VIDA
DicTB
 

SUMARIO: I. La vida y su desarrollo: 1. El fenómeno de la vida; 2. La vida, don de Dios; 3. El respeto de la vida. II. La vida en Cristo: 1. Jesús ante la realidad de la vida; 2. La experiencia de una vida transformada en la comunidad apostólica; 3. La vida en Cristo según Pablo: a) Una vida escatológicamente determinada, b) Salvados por gracia, c) La vida nueva en Cristo, d) Una vida por el cosmos; 4. El don de la vida según Juan. III. La vida después de la muerte: 1. Premisas veterotestamentarias; 2. Estar para siempre con el Señor. IV. Cómo vive el cristiano: 1. Renacidos en el bautismo; 2. El Espíritu en nuestros corazones; 3. No vivir ya como los paganos; 4. Una vida santa.


I. LA VIDA Y SU DESARROLLO. De la vida se puede hablar en abstracto; pero es también antes que nada un hecho, un fenómeno concreto. Sin embargo, cada instante de vida se vive, incluso sin darse cuenta de ello, de manera refleja, a la luz de precomprensiones, de criterios de juicio, de sistemas de valoración y de jerarquías de valores que forman parte de una determinada cultura. Por eso es posible preguntarse qué "cultura" de la vida está presente en la Biblia, aunque falta en ella una teorización explícita, y los principios subyacentes hay que recabarlos de la presentación concreta de los hechos —y de las reacciones humanas ante ellos— tal como está formulada en los textos, según el diverso género literario.

Por esta razón la investigación sobre el sentido de la vida según la Biblia se abre con una panorámica fenomenológico-descriptiva. La fuente es sobre todo el AT a causa de su riqueza de datos y de acontecimientos. El NT se citará en esta primera sección sólo cuando su visión se aleja de la del AT.

1. EL FENÓMENO DE LA VIDA. La ciencia contemporánea nos ha habituado a observar también las formas más elementales de vida, como las de las bacterias y de los virus. El hombre del AT no sabía nada de todo esto. Vida en sentido pleno era sólo la del / hombre y de los / animales, y subordinadamente la de las plantas. Es verdad que el árbol provocaba también entonces estupor por su vitalidad: puede durar siglos y de su tronco pueden brotar retoños. En comparación con él, la vida humana puede parecer más frágil (Job 14,7-10). Por eso los árboles grandes se convierten, como en los santuarios de los lugares altos (cananeos e israelitas), en el símbolo de la fuerza vital universal y se lo puede utilizar como imagen de la perennidad de una dinastía o de un pueblo (Is 11,1). Sin embargo, la Biblia sabe que la del árbol no es propiamente vida. Es significativo al respecto que, en el relato P de la creación, se haga germinar y producir directamente de la tierra la hierba verde, las gramináceas y los árboles frutales (Gén 1,11s), sin que tengan necesidad de la bendición divina para desarrollarse, como se dice, en cambio, de los animales. Estos últimos, como el hombre, son llamados nefes" hajjah, es decir, "seres que respiran y viven", justamente porque la causa natural de la vida se ve en la respiración, que a su vez probablemente se creía que circulaba por la sangre, considerada también sede de la vida. Donde no hay sangre ni aliento, como en las plantas, no existe vida en sentido verdadero, es decir, vida como la del hombre. Más aún; quizá se deba reconocer que ni siquiera los animales son considerados vivientes al igual que el hombre, si se admite que el verbo hebreo vivir (hajjah) no tiene nunca como sujeto activo animales, sino siempre al hombreo, más raramente, a Dios. Aun temiendo ir más allá de lo debido, se tiene la sospecha de que ya el AT comprendió que la esencia de la vida auténtica está en pensar y en querer, es decir, justamente en esas complejas actividades humanas que no dejan nunca de suscitar aquellas significativas variaciones de la respiración que han permitido a la lengua hebrea expresar casi todas las emociones y sentimientos que calificamos nosotros de espirituales con adjetivaciones y variantes de la terminología de la respiración [/ Corporeidad II, 1].

El verbo hebreo que equivale a vivir se puede usar también para significar reponerse o curar. Esto confirma que por vida, en sentido verdadero, se entiende habitualmente la vida sana, activa y plena. La enfermedad que debilita es considerada ya un anticipo real de la muerte, que ocupa el puesto de energías y espacios vitales. El árbol de la vida, al cual el hombre no tiene ya acceso, era justamente el árbol de la vida plena; no necesariamente de la inmortalidad, sino de la vida buena, la que el rey, en cuanto "hijo" de Dios, estaba llamado a conservar y promover con su buen gobierno. Por eso la proclamación "viva el rey" en el rito de entronización quería significar la esperanza de que de su plenitud de poderes y de fuerza vital se le pudiese comunicar al país y al pueblo la buena vida sin límites.

Con todo, esta vida fuerte, rica y plena no se puede disfrutar ya normalmente. El jardín de los orígenes es inaccesible y la edad de los hombres se ha abreviado mucho (Gén 6,3), el trabajo se ha vuelto fatigoso y poco productivo, el amor y la fecundidad están rodeados de contradicciones (Gén 3,16-24). El dolor, como anticipación de la / muerte, domina la vida. Sólo rara vez se realiza el ideal de una vida Iargamente gozada (Qo 11,8) y de "morir después de una ancianidad feliz, viejo y harto de años" (Gén 25,8), como Abrahán. La vuelta final al polvo proyecta sobre el presente la conciencia de una disminución irreparable de la fuerza vital; ahora es justamente la imagendel polvo lo que puede indicar qué es el hombre. La vida se ha convertido en un "duro servicio", como el del mercenario (Job 7,1). Se toca cada día con la mano la distancia entre una vida ideal y la fatiga de la vida real. Sin embargo, nadie duda, en todo el curso de la historia bíblica, desde Adán hasta Jesús, que esta vida justamente como es debe ser vivida, amada y custodiada. El deseo de la muerte no es permitido sino como desahogo de un ánimo exacerbado como el de Job, que, por lo demás, lo supera dialécticamente con la voluntad de vivir a toda costa para encontrar a Dios y recibir de él el don de la rehabilitación.

También Jonás desea morir. Considera moralmente insoportable la vida porque tiene un concepto equivocado de Dios y de sus planes. El final irónico de su suerte quiere recordar que al hombre le puede ocurrir siempre considerar humanamente intolerable la vida porque ignora cuál es verdaderamente su sentido y lo que Dios intenta y puede sacar de ella. Esta capacidad del mundo bíblico de obedecer siempre al mandamiento de vivir por respeto al misterio de la vida y de Dios que la gobierna puede decirle mucho al hombre contemporáneo, que corre el riesgo de incurrir en el mismo error de Jonás suponiendo la posibilidad de desear o incluso de provocar la muerte por presunta piedad o caridad.

Como para toda la antigüedad, no tenemos la posibilidad de formular estadísticas precisas y fiables sobre la duración media de la vida, sobre la incidencia de epidemias y enfermedades, sobre la mortalidad infantil. Solamente podemos suponer —lo confirma también el cuadro evangélico de multitudes de enfermos que asediaban a Jesús— que los disminuidos y enfermos eran muy numerosos y que, al vivir mezclados con la gente, comunicaban de manera inmediata a todos el sentido de lo precario y pesado del vivir. De ahí viene la comprobación de que la vida es breve, una sombra y un soplo (Job 14,1; Sal 144,4); aunque el célebre dicho del Sal 90,10, que fija el máximo de la ancianidad en los setenta-ochenta años, hace pensar que la longevidad no era infrecuente. Sin embargo, la comprobación ahí expresada de que "en su mayor parte no son más que trabajos y miseria", junto con la frecuente exhortación sapiencia) a no descuidar la posibilidad que sólo la juventud puede ofrecer, lleva a concluir que vivir debía sentirse más una obligación y un deber que un placer espontáneo e ilimitado. La alegría de vivir era objeto de esperanza y de oración, pero la mayoría de la gente se contentaba probablemente con ir tirando cada día, sin detenerse demasiado a pensar si la vida valía la pena vivirla. Esta reflexión crítica, tan fuerte en el mundo moderno, probablemente estaba ausente de la cultura popular de la antigüedad bíblica [/ Mal/ Dolor].

