martirio), es decir, en testigo. Este compromiso hasta el peligro de muerte repercute en el testimoniopalabra, que entonces no es ya una simple narración de algo visto u oído, sino acción y muerte trágica. Se llega entonces insensiblemente a llamar testimonio a la acción misma de arriesgar la vida; en cuanto que esa entrega es la prueba viviente de la convicción interior y de la consagración del testigo a la causa que defiende. En este momento, en el nivel semántico, hay un paso del testimonio-palabra al testimonio-acción. Y es el testimonioacción el que da sentida y valor al testimonio-palabra. El punto fijo a cuyo alrededor gira el cambio de sentido es el compromiso del testigo en su testimonio. Coincidimos así con el contexto bíblico, en donde el testimonio de Cristo, él testigo por excelencia, es aquí en el que se identifican el decir y el obrar, en la transparencia de su ser.

2. EL TESTIMONIO COMO VÍA DE ACCESO AL MISTERIO DE LAS PERSONAS. Cuando el testigo se compromete por entero, con su palabra y su acción, se expresa a sí mismo como libre en la plenitud de su existencia. Entonces el testimonio adquiere una profundidad y una dignidad singular, cuando tiene como objeto el misterio íntimo del ser personal. En ese nivel, más que en un proceso, el testigo sólo forma una cosa con, lo que dice. La persona quiere estar presente y transparente al oyente en la verdad de su misterio interior. Puede engañarse, hacerse ilusiones sobre sí mismo; pero en virtud de la intención que lo anima, su testimonio es irrechazable. Nada prevalece contra él.

En efecto, cuando dejamos el mundo de las cosas materiales para acceder al nivel de las personas, dejamos el mundo de la evidencia para entrar en el del testimonio. En este nivel pierde ya su valor el ideal científico, que no reina, por otra parte, más que sobre uno de los focos de la reflexión humana.

En el nivel de la intersubjetividad, que es el de las personas, chocamos con el misterio. En efecto, las personas no son problemas que es posible encerrar en unas fórmulas y resolver en una ecuación. No tenemos acceso a la intimidad personal más que por el testimonio libre de la persona sobre sí misma, a través de una confidencia que es propiamente una revelación, un descubrimiento de su misterio interior. Decir que el testimonio es un tipo de conocimiento inferior porque no produce más que probabilidades y no certezas y porque escapa a las normas de cierto ideal científico sería manifestar una lamentable ignorancia de la cuestión. El conocimiento por testimonio no es inferior más que cuando, debido a la naturaleza del objeto, somos incapaces de llegar a un conocimiento directo e inmediato de su realidad; pero no es inferior cuando se trata de esas realidades que son las personas, en donde el testimonio es la única manera de entrar en comunión con la persona y de participar en su misterio.

El testimonio pertenece al misterio de la libertad. Por ser humana, esta libertad es ciertamente frágil y está siempre amenazada. Sólo Dios puede dar a su palabra una garantía absoluta, debida a su identidad eterna y absoluta consigo mismo. De hecho, la experiencia humana nos informa de la multiplicidad de errores involuntarios, incluso entre los seres más auténticos. Sin embargo, a pesar de estos riesgos, el testimonio pertenece a la grandeza y a la dignidad del hombre. Le hace participar de la autonomía y de la libertad misma de Dios.

Así pues se da en el testimonio una soledad de la que el propio testigo no puede liberarse, y que lo hace vulnerable y expuesto -al rechazo. Incluso en Jesús, en quien la experiencia que tiene de su identidad de Hijo del Padre da a su palabra una certeza y un valor absoluto su testimonio no tiene la seguridad de recibir la acogida que merece, aun cuando esté sellado con su sangre.

Es que el testimonio, arraigado en el corazón de la libertad humana, apela a la libertad del que lo recibe. Mientras que la demostración apela ante todo a la inteligencia, el testimonio compromete en, grados diversos a la voluntad y al amor. Apela a la confianza: una confianza más o menos profunda, que se mide por la importancia del objeto atestiguado y de los valores por los que se arriesga la palabra. Cuando una persona recurre al testimonio para expresarse, apela a la confianza de los otros y se compromete a decir la verdad. Se compromete a no traicionar esta confianza y promete, al menos implícitamente, ser sincero y veraz. Por otra parte, acoger el testimonio de alguien como verdad es ya tener confianza en él, porque es pasar de la autonomía a la heteronomía, es renunciar a uno mismo para ponerse en manos del otro. La posibilidad de un trato entre los hombres se basa, en definitiva, en esa confianza que reclama el testigo y en la promesa, tácitamente hecha por él, de no traicionarla. Así pues, por una parte está el compromiso moral del testigo; por otra, la confianza -que es ya un comienzo de amor- del que se adhiere a su testimonio-. Considerado tanto del lado del oyente como del lado del testigo, el testimonio sigue siendo un hecho moral más aún que un hecho mental.

En el caso extremo en que el hombre compromete su vida entera por la palabra del testigo, manifiesta una confianza, una fe total, que es amor profundo al testigo. En este caso, la fe en Cristo es donación total de la persona a Cristo, decisión que compromete la existencia entera personal y toda la existencia humana. El hombre entero se entrega al testimonio absoluto.

Entonces no tenemos ya que extrañarnos de que el cristianismo sea la religión del testimonio y de la fe. En efecto, la revelación es esencialmente manifestación del misterio personal de: Dios, que es la interioridad por excelencia. El cristianismo es la religión del testimonio, precisamente porque es manifestación del misterio de las personas divinas. Lo que Cristo revelá es, en definitiva, el misterio personal que él constituye como Hijo del Padre, en la carne y el lenguaje del hombre Jesús. Los apóstoles, a su vez, dan testimonio de su intimidad con Cristo, Palabra de vida: Hijo del Padre, en relación íntima con e1 Padre y el Espíritu, pero en una comunicación tan reservada que nadie la puede compartir. Todo el evangelio se presenta como una confidencia de amor, como un testimonio de Cristo sobre sí mismo, sobre la vida de las personas divinas y sobre el misterio de nuestra condición de hijos.

3. EL TESTIMONIO EN CONTEXTO BIBLICO. Globalmente se puede decir que el testimonio bíblico asume, pero al mismo tiempo exalta hasta sublimarlos, los rasgos del testimonio humano. Bajo la presión de la realidad nueva que lo impregna, hay una irrupción de l sentido: en altura, en profundidad y en extensión.

En el AT el testigo es ante todo el profeta. Lo que constituye su originalidad como testigo es que ha sido escogido y enviado por Dios en el seno de una experiencia privilegiada. Conoce a Yhwh, porque Yhwh le ha hablado y le ha confiado su palabra. Ha sido admitido a una intimidad particular con Dios; llamado a compartir su conocimiento, sus designios, su voluntad, para ser su heraldo entre los hombres. El profeta ha recibido la palabra de Dios no para guardarla, sino para transmitirla, para publicarla. Es la boca de Yhwh, el servidor de la palabra, el intérprete autorizado de todo lo que acontece en el mundo entre los hombres y en la historia, el testigo de Yhwh, en un clima muchas veces de hostilidad y de persecución.

El testigo es también el pueblo de Israel, escogido y llamado por Yhwh. El Segundo Isaías agrupa en un mismo texto todos los rasgos que caracterizan a Israel como testigo: "Traed al pueblo ciego, aunque tiene ojos; a los sordos, aunque tienen oídos. Congréguense todas las naciones, reúnanse los pueblos. ¿Quién, entre ellos, puede anunciar esto y lo ha proclamado desde antiguo? Presenten sus testigos para justificarse, déjense oír para que digamos: ¡Es verdad! Vosotros sois mis testigos -dice el Señor- y mis siervos, a quienes yo he elegido, para que me conozcáis y creáis en mí y comprendáis que soy yo; antes de mí no existió ningún dios, y ningún otro existirá después. Yo, yo soy el Señor; fuera de mí no hay salvador. Yo lo anuncié y lo proclamé, yo los salvé; yo, y no un extraño entre vosotros. Vosotros sois mis testigos -dice el Señor y yo soy Dios; desde la eternidad lo soy; nadie se puede librar de mi mano; yo actúo sin que nadie lo impida" (Is 43,8-13).

