CANON BÍBLICO
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

En Gál 6,14-16, san Pablo escribió en grandes caracteres sobre la norma (en griego, kanon) de aquellos que viven bajo la paz y misericordia de Dios: la cruz, libertad de la obligación legal de circuncisión, y ser una nueva creación en Cristo. Así, un canon abarca lo que es normativo y de relevancia criteriológica para el discurso y la conducta cristianos. En el desarrollo definitivo del vocabulario cristiano en tiempos patrísticos, el término canon vino a significar la lista oficial de los libros de la Escritura que dan testimonio autorizado de la revelación de Dios.

1. ACLARACIÓN CONCEPTUAL. En su sentido etimológico, el término griego kanon se refiere a una vara o regla recta usada por un carpintero o albañil para averiguar si ha ensamblado determinados materiales de construcción en un nivel o de manera recta. En sentido figurado, un canon es un patrón o norma por el que se juzga correcto un pensamiento o doctrina: En arte y literatura, eruditos de la época helenística prepararon listas de aquellas obras antiguas que poseían forma ejemplar y estilo lingüístico, a las que se les ascribió categoría canónica como modelos.

En el uso cristiano primitivo, el corazón de la enseñanza apostólica transmitida era el "canon de la verdad" que proveía un contexto normativo para la especulación teológica (Clemente de Alejandría, Orígenes) y servía de prueba crítica mediante la cual demostrar que las doctrinas marcionitas y gnósticas estaban desviadas y debían ser excluidas (Tertuliano, Ireneo). A partir del año 300 d.C. las disposiciones doctrinales y disciplinarias de los sínodos episcopales eran los cánones, que regulaban la enseñanza y la vida de la Iglesia.

La aplicación del término canon a las Escrituras de la Iglesia es, de hecho, un uso lingüístico en el que un término conlleva dos significados que coinciden en parte. San Atanasio escribió en el año 351 que El pastor de Hermas "no está en el canon" (PG 25,448). La Carta festal del año 367, del mismo escritor, cataloga los libros del AT y del NT que están incluidos en el canon ya completo y cerrado (ta kanonizoména), en oposición a los libros apócrifos no igualmente incluidos (CSEO 151,34-37). Así, el canon es la lista o índice completo de los libros sagrados que constituyen la Biblia de la Iglesia.

Sin embargo, aparece un matiz diferente de significado cuando los cristianos hacen referencia a "las Escrituras canónicas". Santo Tomás dice que la sagrada doctrina utiliza las Escrituras canónicas como su propia y genuina fuente de datos y evidencia probativa. La razón es que "nuestra fe está basada sobre la revelación hecha a los apóstoles y profetas que compusieron las Escrituras canónicas" (S. Th. I, 1,8). Por eso los libros del canon están especialmente autorizados. San Agustín veneraba los libros, ahora denominados "canónicos", hasta el punto de creer firmemente que ninguno de los autores se desvió jamás en lo más mínimo de la verdad (Ep. 82,3; CSEL 34/2, 354). En el libro segundo de su obra De doctrina christiana (428), Agustín hizo una relación de las Escrituras canónicas de las Iglesias, y añadió después que estas obras proveían de una guía y alimento más que suficientes para una completa vida cristiana de fe, esperanza y caridad ("In his enim quae aperte in scripturis posita sunt, inveniuntur illa omnia quae continent fidem moresque vivendi, spem scilicet atque caritatem") (CSEL 80,42).

El canon cristiano de la Escritura es, en primer lugar, la enumeración completa de esos libros que la Iglesia recibe oficialmente como parte de su base como comunidad de fe. Pero en cuanto canónicos, estos libros sirven además como norma profética y apostólica, o patrón, de lo que es propio y legítimo en la transmisión de la verdad revelada y en la configuración de las vidas cristianas.