¿Qué se esperaba de la vida y qué la hacía buena y hermosa? Tampoco a esta pregunta sobre los valores más deseados y buscados podemos responder sino con gran aproximación. Las reflexiones de los sabios parecen poner en primer lugar la tranquilidad de la vida familiar: una mujer callada y dócil, hijos respetuosos, una cosecha segura, aunque no muy abundante. La riqueza es una bendición, pero basta también con poco, con tal de que haya seguridad y paz. En la vida social no se mira a destacar o dominar, sino que se busca más bien lo que hoy llamaríamos un vivir tranquilo, para cuya consecución hay que atender sobre todo a hablar con prudencia y a no irritar a los poderosos. Aun a riesgo de simplificar demasiado, se podrían recordar como síntesis de la buena vida los dos ideales, muy modestos y un tanto geórgicos, de

Miq 4,4: "Cada cual se sentará bajo su parra, a la sombra de su higuera, y ninguno vendrá a turbar su paz", y de Zac 8,4: "Ancianos y ancianas se sentarán en las plazas de Jerusalén; tendrán un bastón en la mano a causa de sus muchos años, y las calles de la ciudad estarán llenas de niños y niñas que jugarán en sus plazas". Darse por satisfecho con poco y contentarse incluso con el mínimo parece ser el ideal del buen vivir también en la Palestina del NT si, como dice Jesús, "la vida vale más que el alimento y el cuerpo más que el vestido" (Mt 6,25).

Moderación, sencillez, capacidad de gozar de lo poco y aceptación serena y confiada del mandamiento divino de vivir a pesar de la agitación y las dificultades, parecen ser, pues, los ideales más comúnmente difundidos en todo el lapso de tiempo de la historia bíblica.

2. LA VIDA, DON DE DIOS. El vivo sentido de la fragilidad y de lo precario de la vida se conjuga fácilmente con la convicción de que la única verdadera fuente y protección de la vida está en Dios.

La experiencia primaria de esta dependencia de Dios en el vivir se hizo probablemente a nivel comunitario antes que individual.

El éxodo fue la experiencia de que el pueblo no tenía en sí mismo la fuerza de defender su identidad, y las vicisitudes del mar Rojo y del desierto revelaron la impotencia del pueblo ante la amenaza de la muerte. Alguna vez el miedo a morir de los israelitas fugitivos rozó el pánico, y la epopeya del éxodo es toda una demostración de que sólo Dios mantuvo con vida al pueblo exhausto y le hizo llegar a la meta. El desaliento ante las dificultades en la conquista de la tierra fue otra prueba de la impotencia del pueblo.

Más tarde la reflexión sobre la vida de los patriarcas puso en claro que también ellos habían experimentado continuas amenazas de muerte: Abrahán se ve continuamente amenazado de perder al único descendiente; y Jacob vivirá con terror el encuentro con Esaú, que podría matarlo para vengar la primogenitura arrebatada a traición. También la historia de José es una serie de continuas variaciones sobre el tema del peligro de muerte. Al final, la permanencia de la vida y de la descendencia aparece como fruto de una benevolencia gratuita de Dios; como objeto de una promesa que, por el hecho de ser divina, mantiene la esperanza con su carácter irrevocable; pero que, por otro lado, le recuerda continuamente al hombre que no tiene él el poder ni siquiera de conservar la vida que ha recibido como don. La historia de la monarquía se mueve en la misma línea: el reino de Judá está en el mayor peligro de caer justamente cuando se esfuerza en encontrar por sí solo, a través de alianzas político-militares, la fuerza para defenderse. Lo demuestran los sucesos ejemplares de Acaz, reducido al mínimo justamente por haber invocado la ayuda de Asiria, con la cual intentaba salvarse, en vez de pedir el signo que Dios prometía (Is 7). Al final, la caída de Jerusalén en el 586 será provocada precisamente por los intentos de autonomía puestos en práctica insensatamente durante el decenio siguiente a la primera derrota. La historia del pueblo es toda ella una demostración anticipada del dicho del Señor de que "el que quiera salvar su vida la perderá" (Mt 16,25). La redacción de los libros proféticos, especialmente de Jeremías y Ezequiel, pone de manifiesto justamente este principio fundamental: el reino ha caído por haber buscado la defensa de su supervivencia en algo que no era el único verdadero Dios.

De esta visión de la historia —sin excluir la aportación de experiencias complementarias sacadas de la vida de los individuos— nace la conciencia de que la vida es don de Dios. Esta verdad se expresa de la forma más neta en el relato J de la creación mediante la imagen de la infusión del aliento vital, el único que hace al hombre animal viviente (Gén 2,7). Las concepciones biológicas del tiempo se utilizan aquí para expresar no tanto la modalidad del origen del hombre cuanto su total dependencia en el ser y en el obrar de Dios.

Es posible que tradiciones aún más antiguas, de las que puede quedar una reliquia en Gén 9,6, expresaran una intuición análoga explotando la temática de la sangre, común con otras culturas del Oriente antiguo. También la tradición P, cuando habla del hombre "creado a imagen y semejanza de Dios", expresa bien sea la dignidad del hombre —pero siempre como dada—, bien la conciencia de que sólo su relación dialogal con Dios lo hace tal. En la misma tradición P se expresa la dependencia total de la vida animal y humana (la vida verdadera, según se ha visto antes) de Dios por la necesidad de la bendición (Gén 1,22.28), a fin de que esas criaturas puedan ser fecundas y multiplicarse. No sólo la vida en su esencia, sino también la buena vida, de la que hemos hablado, no es fruto, según J, de esfuerzos humanos. Pues está garantizada por el jardín que Dios había plantado y, en particular, por el árbol de la vida. A él se contrapone justamente, como precursor de muerte, el otro árbol, el del conocimiento autónomo y universal, a cuyos frutos se accede no por obediencia a Dios, sino por instigación de "otro" (que no hay necesidad de precisar aquí quién es), el cual está en discordia y competencia con Dios. Detrás de esta riquísima y docta simbología se lee la afirmación de que la vida del hombre está colocada ya desde el principio —y por tanto por su esencia— bajo el signo de la ambivalencia y del riesgo. Ningún automatismo o magia puede garantizarla, ni ninguna sabiduría adquirida en fuentes que no sean Dios mismo puede desvelar el secreto que asegure su permanencia y su crecimiento. La vida viene de la libertad y la bendición de Dios; y cuando alcanza su culminación en el hombre, se manifiesta como don que se juega en el ámbito de la libertad. Sólo su aceptación como don, del que hay que renunciar a disponer autónomamente, reconociéndolo con gratitud y obediencia como proveniente de la libre benevolencia de Dios, hace que la vida pueda crecer como buena. La libre sumisión al mandato de Dios es, pues, la regla práctica en la cual se traduce de manera inmediata la percepción profunda de la esencia de la vida como participación en el don gratuito del Dios trascendente. El hecho de que la vida continúe, aunque entre trabajos y dolor, incluso después de haber fallado completamente la libertad humana su cometido, demuestra aún más claramente que sólo la libre decisión de Dios de estar aún más benévolamente dispuesto hacia el hombre es el origen de la posibilidad que se le ofrece de seguir viviendo. Y también la urgencia de respetar el mandato se hace más fuerte.