Hay cuatro rasgos que distinguen al pueblo-testigo: a) El testigo no es uno cualquiera que se presenta a deponer, sino aquel que ha sido escogido y enviado a dar testimonio.

b) El testimonio recae sobre el sentido radical de la experiencia humana: Yhwh da testimonio de sí mismo y se propone como aquel que da sentido y consistencia a toda la realidad humana. No hay más salvador que Yhwh. c) El testimonio está orientado a la proclamación, a la divulgación: tiene una importancia social. d) Esta proclamación implica un compromiso, no sólo en las palabras, sino también en los actos y en la vida del profeta.

De esta forma se conserva en sus principales aspectos el sentido profano del testimonio. Sin embargo, el AT aporta una novedad: la autoridad del testigo no viene de él, sino de su vocación privilegiada y de su envío. En la misión del testigo-profeta se distinguen como dos polos de actividad, que- a veces se suceden, pero ordinariamente se recubren: la actividad de la proclamación y la del compromiso de vida.

4. EL TESTIMONIO APOSTÓLICO. El recurso de la categoría de testimonio no es ocasional en el NT, sino repetida e intencional. Una -simple estadística sobre la frecuencia dé la palabra martys (testigo) y de sus derivados (sustantivos y verbos) es altamente significativa: este término aparece 198 veces.

Atestiguar y testigo pertenecen ante todo a la terminología de los Hechos y a la teología de Lucas. "Atestiguar" caracteriza a la actividad apostólica posterior a la resurrección. El título de "testigos" designa en primer lugar a los apóstoles. Hay cuatro rasgos que los definen como tales: a) Como los profetas, han sido elegidos por Dios (He 1,26; 10,41). b) Han visto y oído a Cristo (He 4,20), han vivido en su intimidad (He 1,21-22) y, por consiguiente, poseen una experiencia viva, directa, de su persona, de su enseñanza, de sus obras. Comieron y bebieron con él antes y después de su resurrección (He 10,41). En una palabra, fueron los íntimos y los comensales de Cristo. Los otros pueden predicar; en sentido estricto, sólo los apóstoles pueden atestiguar. c) Han recibido de Cristo la misión de dar testimonio (He 10,41) y han sido investidos del poder del Espíritu para poder cumplir este mandato (He 1,8). d) El último rasgo de los apóstoles como testigos es el compromiso, actitud que se traduce en una fidelidad absoluta a Cristo y a su enseñanza, reconocida como la verdad y la salvación del hombre. Los Hechos no .dejan de repetir que los apóstoles anuncian la palabra de Dios con seguridad (parresía), esto es, con un coraje sobrenatural, fruto dei Espíritu que actúa en ellos y triunfa de las reacciones demasiado humanas ante las dificultades del apostolado: timidez, respeto humano, miedo a las persecuciones y a la muerte. Bajo el efecto de este coraje interior, los apóstoles declaran: "Nosotros no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído" (He 4,20). A ello le hace eco san Juan: "Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que han tocado nuestras manos acerca de la palabra de la vida..., damos testimonio de ello" (1Jn 1,1-3).

Para suceder a Judas y convertirse en "testigo de la resurrección", Matías tuvo que cumplir estos requisitos. Fue compañero de los apóstoles "todo el tiempo que Jesús, el Señor, estuvo entre nosotros" (He 1,21), es decir, desde el bautismo, que marca el comienzo de su ministerio, hasta su glorificación como Cristo y Señor (He 1,22; 2,36). Por consiguiente, no hay solución de continuidad entre el Jesús terreno y el Cristo glorificado. Los apóstoles son como la bisagra entre el tiempo de Jesús y el tiempo de la Iglesia. Por otra parte, es significativo que Lucas, al comienzo de los Hechos (He 1,13), repita la lista de los apóstoles, manifestando de esta manera que son ellos los que aseguran la continuidad entre la comunidad de antes y de después de pascua. El nombre de Judas está ausente de esta lista; en adelante es sustituido por el de Matías, designado por Dios (He 1,26). La autoridad del testigo no procede de él, sino de Dios, que lo envía o lo designa. Así, llamado por Dios, después de haber visto y oído a Jesús, abierto a la inteligencia de las. Escrituras y robustecido por el Espíritu, Matías está cualificado para transmitir con fidelidad lo que concierne a Jesús y para ser testigo de su resurrección (He 1,21-26).

Efectivamente, el testimonio se refiere a la vez a las cosas vistas y oídas y al sentido de los acontecimientos sucedidos. Es a la vez narración y confesión.

Por otra parte, como los apóstoles vivieron en la intimidad de Cristo; son los testigos oculares y auriculares de toda su carrera, desde el bautismo hasta la resurrección (He 4,20). "Nosotros somos testigos -dice Pedrode todo lo que hizo en el país de los judíos (Galilea) y en Jerusalén" (He 10,39). Pero son ante todo testigos de la resurrección, porque ésta es el hecho esencial que autoriza todo lo que precede y todo lo que sigue. Ese Jesús a quien los judíos han crucificado, ha resucitado (He 5,31) y se les ha aparecido (He 10,40). "Nosotros somos testigos de estas cosas" (He 5,32): es la expresión que se repite en la primera parte de los Hechos-como si se tratara de un leitmotiv.

Pero el testimonio no recae solamente sobre la realidad empírica, fenoménica, de los dichos y de las obras de Jesús. Los apóstoles dan testimonio ante todo del valor salvífico de esos hechos: son testigos del sentido profundo de su existencia terrena, a saber: la salvación inaugurada por su muerte y su resurrección (He 5,31; 10,42).

He 10,37-43 reúne en un mismo texto estos dos elementos esenciales del testimonio apostólico. Pedro recuerda en primer lugar los sucesos de la vida terrena de Jesús: su ministerio, sus milagros, su crucifixión, su muerte, su resurrección, sus apariciones: "Vosotros conocéis lo que ha pasado en Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicó Juan: cómo Dios ungió con el Espíritu Santo y llenó de poder a Jesús de Nazaret, el cual pasó haciendo.el bien y curando a los oprimidos por el demonio, porque Dios estaba con él. Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en el país de los judíos y en Jerusalén. Ellos lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió que se manifestase no a todo el pueblo, sino a los testigos elegidos de antemano por Dios, a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de su resurrección de entre los muertos" (He 10,37-41).

Después de este testimonio sobre la actividad terrena de Jesús, el texto enlaza con un testimonio que recae esta vez sobre la dimensión interior y sobrenatural de esta realidad histórica: "Y (Jesús de Nazaret) nos encargó predicar al pueblo y proclamar que Dios lo ha constituido juez de vivos y de muertos. Todos los profetas testifican que el que crea en él recibirá, por su nombre, el perdón de los pecados" (He 10,42-43). El vocabulario de esta segunda parte sigue siendo el del testimonio, pero la realidad atestiguada escapa a la observación empírica; pertenece, sin embargo, al mismo objeto, ya que expresa el sentido profundo, el ser íntimo de lo que percibieron, sus ojos y sus oídos. Ese Jesús de Nazaret, a quien los apóstoles y el pueblo judío vieron y escucharon, es identificado ahora como el juez de vivos y de muertos. Su muerte no es una muerte banal, como las demás: nos salva del pecado, lleva a cabo nuestra salvación.

