DEI VERBUM
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

SUMARIO

I. Historia: 

1. El esquema "De fontibus revelationis"; 

2. El texto de la "comisión mixta"; 

3. Elaboración del nuevo texto (R. Fisichella); 

II. Comentario: 

1. El Vaticano II y la "Dei Verbum"; 

2. Cambio de perspectiva 

3. La economía de la revelación; 

4. La centralidad de Jesucristo revelador; 

5. La fe, respuesta a la revelación (R. Latourelle).

 

I. Historia

No es arriesgado afirmar que la constitución dogmática Dei Verbum es el documento más característico del concilio Vaticano II, al menos en el sentido de que abarca todo el lapso de su preparación y celebración. Con este documento el concilio ha tratado ampliamente los grandes temas de la fe cristiana, proponiendo de ellos una lectura que representa al mismo tiempo un progreso en la enseñanza dogmática y una nueva presentación de la misma a nuestros contemporáneos.

El presente artículo reconoce la doble deuda que tiene contraída con el primer artífice de la DV, el padre Umberto Betti. En efecto, a él se debe la primera publicación de una serie de documentos y de textos (que sirvieron a la comisión teológica preparatoria y a la comisión doctrinal del concilio) que dan a conocer la génesis y la reconstrucción de las fases fundamentales de la constitución; así pues, sus artículos y sus textos representan la primera fuente que aquí seguimos, además de la consulta de las Acta et documenta y de las Acta Synodalia. Debemos además expresar nuestra gratitud por el largo, fructuoso y simpático encuentro que hemos mantenido con el mismo Betti, durante el cual sus recuerdos personales y sus indicaciones sobre algunos hechos y personas han constituido otra fuente muy preciosa, para la redacción de este artículo.

La larga odisea de la DV comienza con la consulta preconciliar de 1959 y acaba con su promulgación el 18,de noviembre de 1965, veinte días antes de la conclusión del concilio. El tiempo empleado en la elaboración del documento no fue, ciertamente, vano; su contenido incide tan decisivamente en la fe que, para la Iglesia, todo depende de este acontecimiento central: su fe y su obrar sólo tienen sentido en la medida en que reflejan la adhesión plena a la palabra revelada de Dios.

El movimiento que se había llegado a crear en torno a la doctrina sobre la divina revelación puede describirse como la fase que intentaba hacerla pasar de su estado de fermento, que'era característico del período preconciliar, al estado de plena maduración. El trabajo que había que realizar era el de corresponder a la exigencia de una armonización entre los contenidos de siempre, irrenunciables para la fe, y los elementos nuevos y los lenguajes más coherentes con la nueva situación histórica de la Iglesia.

Para la economía de este artículo bastará indicar las tres fases principales que marcan las etapas determinantes de la composición de la DV.

1. EL ESQUEMA "DE FONTIBUS REVELATIONIS". Juan XXIII, tras manifestar el 25 de enero de 1959 su intención de convocar el concilio, nombra el día 17 de mayo de aquel año una comisión antepreparatoria, presidida por el cardenal secretario de Estado, Domenico Tardini, con la tarea de "tomar los oportunos contactos con el episcopado católico de las diversas naciones para obtener de ellos consejos y sugerencias; recoger las propuestas formuladas por los sagrados dicasterios de la curia romana; trazar las líneas generales de los temas que tratar en el concilio, oído además el parecer de las facultades teológicas y canónicas de las universidades católicas" (Acta et Documenta Concilio Oecumenico Vaticano 11 apparando, series 1, vol. 1, Ciudad del Vaticano 1960, 23). Comienza con ello una consulta de carácter universal que nunca se había realizado anteriormente.

Entre los temas mayores que se propusieron entonces para la tarea conciliar se reservaba una atención especial al problema de la "naturaleza de la revelación", de la "modalidad de transmisión de la revelación" y de la "relación entre el magisterio y la palabra de Dios": La comisión teológica preparatoria (formada por siete miembros: Tromp, Piolanti, Garofalo, Ciappi, Gagnebet, Burth, Balié, más dos consultores, Staffa y Philippe, la presidía el cardenal Ottaviani, siendo nombrado secretario el padre S. Tromp, profesor de apologética en la Universidad Gregoriana) se apresuró a realizar una cierta sistematización de un tema tan complejo, haciendo redactar un esbozo de esquema o resumen como primera plataforma de trabajo.

Este texto llevaba el expresivo título de Schema compendiosum Constitutionis de fontibus revelationis. Enviado a los miembros de la comisión teológica, no sufrió particulares retoques. Para darle un conveniente desarrollo, el 27 de octubre de 1960 se constituyó una subcomisión interna, presidida por monseñor Garofalo, encargada de elaborar un esquema sobre las fuentes de la revelación.

El 23 de junio del año siguiente estaba ya preparado el texto del Schema y, tras una revisión a cargo de la comisión teológica, fue enviado al examen y a la aprobación de la comisión central el 14 de octubre de 1961. Se hicieron numerosas enmiendas al texto propuesto; finalmente, el Schema fue aprobado por la comisión central el 22 de junio de 1962, y todo el Schema Constitutionis dogmaticae de fontibus revelationis fue finalmente aprobado por Juan XXIII el 13 de julio de dicho año, siendo enviado luego a los padres conciliares para su discusión en el aula conciliar.

El 14 de noviembre de 1962 el Schema sobre las fuentes de la revelación fue afrontado por el concilio. A este propósito hay que observar que los padres estaban entrando ya en el clima de aggiornamento que el Papa había querido establecer desde su discurso inaugural del 11 de octubre como el mejor fruto del concilio, y que la discusión del documento sobre la renovación litúrgica estaba ya produciendo sus primeros resultados. Esto permite comprender por qué era un tanto precario el escenario en que venía a colocarse nuestro documento.