Aquí tiene su origen la concepción bíblica fundamental según la cual los mandamientos de Dios son la senda de la vida. Esta integración ineludible de la ética en la concepción de la vida es absolutamente central a todo el pensamiento bíblico. Encuentra expresión en formas diversas según las circunstancias históricas y culturales. En }os escritos deuteronomistas, y de forma aún más esquemática en los del cronista, se expresa en el nexo —casi automático en su enunciación narrativa— entre observancia y premio y entre desobediencia y castigo. En muchos / salmos (piénsese en el 19B o en el 119) se expresa más noblemente en una serie casi infinita de alabanzas apasionadas del valor de la ley para el gozo y la plenitud de toda experiencia de la vida. La literatura sapiencial oscila entre estos dos polos con múltiples matices.

En la fase tardía de esa literatura asume la idea su forma más elevada. La misma / sabiduría de Dios adquiere figurativamente los rasgos de una mujer amante (señal ya por eso de fecundidad, de gozo y de amor gratificante) que llama a un banquete suntuoso y gratuito. Esta sabiduría es presentada como partícipe de la acción divina de la creación, tiene en sí todos los frutos y aromas del jardín primordial, se da a los hombres como palabra y, en Si 24, como "ley" que mora en Jerusalén. Se reúnen en esta mujer todas las mediaciones salvíficas: celestiales, reales, proféticas, sacerdotales y legales, para decir que sólo de ella viene la vida y la vida buena, comprendido el buen gobierno que la garantiza. Los textos clásicos en los que se encuentran esos temas son / Prov 8, / Si y / Sab 1-9.

Esta visión grandiosa alcanzará su desarrollo, según se verá, en la aplicación a Cristo, pero ya había tenido numerosos antecedentes en otros estratos de la literatura veterotestamentaria. Baste aquí aludir a la figura de la Jerusalén mujer, esposa y madre del Segundo y Tercer Isaías (p.ej., Is 54; 60 y, sobre todo, 62), que proseguirá luego en Ap 20-21.

La característica común a estos textos es doble: por un lado asumen toda la simbología de la fecundidad y de la vida, como los temas de la tierra, del agua, del árbol, de la mujer, etc., y, por otro, los concentran en personificaciones o figuras humanas, como la ciudad, la "casa" de Israel o la Sabiduría-mujer, las cuales, por decisión y don divino, son las depositarias de la totalidad de los símbolos vitales y los ofrecen al pueblo para una libre aceptación. Con esta operación, en formas literarias variadas, pero análoga en el enfoque, se comunica el principio fundamental de que sólo Dios es la fuente gratuita de la recuperación y de la mejora de la vida históricamente deteriorada por la desobediencia humana al mandato. La gracia de la salvación es tal porque le comunica al hombre aquella capacidad de obediencia de la cual nace la vida.

Como conclusión de todo lo expuesto se puede citar ahora coherentemente el dicho de Dt 8,2-3: "Acuérdate del camino que el Señor te ha hecho andar durante cuarenta años a través del desierto con el fin de humillarte, probarte y conocer los sentimientos de tu corazón y ver si guardabas o no sus mandamientos. Te ha humillado y te ha hecho sentir hambre para alimentarte luego con el maná..., para que aprendieras que no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca del Señor". La cita del último aserto en Mt 4,4 confirma su valor de axioma primario en lo que concierne a la concepción bíblica de la vida. En efecto, lo que está en juego en las tentaciones de Jesús es justamente el éxito de su misión y de su vida. Al escoger la confianza obediente en Dios, Jesús se presenta como nuevo Adán, que anula la pretensión de autosuficiencia independiente, causa de pecado y de muerte, y pone por obra aquella opción de libertad que se le pedía a todo hombre desde el principio y que es tanto más necesaria cuanto más el influjo de la pretensión adamítica corrompe la historia.

El que escucha la palabra de Dios vivirá. Como decíamos, este axioma se ha concretizado en algunos estratos de la revelación en el esquema de la retribución a corto plazo, en el curso de la vida del individuo o de los grupos, o al menos en el ámbito de una descendencia también larga, pero perceptible siempre históricamente como unitaria. Pero no es sólo ésta la deducción posible del principio, el cual permanece válido, en su generalidad, aun cuando la misma Biblia somete a revisión la concepción de la retribución.

A la fe de siempre el principio bíblico fundamental le proporciona en primer lugar la certeza de que la dependencia de la vida de Dios no se ha de concebir de modo teísta como mera dependencia de origen, sino como dependencia continua y total en el ser y en el obrar.

Pero, en segundo lugar, el mismo principio permanece indisolublemente ligado a la idea de libertad de Dios y de promesa, por lo cual abre el camino a aquella obediencia total a Dios que sabe aceptar como camino de la vida también el que pasa a través de la muerte, y la muerte de cruz. Pues el Dios de la vida da, custodia, manda, redime la vida; aquella vida de la cual es fuente en cuanto Dios vivo (para este título ver, p.ej., Núm 14,21; Jer 22,24; Ez 5,11), pero no es idéntico a aquella vida que da a las criaturas. No hay en la Biblia ninguna deificación de las fuerzas vitales naturales, sino más bien la certeza de que la vida divina trasciende infinitamente el fenómeno vida, que ella libremente pone en la existencia y alimenta.

Hay siempre un más en Dios que puede crear vida incluso en la muerte.

3. EL RESPETO DE LA VIDA. De esta convicción de que la vida es don de Dios nace en la cultura del mundo bíblico un sentido no sólo de respeto, sino de admiración por la vida. Piénsese, por ejemplo, en la costumbre de que la madre diga una palabra de complacencia por el hijo que nace, que se encuentra ya en labios de Eva por el nacimiento de Caín (Gén 4,1). Aunque estos dichos etimológicos de las madres se refieren habitualmente a hijos que tendrán un triste destino, manifiestan, sin embargo, la sorpresa reconocida por el don de la vida, que está presente incluso en los momentos de crisis más difícil. Es típico a este respecto el caso de la mujer de Fineés, narrado en ISam 4,19-22. La necesidad de muchos hijos para cubrir las necesidades del trabajo agrícola y pastoril, lo mismo que para la defensa militar, lleva a apreciar cada vez más el don de la fecundidad. Como la fe hebrea no ve en ello el resultado casi automático de un sistema general de fecundidad, como ocurre, en cambio, en la mitología cananea, el nacimiento de un hijo puede ser visto cada vez como un don libre hecho personalmente por el Señor a la pareja que ama y protege. Así todo nacimiento puede convertirse en signo de una relación interpersonal entre el Señor, dador de la vida, y el hombre que lo reconoce como tal. La conciencia de que la vida es difícil y de que, sobre todo, el pueblo de Dios tiene una misión histórica que perseguir permite comprender que no basta nacer, sino que es preciso nacer dotado de cuanto es necesario para ser fiel a los dones de Dios. De este modo se convierte en objeto de admiración de fe cada vez más profunda el nacimiento extraordinario del carismático capaz de conocer los caminos de Dios y de guiar a su pueblo. Así se explican aquellos himnos a la vida sobreentendidos en los relatos de vocación y de nacimiento de los personajes más importantes en la historia del pueblo, desde Moisés y Sansón hasta el Bautista y Jesús. Son narraciones que revelan una sensibilidad difundida y profundamente arraigada en la cultura del pueblo, que concibe el vivir como algo más que un simple dato de hecho, es decir, como un cometido, una vocación; si se quiere, una aventura que recorrer bajo la mano de Dios.