En el testimonio apostólico que describen los Hechos se da una unión indisoluble entre el acontecimiento histórico (dimensión horizontal) y su alcance religioso y salvífico (dimensión vertical). Lo mismo ocurre con el kerigma de Pablo. Para él, Jesús perseguido, crucificado, muerto, resucitado y glorificado es el Cristo. Así, lejos de negar o de reducir la realidad histórica, el testimonio apostólico la reafirma y la confirma, para descubrir su dimensión interior, que escapa de todas las miradas. No confiere historicidad a un acontecimiento no sucedido, sino que describe el alcance trascendente de lo que ha ocurrido. Sin Jesús (sus obras y sus palabras), el testimonio se queda sin soporte: se viene abajo.

Para ser completos, hemos de añadir al testimonio apostólico un tercer elemento. En efecto, cuando declara el sentido del acontecimiento histórico, el testimonio no da una interpretación arbitraria de él, sino que se apoya en la historia vivida: la de Jesús y la del pueblo judío. Así, el día de pentecostés, Pedro, al declarar la identidad de Jesús, apoya su interpretación, en los hechos de la vida de Jesús que la autorizan, a saber: sus milagros, su resurrección y sus apariciones. En efecto, Pedro precisa: "Vosotros lo matasteis (a Jesús de Narazet) crucificándolo... Pero Dios lo ha resucitado, de lo que todos nosotros somos testigos" (He 2,23.32). Dice además: "Dios acreditó ante vosotros a Jesús el Nazareno con los milagros, prodigios y señales que hizo por medio de él, como bien sabéis... Dios lo ha resucitado" (He 2,22-24). La resurrección misma se basa en las apariciones (He 10,40-41) y éstas, a su vez, se basan en unas experiencias de un intenso realismo, tal como comer, beber (He 10,41; Lc 24,42) y palpar (Jn 20,27). El testimonio de Pedro sobre la identidad de Jesús de Nazaret como mesías y Señor se apoya, por consiguiente, en la realidad histórica de su vida y de sus obras. Esta misma es la preocupación que se observa en el evangelio de Juan (Jn 20, 30-31)---El testimonio apostólico se refiere, pues, a la historia por un doble título: porque declara el sentido de un acontecimiento que supone y que reafirma al interpretarlo, y porque la interpretación que da de él se basa a su vez en la autenticidad de los dichos y de las obras de Jesús. La categoría del testimonio dice no solamente referencia a Jesús, sino voluntad de referencia a Jesús. Si Jesús no hubiera realizado las obras que hizo, el testimonio apostólico no tendría valor y el evangelio dejaría de existir.

5. EL TEMA DEL TESTIMONIO EN SAN JUAN. En san Juan el testimonio culmina como narración, como confesión, como compromiso y como interiorización. El testigo es Cristo (Ap 1,5; 3,14); y para Cristo, atestiguar equivale a manifestar al Padre, a revelar al Padre. El testimonio designa la función reveladora de Cristo, y este testimonio tiene como objeto al mismo Cristo en su misterio personal de Hijo. Por eso Cristo da testimonio con toda su presencia y durante toda su existencia. Para él dar testimonio es revelarse, darse a conocer: todo lo que es y de dónde viene, es decir, del Padre. Si esta revelación culmina en la cruz, es porque en la cruz se opera la suprema revelación de Cristo, a saber: el amor supremo del Padre a los hombres, manifestado en el amor supremo de Cristo a los suyos.

En la perspectiva de Juan, el testimonio de Cristo, más aún que el de los profetas, tiene un carácter público y jurídico. Su testimonio se presenta como una deposición pública en el vasto proceso que opone al reino de Dios y al reino de Satanás, a Cristo y al mundo. En favor de Cristo está el testimonio de Juan Bautista, el de la Escritura, el del apóstol, el del Espíritu Santo. Pero la palabra de Cristo choca con la contestación y el odio. Enfrentados con Cristo, los judíos, que representan al conjunto del mundo hostil a la verdad, rechazan su testimonio y se juzgan a sí mismos. De esta manera el testimonio de Cristo lleva a cabo el discernimiento entre los hombres. Así Cristo llevó su testimonio hasta el límite: fue el testigo fiel y verdadero (Ap 13,8).

Cristo es, por tanto; el testigo absoluto, el que lleva en sí mismo la garantía de su testimonio. El hombre, sin embargo, no sería capaz de acoger por la fe este testimonio del absoluto, manifestado en la carne y el lenguaje de Jesús, sin una atracción interior (Jn 6,44), que es un don del Padre y.un testimonio del Espíritu (Un 5,9-10). En este momento, el testimonio se interioriza casi por completo, ya que se dice que el que cree en Cristo tiene dentro de sí el testimonio de Dios. El testimonio que el creyente posee en sí mismo es el testimonio que el Espíritu da del Hijo. Si el testimonio se interioriza, es siempre en relación con la palabra de Cristo, que exterioriza la intimidad de su diálogo con el Padre. Y Juan, del mismo modo, anuncia lo que él ha visto y oído del .Verbo de vida, para que por la fe en su testimonio los hombres entren en comunión de vida con el Padre y con su Hijo: El testimonio-confesión no rompe jamás sus vínculos con el testimonionarración.

De esta forma el testimonio bíblico es esencialmente religioso. Se trata de un testimonio sobre alguien: el Dios salvador (AT) o el Dios-salvación-en-Jesucristo (NT). Es a la vez proclamación exterior de la buena nueva de la salvación y compromiso de la persona (palabras y obras), que pueden llejar hasta el don de la vida por el martirio. Es incluso este aspecto de compromiso el que mantiene la continuidad entre el testimonio profano y el testimonio religioso. El testimonio exterior va acompañado de un testimonio interior del Espíritu, que hace al hombre capaz de abrirse al evangelio y de adherirse a él por la fe. Sin ese testimonio interior del Espíritu, el testimonio exterior sigue siendo vano y estéril. La noción neotéstamentaria de testimonio no comprende todavía explícitamente el testimonio de la sangre, excepto en el Apocalipsis, cuando se dice que los discípulos de Cristo han triunfado "por la sangre del cordero y por el testimonio que proclamaron, despreciando su vida hasta sufrir a muerte" (Ap12,11). Sin embargo el paso es legítimo, ya que la verdad atestiguada en el testimonio cristiano es la verdad de, la muerte como redención. El testigo-mártir da testimonio de la victoria de Cristo sobre la muerte y de su vida indestructible. Atestigua lo absoluto de Cristo, testigo absoluto.- - . . .

6. DEL TESTIMONIO-REVELACIÓN Al TESTIMONIO-MOTIVO DE CREDIBILIDAD. Después de lo que hemos dicho del testimonio profano y del testimonio religioso, entendemos mejor que la revelación se comprenda como "testimonio". En el trato de las tres personas divinas con los hombres existe un intercambio de testimonios que tiene la finalidad de proponerla revelación y de alimentar la fe. Son tres los que revelan o dan testimonio, y esos tres no son más que uno. Cristo da testimonio del Padre, mientras que el Padre y el Espíritu dan testimonio del Hijo. Los apóstoles, a su vez, dan testimonio de lo que han visto y oído del Verbo de vida. Pero su testimonio no es la comunicación de una ideología, de un descubrimiento científico, de una técnica inédita, sino la proclamación de la salvación prometida y finalmente realizada.

En esta perspectiva, el testimonio designa ante todo el compromiso de una vida auténticamente cristiana. Este acuerdo entre el evangelio y la vida le da al evangelio credibilidad y eficacia. La salvación anunciada se ha cumplido de verdad, ya que el hombre nuevo anunciado por el evangelio, vivificado por el Espíritu, está verdaderamente entre nosotros. Gracias al testimonio, el hombre encuentra el evangelio ante sí como una realidad encarnada en unos seres de carne y hueso. La verdad y la vida se hacen eco mutuamente y llegan a coincidir. El evangelio se hace transparencia. El mensaje forma cuerpo con el testimonio: la: salvación anunciada se convierte en la salvación presente. Esta armonía entre el anuncio y la contemplación dé la salvación es también signo de la presencia de Dios y de la verdad del evangelio. Cuando el testimonio se convierte así en estilo de vida filial, vivificado por el Espíritu, pasamos del testimonio-revelación al testimonio-motivo de credibilidad.