Canonicidad, sin embargo, no se identifica sencillamente con inspiración. La fe reconoce los libros canónicos como inspirados; pero, por sí mismo, el canon no excluye la posibilidad de que otros escritos, no reconocidos ahora como canónicos, hubieran sido compuestos con la asistencia y guía carismática del Espíritu. Todavía más, la inclusión en el canon no supone una determinación de autenticidad literaria, es decir, de redacción final, por parte de quien es señalado como autor de la obra. La canonicidad de una obra bíblica es totalmente compatible con la obra que es pseudónima en origen. Por ejemplo, las epístolas de Timoteo y Tito, como obras incluidas en el canon del NT, están por esa razón garantizadas como portadoras de tradiciones apostólicas normativas de doctrina y orden eclesiales. Pero la condición canónica no excluye que estas obras sean escritas, no por el apóstol Pablo, sino por otro autor que reformuló la tradición paulina para la situación de las Iglesias un cuarto de siglo después de la muerte de Pablo.

2. EL CANON CRISTIANO DEL ANTIGUO TESTAMENTO. En el judaísmo, hasta cerca del año 100 d.C., existe un sólido núcleo de libros autorizados, divididos en Torá, profecía y "otros escritos" (Si., prólogo). Las dos primeras partes eran colecciones cerradas en la época de Jesús, mientras que el número de libros, en la tercera parte de las Escrituras judías, parece haber sido considerado de modo diferente por los diversos grupos (saduceos, fariseos, esenios, samaritanos, judíos de la diáspora). Pero tras los traumáticos acontecimientos del año 70 d.C., con la destrucción del templo, la concepción de los fariseos sobre la inspiración y el canon prevaleció en el judaísmo reconstituido. Se creía que el carisma profético había cesado en el siglo v a. C., y la autoridad omnímoda, para el culto y la enseñanza sinagogales, fue adscrita a un canon cerrado de veintidós libros. Éstos incluían los cinco preeminentes libros de Moisés, doce libros de profecía (tanto historia profética, desde Josué, pasando por Job y Esdras-Nehemías, como los libros proféticos de Isaías, Jeremías-Lamentaciones, Ezequiel, Daniel y el único libro de los doce profetas menores) y sólo otros cinco escritos (Ester, Salmos, Proverbios, Qohélet y el Cantar de los Cantares).

La compleja historia de la admisión cristiana de las Escrituras de Israel ha sido estudiada desde una variedad de perspectivas por A.C. Sundberg, H. von Campenhausen, R.A. Greer, R. Beckwith y muchos otros. En nuestra exposición pasamos por alto la visión propia de Jesús de las Escrituras de Israel y la extremadamente fructífera relectura de la Iglesia apostólica de ellas a la luz del acontecimiento-Cristo y su propia misión universal.

El cierre definitivo del canon judío no tuvo un impacto inmediato sobre los cristianos de los siglos II y III. Sin embargo, un desarrollo de mayor significación fue la reacción, de gran alcance en la Iglesia, contra la impugnación de Marción de que las Escrituras de Israel tuvieran alguna relevancia para los cristianos. Justino mártir, Ireneo, Orígenes y otros montaron una gran campaña didáctica en defensa del AT como indispensable para los cristianos por su riqueza de instrucción sobre la economía de salvación ideada y desarrollada en la historia por el único Dios, que es a la vez Señor de Israel y el Padre de Jesucristo.

Finalmente surgió el tema de la extensión material del AT cristiano, específicamente en forma de dicusión sobre la naturaleza de ciertos libros no incluidos en el canon judío: Tobías, Judit, 1-2 Macabeos, Sabiduría, Sirácida, Baruc y partes de Daniel (3,25-90; cc. 13-14). Estas obras se llaman ahora deuterocanónicas en lenguaje católico, pero están catalogadas entre los apócrifos, o libros no-canónicos por la mayoría de los protestantes.