Hay que añadir a ello otro hecho: previamente se les había presentado a los padres otros tres esquemas, que constituían de suyo otros tantos textos en competencia con el documento oficial. El primero había sido elaborado por el Secretariado para la unidad de los cristianos, con la aportación decisiva de Stakemeier y de Feiner; el segundo, preparado con una increíble rapidez, fue redactado por K. Rahner bajo el patrocinio de las conferencias episcopales austriaca, belga, francesa, holandesa y alemana, y tenía por título De revelatione Dei el hominis in Jesu Christo facta; el tercero era un. folio redactado por el padre Congar con el título De Traditione el Scriptura.

Con estos precedentes, era natural que el cardenal Ottaviani, en su presentación oficial del documento, acudiese a tonos fuertemente polémicos en defensa del Schema elaborado por la comisión teológica. De todas formas, la relación fue leída por monseñor Garofalo, que procuró presentar el documento con la intención de salvar lo salvable; pero la cuestión que se planteaba era precisamente ésta: ¿qué es lo que puede salvarse todavía? Los padres actuaron con libertad y el ambiente empezó a caldearse. Algunos, influidos por los textos competitivos, consideraban el Schema absolutamente inaceptable; otros, para salvar la corrección en las formas, preferían destacar las lagunas y hablaban de la necesidad de una transformación radical del mismo.

Las motivaciones que llevaban a repudiar el Schema apuntaban especialmente al primer capítulo. Se destacaba la impropiedad y el equívoco del lenguaje "doble fuente", que aparecía con una frecuencia casi obsesiva; pero, sobre todo, se demostraba que esta formulación llevaba a consecuencias doctrinales que veían la Escritura y la tradición como fuentes independientes la una de la otra. En una palabra, se criticaba la línea asumida por la comisión, ya que equivalía a una opción teológica unilateral sin justificación alguna.

El ataque masivo al Schema se parecía mucho a una auténtica agresión; las voces críticas que se levantaron en la basílica de San Pedro constituían ya de suyo un rechazo del texto. De todas formas, se llegó a la votación y se presentó la petición de voto con una fórmula un tanto insólita. Textualmente séles preguntaba a los padres "si hay que interrumpir la discusión del esquema de la constitución dogmática sobre las fuentes de la revelación". Por la pregunta no llegaba a comprenderse si la suspensión de la discusión equivalía al rechazo del Schema o si solamente se suspendía el debate en el aula, en espera de momentos más oportunos, pero sin rechazar el esquema propuesto.

El resultado de la votación, comunicado el 20 de noviembre, fue el siguiente: de 2.209 votantes, hubo 1.368 placet, 822 non placet y 19 votos nulos; faltaban 115 votos para la mayoría. Por tanto, no se había alcanzado jurídicamente el yuorum de los dos tercios, necesario para rechazar el esquema, pero la continuación del debate se veía fuertemente comprometida. La minoría no habría logrado hacer que se aprobara un texto que rechazaba la mayoría.

Fue la prudencia de Juan XXIII la que ahorró al concilio días más difíciles. Hizo retirar con su autoridad el documento hasta que no quedara radicalmente enmendado.

2. EL TEXTO DE LA "COMISIÓN MIXTA". La remodelación radical del Schema se puso en manos, por decisión del Papa, de una comisión especial. Formaban parte de ella los miembros de la comisión doctrinal y los del Secretariado para la unidad de los cristianos, con otros consultores y cardenales de designación pontificia. Por esta forma de composición, la comisión fue designada precisamente como "mixta"; fueron nombrados presidentes los cardenales Ottaviani y Bea, y secretarios el padre Tromp y monseñor Willebrands.

Para proceder más explícitamente, la comisión se subdividió en cinco subcomisiones, correspondientes a los cinco capítulos del Schema que había que rehacer. La comisión llegó a un primer acuerdo general: 1) ante todo, se modificaba el título en la estructura fundamental del nuevo documento, que se convertía en De divina revelatione; 2) se optaba por la redacción de un "proemio" con la finalidad de poner en evidencia la doctrina sobre la revelación; 3) se aceptaba el cambio de título del primer capítulo, que de ser De duplici fonte revelationis pasaba a ser: De Verbo Dei revelato.

El primer paso adelante que dio la comisión mixta fue el de evitar la cuestión sobre la mayor excedencia objetiva de la tradición respecto a la Escritura; en efecto, sobre este problema la comisión se veía apoyada en el placet del Papa, que había intervenido para aprobar una fórmula compuesta por el cardenal Browne y monseñor Parente. Por tanto, la verdadera discusión se centró en dos puntos: el proemio y el primer capítulo. En primer lugar, se señalaba la prisa en la composición y la falta de coherencia con el resto del documento; en segundo lugar, además de la espinosa cuestión de la relación Escrituratradición, se examinó más directamente la relación del depósito revelado con la Iglesia en general y con el magisterio en particular.

La estructura del nuevo Schema, que pasó a la comisión de coordinación, fue aprobada el 27 de marzo de 1963 y enviada a los padres conciliares para que expresasen sus juicios sobre el mismo.