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R. Latourelle

II. Motivo de credibilidad

La noción de compromiso, inherente a la de testimonio, establece uña continuidad entre los dos áspectos del testimonio: uno activo, cuando designa la revelación o la confidencia de Dios al hambre; e1 otro pasivo . cuándo designa la atracción ejercida por fina existencia plenamente de ácuérdo con el evangelio. Cuando el evangeliowivido y él evangelio predicado se responden perfectamente, la existencia vivida se convierte en motivo de t credibilidad, en signo (l Semiología, I) de la verdad del evangelio.

Este tipo de acción -silenciosa y eficáz, con el término que lo cualifica, es decir, el de "testimonio", se fue imponiendo poco a poco. en el período preconciliar gracias a los movimientos de acción católica (JEC, JOC, JAC), que enseñaban que la influencia de los laicos en la sociedad tiene que ejercerse no por los caminos de la dominación, sino los de la presencia y animación. En un mundo secularizado, la Iglesia tiene que ser una comunidad de miembros vivos, activos; responsables, que lleven el evangelio y-el'espíritu del evangelio al seno de sus ocupaciones familiares, profesionales, sociales. El testimonio actúa por infusión' dé séfltido e irradiación dé vida. La categoría del testimonio ha conocido ,tanta popularidad qué ha llegado á suplantar a la expresión corriente dé "santidad". Efectivamente, después del ¿oncilio, se habla con gusto de testimonio de vida para designar la santidad de vida, en cuanto que es fuerza de atracción para los que viven fuera de la Iglesia. Esta preferencia dada a la categoría de testimonio se manifiesta claramente en los documentos conciliares, así como en la reciente exhortación possinodal de Juan Pablo II, Christifideles laici, del 30 de diciem. bre de 1988.

1. EL TESTIMONIO EN EL VATICANO II. Esta, transferencia semántica expresa el cambio profundo, en el nive¡ de las perspectivas, que se ha operado en la Iglesia entre el Vaticano I y el Vaticano Il. Donde el Vaticano I proponía a la l Iglesia (unidad, santidad, expansión, estabilidad, fecundidad) como un signo alzado a la vista de las naciones, el Vaticano II personaliza e interioriza el signo de la Iglesia y habla más bien del testimonio de los cristianos: Son los mismos cristianos, por su vida santa, y las comunidades cristianas, por sü vida de unidad y caridad,'los'que ponen el signo de la Iglesia. Viviendo perfectamente su condición de hijos del Padre, rescatados porCristo y santificados por el Espíritu, es como los cristianos dan a entender a los demás hombres que la salvación está verdaderamente entre nosotros. Lo que el Vaticano I entendía por el signo de la Iglesia, se concentra ahora en la categoría de testimonio. Una vez percibida esta trasposición, se constata que. el tema del testimonio es uno de los temas principales y privilegiados del Vaticano II. Como un leitmotiv, aparece en todas las constituciones y en todos los decretos. A los ojos del concilio, átestiáuar significa acreditar el evangelio como verdad y salvación del hombre mediante una vida conforme con el evangelio.

Este testimonio tiene que revestir una forma individual y comunitaria al mismo tiempo. Es todo el pueblo de Dios el que ha de difundir su testimonio vivo mediante una vida teologal fervorosa. Pero "como el pueblo de Dios vive en comunidades, sobre todo diocesanas y parroquiales..., a ellas corresponde también el dar testimonio de Cristo delante de las gentes" (AG 37). Estas afirmaciones generales se recogen y se aplican a continuación a cada grupo de cristianos. Los obispos y pastores tienen que presentar una imagen de la Iglesia que permita a los hombres juzgar de la fuerza y de la verdad del mensaje cristiano; "con su vida y con sus palabras, ayudados por los religiosos y por sus fieles, demuestran que la Iglesia, aun por su sola presencia, portadora de todos sus dones, es fuente inagotable de las virtudes de que tan necesitado anda el mundo de hoy" (GS 43): Los sacerdotes "deben ofrecer a todos un testimonio vivo de Dios" (LG 41); "con su conducta de cada día y con su solicitud deben mostrar a los fieles e infieles, a los católicos y no católicos, la imagen del verdadero ministerio sacerdotal y pastoral, y están obligados a dar a todos el testimonio de verdad y de vida" (LG 28). A propósito de los religiosos, el concilio declara: "Los religiosos todos, por la integridad de la fe, por la caridad para con Dios y el prójimo, por el amor a la cruz y la esperanza de la gloria venidera, han de difundir por todo el mundo la buena nueva de Cristo, a fin de que su testimonio aparezca a los ojos de todos y sea glorificado nuestro Padre, qué está en los cielos" (PC 25). Los laicos están invitados a dar este mismo testimonio de una vida santa; cada uno de ellos "debe ser ante el mundo el testigo de la resurrección y de la vida del Señor Jesús y signo del Dios vivo," (LG 38). En las escuelas públicas, los profesores "han de dar testimonio por su vida tanto como por su enseñanza del maestro único, Jesucristo`(GE 8). En tierras de misión sobre todo es donde la vida de unidad y de caridad de los cristianos se convierte en un signo particularmente urgente, ya que en ellos se concentra entonces toda la Iglesia como presencia y manifestación de Cristo. El primero de todos, el misionero, "con una vida verdaderamente evangélica, con una gran paciencia, con su longanimidad, su mansedumbre, su caridad sincera (2Cor 6,4ss), tiene que dar testimonio de su Señor, incluso, si es necesario, con su derramamiento de sangre" (AG 24). En este papel de testigos, los laicos son solidarios del misionero, "ya que todos los cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a manifestar por el ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra al hombre nuevo de que han sido revestidos por el bautismo y la fuerza del Espíritu Santo" (AG 11). Este tema general del testimonio recibe con frecuencia determinaciones que precisan su objeto y su orientación. Las más frecuentes son la caridad, la humildad, el servicio, la unidad, la pobreza.

No cabe duda de que en el pensamiento del Vaticano II el gran signo de la llegada de la salvación a este mundo es la vida de unidad y de caridad de los cristianos: es el testimonio de su vida realmente comprometida, es decir, propia de hombres que viven una vida de hijos, de nuevas criaturas, transformados y vivificados por el Espíritu. En estas declaraciones lo que es nuevo no es la doctrina misma, que es tradicional, sino la manera de expresarla: los vocablos y el acento. Para designar esta santidad de vida por la que Dios nos da un signo del establecimiento de su reino en Jesucristo, el concilio suele utilizar las expresiones testimonio de vida, testigos vivos de Cristo. Este recurso a la categoría de testimoniocompromiso por parte del hombre como respuesta al testimonio-confidencia de Dios que es la revelación, manifiesta la preocupación del concilio por hablar un lenguaje que responda a la sensibilidad y a la mentalidad del hombre del siglo xx. Pues bien, éste, formado en un contexto de pensamiento personalista y existencial, rechaza un tipo de santidad platónica y abstracta. Si está "tocado" y "se rinde", será ante la experiencia de una consagración total a Dios y a los hombres. Pero, precisamente, hablar de santidad en términos de testimonio es evocar un compromiso de toda la persona, "cuerpo y alma", al servicio de Cristo y de los que él ha asumido en sí, aun a costa del martirio. En los textos del concilio, el l martirio es una "gracia eminente y una prueba suprema de caridad" (LG 42; PO 13; AG 24; UR 4).