Algunos escritores eclesiásticos de Oriente sostenían que el AT cristiano debería quedar limitado a sólo aquellos libros utilizados por sus contemporáneos judíos. Orígenes sabía que algunas Iglesias cristianas hacían uso catequético de Tobías, y san Atanasio consideraba los libros deuterocanónicos instructivos para una vida piadosa; pero para estos padres, y para san Cirilo de Jerusalén el canon cristiano no incluye estas obras. San Jerónimo, después de su estancia en Palestina, se convirtió en un convencido defensor del canon restringido de libros escritos originalmente en hebreo, y él tradujo Tobías a la Vulgata latina sólo por mandato episcopal. En Occidente, sin embargo, san Agustín fue un tajante defensor del canon más largo, apelando tanto al uso de los libros deuterocanónicos en la liturgia de numerosas Iglesias como discutiendo en detalle a favor de su benéfica contribución a la doctrina y a la piedad a la vez. Cánones de la Escritura promulgados por los concilios de Hipona (393 d.C.) y de Cartago (397) otorgaron sanción oficial al canon extenso, que el papa Inocencio I confirmó en el año 405 (DS 213).

La autoridad de san Agustín, unida a la de la Iglesia de Roma, aseguró la inclusión de los libros deuterocanónicos en el AT cristiano de la antigüedad tardía y de la Edad Media. Pero la reforma protestante desafió esta situación de pacífica posesión. En la disputa de Leipzig, de 1519, de Lutero contra Johann Eck, el reformador de Wittenberg planteó dudas acerca del uso teológico de 1-2Macabeos para justificar la oración, ofrendas e indulgencias por las almas del purgatorio. La autoridad de san Jerónimo llegó a figurar de modo prominente en un proceso protestante más amplio contra los siete libros deuterocanónicos, argumento al que Andreas Karlstadt, colega de Lutero, dio una forma más sistemática en su obra De canonicis scripturis libellus (1521). En sus biblias en lengua vernácula, tanto Lutero como Zuinglio habían impreso los libros impugnados en un apéndice, pero las ediciones calvinistas eliminaron estas obras totalmente de la Biblia.

Escritores controversistas católicos, tales como Johann Cochlaeus y Johann Dietenberger, lucharon a favor de la canonicidad de los libros cuestionados, sobre la base del número y la autoridad de sus antiguos defensores y su uso en la Iglesia. Cuando el concilio de Trento comenzó su tarea en diciembre de 1545, las primeras discusiones mostraron que la mayoría de los obispos quería sencillamente recibir y promulgar solemnemente el canon que había sido presentado por el concilio de Florencia, un siglo antes en sus negociaciones para la reunificación con los jacobitas o cristianos coptos de Etiopía (DS 1334-35). Jerónimo Seripando, superior general de los agustinos, abogó por admitir alguna diferencia dentro del AT, por ejemplo, entre libros canónicos que versan sobre asuntos de fe y otros que pertenecen a un canon morum; pero una abrumadora mayoría se opuso incluso a discutir el contenido del canon. Así, en la cuarta sesión del concilio de Trento (8 de abril de 1546), el concilio promulgó su Decretum de libris sacris el traditionibus recipiendis, que incluye una adhesión formal de los libros deuterocanónicos como parte de los libros inspirados y normativos del AT (DS 1502).

3. EL CANON DEL NUEVO TESTAMENTO. El canon de los escritos apostólicos cristianos se formuló, con el tiempo, a través de una gradual criba y separación de ciertos libros procedentes de un cuerpo más amplio de literatura cristiana primitiva. Numerosos procesos de esta selección de obras normativas permanecen oscuros desde el punto de vista histórico, como lo están muchas de las normas y motivos aducidos para referirse a decisiones que conciernen a determinados libros. Por el año 200 d.C., sin embargo, el proceso estaba muy avanzado; pero pasó otro siglo y medio antes de que el canon del NT tuviera la exacta configuración que conocemos hoy.

Las comunidades cristianas de fundación apostólica tenían desde el comienzo una serie de escritos canónicos tomados del judaísmo, aun cuando los límites externos de esta colección no fuera un asunto de primitivo consenso. Todavía más: estas comunidades tenían las palabras y obras autorizadas de Jesús, que se estaban transmitiendo oralmente como una tradición superior a las escrituras de Israel y con valor de norma para su interpretación. Incluso antes de que las tradiciones que derivan de Jesús fueran puestas por escrito, algunas de las comunidades más primitivas también habían valorado cartas de instrucción pastoral apostólica, que servían tanto para traer a la memoria el evangelio original predicado como para explicar sus implicaciones para el culto y la vida de cada día.