De todas formas, el texto que se presentaba era más bien un punto de partida que de llegada; incluso una sumaria lectura mostraba inmediatamente ciertas malformaciones congénitas, determinadas por los diversos compromisos que se habían alcanzado durante la redacción. El nuevo texto acababa descontentando a todos y no dejaba de suscitar cierto sufrimiento incluso en los mejor intencionados. Por eso fue un bien que no encontrase sitio en las discusiones del segundo período del concilio (29 de septiembre-4 diciembre de 1963) para evitar nuevos sinsabores. Los juicios de los padres conciliares, que fueron numerosos, llevaban a concluir que el Schema propuesto por la comisión mixta habría de sufrir ulteriores remodelaciones e innovaciones, aun sin separarse de la estructura fundamental que se le había dado; pero esto sonaba más como un nuevo rechazo del texto que como una aprobación del mismo. Se asomaba en el horizonte una solución radical: la de un arrinconamiento definitivo de la constitución sobre la revelación. Esta hipótesis, que habría perjudicado gravemente al concilio, movió a algunos padres del episcopado italiano y francés a pedir que, en el caso de que esto se llevara a cabo, al menos sus puntos centrales entrasen en el documento sobre la Iglesia. Pero el peligro pudo conjurarse.

Con esta finalidad, el 7 de marzo de 1964 se constituyó, dentro de la comisión doctrinal, una subcomisión compuesta de siete padres (Charue, Florit, Barbado, Pelletier, van Dodewaard, Heuschen y Butler) y 19 peritos (Betti, Castellino, Cerfaux, Colombo -que aquel mismo día fue nombrado obispo-, Congar, Gagnebet, Garofalo, Grillmeier, Kerrigan, Moeller, Prignon, Rahner, Ramírez, Rigaux, Shauf, Semmelroth, Smulders, Turrado; luego se añadieron Ratzinger y van den Eynde); la presidencia se le confió a monseñor Charue, y fue nombrado secretario el padre U. Betti.

3. ELABORACIóN DEL NUEVO TEXTO. Fueron los peritos los que soportaron, en gran parte, el peso del trabajo de la subcomisión: tenían la dura tarea de concordar las diversas observaciones que les llegaban de los diversos padres y de las diferentes conferencias episcopales para amalgamarlas en un texto que fuera expresión de todo el concilio.

El nuevo documento comprendía un proemio, que tenía la finalidad de dar un tono pastoral a todo el esquema, y seis capítulos: "1) De ipsa revelatione; 2) De divinae revelationis transmissione; 3) De sacrae Scripturae divina inspiratione et interpretatione; 4) De Vetere Testamento; 5) De Novo Testamento; 6) De sacra Scriptura in vita Ecclesiae". Todo ello parecía corresponder a las expectativas del concilio.

Pablo VI inauguraba el tercer período del concilio el 14 de septiembre de 1964; los padres se habían acostumbrado ya al debate, que, en muchos aspectos, era único en su género.

La discusión de nuestro documento duró una semana entera: desde la 91.11 congregación a la 95.a (30 de septiembre-6 de octubre). Se desarrolló en dos tiempos, en consonancia con las dos partes del Schema: primero, el proemio y los dos primeros capítulos; luego, los cuatro restantes. El relator de la primera parte fue monseñor E. Florit, arzobispo de Florencia; pero también se le concedió voz a la minoría mediante la relación de monseñor Franig, obispo de Spalato; el relator de la segunda parte fue el obispo de Harlem, monseñor J. van Dodewaard.

El juicio de los padres conciliares fue ampliamente positivo; las observaciones hechas tanto por escrito como en las intervenciones del aula fueron luego atentamente valoradas por los peritos de la subcomisión. De todas formas, el resultado fue el que veía el texto cuidadosamente reformado, pero no deformado; su alcance general y su forma estructural seguían siendo esencialmente los de antes.

Este texto, denuo emendatus, fue entregado de nuevo a los padres para ser sometido a votación en el cuarto período del concilio. En este momento les era posible a los padres emitir un triple juicio: placet, non placet o placet juxta modum. En virtud de esta última expresión se hacían nuevas correcciones a los textos, pero sin alterar el texto base. Si se piensa que el número total de los placet juxta modum fue de 1.498 para todo el documento, se puede comprender el trabajo que tuvo que realizar el pequeño grupo de peritos para acoger las últimas observaciones de los padres en el documento final.

El esquema cuidadosamente enmendado y prudentemente calibrado podía afrontar con toda seguridad la última prueba en la congregación general, la 155.x, fijada para el 29 de octubre. Se estaba ya en la última etapa, que consistía en la aprobación de las enmiendas aportadas a las diversas partes del texto. Los padres respondieron con una votación casi unánime de aceptación del documento; el resultado fue el siguiente: 2.115 votantes, 2.081 placet, 27 non placet, siete nulos. El esquema aprobado entraba en posesión de todos los requisitos para pasar definitivamente al aula conciliar.

Su promulgación se fijó para la sesión pública del 18 de noviembre de 1965, la octava del concilio.

La votación final dio un resultado casi plebiscitario: 2.350 votantes, 2.344 placet, seis non placet.

Con la firma al pie del sucesor de Pedro y de todos los padres presentes, el documento sobre la divina revelación, que había conocido unas vicisitudes tan complejas que obligaron a hacer al menos seis redacciones diversas y que había ido pasando por todas las etapas del concilio, se convertía ahora en una constitución dogmática. Los contenidos salientes se expresaban ahora en los mismos títulos de sus seis capítulos tras el Proemium: "1. De ipsa revelatione; 2) De divinae revelationis transmissione; 3) De sacrae Scripturae divina inspiratione et de ejus interpretatione; 4) De Vetere Testamento; 5) De Novo Testamento; 6) De sacra Scriptura in vita Ecclesiae".

De este modo, otro documento entraba a formar parte para siempre del patrimonio de la enseñanza católica. Sus consecuencias no innovadoras, pero renovadoras para siempre, sólo podrán verse y calibrarse con el correr de los años. Lo. cierto es que esta constitución entra en aquel número de actos del concilio que hicieron decir a Pablo VI, aquel mismo día 18 de noviembre, que eran el comienzo de muchas cosas nuevas para la vida de la Iglesia.