Este signo de la llegada de la salvación a través del testimonio parece que es el que más seduce al hombre contemporáneo. A un hombre celoso de sus derechos, de su autonomía, el testimonio se presenta bajo los rasgos de la discreción: actúa por atracción, sin violentar. A un hombre que lo mide todo por el parámetro de la eficacia, el testimonio propone actos, hechos: la condición humana puede cambiarse, puesto que de hecho ya ha cambiado. A un hombre técnicamente desarrollado, pero subdesarrollado en el plan moral y de una fragilidad psicológica desconcertante, el testigo se presenta como un ser sano, "feliz en su pellejo", irradiando gozo y paz a pesar del sufrimiento y de la muerte. Este encuentro puede suscitar el deseo de. participar de esa plenitud de vida. Añadamos que, en una sociedad pluralista y secularizada, el testimonio-compromiso es más urgente que antaño, Por su estilo de vida más que por sus discursos, el cristiano atestigua la presencia de la salvación en el mundo. Por su manera distinta de vivir las situaciones comunes, puede llevar a los que le rodean a interrogarse por el espíritu que lo inspira.

2. EL TESTIMONIO EN LA EXHORTACIóN "CHRISTIFIDELES LAICI" (1988). La ascensión del laicado en la Iglesia representa un movimiento irreversible. La actividad de los laicos se ejerce en todas las esferas de la vida: no sólo a nivel de las obras sociales, caritativas y pastorales, sino en todos los niveles de la enseñanza propiamente religiosa: desde la catequesis hasta las funciones de investigación y de enseñanza universitaria. Efectivamente, centenares de hombres y de mujeres enseñan teología en las facultades del mundo entero. En algunos países son claramente mayoritarios. A esta mayor presencia e influencia de los laicos en la Iglesia corresponde evidentemente una responsabilidad creciente a nivel del testimonio. Es el aspecto que subrayó el sínodo de 1987 y la exhortación Christifideles laici que lo siguió en 1988.

"Unidos a Cristo, el gran profeta (Lc 7,16), y constituidos en el Espíritu testigos de Cristo resucitado, los fieles laicos... están llamados a hacer brillar la novedad y la fuerza del evangelio en su vida cotidiana, familiar y social" (CL 14). Inmersos en el mundo que es su ambiente habitual de trabajo, es en el mundo donde manifiestan a Cristo por "el testimonio de su vida de fe, de esperanza y de caridad" (CL 15; LG 31). Están invitados a dar este testimonio hasta las cimas de la santidad, ya que "el santo es el testigo más esplendoroso de la dignidad conferida al discípulo de Cristo" (CL 16). Incluso puede afirmarse que la renovación esperada del concilio dependerá en gran parte de la influencia creciente de los laicos en la Iglesia y de la calidad de su testimonio. El papel de los laicos es especialmente importante en los países del primer mundo, que tienen una necesidad urgente de una segunda evangelización. "A ellos en particular corresponde atestiguar que la fe constituye la única respuesta que... todos entrevén y que todos piden ante los problemas y esperanzas que la vida suscita en cada individuo y en cada sociedad" (CL 34). La exhortación apostólica subraya que "la síntesis vital que los fieles laicos sabrán realizar entre el evangelio y los deberes cotidianos de la vida será el testimonio más hermoso y más convincente para mostrar que no es el miedo, sino la búsqueda de Cristo y la adhesión a su persona lo que constituye el factor determinante para que el hombre viva y crezca" (CL 34).

3. FECUNDIDAD DEL TESTIMONIO PERSONAL. El lenguaje de los hechos viene a corroborar las declaraciones del concilio y del sínodo sobre los laicos. Para el hombre contemporáneo, el testimonio de una vida comprometida es el más decisivo de todos los signos de la venida de la salvación en Jesucristo. Se le disputa a Dios, a menudo con dureza,el derecho a hacer milagros, el derecho a intervenir en un mundo que se considera "coto cerrado", reservado a la especie humana; pero se acepta con mayor agrado que Dios puede actuar directamente en el corazón del hombre para convertirlo y transformarlo. Si la voz de Juan XXIII encontró un eco tan grande en el corazón de los hombres de todas las razas y de todas las confesiones, un eco que todavía repercute, ¿no es porque esa voz tenía el acento del amor auténtico, de la caridad del buen pastor que llama a sus ovejas? "Estás encargado de gritar el evangelio sobre los tejados -decía Charles de Foucauld-, no con tus palabras, sino con tu vida". Sí, los hombres de hoy piden no tanto predicadores como testigos silenciosos del amor de Cristo, hombres y mujeres en quienes el evangelio aparezca en ejercicio como valor atractivo. Si se produce este encuentro, puede despertar el deseo de la salvación y hacer posible la fe.

Algunos ejemplos bastarán para ilustrar esta fuerza de atracción del testimonio. Primero, entre los convertidos. Casi siempre la l conversión encuentra su ocasión, su provocación, su impulso o su aceleración en un choque inicial. Pues bien, este primer choque, según dicen los mismos convertidos, se produce ordinariamente por el encuentro con una vida profundamente comprometida, en el espíritu del radicalismo evangélico. Es lo que pasó con Charles de Foucauld, Gabriel Marcel, G.K. Chesterton, Raisa y Jacques Maritain, Ernest Psichari, Henri Ghéon, Thomas Merton, Edith Stein, Karl Stern. G. Marcel declara: "Los encuentros han jugado un papel capital en mi vida. Me he encontrado con seres en los que sentía la realidad de Cristo tan viva que no me era lícito dudar de ella". Y Daniel-Rops: "No hay nada tan decisivo como ver con los propios ojos lo que es un cristianismo vivo y encarnado". A veces el encuentro con Cristo se hace "en directo", en una experiencia mística, como en el caso de A. Frossard. Pero la mayor parte de las veces lo decisivo es el encuentro y la confrontación con una vida arraigada en Cristo. En este tipo de encuentro la salvación se hace transparente. No se deduce la salvación; se la palpa en ejercicio.

En efecto,, no son discursos lo que hemos de presentar a unos hombres que gritan por su desgracia, sino el precio de una vida personalmente dada, consagrada a nuestros semejantes. No se explica de otro modo la fuerza de atracción de unos hombres y mujeres como el P. Kolbe, muerto en Auschwitz en 1941 por haber sacrificado su vida sustituyendo voluntariamente a un padre de familia, condenado a morir de hambre; o como el arzobispo Oscar Romero, del Salvador, muerto en 1980, asesinado mientras celebraba misa, mártir de su defensa de los pobres, de los sin voz, y de su protesta contra las expulsiones, las persecuciones, las torturas. ¿Y cómo explicar la irradiación del humilde hermano Andrés, que atrae hacia el oratorio dedicado a san José, de Montreal a caravanas humanas venidas de las dos Américas y hasta de Europa? ¿Y el fenómeno más desconcertante todavía de Teresa del Niño Jesús, la joven carmelita encerrada en su claustro, proclamada patrona de las misiones?

Pero no vayamos tan lejos: pensemos en la madre Teresa. Los musulmanes, los budistas, los creyentes, los indiferentes, los ateos, se inclinan ante este foco de amor que ella enciende a su paso. Por ella todos se sienten interrogados, cuestionados, llamados a una revisión de sus valores y hasta a una conversión total. En ella Cristo vive y pasa haciendo el bien. Dirigiéndose a los países del primer mundo, ella declara: "La mayor enfermedad actual no es ni la lepra ni la tuberculosis, sino el sentimiento de ser indeseable y estar abandonado de todos; el mayor pecado es la falta de amor y de caridad, la terrible indiferencia por ese prójimo que, a la orilla del camino, es presa de la explotación, de la corrupción, de la indigencia y de la enfermedad... Entre vosotros, los países. ricos, hay una pobreza de amor, de soledad, de inmortalidad; es la enfermedad peor del mundo". La madre Teresa quiere llevar al mundo occidental a salir de las aguas glaciales del egoísmo y del cálculo. Ella no es socióloga, ni economista, ni política. No hace propaganda. Para ella el amor prima sobre la "eficacia": poco importan los resultados inmediatos. Ella es el amor que irradia, ilumina, calienta, que da sin esperar nada a cambio. Vislumbramos en ella una densidad de amor que se abre a una luz capaz de desgarrar las tinieblas más opacas. Como en tiempos de Cristo, ella es el amor presente entre nosotros. Quiere que la última mirada del más desventurado de los, moribundos-sea el encuentro con otra mirada que lo cubra de amor. Está convencida de ello: el mundo de hoy tiene mucha más necesidad de corazones cargados de amor que de barcos cargados de trigo. La madre Teresa nos habla de amor con gestos de amor. Su vida no es una demostración, sino una muestra del amor que la llena y la hace vivir. Y por ese mismo hecho "demuestra" que es posible vivir en el mundo si el amor logra penetrar en él.