La segunda carta de Pedro, escrita en torno al año 100 d.C., da testimonio de la existencia, en un área de la Iglesia, de un corpus paulinum, que se coloca al mismo nivel que "el resto de la Sagrada Escritura" (3,15-16). Pero incluso aunque la literatura de los años 100-150 d.C. está llena de ecos de escritos finalmente incluidos en el canon del NT, la mayoría de los escritores de la época parecen inspirarse más en la continua transmisión oral de las palabras de Jesús y de la instrucción apostólica. A mitad de siglo, Taciano utilizaba los cuatro evangelios como una cantera de la que tomaba materiales para su armonía escrita, el Diatessaron, que, a su vez, fue ampliamente utilizado durante dos siglos en las Iglesias de Siria. Taciano muestra que los cuatro evangelios eran altamente estimados en torno al año 150 d.C., pero también que su estilo de composición no tenía ya condición canónica en las Iglesias.

Dos factores estimularon la formulación de un canon del NT a finales del siglo II. La idea de Marción, radicalmente paulina, de la salvación gratuita en Cristo, le llevó a establecer su pequeño canon de auténtica instrucción cristiana, consistente en diez cartas de Pablo y una versión del evangelio de Lucas purificada de todas las referencias al Dios de Moisés. El gnosticismo del siglo ii, sin embargo, caminaba en una dirección opuesta a Marción. Sus maestros, que a menudo aseguraban recibir instrucciones transmitidas en secretos encuentros con el Jesús resucitado, eran prolíficos en producir nuevos evangelios y cartas de supuesto origen en el Señor y apostólico. Un grupo de representantes de las grandes Iglesias, entre los que sobresale Ireneo de Lyon, sometieron tanto a las doctrinas marcionistas como gnósticas a una crítica aplastante y establecieron así las condiciones en las que pudiera articularse un canon cristiano. Éste incluiría una gama completa de obras apostólicas que Marción admitía, aunque cribando y extirpando como espúreas las obras de procedencia gnóstica.

Abundante información sobre la formación del canon cristiano a finales del siglo n la ofrece el fragmento de Muratori, cuyo texto latino se encuentra en Enchiridion Biblicum (Roma 1961, 1-3), con una traducción en italiano disponible en Apocrifi del Nuovo Testamento, preparada por L. Moraldi (vol. 1, Turin 1971, 15-17). Generalmente, se considera que refleja convicciones mantenidas en Roma en torno al año 200 d. C.; el fragmento afirma el carácter normativo de sólo cuatro evangelios, Hechos de los Apóstoles y trece cartas paulinas y otras tres apostólicas. El Apocalipsis de Juan es canónico, pero junto a él se coloca un Apocalipsis de Pedro que, sin embargo, algunos decían considerar inapropiado para la lectura en la Iglesia. Extrañamente, el libro de la Sabiduría de Salomón es aceptado como cristiano, mientras que no se hace mención de Hebreos, 1-2Pedro, Santiago y 3Juan. El fragmento expresa firmes convicciones sobre excluir del uso cristiano tanto dos cartas infectadas de ideas de Marción como ciertas obras no nombradas de maestros gnósticos. El autor recomienda la lectura privada de El pastor, de Hermas, aunque negándole un puesto en las lecturas litúrgicas. Así, por el año 200 d.C., un fuerte sentido de tener un patrimonio apostólico canónico estaba presente al menos en una Iglesia, donde se estaban aplicando criterios definidos en orden a mostrar la canonicidad de obras recibidas como fundamentales para la Iglesia entera.