BIBL.: Acta et documenta Concilio oecumenico Vaticano Ilapparando, Ciudad del Vaticano 1960-1971; Acta synodalia sacrosancti Concilü oecumenici Vaticani II, Ciudad del Vaticano 1970-1978; Bern U'., Cronistoria delta costituzione dogmatica Bulla divina rivelazione, en AA. V V., Commento alía costituzione dogmatica Bulla divina rivelazione, Milán 1966, 33-67; In, Storia delta costituzione dogmatica "Dei Verbum"; en AA. V V., Storia delta costituzione dogmatica Bulla divina rivelazione, Turín 1967, 1368 In!~L~a rivelazione divina nella Chiesa, Roma 1970; IIONZALEZ Ruiz N., Historia de la constitución "Dei Verbum"; en AA.VV., Comentarios a la constitución "Dei Verbum"; Barcelona 1969, 3-35; AA.VV., La revelación divina I-II, Barcelona 1970.

 

II. Comentario

1. EL VATICANO II Y LA "DEI VERBUM". Tras el período de pánico, de freno y de estancamiento que representa la crisis modernista, la constitución Dei Verbum del Vaticano II se parece a una brisa de aire puro, que llega de lejos y disipa la oscuridad. El paso a una concepción personalista, histórica y cristocéntrica de la revelación constituye una especie de revolución copernicana frente a la concepción extrinsecista, atemporal, nocional que había prevalecido has ta mediados del siglo xx.

No es que fuera fácil este paso, sino todo lo contrario. En efecto, la Dei Verbum, una de las primeras constituciones presentadas a la discusión de los padres conciliares, fue una de las últimas en ser votada. Y antes de esta aprobación conoció muchas resistencias, se enfrentó con muchas tempestades y puede decirse que se libró de un naufragio. El texto definitivo, votado por la asamblea el 27 de octubre de 1965 y aprobado casi por unanimidad, representa la quinta redacción oficial. En el plano doctrinal, la Dei Verbum es el documento-fuente de la obra conciliar, la clave hermenéutica de todos los de más textos. En el plano ecuménico, no puede exagerarse su importancia. Nuestra intención no es, evidentemente, rehacer aquí la historia de los es quemas que precedieron a la vota ción definitiva, sino tan sólo conside rar los puntos que conciernen a la revelación. Análisis tanto más im portante cuanto que es la primera vez que un concilio estudia de forma sistemática esta realidad primera y fundamental del cristianismo en su naturaleza y en sus rasgos específicos. Omnipresente en la vida cristiana y en el discurso teológico, ha sido; sin R. Fisichella embargo, la última en ser estudiada: Lo mismo ocurre en filosofía, con las nociones de existencia, de acción y de conocimiento. Vivimos esas reali dades antes de convertirlas en objeto de una reflexión crítica.

En nuestra exposición, el primer capítulo de la DV nos servirá de marco general. Pondremos de relieve los puntos más destacados que representan un carácter de novedad en relación con los documentos precedentes.

2. CAMBIO DE PERSPECTIVA. a) A diferencia del Vaticano 1, que habla primero de la revelación de Dios por la creación y luego de la revelación histórica, el Vaticano II invierte la perspectiva y empieza por la revelación personal del Dios de la salvación en Jesucristo: es un primer gran plano, es decir, una visión sobre el explicante antes de atender a lo inexplicado. El concilio, después de afirmar el hecho de la revelación, declara que se trata esencialmente de una iniciativa de Dios, pura gracia, lo mismo que toda la obra de la salvación por otra parte: "Se nos ha aparecido la vida eterna, que estaba junto al Padre" (DV 1). "Quiso Dios revelarse" (DV 2). "Dios se dirige a los hombres y conversa con ellos" (DV 2). "Dios envió a su Hijo, el Verbo eterno", para dar a conocer a los hombres "las profundidades de la vida divina" (DV 4). La revelación escapa a toda exigencia y a toda constricción por parte del hombre. Que el Dios invisible y espíritu puro haya decretado de este modo revelarse al hombre en una economía de carne y de lenguaje se debe a su imprevisible amor. Epifanía de Dios en Jesucristo (DV 4), la revelación es luz vertical sobre el misterio de Dios y sobre el destino del hombre (DV 2). No es el hombre el que constituye el párametro de Dios y le dicta las formas de su acción, sino la palabra de Dios la que invita a "la obediencia de la fe" (DV 5): Convenía recordar al hombre contemporáneo que el cristianismo no es una forma más noble de humanismo, sino un don de Dios. Obra de amor, la revelación procede "de la bondad y de la sabiduría de Dios" (DV 2). El Vaticano II recoge aquí los términos del Vaticano I, pero poniendo en primer plano la bondad de Dios y luego su sabiduría.

b) Para definir el objeto de la revelación, el concilio recurre abundantemente a las categorías bíblicas, especialmente a las de san Pablo. En vez de hablar, como el Vaticano 1, de "decretos" de la voluntad divina, utiliza el término paulino de "misterio" (sacramentum). Dios "se revela a sí mismo y da a conocer el misterio de su voluntad" (Ef 1,8; DV 2). En el número 6 el concilio sigue diciendo: "Por la revelación divina, Dios ha querido manifestarse y comunicarse a sí mismo". La revelación es a la vez automanifestación y autodonación de Dios en persona. Al revelarse, Dios se da, La intención evidente del concilio es personalizar la revelación: antes de dar a conocer algo, a saber su designio de salvación, es Dios mismo el que se manifiesta. El designio de Dios, en el sentido del misterio de san Pablo, es que "los hombres, por Cristo, Verbo hecho carne, accedan al Padre en el Espíritu Santo y se hagan participantes de la vida divina" (DV 2). El designio divino; expresado en términos de relación interpersonal, incluye los tres principales misterios del cristianismo: la Trinidad, la encarnación y la gracia. La revelación es esencialmente revelación de personas: la revelación de la vida de las tres personas divinas, la revelación del misterio de la persona de Cristo, la revelación de nuestra vida de hijos adoptivos del Padre. La revelación aparece así en su dimensión trinitaria. Esta descripción del objeto de la revelación en su triple carácter, personalista, trinitario, cristocéntrico, confiere al texto una riqueza, una resonancia, que contrastan con la formulación del Vaticano I, que consiguió hablar de la revelación sin mencionar explícita y directamente a Cristo, sino sólo a través de una referencia a la epístola a los Hebreos.