4. EL TESTIMONIO COMUNITARIO. El testimonio de una vida personal de acuerdo con el evangelio constituye ya un signo de la presencia de la salvación en el mundo. Pero este signo es mucho más convincente si el testimonio es obra no solamente de unos cuantos individuos, sino de un grupo, y hasta de toda una comunidad, y hasta de toda la Iglesia. En ese caso la calidad de los miembros de la comunidad afecta a la calidad de la comunidad misma y a la imagen que le da al mundo. Si esa comunidad vive del evangelio, afirma al mismo tiempo la fuerza sobre ella del evangelio reconocido como valor supremo. Cuando todos sus miembros o la mayoría viven del evangelio, de aquí se sigue una imagen fiel de Cristo y de su espíritu. El testimonio dado por cada uno de sus miembros se alimenta a su vez de cada uno de los testimonios recibidos. Se produce entre el individuo y la comunidad una especie de flujo y reflujo incesante. Se establece entre los miembros de la comunidad como una red de relaciones interpersonales, hecha de justicia, de caridad, de paz, de pureza, de mansedumbre, de serenidad, de misericordia. El testimonio comunitario es una resultante, y no una simple añadidura o yuxtaposición de testimonios individuales. Es una realidad nueva, original.

El testimonio dado por los miembros santos de una comunidad constituye una comunidad santa, que irradia en todos los que se le acercan el espíritu de Cristo. El que entra en contacto con ese ambiente tiene la impresión de respirar un aire más vivo, más tonificante. Al contrario, el pecado establece entre los miembros de una comunidad dividida unas relaciones interpersonales pecaminosas. El lenguaje popular, por otra parte, no se engaña: presenta un cuerpo y un rostro de pecado. No es posible callar o reducir la importancia de este aspecto del testimonio, sobre todo a nivel eclesial. Porque, en definitiva, es la imagen que presenta al mundo la Iglesia lo que hace de ella un signo expresivo y contagioso o un signo negativo de la salvación que predica. El Vaticano II ha subrayado ante la conciencia cristiana la responsabilidad de los miembros de la Iglesia en la formación de la imagen que da al mundo. El signo del evangelio puede verse oscurecido y hasta anulado por el antitestimonio de un cristianismo escandaloso. En el decreto sobre la actividad misionera, el concilio declara: "La división de los cristianos perjudica a la causa sacratísima de la predicación del evangelio a toda criatura y, para muchos, les cierra el acceso a la fe" (AG 6). Y en el decreto sobre el ecumenismo, el concilio declara que la división de los cristianos "es para el mundo un objeto de escándalo y un obstáculo para la más noble de las causas: la predicación del evangelio a toda criatura" (UR 1). Cuando la Iglesia no ofrece el testimonio de la unidad y de la caridad, sino el de la división y el odio, las facciones, los clanes, los exclusivismos, no solamente no atrae ya a los hombres, sino que los aparta de ella y, por tanto, de Cristo, ya que por la Iglesia conocemos a Cristo y también por ella medimos la eficacia real del evangelio.

Al contrario, los hechos demuestran cuán atractivo es el testimonio de los hombres reunidos en la unidad y la caridad. Pensemos, por ejemplo, en la comunidad de jóvenes de San Egidio (San Gil), en Roma, convertida en lugar de encuentro entre no-creyentes y creyentes, debido al fervor de la oración y a los servicios caritativos muy diversos de un grupo de cristianos. O también en la comunidad monástica de Taizé, fundada en 1940 y convertida en cita de oración para visitantes de todas las comunidades religiosas. Pensemos también en la irradiación mundial del movimiento del Arca, fundado por Jean Vanier en 1964, en TroslyBreuil (Francia), que acoge a los más desvalidos de los desvalidos, a saber: a personas afectadas de deficiencia mental y condenadas a vivir y a morir sin esperanzas de "salir de allí". Lo que caracteriza al Arca es un compromiso absoluto, y hasta heroico, al servicio de esos enfermos, acompañado de un espíritu de oración que pueden envidiar los monjes más fervorosos. Jóvenes de treinta años, como media, que consagran los años más hermosos de su vida a atender a unas necesidades capaces de hacer temblar a las sensibilidades más equilibradas. En el Arca se intenta crear focos de amor para hacer "palpar" algo del amor del Verbo de vida. Para los hombres que tienen ya demasiadas teorías en la cabeza esto es "lo nunca visto", capaz de abrir los corazones y hacer que entre en ellos el amor. Recordemos, finalmente, el testimonio fulminante que han dado las familias campesinas de la región de Macambria, al nordeste del Brasil. Esos pobres son portadores de una fuerza inédita, la fuerza misma de Dios, que obliga a los ricos a interrogarse y a convertirse. Esas poblaciones oprimidas del Brasil no tienen más armas en la mano que su sufrimiento: sufrimiento que podría llevarlos al odio, a la matanza, pero que les ha hecho escoger más bien el camino del petdón; ven en el perdón una acción creadora, capaz de vencer la injusticia en su raíz, transformando al injusto en justo, al opresor en amigo y hermano. El perdón derriba las murallas de la separación y restablece el amor fraternal. El perdón es semilla de justicia. Los opresores, convertidos por el testimonio de los oprimidos que perdonan, reconocen sus faltas y se salvan, se liberan, quedan curados por el testimonio tenaz y fiel de los oprimidos que no dejan de perdonar. Esas comunidades locales, que dan testimonio de Cristo en el fondo de su miseria, se encuentran por todos los rincones del mundo: en India, en Nigeria, en América central, en América Latina. El testimonio de su perdón es germen de un amor que nace: el del opresor al oprimido. Cristo no conoció otro testimonio ante sus enemigos.

Simples sondeos, estos ejemplos son, sin embargo, significativos. Manifiestan que el testimonio-compromiso de una vida consagrada a Cristo es el gran motivo de credibilidad de la revelación. No se deduce de la existencia de la salvación: se la ve y se la palpa, viva, de pie, ante nosotros.