De centros como el que produjo el "canon" muratoriano se irradió luego a numerosas otras Iglesias una nueva claridad sobre la serie de libros apostólicos que eran fundacionales de un modo exclusivo para el cristianismo. Sin embargo, un siglo más tarde, Eusebio cuenta que todavía existen ciertas discrepancias entre las listas oficiales de los libros del NT utilizados en las diferentes Iglesias. Algunas niegan la canonicidad de Santiago, 2Pedro, Judas, y 2-3Juan, mientras que el Apocalipsis de Juan es todavía objeto de debate (Historia eclesiástica III, 25; CGS 9/ 1,250-253). La oscuridad envuelve el modo en que la canonicidad de las cartas católicas y el Apocalipsis llegó a ser ampliamente reconocida. El canon del NT más primitivo existente, ajustado a todo uso posterior, se halla en la Carta festal de Atanasio, del 367, que pretendía imponer una cierta uniformidad sobre los leccionarios de las Iglesias egipcias y excluir el uso de evangelios y apocalipsis gnósticos. Los cánones occidentales de Hipona (393), Cartago (397) y del papa Inocencio (405) coincidían con Atanasio en catalogar veintisiete libros, que, juntos y de modo exclusivo, componen el NT de las Iglesias cristianas.

4. SIGNIFICACIÓN TEOLÓGICA DEL CANON. El canon de la Escritura sirve para identificar y delimitar, para los creyentes, un conjunto de obras recibidas y leídas como "palabra de Dios", es decir, que conllevan en forma escrita un compendio seguro de las experiencias de mediadores elegidos de la autocomunicación de Dios en la historia y en la iluminación personal. La Escritura evoluciona desde lo que Moisés escribió en el Sinaí (Éx 34,28), lo que los profetas de Yhwh fueron enviados a proclamar (Am 7,15; Is 6,8s) y lo que los discípulos de Jesús oyeron, vieron, recordaron y volvieron a contar concerniente a la palabra de vida (1Jn 1,1-3). La reflexión teológica sobre un canon cerrado y normativo se produce en dos áreas generales: 1) la relación entre el canon y la Iglesia, y 2) la relevancia hermenéutica del canon.

a) Sociológicamente, la formación del canon es un paso hacia la estandarización de la doctrina y la estabilización de las normas comunitarias. El canon traza una línea precisa en torno a un cuerpo de literatura que expresa de modo único la identidad que una comunidad dada tiene por derivación desde su fundación. Este efecto restrictivo, sin embargo, es sólo una cara de la formación del canon. Porque el canon también sirve para identificar aquellas obras que uno, sin duda, espera que sean dignas de fe e instructivas, con poder de infundir una vitalidad y estilo de vida que estén de acuerdo con la auténtica visión que la comunidad tiene de sí misma (cf 2Tim 3,16s). Las Escrituras canónicas, por tanto, son un medio indispensable por el que "la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree" (DV 8,1).

Un argumento de la ilustración, un tanto sofisticado, pretende descubrir un círculo vicioso en el aserto de la Iglesia que, por una parte, lo hace derivar de los profetas y apóstoles, tal como son conocidos a través de sus escritos, y, por otra parte, se arroga después para sí misma la legitimación de las Escrituras mediante la promulgación de su canon. Esto, sin embargo, es malinterpretar la naturaleza del canon cristiano. Al principio, los cristianos de la era apostólica sencillamente se encontraban en posesión de las Escrituras de Israel, que, al releerlas, demostraban decir mucho sobre Jesús (cf Lc 24,44). En el siglo ii, la colección del cuarto evangelio rápidamente se impuso por sí misma, a pesar de la coincidencia y discrepancias entre los diferentes evangelios. En el mismo período se asumió simplemente que las cartas coleccionadas del apóstol Pablo estaban autorizadas, sin cuestión ni discusión, al igual que lo estaba una carta central de instrucción apostólica como 1Juan. En esencia, la Iglesia no confirió status canónico a sus escrituras.

Los pasos posteriores que conducen al canon definitivo implicaron luego intervenciones por parte de numerosos hombres de Iglesia, es decir, pastores que seleccionaban lecturas litúrgicas, teólogos que criticaban las obras carentes de autenticidad y obispos que, individualmente o en sínodos, promulgaban cánones. Pero estas acciones no constituyen la autoridad de los libros así "canonizados".