c) Después de afirmar la existencia y el objeto de la revelación, el concilio precisa su naturaleza: "En esta revelación, Dios invisible (cf Col 1,15; 1Tim 1,17), movido de amor, habla a los hombres como amigos (cf Éx 33,11; Jn 15,14-15) y trata con ellos (cf Bar 3,38) para invitarlos y admitirlos a compartir su propia vida" (DV 2). Para definir la revelación, el concilio mantiene, pues, la analogía de la palabra, omnipresente en el AT y en el NT, en la tradición patrística y medieval y en los documentos del magisterio. La palabra es esa forma superior de intercambio entre seres inteligentes, por la que una persona se dirige a otra con vistas a una comunicación; los términos que utiliza (accesum habere, consortes fieri, alloqui, conversar¡, invitare, suscipere) van todos en el sentido de un diálogo en orden a un encuentro: realidades que alcanzan una dimensión insospechada cuando la palabra de Dios, en persona, asume la carne y el lenguaje del hombre en Jesucristo, Verbo de Dios hecho hombre entre los hombres y que trata con ellos. Por la Palabra, la trascendencia se hace proximidad. Estas analogías de la palabra y del encuentro no deben tratarse a la ligera, como simple intento humano entre muchos de traducir lo inefable. A1 contrario, se trata de analogías reveladas, basadas en la encarnación, asumidas por los textos inspirados y que, por tanto, han de escrutarse dentro mismo de la revelación que las transmite. La revelación inaugura entre Dios y los hombres un diálogo que atraviesa los siglos. Por la palabra es como se inaugura la visión: del escuchar al creer, y luego al ver.

d) Si Dios se revela, es para invitar a los hombres a una comunión de vida con él y para "admitirlos a compartir su propia vida" (DV 2). Ésta es la "finalidad" de la revelación. Obra de amor, la revelación persigue un proyecto de amor (ex abundantia caritatis..., tamquam amigos..., ut ad societatem secum). Si Dios entra en comunicación con el hombre y lo inicia en el misterio de su vida íntima, es con vistas a una participación y a una comunión en esa vida. El concilio multiplica los vocablos y las sugerencias de la Escritura para hacernos comprender que la revelación es manifestación de la agape de Dios.

3. LA ECONOMÍA DE LA REVELACióN. La analogía de la palabraencuentro, que sirve para representar la revelación, no dice todavía nada de la "disposición" concreta adoptada por Dios para entrar en un trato personal con el hombre; en efecto, son numerosas las formas de comunicar entre las personas (gestos, acciones, palabras, imágenes, símbolos, signos articulados o gráficos, etcétera). Por tanto, pertenece a la inteligencia de la revelación describir su economía. Dirigiéndose al hombre, ser de carne y espíritu, inserto en la duración del tiempo, Dios trató con él por los caminos de la historia y de la encarnación. Es la primera vez que un documento del magisterio extraordinario describe así la economía de la revelación en su ejercicio concreto y en esa fase activa que la trae a la existencia. También en este punto el Vaticano 11 supera al Vaticano 1, que describe la revelación como una acción vertical que desemboca en una doctrina, pero sin rozar apenas la historia. El Vaticano 11; al describir la economía de la revelación como realizándose por la acción conjugada de "obras y palabras íntimamente unidos entre sí", se distancia de dos concepciones unilaterales de la revelación: la primera, representada por W. Pannenberg (Offenbarung als Geschichte, Gotinga 1961), que reduce la revelación a la trama opaca de los acontecimientos, sacrificando prácticamente los verba, que los interpretan y declaran su sentido auténtico; la segunda, común en la teología católica preconciliar, que tenía una tendencia invencible a confundir la revelación-palabra con la revelación por discurso articulado, reduciendo así la revelación a una gnosis superior. El concilio, al recurrir al binomio gesta-verba, expresa el carácter englobante de la revelación. Acontecimientos e interpretación, obras y palabras, forman un todo orgánico e indisociable: economía que alcanza su cima en Cristo, Verbo... hecho carne..., que habita entre nosotros. Observemos inmediatamente que gesta tiene una resonancia más personalista que facta: encuentra además su equivalente en el binomio cercano opera el verba: las obras y las palabras emanan siempre de un centro personal (DV 2 y 4). Estos gestos u obras de Dios son, por ejemplo, en el AT, el éxodo, la alianza, el establecimiento de la realeza, el destierro y la cautividad, la restauración; en el NT son las acciones de la vida de Jesús, concretamente su predicación, sus milagros, sus ejemplos, su pasión. Las palabras son las palabras de Moisés y de los profetas que interpretan los gesta de Dios en la historia; son también las palabras de Jesús, que declara el sentido de sus propias acciones; son, finalmente, las palabras de los apóstoles, testigos e intérpretes de la vida de Cristo.