La vida que viene de Dios está protegida de toda amenaza de corrupción y de muerte. Las culturas antiguas sienten fuertemente el peligro de muerte y lo ven aflorar en muchos aspectos del vivir: el derramamiento de sangre, el flujo de líquidos orgánicos, ciertas enfermedades inexplicables, el contacto con animales muertos. De ahí nacen los tabúes, que tienden a levantar una cerca de protección en torno al misterio frágil y precioso de la vida. El pueblo hebreo los vive y los siente como otros pueblos, pero añade el sentido profundo de la dependencia de Dios. Los tabúes se deben observar porque la vida que viene del Dios santo ha de ser mantenida en una esfera de protección absoluta de toda contaminación, debe ser salvaguardada y respetada. Obviamente, con el tiempo cambiarán las modalidades de ejercitar esta función protectora; pero quedará perennemente válido el principio de que la vida hay que rodearla de cautelas y cuidados, no tanto para preservarla de contagios naturales de muerte (en los cuales piensa la higiene) cuanto para conseguir mantenerla en relación profunda con el Dios de la vida. Y esto se consigue en la mentalidad hebrea justamente por la transformación del tabú en ley revelada, a la cual se ha de obedecer en conciencia, con libertad interior, por respeto al Dios santo y a sus caminos secretos de comunicación de la vida. En una palabra, el tabú, en la legislación veterotestamentaria, se modifica en obediencia libre, en aceptación del principio de que, como hemos dicho, sólo el mandamiento aceptado y practicado es el medio que garantiza la unión con el Dios de la vida.

No es fácil decir si el AT supo sacar de esta visión general de las cosas también una capacidad más aguda de discernir los peligros que la maldad humana coloca al discurrir positivo de la vida, e indicar reglas de comportamiento más humanitarias y favorables a la vida que las existentes en otros pueblos. Parece que se puede encontrar algo en este sentido, según algunos estudiosos, en la legislación deuteronomista, en la institución de las ciudades de refugio para evitar la cadena de las venganzas tribales y familiares, en la institución del año sabático para defender la supervivencia de los más pobres, en la solicitud por los huérfanos, las viudas y los extranjeros, en la norma de dejar en el campo los restos de la cosecha para la subsistencia de los más débiles. Es un hecho que existen estas normas y que tienen un sentido que va en la dirección de una percepción inicial de que el respeto y la admiración por la vida deben traducirse en normas de comportamiento. Quizá esperáramos algo más, como una severa condena de todo homicidio, que, sin embargo, no se encuentra, ya que también el AT admite la guerra, el exterminio de los enemigos en ciertas ocasiones y también en el quinto mandamiento prohíbe, literalmente, sólo el homicidio ilegítimo y no justificado. Algunos estudiosos piensan, además, que también las normas humanitarias enumeradas antes son, más que una práctica histórica vivida, una especie de ideal, caso posexílico, de vida nunca llevado a la práctica en realidad. Debemos reconocer, y ello está dentro de la lógica del progreso histórico de la revelación, que el AT ciertamente contiene las premisas para que se defienda el carácter sagrado de la vida sin reservas y de manera absoluta, pero no consigue llegar a conclusiones prácticas totalmente eficaces, como por lo demás no ha llegado tampoco el mundo actual, según lo demuestran las incertidumbres morales relativas a la guerra, al aborto y a la eutanasia.

En todo caso es cierto que ya el AT, al menos en algunos momentos, llega a formular el principio de que la vida humana, cualquiera que sea la forma en que se manifieste, incluso la más humillante o absurda, es un valor que hay que admirar y salvar a toda costa. Cuando el Tercer Isaías dice que en la restauración también los eunucos, "los árboles secos", tendrán en la nueva Jerusalén "un memorial mejor que hijos e hijas, un nombre eterno que nunca más se borrará" (Is 56,4s), afirma indirectamente el principio de que el valor absoluto es el hombre que vive, y nada más. Análogamente, toda la predicación profética había anunciado que la única condición para ser salvados por el Señor es ayudar a los pobres (ver, p.ej., Is 58 sobre el verdadero ayuno), y estaba de acuerdo en la misma intuición de que la vida se salva donde se la reconoce —donde quiera que aparezca, incluso en la forma más miserable— como el valor supremo al que debe estar subordinada cualquier otra cosa, porque allí se encuentra Dios mismo y se le puede rendir culto.

Cuando Jesús afirme que "el sábado se ha hecho para el hombre y no el hombre para el sábado" (Mc 2,27) llevará a su más evidente claridad el principio que ya se insinuaba en algunos estratos del AT: que el hombre vivo es el fin de todas las demás realidades creadas y nunca el medio, y que salvar una vida es la única obra que puede pretender ser llamada obra de Dios. El valor de la caridad y del servicio y la misma teología del servidor radican en este descubrimiento del valor de la vida y la traducen en una realización coherente.

II. LA VIDA EN CRISTO. La revelación neotestamentaria es en este tema central, y el AT, que fue la fuente principal para el párrafo precedente, proporciona el apoyo de la prefiguración y de la anticipación. También aquí la vivencia precedió a la reflexión, por lo cual el tratamiento partirá del análisis de los acontecimientos, siguiéndole la presentación de las reflexiones de fe.

1. JESÚS ANTE LA REALIDAD DE LA VIDA. Toda teología bíblica sobre la vida debe partir del análisis de ese dato fundamental: ¿qué posición adoptó Jesús ante la realidad de la vida humana? Anticipando la conclusión, se puede afirmar enseguida, para mayor claridad, que Jesús demostró al mismo tiempo una solicitud sin reservas por las necesidades de la vida concreta de cuantos encontraba, y a la vez una profunda y radical relativización del apego humano a la vida misma.

El cuidado por la vida se manifiesta indudablemente en el hecho de las curaciones realizadas por Jesús. Según la triple tradición sinóptica, terminó por ser, al menos en el período galileo, literalmente asediado por enfermos y necesitados. En la jornada típica de Cafarnaún curó a muchos enfermos y arrojó muchos demonios (Mc 1,33) o incluso sanó a "todos" los enfermos, según Mt 8,16. Aunque puso condiciones y orientó su actividad taumatúrgica hacia finalidades kerigmáticas, no se sigue que Jesús rehusara jamás "salvar una vida". La decisión de hacer curaciones también o justamente en día de sábado quería indicar que "salvar la vida" era justamente la obra de Dios que él estaba llamado a realizar (Mc 3,4), como lo explicitará más claramente Juan en 5,17. También la misión de los primeros discípulos comprende como orden taxativa: "Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, limpiad a los leprosos, arrojad a los demonios" (Mt 10,8). El que todo eso sea también signo del kerigma del reino no quita nada a laberdad y valor del hecho de que la presencia activa y decisiva de Dios en la historia se manifiesta en Jesús como curación y potenciación de la vida humana, amenazada por el pecado y por el demonio, que la debilitan hasta el límite de la enfermedad incurable y, por la marginación que se sigue, deshumanizante. Jesús, al menos según la tradición lucana, se alegra de devolver la salud también a los que, sin comprender la dimensión de signo, no consiguen acceder al umbral de la salvación, como los nueve leprosos de Lc 17,11-19. De modo similar, la multiplicación de los panes, aunque rebosante de sentido histórico-salvífico y eucarístico, es, sin embargo, también una acción de pronta intervención con personas que corrían peligro de "desfallecer en el camino" (Mc 8,3).