Una comprensión teológica del canon puede ponerse de relieve mejor resaltando su afinidad con el "depósito" que resulta del variado ministerio apostólico de predicación, instrucción y organización -con amplio uso de Moisés, profetas y Salmos- en las Iglesias más primitivas. Las últimas cartas del NT atestiguan la percepción de que los resultados de este ministerio forman un todo identificable que está ya completo. El canon del NT reconoce que esto mismo es verdad de aquellas obras escritas que expresan con fidelidad "la fe, que de una vez para siempre ha sido transmitida a los santos" (Judas 3). Hombres de Iglesia articularon con creciente precisión los límites externos de esta transmisión apostólica, del mismo modo que marcaron el punto histórico en el que llegó a su fin la privilegiada y verdaderamente fundante comunicación de los apóstoles con las Iglesias. El canon cristiano del AT surgió de un análogo proceso de reconocimiento de aquellas obras que encajaban armoniosamente en la vida, enseñanza y culto que derivan de Jesucristo y sus apóstoles.

Es tópico enumerar tres factores como los criterios que figuraron de manera central en la formación eclesial del canon bíblico cristiano. Son éstos la recta "regla de fe", apostolicidad y su asiduo uso en el culto. Existe algo más que una pequeña chispa de evidencia para tal relación, pero la evidencia está dispersa e incompleta.

Ireneo y el fragmento muratoriano arguyen desde la tradición, es decir, la fe transmitida de la Iglesia, en su rechazo de la literatura marcionita y gnóstica a partir de una consideración cristiana más antigua. Las obras que ellos atacan socavan la fe en "Dios el Padre todopoderoso, creador de cielos y tierra" y farfullan demasiada palabrería sin decir nada sobre la presencia hecha carne del Hijo de Dios en una vida y muerte totalmente humanas.

Pero, por otra parte, los propios escritos centrales del NT han contribuido no poco a solidificar estos principios del "canon de verdad" eclesial. Sería erróneo pensar que la regla de fe se aplicó a los libros canónicos desde fuera. Tradición y Escritura, desde el principio, fueron coinherentes la una a la otra.

El origen apostólico de las "epístolas católicas" fue decisivo para la inclusión final en el canon que conocemos hoy. Pero después, por evidencia exegética, nos vemos en la necesidad de considerar estas cartas como portadoras de tradición apostólica más que de palabras apostólicas directas. El criterio de apostolicidad parece, de hecho, encerrar el reconocimientos de la Iglesia del único y limitado espacio de tiempo en el que su fundación fue completada por el ministerio de la enseñanza de los apóstoles y sus más estrechos colaboradores.

El uso en la liturgia ofreció a Agustín persuasivos argumentos a favor de los libros deuterocanónicos del AT. Pero también es verdad que ciertos libros, que actualmente no están en el canon, tuvieron empleos limitados de uso litúrgico; por ejemplo, la Primera carta de Clemente, el Diatessaron y El pastor, de Hermas, que el fragmento muratoriano y Atanasio ponen especial cuidado en excluir. El uso litúrgico es una precondición necesaria para la inclusión, pero por sí misma no fue suficiente para resolver los casos en disputa. En cada avance crítico hacia el canon completo se resolvieron problemas mediante una única configuración de consideraciones y normas que llegaron a unirse por caminos que sólo parcialmente y de modo aproximado podemos recuperar.

Lo que destaca es que la gente de Iglesia sabía de dónde había venido su fe y su vida. Consecuentemente, pusieron especial cuidado en mantenerse en contacto con los acontecimientos fundacionales, enseñanzas y personajes del cristianismo a través de los documentos que habían sido transmitidos. Estos documentos siguen siendo canónicos para la Iglesia de toda época porque sirven para hacer que la Iglesia sea "apostólica", como confiesa el credo que es y seguirá siendo. Hoy, a causa de esta canonicidad, "toda la predicación de la Iglesia, como toda la religión cristiana, se ha de alimentar y regir con la Sagrada Escrituró" (DV 21).

b) El canon ofrece a los cristianos una lista precisa de los libros que deberán estar siempre leyendo e interpretando en orden a profundizar su propia autenticidad y para aplicar la palabra de Dios a las cambiantes circunstancias de sus vidas. Pero surgen preguntas que conciernen a la propia contribución del canon al continuo proyecto de interpretación bíblica, sea ésta homilética, erudita o doctrinal.