El concilio explica a continuación, brevemente, cómo las obras y las palabras son interdependientes y están al servicio unas de las otras. "Las obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras significan". Así, la liberación del yugo egipcio manifiesta la intervención del Dios poderoso y salvador, pero al mismo tiempo confirma la promesa hecha por Dios a Moisés de salvar a su pueblo; la curación del paralítico manifiesta la fuerza liberadora de Cristo y confirma a la vez la palabra del Hijo del hombre que pretende perdonar los pecados; la resurrección de Cristo manifiesta su poder soberano sobre la vida y la muerte, pero al mismo tiempo confirma la verdad de su testimonio y la realidad de su misión como hijo del Padre, que ha venido a salvar a los hombres del pecado y de la muerte. A su vez, "las palabras proclaman y explican su misterio" (DV 2). Es cierto que los acontecimientos y las acciones tienen ya una rica carga de inteligibilidad: así, la liberación de un pueblo, una curación, son ya "significantes". Pero las obras y los acontecimientos están siempre amenazados de ambigüedad, de interpretación parcial o equívoca: las palabras tienen la misión de disipar esta ambigüedad y de descubrir el sentido auténtico, la profundidad misteriosa querida por Dios. El sentido del acontecimiento madura en la palabra. Sin la palabra de Moisés, que interpreta en nombre de Dios la emigración de Israel como una liberación con vistas a una alianza, ¿se habría distinguido ese acontecimiento de tantas otras migraciones, todavía más masivas, que tuvieron lugar en el curso de la historia? Sin Moisés, el acontecimiento no estaría cargado de esa plenitud de sentido que lo convierte en el fundamento de la religión de Israel. En el NT, si es verdad que los gestos de misericordia de Cristo expresan admirablemente su amor a la humanidad, su muerte es capaz de recibir interpretaciones diversas: es la palabra de Cristo, prolongada en la de los apóstoles, la que nos descubre la dimensión inaudita de esa muerte y propone a nuestra fe el acontecimiento mismo y su alcance salvífico. Los acontecimientos están preñados de una inteligibilidad religiosa que las palabras tienen la misión de proclamar e iluminar.

Es evidente que esta unión íntima de obras y de palabras es de orden estructural y no cronológico. A veces se da una simultaneidad entre el acontecimiento y la palabra, pero otras veces el acontecimiento precede o sigue a la palabra. Observemos además que la proporción de obras y de palabras puede ser muy variable. En los libros históricos predominan los acontecimientos, mientras que en los sapienciales y en el sermón de la montaña es la palabra la que domina. Al insistir en las obras y las palabras como elementos constitutivos de la revelación, el concilio subraya su carácter histórico y sacramental. Dios interviene en la historia y declara el sentido de su intervención; actúa y comenta su acción. Esta estructura general de la revelación, afirmada por el concilio en cuatro ocasiones (DV 2.4..14.17), basta para distinguirla de cualquier otra forma de conocimiento: filosófico, mítico, metatemporal o metaespacial.

Por está revelación resplandece ante nuestros ojos, en Cristo, la verdad profunda sobre Dios y sobre el hombre. En efecto, en Cristo se nos ha revelado quién es Dios, a saber: Padre, que nos ha creado y que nos ama como hijos; Hijo y Palabra, que nos invita a una comunión de vida con la Trinidad; Espíritu, que vivifica y santifica. También en Cristo se nos ha revelado la verdad del hombre, llamado a hacerse hijo adoptivo del Padre en Cristo. Este carácter antropológico de la revelación se expresa todavía con mayor relieve en la constitución Gaudium el spes: "En realidad, el misterio del hombre no sé ilumina más que en el misterio de Cristo" (GS 22). Es por Cristo, "mediador y plenitud de la revelación", coyio el hombre llega a comprenderse y a superarse. Cristo es el hombre nuevo (GS 22), el hombre perfecto, el único capaz de hacer al hombre más humano (GS 41).

Después de considerar la revelación en su estructura interna, el concilio la considera en su desarrollo histórico. La DV distingue una doble manifestación de Dios: la primera, por la que Dios da a los hombres un "testimonio permanente" de su existencia, .está inscrita en el universo creado por él (Rom 1,19-20). Esta manifestación de Dios no recibe en el concilio el nombre de "revelación", término que es ya técnico para designar la revelación histórica, sino el de "testimonio" de Dios sobre sí mismo: sobre su existencia, su poder, su majestad, que se dirige a todos los hombres. Si queremos a toda costa conservar el término "revelación" para designar este testimonio de la existencia de Dios, podríamos hablar de revelación "cósmica", a fin de distinguirla de la revelación "histórica".

Si el concilio no precisa la relación que existe entre estas dos manifestaciones de Dios, declara; sin embargo,. que el mismo Dios que se manifestó a los hombres por su Verbo creador es también el que, "queriendo además abrir el camino de la salvación superior, se reveló desde el principio a nuestros primeros padres": es decir, por una revelación histórica, puntual (DV 3). Al hablar de la revelación cósmica como de un testimonio sobre sí mismo y de la revelación histórica como de un camino de salvación sobrenatural, el texto nos autoriza a pensar que, en el ánimo de los padres conciliares, el testimonio de la existencia de Dios y su reconocimiento por parte de los hombres es también un camino de salvación, aunque parcial, inacabado, en espera de una manifestación superior de Dios, a saber: de un orden sobrenatural.