Esta atención a las necesidades de la vida va acompañada en Jesús por el supremo desapego del ansia de la vida propia, que lo hace disponible para la cruz y para la afirmación de principio, colocada justamente ya por Marcos en el momento central en el que la misión de Jesús es definida y purificada de todo posible equívoco, de que para salvar la vida hay que perderla (Mc 8,35). En la enseñanza de Jesús este principio es desarrollado con la máxima coherencia y radicalidad en ulteriores aplicaciones respecto a la pobreza, a la renuncia al poder, a la castidad, a la mortificación. La característica común de esta relativización de todo lo que el hombre considera esencial para la vida está en la conexión con la venida del reino. Según Jesús, hay que renunciar también a las riquezas, al poder, a sí mismo enteramente, no por un principio ascético abstracto o por una ética metafísica particular, sino porque en estos tiempos que son los últimos Dios ha inaugurado en la historia su dominio escatológico. No se trata tampoco de la deducción de una noción de tipo general o metafísico de dependencia de Dios. La razón por la cual para salvar la vida es necesario perderla reside en el hecho de que el pecado ha transformado la riqueza, la fuerza, la fecundidad y hasta la vitalidad del propio cuerpo en obstáculo posible y real para el acceso salvífico a Dios, es decir, para usar la terminología de Mt 6,29-30, en "escándalo". La intervención decisiva de Dios, cuando se asoma a esta historia de pecado, que es la única historia realmente vivible, exige una elección radical de sumisión a la solución salvífica extrema, que hay que cumplir con aquella determinación absolutamente neta y hasta violenta (Mt 11,12) que se llama metánoia o conversión. Para salvarse, la vida humana ha de ser arrancada, como con un golpe de espada, de todos los lazos que la visión humana de las cosas considera protectores y promocionales de la vida (entre los cuales está incluso la familia: Mt 10,34-39) para anclarse total y exclusivamente en Dios, que ahora se revela y obra en la vida y en la misión de Jesús.

El Jesús de la tradición sinóptica no nos dice, como lo haría en cambio un filósofo, qué es la vida en sí, sino que nos advierte, sin dejar lugar a dudas, que el hombre, tal como se ha reducido en su historia de pecado, no tiene posibilidad alguna en sí mismo de salvaguardar auténticamente y de manera cumplida su vida, la de los otros y la del mundo. Ni siquiera la religión antigua es suficiente: Jesús debe decir palabras diversas a las dichas a los antiguos y tiene que cuestionar la confianza en la ley y en el culto (p.ej., Mt 5,17-48; 21,12-16). Esto significa que no hay ya nada en los solos sistemas humanos de referencia a lo que poder recurrir para salvar la vida. La única esperanza y la única referencia es el reino, es decir, el hecho real de que ahora, justamente en Jesús, Dios toma posesión y la dirección de la historia humana. La aceptación del reino es la vida: pero de hecho sólo puede producirse a condición de perder todo punto de apoyo anterior. Cómo, por este camino, se puede recibir todo a cambio, no se nos describe; sólo se dice que se concederá el céntuplo ya en esta vida, además de la vida eterna, de la que se hablará más adelante (Mc 10,29-30).

El cuidado por la vida de los demás, del cual Jesús dio ejemplo y que ordenó a sus discípulos, no sólo no está en contradicción con la concepción de la renuncia por el reino, sino que le es absolutamente coherente. Por un lado, esta preocupación por los que se encuentran al margen de la vida revela que los modelos usuales para medir el grado de posesión y de goce de la vida son falsos: vidas perdidas son salvadas, y otras que parecían seguras se pierden. Este cuestionamiento del sentido común es ya saludable; pero, además, en esta misericordia por los perdidos se revela justamente que la intención de Dios es que nadie se pierda, siendo por tanto apoyo para la fe y aliento para la conversión. Jesús, que pierde su vida y salva la de los demás, se convierte en el signo y el principio (el sacramento) del reino, es decir, del hecho de que sólo la entrega total de la historia a la acción resucitadora de Dios puede sanar aquellas potencialidades que el pecado ha hecho instrumento de muerte.

2. LA EXPERIENCIA DE UNA VIDA TRANSFORMADA EN LA COMUNIDAD APOSTÓLICA. Continuando el análisis de los acontecimientos, hemos de tomar nota de las nuevas experiencias de vida verificadas en la comunidad apostólica. Sin entrar en detalles exegéticos no indispensables para esta finalidad, podemos limitarnos a considerar algunos datos de hecho que destacan con seguridad histórica suficiente tanto de los Hechos como del epistolario paulino.

La vida de los primeros cristianos experimenta cambios significativos desde los orígenes. Aunque Lucas puede que haya idealizado la primera comunidad jerosolimitana, lo cierto es que los primeros creyentes eligieron una forma de vida comunitaria que antes no habían adoptado, caracterizada por la oración y la fracción del pan, por compartir los bienes y por aquella actitud más profunda y motivadora que Lucas define como "tener un corazón y un alma sola" (He 4,32). Estos cristianos no podían menos de sentirse "salvados de esta generación perversa" (He 1,40) y se veían como colocados en una situación de vida nueva, final y definitivamente salvada.

Otra experiencia fundamental fue la de la misión. No sólo predicadores particulares, sino la comunidad entera se sabe involucrada en el compromiso misionero, porque de su seno, por sus oraciones, por sugerencia de sus profetas y por encargo suyo parten los misioneros como Pablo y Bernabé de Antioquía (He 13,1-3). Esta responsabilidad por el mundo que anima a una comunidad entera es un hecho que no puede menos de influir en la determinación del sentido y del valor de la vida. En el ámbito de la misión encuentran sitio también los fenómenos milagrosos y los de las lenguas. Ambos revelan la presencia activa de Dios en el seno de la comunidad para potenciar su capacidad de obrar y sobre todo de comunicar. El éxito del todo inesperado de la predicación a los paganos reveló a los primeros creyentes que estaba realmente en marcha una nueva economía, que Dios estaba cambiando el ritmo de la evolución de la historia. En estas condiciones, la meta final no podía menos de aparecer tan segura que se presentaba incluso próxima en el tiempo. De todo esto debía de nacer una convivencia confusa pero penetrante de lo que significaba vivir ahora, en los últimos tiempos.

Los carismas, con su multiplicidad y hasta con su confusión, debieron de dar también la sensación de que Dios, con su Espíritu, estaba muy cercano a estas comunidades creyentes; más de lo que lo había estado al pueblo de los padres. La eucaristía atestiguaba una igual presencia del Señor en medio de los suyos, y todo cuanto ocurría en las Iglesias y en las zonas de mundo que encontraban confirmaba la impresión de la novedad y del cambio. Pobreza, desprendimiento, martirio eran experiencias frecuentes, y poco a poco iban trazando un nuevo estilo de vida determinado por la obra de salvación que Dios había llevado a cabo en Cristo resucitándolo de entre los muertos. En estas experiencias y en su inmediata conexión con el misterio de la resurrección se funda la reflexión sobre la naturaleza de la nueva vida en Cristo que encontramos en Pablo y en Juan.

3. LA VIDA EN CRISTO SEGÚN PABLO. Pablo es el primero que reflexiona sobre las experiencias de vida suyas y de las Iglesias, y elabora una descripción de las transformaciones que el acontecimiento Cristo ha introducido en la vida.

No es fácil extraer cuanto se refiere al tema de la vida de los escritos paulinos, evitando englobar, como hace él, temáticas cristológicas y eclesiológicas. Se pueden enumerar los puntos siguientes.

a) Una vida escatológicamente determinada. En las cartas más antiguas, como las de los Tesalonicenses, es predominante la comprensión de la vida cristiana en referencia a la parusía, estimada aún como inminente. Los cristianos han sido salvados por la "palabra" y han cambiado la orientación de vida, abandonando los ídolos "para servir al Dios vivo y verdadero y para esperar de los cielos a su Hijo, al que resucitó de entre los muertos, Jesús, que nos libra de la ira venidera" (1Tes 1,10).