5. NECESIDAD DEL TESTIMONIO. El testimonio de una vida en perfecta consonancia con el evangelio no es, para el cristianismo, algo simplemente deseable y altamente recomendable, sino una exigencia absoluta, una necesidad natural. Son varios los motivos:

a) En primer lugar, porque el cristianismo no es un puro sistema de pensamiento, filosófico o científico, que pueda comunicarse por una enseñanza que no comprometa ni al profesor ni al oyente, sino un mensaje de salvación, relacionado con un acontecimiento que ha cambiado el sentido de la condición humana y que cuestiona la existencia de quien lo recibe. El evangelio nos dice que el hombre, en Jesucristo, se ha salvado; que somos hijos de Dios y que participamos ya de la vida de las personas divinas. Entonces, si el cristianismo fuera incapaz de mostrar este cambio de la condición humana anunciado por el evangelio, confesaría su propio fracaso. No basta con pretender que ha tenido lugar el acontecimiento de la salvación, pero que es imposible de captar; que la santidad se ha dado, pero que, paradójicamente, no hay nada que la revele por fuera en el comportamiento de los que han recibido el Espíritu. No; la santidad tiene que existir y existe de hecho; se la puede encontrar si se la busca con un corazón humilde y disponible. Se puede comprobar por los frutos "de caridad, de gozo, de paz, de servicialidad, de bondad, de confianza, de mansedumbre, de dominio de sí" (Gál 5,22). Igualmente, la Iglesia no puede contentarse con afirmar que es santa y que ha recibido de Cristo los medios de santificar a los hombres, pero sin poder santificarlos efectivamente. Cuanto más habla la Iglesia de santidad, más tiene que producir testigos de salvación. Cuanto más narra la historia de la salvación en Jesucristo, más tiene que poder contar las victorias de la gracia de la salvación sobre el pecado de los hombres. Tal es el sentido profundo de las beatificaciones y canonizaciones. La Iglesia no sería lo que es si no produjera santos, es decir, frutos de salvación.

b) En segundo lugar, es necesaria la consonancia entre el evangelio y la vida, porque lo esencial del mensaje cristiano es la revelación del amor infinito de Dios a los hombres a través del amor en Jesucristo. Pues bien, ¿cómo pueden creer en su amor los hombres que no conocen a Jesucristo, si no tienen ante la vista el espectáculo de otros hombres que han sido ya conquistados por ese amor y que han arriesgado por él toda su vida? ¿Cómo introducir en el amor a una persona a no ser por el contagio del amor? Cuando unos cristianos llevan una vida perfectamente evangélica, los que son testigos de ese espectáculo contemplan a Dios que es amado y a Dios que los ama. Tienen en ese amor la revelación del amor de Dios. El amor de los hombres entre sí se convierte en el sacramento o en el signo del amor de Dios, en la expresión visible del amor de Dios a los hombres.

c) Finalmente, la consonancia entre el evangelio y la vida es necesaria, porque el evangelio es la revelación de una nueva forma de existencia, de un nuevo estilo de vida. Pues bien, ese estilo de vida en el que Dios quiere formar a los hombres, al ser al mismó tiempo sublime e inédito, ¿cómo podría Dios enseñárselo a los hombres a no ser por una presentación concreta y ejemplar? Por eso Cristo, el Hijo de Dios, el testigo por excelencia, no sólo e9 el que revela a los hombres su condición filial, sino también el que los inicia en esa vida filial, llevando él mismo, entre ellos, a sus ojos, una vida de Hijo. Por eso se necesitan testigos de Cristo, santos que perpetúen en la Iglesia esa vida filial revelada y vivida por Cristo y que ilustren para cada generación ese nuevo estilo de vida que es la existencia cristiana plenamente vivida.

En el /milagro sólo se toca a la naturaleza. Aquí cambia el hombre mismo. Por el testimonio-compromiso se revela a nuestros ojos la transformación de la humanidad que ha realizado la invasión de la gracia en Jesucristo.

6. DINAMISMO DEL TESTIMONIO. Se trata aquí de mostrar cómo el testimonio de la vida actúa sobre el espíritu y el corazón del hombre para hacerle comprender que la salvación anunciada por el evangelio, atestiguada por Cristo, por los apóstoles, por los cristianos auténticos, está verdaderamente entre nosotros.

Lo que caracteriza el testimonio de la vida es su discreción. El santo no exige nada ni pide nada; se contenta con expresar por toda su vida la realidad sobrenatural en que se mueve. El santo, observa Bergson, "ha sentido cómo la verdad se metía en él como una fuerza activa. Él tiene la misma necesidad de difundirla que el sol de derramar su luz. Pero no la propagará con simples discursos" (Les deux sources de la morale et de la religion, París 19322, 249). La santidad actúa sin violentar. Su fuerza de atracción se debe a su discreción misma. Signo aparentemente el más frágil, puede ser también el más eficaz, ya que actúa a nivel de las personas y apela a la experiencia moral de cada uno.

La santidad actúa primero como un valor: por atracción y seducción de un bien. Revela al que la encuentra una calidad de vida que el hombre ni siquiera habría sospechado sin ella, y de la que secretamente desea participar. Le muestra al hombre, en una vida semejante a la suya, un ideal cuyo atractivo no está nunca totalmente ausente en el fondo de su corazón. No explica el valor del cristianismo por una demostración o un panegírico; lo muestra presente y operante en una existencia que ha transformado. "¿Por qué los santos --dice también Bergson- tienen imitadores?... No piden nada, pero lo obtienen todo. No tienen necesidad de exhortar; no tienen más que existir: su existencia es una llamada" (ib, 29-30).

Si es verdad que los valores más altos son los que dejan más juego a la libertad (ya que la exigencia del valor está en razón inversa de su elevación), su fuerza de atracción está en razón directa de su altura. En este sentido, el espectáculo de una vida cristiana auténtica suscita entre los que no se cierraxl a ello un deseo de participar de este esplendor. La santidad es una llamada, no una presión; se ofrece al hombre como una, promesa de plenitud y de superaclon a la que se aspira. Pocos hombres responderán efectivamente a esta llamada tan discreta, porque se trata de una llamada a un nuevo estilo de vida adquirido a costa de grandes sacrificios. Poco importa: sin ruido, casi sin respirar, el testimonio de una vida despierta la atención, suscita la simpatía e inicia, sin forzarlo, el movimiento por el que quizá las personas sacudan su inercia y se pongan en marcha hacia Dios. En adelante queda planteada una cuestión. El que ha encontrado la santidad, "¿va a dar la preferencia a la vida según el amor de la que acaba de recibir una revelación por medio de otro, experimentando su atractivo y como su tentación, o bien va a preferir la vida según el egoísmo? Esta opción es plenamente libre... Pero el hombre se ve sacudido de su indiferencia para verse colocado ante una decisión que no puede soslayar" (Y. de Montcheuil).

A los ojos más atentos, la santidad descubre una armonía entre el evangelio y la vida. La santidad da cuerpo al evangelio y lo hace pasar al orden de la existencia. El evangelio dice que Cristo es el Hijo de Dios que ha venido al mundo a hacer de nosotros hijos del Padre, llamados a llevar una vida de hijos y a compartir la gloria de Cristo. Pues bien, he aquí que en el santo aparece ese hombre nuevo anunciado por el evangelio, todo impregnado de caridad, viviendo y actuando bajo la fuerza del Espíritu. El santo deja ver, por transparencia, la salvación anunciada y operada por Cristo. En él el evangelio y la vida se hacen eco y llegan a coincidir. El santo muestra, y por eso mismo demuestra, la aptitud del evangelio para transformar la existencia humana. Esta consonancia entre el evangelio anunciado y el evangelio vivido es un signo de la verdad del evangelio. El santo atestigua.con su presencia en el mundo que la salvación se ha cumplido de verdad, puesto que el hombre nuevo, vivificado por el espíritu de amor, está verdaderamente entre nosotros.

Esta consonancia entre el evangelio y la vida constituye un signo tanto más impresionante cuanto que no se trata de una consonancia cualquiera, a escala común, sino de una consonancia en la superación. Hay una superación en el ideal; o sea en el evangelio, y una superación en la realidad. En un mundo en el que reina el pecado, la división, el egoísmo, la envidia, destaca la figura del santo. Hombre como nosotros, domina, sin embargo, nuestro nivel de mezquindad y de mediocridad. Respira un aire más puro., que viene de otro mundo. Representa, en el mundo actual y respecto al obrar concreto y habitual de los hombres, una superación. Se sabe que el hombre puede ser generoso; pero la generosidad de Pedro Claver con los negros, la de Vicente de Paúl con los pobres, la de Juan de Brébeuf con los hurones, la de Carlos de Foucauld con los tuaregs, la de la madre Teresa con la "basura" de la humanidad, superan toda medida común y da verdadero vértigo.