La verdad es que la revelación, en sentido estricto, comienza con la revelación histórica, cuyas etapas describe sumariamente el concilio. Tras la caída de nuestros primeros padres, Dios los levantó por la esperanza en una salvación venidera: este esplendor de la salvación, evocado por el Génesis, es el protoevangelio. Con la promesa, que tiene un alcance salvífico universal, la historia de la salvación emprende su marcha, sin que Dios deje a nadie fuera de esa salvación "celestial": "después cuidó continuamente del género humano, para dar, la vida eterna a todos los que buscan la salvación con la perseverancia en las buenas obras (cf Rom 2,6-7)". Es una alusión al testimonio interior de la conciencia, inscrito por Dios en los corazones, y que es el equivalente de la ley mosaica para los paganos. Esta gracia de salvación, dada a todos los hombres, se hace con vistas a la llamada más explícita de la revelación histórica. El texto dice en efecto: "Suo autem tempore, es decir, en el tiempo escogido por él", Dios llamó a Abrahán para constituir un gran pueblo (Gén 12,2). Después de la época de los patriarcas, Dios instruyó a ese pueblo por medio de Moisés y de los profetas (DV 3; LG 9). Se reveló a él "en palabras y en obras" (DV 14). Lo educó (erudivit: instruir y formar) para que reconociera a Dios como padre que cuida de sus hijos y como un juez justo, y para que esperase al salvador prometido (DV 3). La revelación del AT, en lo esencial, es a la vez promesa y pedagogía. Durante siglos, Dios formó así a su pueblo y preparó los caminos al evangelio. Israel conoció a Dios, no en abstracto, sino por la experiencia de los caminos de Dios en su historia.

4. LA CENTRALIDAD DE JESUCRISTO REVELADOR. En el número 4 la constitución vuelve sobre la afirmación de Cristo, "mediador y plenitud de la revelación", pero esta vez dentro de una perspectiva histórica (Heb 1,1). Después de haber sido fragmentos de un discurso divino, la palabra alcanza su totalidad y su perfección. Si Cristo es la cima de la revelación, es por ser el Hijo enviado del Padre, como su Verbo eterno, para habitar entre nosotros y darnos a conocer las profundidades de la vida divina (DV 4). La función reveladora de Cristo tiene su origen en su calidad de Hijo y palabra de Dios en el seno de la Trinidad. "Jesucristo, la Palabra hecha carne, pronuncia las palabras de Dios y acaba la obra de la salvación que el Padre le encomendó" (DV 4). Esta aproximación entre la Palabra y las palabras que pronuncia por el camino de la carne y del lenguaje subraya de forma impresionante la entrada en la historia y en la humanidad del Hijo de Dios, que utiliza sin reparo la condición humana y sus medios de expresión. La Palabra, que es Espíritu, se hace uno de nosotros, hombre entre-los hombres, enviado a los hombres para captarlos en su nivel: con palabras de hombre que son al mismo tiempo palabra de Dios. Por ser Cristo Hijo del Padre y Palabra eterna, se sigue que la revelación alcanza en él su término, su consumación (complendo) y su perfección (perficit).

La constitución aplica luego lo que había dicho en el número 2 sobre la estructura general de la revelación. Cristo ejerció su función reveladora "con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad" (DV 4). Cristo es la epifanía de Dios. La revelación por Cristo, Verbo encarnado, pone en obra todos los recursos de la expresión humana, el facere y el docere, para manifestarnos al Hijo de Dios y, en él, al Padre. La encarnación del Hijo, entendida concretamente, es la revelación. Toda la existencia humana de Cristo (acciones, gestos, actitudes, comportamiento, palabras) es una actuación perfecta para revelarnos al Hijo y, en él, al Padre.

La originalidad de la DV está en presentar a Cristo a la vez como revelador y como signo que permite identificarlo como tal. Los signos de la revelación no son exteriores a Cristo: son el mismo Cristo, en la irradiación de su poder; de su santidad, de su sabiduría. En esta irradiación percibimos su gloria de Hijo; pasamos directamente del reflejo a la fuente. Toda esta irradiación del ser y del obrar de Cristo constituye un "testimonio propiamente divino". Cristo "completa" la revelación, la "conduce a su perfección" y "la confirma atestiguando que Dios mismo está-connosotros (Enmanuel) para arrancarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y resucitarnos para la vida eterna" (DV 4).

5. LA FE, RESPUESTA A LA REVELACIÓN. La última frase del párrafo se presenta como una conclusión de todo lo que se ha dicho sobre Cristo. Puesto que él es la Palabra eterna de Dios, el Hijo único del Padre enviado a los hombres para revelarles la vida íntima de -Dios, la epifanía del Padre (DV 4), en el que "se consuma toda la revelación del altísimo" (DV 7), se sigue que la economía traída por él no puede considerarse solamente como transitoria: es "definitiva" y "no pasará jamás", es decir, nunca será suplantada por otra más perfecta. "No hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Señor" (DV 4). Habiéndonos dicho Dios su única Palabra, ¿qué es lo que puede añadir? ¿Qué puede darnos que no sea su Hijo único? El NT es ciertamente novum el definitivum. ¡Jesucristo es la última palabra de la revelación: en él todo se ha cumplido y la salvación es su manifestación. Esto no excluye evidentemente las "revelaciones privadas", con una finalidad especial, dirigidas a unos destinatarios particulares; y sobre todo no excluye una asimilación cada vez más profunda y una formulación cada vez más rica y adecuada del misterio revelado. Este segundo proceso, de un alcance inconmensurable, difiere, sin embargo, del proceso de la revelación dada y constitutiva. En este sentido, Cristo es a la vez un término y un comienzo. ¡Qué progreso, por ejemplo, realizado en la inteligencia de la revelación del Vaticano I al Vaticano II!