La referencia al Resucitado apunta hacia la meta final; le da a la vida humana un impulso hacia la meta más allá de la historia. Se podría decir con una imagen que la resurrección de Cristo es como una corriente que lleva a los cristianos exclusivamente hacia el fin, hasta el punto de que ello provoca en algunos un desinterés por el presente, que Pablo, por lo demás, corrige decididamente. Sin embargo, la terminología de estas cartas gira alrededor de palabras como "santos, puros, irreprensibles" para la venida de nuestro Señor Jesucristo. Esta orientación escatológica permanece también en las otras cartas, pero se enriquece con perspectivas que hoy llamaríamos de escatología anticipada. De todos modos, determina un principio fundamental de toda visión cristiana de la vida: la vida se orienta al futuro y los comportamientos se juzgan por la conformidad con él. Del pasado se toma sólo lo que en él ha entrado de escatológico, es decir, el Cristo resucitado y lo que lo prefigura y prepara en la historia del pueblo de Dios. El resto es pasado ya muerto, que se abandona o se subordina al acontecimiento Cristo.

b) Salvados por gracia. El tema fundamental de las cartas a los Gálatas y a los Romanos —la salvación por la sola / fe— revela que el modo de vivir de todos los hombres sin excepción está totalmente corrompido por el pecado y que sólo se puede salvar por el perdón gratuito de Dios y la renovación que su Espíritu produce en el hombre. Con sus solas fuerzas, el hombre no puede hacer nada: también la fe con la cual acoge el don de Dios es fruto de la gracia externa de la predicación y de la moción interior del Espíritu. La vida que el hombre cree vivir por sí solo, en realidad no es vida, sino muerte, es decir, fracaso, perdición, ruina progresiva, una situación sin caminos positivos de salida —prescindiendo, se entiende, de Cristo—, tal como se describe en Rom 7,14-21. La alienación de Dios desgarra tan profundamente al ser humano que solamente se puede usar la categoría de "muerte" para expresar cumplidamente lo que históricamente ha llegado a ser la vida. La potencia del / pecado es tal que incluso la / ley, buena y proveniente de Dios, es transformada en instrumento de muerte, y análogamente las fuerzas vitales del hombre (energías, pasiones, sentimientos, capacidad racional) se convierten en "carne", es decir, en cierre a la intervención de Dios, en aislamiento egoísta, en instrumentos de división y de autodestrucción.

El diagnóstico de Pablo no es metafísico, sino histórico; él no habla de la naturaleza del hombre en sí, sino de cómo el hombre ha llegado y está en la situación histórica real en la que libre, pero inevitablemente, se coloca a partir de Adán. Por eso puede decir que por gracia puede el hombre resucitar, renacer, revestirse de Cristo, dejarse guiar por el Espíritu y no por la carne. El punto fundamental es, pues, que el hombre debe tener conciencia de haber sido recreado por la total dependencia de Dios en Cristo. La concepción bíblica tradicional según la cual la vida es don de Dios y vivir equivale a depender de él se profundiza en Pablo en clave histórico-salvífica. Esta dependencia debe re-afirmarse y reconstruirse mediante la aceptación concreta del evangelio de Cristo, muerto y resucitado; debe concebirse como la aplicación a cada uno de la misma acción resucitadora con la que el Padre ha resucitado a Jesús de entre los muertos. Para la concepción cristiana de la vida éste es otro principio fundamental: vivir en la realidad de la historia es posible sólo si se acepta la nueva creación en Cristo. Cada vez que el hombre pretende crearse islas de las cuales queda excluido el acontecimiento Cristo, a pesar de las apariencias se encuentra realmente en la muerte. El primer cometido de la predicación evangélica es justamente desenmascarar esta ilusión.

c) La vida nueva en Cristo. La vida nueva del cristiano está en dependencia continua del Padre, del Hijo y del Espíritu. Es conocida la presencia de la dimensión trinitaria en todas las descripciones paulinas de la experiencia cristiana. Dones, carismas, pero también actitudes normales se derivan de las tres personas divinas. La unión con Cristo resucitado se sintetiza en las tres famosas preposiciones: en, por, con. Pablo habla de un ser o vivir en Cristo, que es tan real que ha hecho pensar a algunos estudiosos en una fusión mística con absorción de la personalidad humana en una especie de Cristo universal. No es ésta la visión paulina; el apóstol insiste, al contrario, en el hecho de que la unión objetiva y real con Cristo debe convertirse, por obra del Espíritu de Dios, que se une a nuestro espíritu, en adquisición y manifestación de nuestra personalidad humana. El cristiano debe saber, comprender, querer las mismas cosas que piensa y quiere Cristo. Esta es su nueva vida, que se traduce luego en obras coherentes. Limitándonos a un solo texto sintético, se puede pensar en Ef 1,15-21; 3,14-19.

Pero más esclarecedor es todavía ver cómo traduce Pablo los principios de fe enunciados en la carta a los Romanos en su vida personal.

La carta a los Filipenses es a este respecto el documento más interesante; aquí se ve cómo se transforma en vivencia el principio teológico. El vivir en Cristo y de Cristo se convierte aquí en una forma concreta de existencia. El hecho de que Pablo afronte la posibilidad de la muerte hace más profundo y sincero el testimonio. En sustancia, Pablo muestra cómo al encontrar a Cristo se ha convertido en un hombre diverso y ha comenzado a pensar y a hacer cosas diversas: ha juzgado una pérdida lo que antes consideraba una ventaja en comparación con la ciencia sublime de Cristo, "por quien —dice— he sacrificado todas las cosas y las tengo por basura con tal de ganar a Cristo y encontrarme en él; no en posesión de mi justicia, la que viene de la ley, sino de la que se obtiene por la fe en Cristo, la justicia de Dios, que se funda en la fe, a fin de conocerle a él y la virtud de su resurrección y la participación de sus padecimientos, configurándome con su muerte para alcanzar la resurrección de los muertos" (Flp 3,8-11);

El párrafo citado se puede considerar una de las descripciones más sintéticas y más complejas de lo que se entiende por vida cristiana, dependiente exclusivamente de Cristo, consciente del pecado del mundo y situada en el horizonte de la meta escatológica. Es la respuesta a la pregunta de lo que es la vida para un cristiano: es el servicio consciente y constante al Señor Jesús, que nos ha salvado de la muerte y es el único sentido y valor de la existencia.

d) Una vida por el cosmos. Un último aspecto de la vida emerge de las llamadas cartas de la cautividad; es la conexión entre la existencia cristiana y la salvación del cosmos. Como es sabido, en Ef y Col se desarrolla el tema de la preexistencia de la Iglesia antes de la creación, y se refleja en el misterio de la recapitulación de todas las cosas como "primun in intentione et ultimun in executione". La Iglesia —y no la Iglesia en abstracto, sino la constituida por cada una de las comunidades locales— es concebida como signo y medio de la reunificación en el orden, bajo la única cabeza Cristo, de las cosas del cielo y de las de la tierra.

La reunificación del cosmos en la paz encuentra su anticipación y su mediación eficaz en la unidad creada por Cristo entre los hombres, en el hecho de que ahora los judíos y paganos están unidos en una única comunidad, en el hecho de que marido y mujer se aman como Cristo ama a la Iglesia, de que amos y esclavos, padres e hijos se respetan en el orden; en el hecho, finalmente, de que todos los cristianos siguen en su vida el principio de subordinarse los unos a los otros. En estos acontecimientos plenamente humanos y concretos ve la carta a los Efesios el signo y el medio de la verificación de una salvación que trasciende los límites de lo meramente humano para contemplar todo el universo.

A la luz de esto hay que afirmar entonces otra característica del vivir cristiano: su constitución como signo y principio de la salvación universal. No se puede limitar el discurso sobre el hombre y sobre la vida ni al individuo ni a la sola sociedad humana. Cometidos y responsabilidades cósmicos se insertan por pura gracia, y por tanto no como pretexto para autoexaltaciones soberbias, en la experiencia de vida de cada uno en la Iglesia. La importancia de estas temáticas para la vida en el umbral del año 2000, recargada con responsabilidades planetarias, está aún por valorar; aquí sólo se puede aludir a ello como estímulo para la meditación.