1. El canon cristiano tiene una configuración peculiar, al reunir los libros de la anterior alianza de Dios con Israel y los libros que se refieren directamente a Jesús. Esta configuración canónica parece profundamente normativa para todo pensar cristiano, como está expresado en el sugestivo título de D.L. Baker Two Testaments, One Bible, y como han expuesto en escritos recientes L. Sabourin, P. Grelot, P.-M. Beaude y H. Simian Yofre.

La cruz y resurrección del Cristo de Israel, junto con la misión universal adoptada por sus seguidores, se combinan para situar las experiencias reveladoras primitivas de Israel en un nuevo contexto de cumplimiento y ampliación. Pero la nueva comprensión y la nueva inclusión no separan la fe y vida cristianas de sus raíces en Israel.

Un pensamiento integral cristiano, y de modo específico cualquier teología bíblica digna de tal nombre, debe inspirarse en el precioso patrimonio recibido de Israel. La predicación y enseñanza cristianas tienen una peculiar dinámica de movimiento de la promesa al cumplimiento han sido reiteradamente fecundadas por la recuperación de temas olvidados de la primera alianza, tales como el benigno propósito de Dios hacia toda la creación (Gén 9,8-17) y la identidad de la Iglesia como prefigurada en el pueblo elegido, siempre en movimiento hacia la libertad dada por Dios a través de las vicisitudes de la vida en este mundo (LG 9).

El canon cristiano bipartito está profundamente adecuado para la interpretación, mientras que cualquier especie de marcionismo recrudescente supone una amenaza vital para la teología y predicación cristianas.

2. Una reciente oleada de escritos en Norteamérica, especialmente a cargo de B. Childs y J.A..Sanders, está apremiando a que ciertos principios de "crítica canónica" se conviertan en normativos en la interpretación bíblica.

Los críticos del canon afirman, primero, que la interpretación debe centrarse sobre la "forma canónica" final de la Biblia y de cada libro bíblico. La exégesis histórico-crítica ha ofrecido demasiado a menudo reconstrucciones hipotéticas de estratos más antiguos de la tradición y de influencias redaccionales precanónicas en la génesis del texto bíblico. Los exegetas se deleitan muchas veces en aislar adiciones, reformulaciones y refundiciones que cambian e incluso malinterpretan el tronco original del relato o de la doctrina. El peligro aquí reside en tomar una unidad precanónica como normativa, mientras que en adiciones posteriores, que forman ahora parte del texto canónico, son devaluadas como añadidos secundarios. La crítica canónica insiste en que la exégesis busque por encima de todo comprender y explicar la forma foral de los textos bíblicos. La interpretación debería intentar recobrar lo que fue comunicado a la comunidad de fe por el redactor final de los textos tal como los tenemos ahora.

Si los estratos más primitivos son identificados en el texto final, la crítica canónica recomienda que sean vistos y explicados no sólo históricamente, sino, precisamente, como discurso canónico. Esto supone considerar las tradiciones particulares en relación con las situaciones alas que dan un tratamiento de categoría normativa.

Las tradiciones que sobrevivieron para ser incluidas en el texto final se habían puesto ya a prueba a sí mismas en su canonicidad, es decir, en su experimentada normatividad religiosa para aquellos que las articularon y recibieron. La interpretación debería esclarecer precisamente cómo ofrecieron guía e inspiración dichos pasajes en la situación en la que se formularon.

En el plano de nuestros dos Testamentos, en su totalidad respectiva, la interpretación, canónicamente orientada se ocupa de la conexión bíblica interna de obras, a menudo muy diversas, incluidas en el canon. .Uno piensa en las tendencias contrarias de obras como Isaías y Qohélet, o de Gálatas y primera de Timoteo. Las colecciones canónicas han unido estas obras en la misma Biblia, en una clara apertura tanto a la diversidad, que manifiesta la riqueza de la revelación como a una dinámica de mutua corrección, en oposición a la supremacía de cualquier línea única de doctrina.