a) Hay que creer a Dios cuando revela: tal es la afirmación constante de la propia revelación (Rom 16,26; 1,5; 2Cor 10,5-6; Ef 1;13; 1Cor 15,11; Mc 16,15-16) y de los documentos del magisterio (DS 2778.3008.3542). La revelación y la fe son dos realidades frente a frente que se responden. Pues bien, la revelación descrita por el Vaticano II es iniciativa del Dios vivo y manifestación de su amor personal. Dios viene hacia el hombre, condesciende y le abre los secretos de su vida íntima con vistas a una reciprocidad de amor. Por su parte, el hombre, por la fe, se vuelve hacia Dios y se entrega a él en la amistad. Explícitamente, el concilio dice: "El hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece el homenaje total de su entendimiento y de su voluntad, asintiendo libremente a lo que Dios revela" (DV 5). De este modo evita las dos nociones incompletas de la fe: la concepción de una fe-homenaje, prácticamente sin contenido, y la concepción de una fe-asentimiento a una doctrina, pero despersonalizada. La auténtica fe cristiana es al mismo tiempo don y asentimiento.

b) La respuesta del hombre a la revelación no es el resultado de una simple actividad humana, sino un don de Dios. No basta que resuene en los oídos la enseñanza del evangelio; se necesita una acción de la gracia preveniente, que mueve a creer (ad credendum) y que concede creer (in credendo). Es preciso que Dios, por su gracia, nos "connaturalice" con el misterio al que nos introduce el evangelio; porque, ¿cómo podríamos nosotros solos abrirnos a ese mundo inaudito del totalmente-otro? Esta acción de la gracia se describe a continuación en términos más bíblicos: se trata de una ayuda del Espíritu Santo (DS 3009), que tiene como efecto mover el corazón del hombre y convertirlo a Dios, iluminar su inteligencia e inclinar las fuerzas de su deseo (DS 3010. 377). La Escritura subraya en varias ocasiones esta acción de la gracia que abre el espíritu del hombre a la luz de lo alto (Mt 16,17; 11,25; He 16,42; 2Cor 4,6) y atrae al hombre hacia Cristo (Jn 6,44). Esta acción interior es el "testimonio del Espíritu" (1Cor 5,6) que actúa por dentro para que el hombre reconozca y confiese la verdad de Cristo. Es también al Espíritu y a sus dones a los que hay que atribuir la profundización de la revelación (DV 5). En el movimiento del hombre hacia la fe, es el Espíritu el que abre la inteligencia al mundo nuevo del evangelio; en el interior de la fe, es igualmente el Espíritu el que desarrolla el poder de penetración de la inteligencia (don de inteligencia) y dispone al fiel para que comprenda por los caminos del amor (don de sabiduría), infundiendo en él un acorde efectivo que lo connaturalice con el evangelio.

c) Después de comenzar con una declaración de fidelidad al Vaticano 1, el capítulo primero de la DV termina recogiendo la doctrina y los términos mismos del Vaticano I. Este procedimiento de inclusión literaria, si no añade casi nada a lo ya dicho, representa más bien un compromiso para dar una satisfacción a los defensores de la perspectiva anterior. Por los números 2 y 4 sabíamos que la revelación es manifestación y comunicación, y que su objeto es Dios mismo y su designio de salvación. Este último párrafo añade, sin embargo, dos precisiones interesantes. En primer lugar, desdobla el revelare del Vaticano I, que se convierte en manifestare et communicare, poniendo así en la misma línea al Vaticano I y al II. Además, subraya con una solemnidad justificada por el contexto del ateísmo contemporáneo, que Dios puede ser conocido con la luz de la razón humana que reflexiona sobre el mundo, ya que el mundo creado habla invenciblemente de su autor: Por otra parte, si es verdad que los misterios propiamente dichos siguen siendo el objeto privilegiado de la revelación, el concilio añade que hay que atribuir igualmente a la revelación el que las verdades religiosas accesibles a la razón puedan ser conocidas fácilmente por todos con una firme certeza y sin mezcla de error (DV 6).

Para terminar, podemos intentar una agrupación de los puntos más interesantes de la DV: 1) El concilio toca ordenadamente todos los aspectos esenciales de la revelación: su naturaleza, su objeto, su finalidad, su economía, su progreso, su pedagogía, el papel central de Cristo, cima de la historia de la salvación y de la revelación; Dios que se revela y revelado, que atestigua de sí mismo y se identifica personalmente, carácter decisivo y definitivo de la revelación de Cristo, acogida por la fe y su profundización bajo la acción del Espíritu. 2) La exposición es serena, profundamente religiosa, expresada en categorías bíblicas (32 referencias a la Escritura, especialmente a san Pablo y a san Juan); realmente, están presentes todos los textos fundamentales. 3) Está omnipresente la perspectiva personalista, trinitaria, cristológica, sin olvidar la dimensión antropológica. 4) Sobre la base de la DV podemos entonces definir la revelación como automanifestación y autodonación de Dios, en una economía histórica y por medio de ella, que culmina en Jesucristo, autor, objeto, centro, mediador, plenitud y signo de la revelación, que es él en persona. Cristo es la clave de bóveda de esta prodigiosa catedral, cuyos arcos son los dos testamentos. Por la fe en Cristo y en su evangelio es como entramos en la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu. La revelación, en su aspecto activo y objetivo, es ya un término técnico que no conviene utilizar para todo y fuera de propósito.

Recuperando los datos originales de sus fuentes, la constitución DV es un texto de rara densidad. Para llegar a este esplendor fueron necesarias las múltiples provocaciones del racionalismo. Sin embargo, todo estaba ya contenido en los datos de la Escritura y de la tradición patrística; la teología de la revelación se había ido empobreciendo y secando progresivamente por haberse alejado de sus fuentes.

BIBL.: Sobre la constitución Dei Verbum del Vaticano II hay una abundante bibliografía en HDG 1, 193-194.

R. Latourelle