4. EL DON DE LA VIDA SEGÚN JUAN. El término "vida" se encuentra 36 veces en los escritos juanistas, y la raíz zén —de donde viene zoé (vivir/vida)— es casi un término técnico, distinto de bíos, para indicar la vida que da Dios en Cristo a los creyentes, distinta de la vida puramente natural de los seres. Vida y vida eterna son en los escritos juanistas intercambiables entre sí. A su vez, eterna no significa primariamente lo contrario de temporal, como en nuestro lenguaje teológico, sino que se refiere a la contraposición judía entre los dos eones, el de la creación y el de Dios. Por eso vida eterna es sinónimo de vida divina, vida de la esfera propia de Dios, que se puede describir como superior a nuestros confines espaciales y ulterior respecto a nuestros límites temporales, pero sin que estas determinaciones constituyan la esencia de la eternidad, la cual consiste más bien en la participación de la vida misma de Dios.

A veces, también en Juan, la noción de vida eterna está ligada a los temas de la resurrección final y del juicio, por lo cual tiene una connotación escatológica también en sentido temporal (véase p.ej., Jn 3,14-21.36; 5,21-30; 12,5; etc.). La característica propia del pensamiento juanista es, sin embargo, mostrar la presencia actual en los creyentes de esta vida. En el discurso del capítulo 6 se afirma que comer la carne y la sangre de Jesús da desde ahora la vida eterna, a la cual seguirá en el último día la resurrección.

Análogamente se afirma en 5,24 que el que escucha a Jesús "tiene la vida eterna y no será condenado, sino que ha pasado de la muerte a la vida". La contraposición muerte-vida se refiere aquí a algo más amplio y profundo que el morir físico y el resucitar; se trata de la liberación de la alienación de Dios, que desemboca no tanto en la muerte, sino en la muerte sin esperanza, para gozar de su comunión vivificante en todos los sentidos.

La posibilidad de tener ya en el presente esta vida viene del hecho de que es sustancialmente una realidad cristológica. Cristo no es sólo la fuente de la vida, sino la vida misma, como se dice ya en 1,4. La narración juanista expresa esta idea con mucha coherencia utilizando diversas categorías. En una primera serie de expresiones se usan los símbolos de las realidades más esenciales para la vida humana, como el agua, el pan, la luz, y se aplican a Cristo, fuente del agua viva (Jn 4), pan de vida (Jn 6) y luz del mundo (1,9; 8,12). Otros símbolos de vida se toman de la tradición particular del pueblo judío, como el de la serpiente (Jn 3,14). Finalmente, el símbolo del pastor (Jn 10) recoge el antiguo tema del buen gobierno como símbolo y medio para una buena vida. El uso de esta simbología elemental, ligada a las necesidades primordiales del vivir, sigue manteniendo, a pesar de la aparente dificultad del lenguaje juanista, una inmediatez de sentido para los hombres de todos los tiempos. A todos les dice Juan que Jesús apaga la sed, sacia el hambre, da la alegría, asegura la guía que se necesita para que crezca la vida y se desarrolle. El hombre no debe buscar en otra parte (¡ni siquiera en la Escritura humanamente interpretada!: Jn 5,39) las defensas de su vida; sólo las puede encontrar plenamente en Jesús.

Una segunda categoría es la del milagro, transformado en signo. El valor de los gestos de Jesús como revelador del don de la vida resalta con claridad sobre todo en la curación del hijo del oficial (en los vv. 50.51.53 está presente el verbo vivir); en el comentario a la curación del paralítico ("Pues como el Padre resucita a los muertos y los hace revivir, así también el Hijo da la vida a los que quiere, 5,21), y sobre todo en el último signo, que es la resurrección de Lázaro, donde se llega a declarar: "Yo soy la resurrección y la vida" (11,25). Los milagros realizados por Jesús no tienen ya en Juan carácter episódico o anecdótico: son una manifestación coherente y progresiva de su ser y de su misión, y lo revelan justamente como el que, siendo la vida, la da en abundancia. Pues los signos manifiestan la gloria de Jesús, es decir la presencia en él de la revelación divina. Es sabido que también el modo juanista de narrar la pasión y la muerte de Jesús tiende a poner de manifiesto que su humillación es ya en realidad potencia y gloria, y que su muerte es ya plenitud de vida. En el Cristo elevado sobre la tierra son atraídos todos para tener la vida (3,14-16; 12,32s).

Finalmente, la identificación de Cristo con la vida se hace en el texto juanista en afirmaciones explícitas, muchas de ellas introducidas como comentario de los símbolos y de los signos. Para esto puede bastar aquí el célebre dicho de 14,6: "Yo soy el camino, la verdad y la vida".

Hay que insistir en que, según Juan, no hay vida auténtica sino por medio de Cristo. Además de las contraposiciones, como luz-tinieblas, muerte-vida, convergen en esta afirmación las calificaciones de bueno y verdadero, atribuidas a Jesús; por ejemplo: "comida verdadera", "buen pastor", "luz verdadera". Ellas indican que sólo en él se realiza plenamente lo que las correspondientes categorías humanas indican sólo aproximativamente y sin eficacia real.

Cristo es, según Juan, la fuente única de la vida verdadera, porque viene del Padre y está unido a él; esta identidad es el fundamento de su valor salvífico; de donde se deduce que la vida que él comunica a los creyentes es verdadera justamente porque viene de Dios y es de Dios. La intuición veterotestamentaria, según la cual la dependencia de Dios es la esencia de la vida, alcanza aquí su culminación. En cambio, es nueva la afirmación de que esta vida sólo se puede dar porque y en cuanto que Jesús afronta la pasión y la muerte y da su vida en sentido martirial. La cruz es el medio histórico mediante el cual la participación de la vida divina se actualiza en la situación concreta de pecado en que el hombre se encuentra. Pues es la vida, retomada por Cristo justamente en cuanto totalmente dada, la que es ofrecida a todos los hombres como don supremo del amor de Dios (Jn 10,17-18). En ello se descubre que el alma de esta vida nueva es el amor concretamente introducido en la realidad de la historia, amor al mismo tiempo eternamente divino y, permaneciendo tal, históricamente configurado y condicionado. También por esto la vida nueva se expresa, incluso en los creyentes, sobre todo como amor a los hermanos en la máxima concretez de los hechos, como lo demuestra toda la primera carta. El haber conjugado lo absoluto del amor divino con lo concreto de la realidad, quizá sea la característica más aguda de la visión juanista. La vida eterna de Juan es vida verdadera vivida en la realidad banal de cada día, al mismo tiempo está preservada de vaciarse en la contingencia y en lo episódico, justamente porque traduce en la "carne", es decir, en lo humano concreto e histórico, la plenitud del amor divino. En esta línea se puede decir que la concepción juanista de la vida no es más que una variante de su teología de la encarnación según se expresa en la fórmula de 1,14: "El Verbo se hizo carne": el amor se hizo cruz, la vida de Dios se hizo vida humana.

Los creyentes que acogen esta vida experimentan, según Juan, como un conocimiento y un mutuo permanecer de Cristo y del Padre en los discípulos, y de éstos en ellos. Es justamente lo que se decía antes: la comunicación y el intercambio entre lo eterno de Dios y lo concreto de la historia. El Hijo viene y permanece en los discípulos, y por tanto se introduce en su experiencia terrena, lava los pies a los discípulos. Al mismo tiempo los discípulos, al lavarse los pies los unos a los otros, encarnan en su existencia la eternidad trascendente del amor de Dios.

Por eso la fe que da la vida "vence al mundo" (Jn 5,4), es decir, supera la ilusión de poder valorarse a sí mismo contraponiéndose a Dios en la búsqueda vana de una autonomía de juicio y de acción.