Gran número de los que practican otros modelos de exégesis han reseñado negativamente las obras en las que los críticos del canon exponen su programa. Sin embargo, su obra no carece de importancia teológica, tanto por su énfasis sobre el texto final, que es ciertamente el texto inspirado, como por su énfasis sobre los valores para la práctica religiosa que todas las partes de la Escritura demostraron a lo largo de su camino hasta la inclusión en el canon. La mentalidad contemporánea permanecerá, muy acertadamente, empeñada en la explicación en términos de desarrollo genético; pero con la Biblia está bien prestar constante atención a la actualidad religiosa de los textos que se demostraron normativos, o canónicos, en situaciones particulares.

c) Moviéndose en una dirección contraria a la de los críticos del canon, un grupo de teólogos europeos continentales urgían la importancia de establecer un "canon dentro del canon", tanto por ser religiosamente beneficioso como necesario doctrinalmente.

En esta propuesta, expuesta por escritores como W. Marxsen, E. Káseman e I. Lónning, existe alguna influencia de la hermenéutica luterana, pero la motivación principal surge de la moderna percepción de acusadas diferencias entre las perspectivas doctrinales y eclesiológicas de diferentes autores del NT. Este pluralismo, en el que estos autores encuentran algunos frentes incompatibles, obliga al intérprete a encontrar un criterio de doctrina normativa por la que distinguir entre lo que es normativo en el NT y lo que no lo es por su discrepancia con el centro verdaderamente canónico de nuestra colección de escritos cristianos del siglo I. La escatología de Pablo está en desacuerdo en la de Lucas-Hechos, y las palabras de Jesús sobre el obligado cumplimiento de cada `jota y tilde" de la ley (Mt 5,18) choca con la declaración programática de Pablo de que Cristo es "el fin de la ley" (Rom 10,4). La lectura atenta del NT ofrece el imperativo de que uno encuentra un núcleo doctrinal, y por eso margina las porciones de la colección que no encajan con el centro verdaderamente canónico.

Se ha expresado una fuerte oposición al canon dentro del canon, y no precisamente por parte de los católicos, que ven evolucionar la Iglesia del NT hacia la forma que toma en documentos "católicos primitivos", tales como Lucas-Hechos y las epístolas pastorales. También autores protestantes, como K. Stendahl, E. Best y B. Metzger, insisten en la rica fertilidad hallada en la auténtica diversidad de doctrina del NT. La colección canónica es pluralista en contenido; pero, en consecuencia, las Iglesias están provistas de una abundancia de textos y doctrinas que se demuestran aplicables a las necesidades y desafíos de culturas enormemente diversas.

Quienes se oponen a un canon dentro del canon consideran que las tensiones existentes en el NT son debidas a las diversas situaciones a las que Jesús y sus apóstoles llevaron el mensaje de salvación para interesarse por las vidas de los creyentes en situaciones muy diferentes del siglo I. La selección de un centro normativo no es necesariamente arbitraria y subjetiva; pero, al tender a fijar su atención en un mensaje especialmente "moderno", corre el riesgo de convertirse pronto en "anticuado". El canon protege a los creyentes de los extremos en la búsqueda de relevancia, mientras establece los límites de lo que es aceptable. El canon es ecuménicamente indispensable, puesto que preserva a las comunidades de cuestionar a la ligera la legitimidad cristiana de otras comunidades. Por último, el canon del NT es la instancia primera del ideal de unidad en la diversidad reconciliada.

Con todo, una serie de prioridades personales y confesionales, dentro de la colección canónica, parece inevitable. Jesús mismo recapituló el conjunto de la Torá en sólo dos mandamientos, y Pablo declaró que la promesa hecha a Abrahán en Gén 12,3 está por encima de la ley dada en el Sinaí (Gál 3,7-22). Se puede admitir que individuos y comunidades tengan algo parecido a una hierarchia librorum, similar a la hierarchia veritatum de UR 11. Pero la clave para pensar y vivir en total acuerdo con las Escrituras es permanecer siempre dispuesto a oír la palabra de Dios, incluso cuando resuena con su misterioso impacto desde lugares de la Escritura que uno podría por un tiempo considerar que son los límites exteriores de la colección canónica.

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J. Wicks