Añadamos además que esta superación no es una superación vertical y simple, como puede ser el heroísmo del mártir, sino una superación multiforme yparadójica. La vida del santo reproduce como en miniatura las paradojas de la vida de Cristo. Presente al mundo y a todas sus miserias, el santo da, sin embargo, la impresión de venir de islas extrañas y de traer unos productos exóticos. Totalmente de Dios, es también todo cariño con los hombres. Abismo de humildad y de sencillez, es muchas veces intrépido y fogoso para hablar de Dios y reivindicar sus derechos. Coloso de pureza y de penitencia, tiene, sin embargo, el convencimiento de ser el más grande pecador. Une la obediencia más filial a la iniciativa más exuberante y creadora.

Se concibe fácilmente que el hombre que contempla esta armonía, en la superación, entre el evangelio y la vida, esta intensidad, esta plenitud, esta constancia y esta fecundidad de la caridad, sienta el deseo de comulgar en ese mundo de valores que descubre en el testimonio de una vida auténticamente cristiana. El espectáculo de la santidad dispone para oír el evangelio, puesto que el santo es ya el evangelio que se despliega a nuestra vista. En definitiva, lo que constituye la fuerza del testimonio de la vida es que muestra la salvación ejerciéndose en nuestro mundo. El signo es aquí el resplandor de la transformación realizada. El mismo hombre queda cambiado y vivificado por el Espíritu de amor. El .mundo espera el paso de los santos., Si la santidad y los santos son invisibles o están ausentes, los hombres viven en la oscuridad y se mueren de frío.

7. ESPECIFICIDAD DEL TESTIMONIO CONTEMPORÁNEO. Señalemos en qué condiciones el testimonio personal y comunitario puede llegar a ser para los hombres de nuestro tiempo un signo. de la venida de la salvación en Jesucristo. Para ser eficaz es preciso que este testimonio revista unas modalidades nuevas y muy especificas.

a) El hombre contemporáneo es más sensible que en otros tiempos al respeto, por parte del cristiano, de los valores humanos reconocidos en el mundo secular. Por ejemplo: la competencia profesional, la eficacia del trabajo, la preocupación y el respeto por la :verdad, la probidad y la humildad en la investigación científica, la franqueza y la sinceridad en las relaciones humanas, el respeto a la palabra dada, el respeto a la libertad de conciencia, el respeto al bien de los demás, el sentido de servicio público... El hombre contemporáneo siente respeto por la persona. comprometida en su tarea y la cumple con fidelidad de conciencia. Se inclina ante el que sabe participar de los gozos, pero también de los sufrimientos, de las angustias de los hombres de su ambiente; ante el que se esfuerza por mejorar las instituciones sociales de su país. Al contrario, si el cristiano no manifiesta respeto o se muestra desdeñoso ante estos valores reconocidos por el mundo secular, su profesión de fe cristiana, por muy abierta y vehemente que sea, corre el peligro de no encontrar eco.

b) En otros tiempos, en una cristiandad homogénea o en el seno de naciones enteramente católicas, la caridad no tenía que ejercerse más que entre católicos y eran sólo los misioneros los que asumían la responsabilidad de llevar el evangelio fuera de las fronteras visibles de la Iglesia. No ocurre lo mismo en nuestros días. En un mundo cada vez más unificado, no existen ya los muros de separación: todas las familias espirituales (protestantes, judíos, musulmanes, budistas, hinduistas, etc.), todas las formas de creencia y de increencia se rozan, se tratan, se entremezclan. En el corazón de esta humanidad nueva (donde ya no hay zonas cerradas de cristiandad) es donde los miembros de la Iglesia tienen que dar testimonio de la caridad de Cristo. Según la expresión tan hermosa de Carlos de Foucauld, cada uno tiene que hacerse "el hermano universal". En este mismo sentido escribía R. Schutz: "Dadnos la prueba existencial de que creéis en Dios, de que vuestra seguridad está en él. Probadnos que vivís el evangelio en su primera fragancia, con espíritu de pobreza, en solidaridad con todos y no solamente con vuestra familia confesional".

c) Por otra parte, si el testimonio de la caridad tiene que hacerse más universal, más ecuménico y más misionero que antaño, debe también intensificarse entre los mismos católicos. La Iglesia, en sus comunidades locales y como comunidad mundial, tiene que aparecer ante las demás comunidades y junto con ellas como una comunión especialmente ferviente en el Espíritu. Tiene que hacerse cada vez más lo que ya es (a saber: mesiánica y divina), dándole al mundo con la irradiación ardiente de su caridad el signo eficaz del amor de Dios entre los hombres. "Para un católico -observa también R. Schutz-, ser solidario de todos los bautizados significa ante todo ser solidario, en el interior de su Iglesia, de todas las familias espirituales que animan al catolicismo. En este período de la historia esperamos de los católicos que no se nieguen unos a otros. Si las diversas corrientes que se manifiestan impidiesen el diálogo, eso sería una prueba muy dura para el ecumenismo". En este sentido, el cisma de mons. Lefebvre, así como las actitudes intolerantes de los que no reconocen más paradigma doctrinal que sus propios esquemas mentales considerados como absolutos, constituyen sin duda el más grave anti-testimonio de la Iglesia en nuestros días. Es verdad que el testimonio del católico ha de ser un testimonio de pertenencia a,la Iglesia; pero también es verdad que la Iglesia, en el seno de los grupos que la forman, tiene que promover ese diálogo que ha proclamado con tanta fuerza en el Vaticano II.

8. LA EUCARISTIA, TIEMPO FUERTE DEL TESTIMONIO. El lugar por excelencia de la unidad de caridad que constituye el testimonio personal y comunitario es la eucaristía como asamblea y como sacrificio. La celebración eucarística recoge efectivamente todos los momentos de la vida de Cristo y todos los momentos de la vida de la Iglesia.

La eucaristía recoge en primer lugar todos los momentos de la presencia de Cristo: presupone la presencia de Cristo entre los hombres durante su vida mortal y nos la recuerda por la lectura del evangelio. Reproduce además, por la presencia real de Cristo en el sacramento en que se da en comida, la síntesis de la presencia personal y espiritual del Cristo glorioso con el Cristo Verbo encarnado en la historia.

La eucaristía recoge igualmente todos los momentos de la vida de la Iglesia. Es la cena del recuerdo, el memorial de la pasión y de la muerte salvífica de Cristo, que dio nacimiento a su Iglesia. En el presente, es comunión de todos los fieles con Cristo vivo y glorificado, y comunión de los fieles entre sí en la caridad. Finalmente, cena de esperanza, figura y anticipa el banquete escatológico en el que todos los elegidos se sentarán a la mesa del Señor. Por tanto, lo que se cumple en la eucaristía es ya una reunión en la unidad de amor; pero al mismo tiempo una llamada a una extensión de esa unidad a todos los hombres, ya que la celebración eucarística no representa solamente la unidad real y actual de los miembros del mismo cuerpo, sino que está además animada de un dinamismo unificador que tiende a reunir a los hombres para constituir el cuerpo místico de Cristo. Mediante aquellos a los que alimenta y vivifica, Cristo actúa y lleva a cabo el crecimiento de su cuerpo. Si es verdad que la Iglesia es el signo de la comunión de amor que la Trinidad intenta establecer entre los hombres, hay que decir que este signo se concentra y encuentra su expresividad más elevada en la asamblea eucarística.

Los hombres de nuestro tiempo quieren encontrar en la Iglesia, en las comunidades cristianas, en cada cristiano, un reflejo del amor de Cristo; de ese amor puro y sin sombras, ardiente, fiel, entregado hasta el sacrificio de la vida por la salvación de todos. Si los hombres de hoy encuentran, gracias al compromiso del testimonio cristiano, la existencia de este amor que ama al hombre en sí mismo, sin sombra alguna de rechazo, entonces descubrirán un mundo nuevo; desearán participar de esa plenitud, porque habrán descubierto que Dios es amor.

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R. Latourelle