La imagen sintética de la teología juanista de la vida puede ser la alegoría de la vid y los sarmientos, justamente interpretada sobre la base del AT. La vid representa a Israel; por tanto, aquí se habla del nuevo pueblo de Dios para afirmar que sólc la unión con Cristo lo hace verdaderamente tal y capaz de dar fruto. La vida verdadera es ese modo nuevo de ponerse y de obrar en el mundo que el Verbo de Dios ha iniciado en su "carne" para extenderlo, mediante el Espíritu, a cuantos confían en él.

III. LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE. Tratamos aparte este tema por la importancia que ha tenido y tiene en la teología; pero en los textos bíblicos de ordinario está estrechamente unido al tema de la vida en Cristo, tratado en el párrafo precedente.

1. PREMISAS VETEROTESTAMENTARIAS Es una especie de dogma en la exégesis corriente del AT que la fe hebrea no tuvo idea alguna de una vida después de la muerte hasta comienzos del siglo II a.C. La cuestión se presenta habitualmente en estos términos. La idea de una resurrección que devuelve a la vida a los muertos o a algunos muertos se encuentra expresada de modo explícito sólo en tres textos: Dan 12,1-3; 2Mac 7; 12. Aparte tenemos Sab 2-5, para la cual es previamente necesario determinar si adopta la concepción de la inmortalidad del alma o si enseña la doctrina de la resurrección de todo el hombre en su totalidad. Los textos de Dan y 2Mac nacen en el contexto del martirio; habría sido esta experiencia la que habría hecho madurar la esperanza en una plena participación en la restauración de Israel justamente en aquellos que habían dado por ella la vida fieles a la ley. Antecedentemente, la fe de Israel habría contenido las premisas, y sólo las premisas, que hicieron posible tal evolución, sin que sea necesario postular dependencias de culturas extrabíblicas. En particular habrían contribuido a formar el fondo de la fe en la resurrección, ya sea la certeza del dominio absoluto del Señor, Dios vivo, sobre todas las realidades, comprendida la muerte, ya sea la esperanza, presente ya en Jer y Ez, de una resurrección del pueblo, aunque entendida metafóricamente como renacimiento social y político. Esta visión de fe histórico-salvífica le habría permitido a Israel considerar posible, cuando asomó la intuición, una idea de resurrección de la muerte también de los individuos. Sin embargo, algunos estudiosos han expuesto el problema de si no se debe reconsiderar todo este planteamiento. Estudiando a nivel estrictamente filosófico el significado de ciertas expresiones, como, por ejemplo, "los pastos verdosos", "el valle oscuro", "la mesa" del Sal 23, se han preguntado si no pueden tener también en el hebreo preexílico el mismo valor que tienen, por ejemplo, en la lengua ugarítica, de imágenes de la bienaventuranza de ultratumba. De ser así, se podría pensar que la idea de una bienaventuranza después de la muerte es en Israel mucho más antigua, aunque matizada con tonos míticos, que lo que hasta ahora se había creído. De todos modos, hay que considerar cierto, por ahora al menos, cuanto queda dicho: que la fe del AT contiene todas las premisas para la afirmación de que Dios, el Señor de la vida, puede hacer que los suyos superen la barrera de la muerte.

2. ESTAR PARA SIEMPRE CON EL SEÑOR. Esta posibilidad aparece como certeza en el NT. La deducción que la corriente de los piadosos (de los cuales se deriva el grupo de los fariseos) había elaborado en el curso de la crisis de las guerras macabeas es asumida por Jesús como verdadera en contraposición a la visión más conservadora y cerrada del ambiente saduceo (Mc 12,18-27). El aspecto más importante de esta fe neotestamentaria en la vida después de la muerte es ciertamente el cristológico. Pues esta vida es afirmada como consecuencia de la fe fundamental de que nuestro estar con el Señor, por ser el acontecimiento salvífico completamente escatológico, es tan decisivo y definitivo, más aún, tan divino, que no admite rupturas o disminuciones por parte de Dios. Una vez revelado en la / resurrección de Cristo que el plan salvífico de Dios no sólo no es detenido por la realidad de la muerte, sino que se sirve de ella y la asume, con ciertas condiciones, como salvífica, queda abierto el camino a la fe de que la muerte no es solamente fin, como aparece humanamente, sino que puede ser principio. La celebración eucarística, en cuanto memorial de una salvación llevada a cabo no sólo a pesar de, sino mediante la muerte de Jesús, puede haber sido decisiva para la formación de esta certeza.

Por esta razón el "estar siempre con el Señor" de lTes 4,17 se puede considerar la mejor fórmula de fe en el más allá, porque evita toda materialización fantasiosa y expresa la esencia del mensaje neotestamentario. Con el Señor estará el hombre entero, idéntico a sí mismo, aunque completamente diverso del que es ahora en cuanto al modo de estructurarse su ser creado. Los criterios para hablar de la situación vital de este hombre colocado para siempre en el Señor son los de ICor 15: absoluta identidad personal en la más completa transformación, que haga posible la superación de la corruptibilidad a que ahora está sujeta la criatura. Hay que afirmar contemporáneamente la identidad y con qué condiciones debe ocurrir el cambio; pero cualquier pretensión de describir concretamente el resultado de la transformación queda excluida por principio. Hay que añadir que este hombre transformado lo es en el Señor, en cuanto miembro de su cuerpo. Por eso la vida después de la muerte lleva a su cumplimiento aquel lazo con los otros y con el mundo humano establecido ya en el cuerpo eclesial de Cristo. Cómo se configuran estas relaciones, es imposible precisarlo. Queda como cierto un solo principio: que la agape es la estructura fundamental y permanente del estar con y en el Señor, lo que autoriza a suponer una forma suprema de amor interpersonal como estructura fundamental de la vida después de la muerte (lCor 13,13).

El estar en el Señor incluye la dimensión trinitaria de la vida después de la muerte. Si en la descripción de la vida cristiana en su fase terrena, la primera persona que hay que mencionar, por ser la que está en contacto más inmediato con el hombre, es el Espíritu, cuando se habla de la vida después de la muerte surge con insólita claridad la idea de una relación directa con el mismo Dios Padre. Se introduce aquí la temática, presente en algunos textos del NT (Mt 5,8; 1Cor 13,12; 2Cor 5,7; 1Jn 3,2; Heb 12,14; Ap 22,4-5), de la visión de Dios, que será central en la descripción teológica medieval de la vida después de la muerte como "visión beatífica". El ver bíblico, como el conocer, indica ciertamente una experiencia intelectual, pero no solamenteésa (por algo está en paralelo justamente con vida; cf Jn 17,3); indica una experiencia completa, que abarca todo el ser y todas las facultades.

La fórmula "estar con el Señor" conduce así a la otra expresión paulina de ICor 15,28: "a fin de que Dios sea todo en todos".

IV. CÓMO VIVE EL CRISTIANO. Hemos partido de la vivencia y a ella volvemos. La descripción del fenómeno de la vida, que se había basado sobre todo en el AT, con la cual se abría la exposición, se puede recoger ahora para intentar decir qué cambia en lo concreto de la existencia cotidiana para un discípulo de Cristo que ha descubierto los nuevos valores y el nuevo enfoque que Dios ha dado en Cristo al fenómeno de la vida. Naturalmente, no describiremos todos los comportamientos del cristiano tal como se desprenden del NT, pues en ese caso tendríamos que hacer un verdadero tratado de moral neotestamentaria; nos limitaremos a algunas observaciones esenciales.

1. RENACIDOS EN EL BAUTISMO. El punto de partida para comprender la novedad de vida del cristiano es la experiencia bautismal. Este es el signo más evidente de que la vida verdadera comienza desde Dios nuevamente. En el caso del adulto, que es el caso típico, aunque hoy el menos frecuente, la escucha de la predicación precede al / bautismo, en lo cual se revela ya con claridad que la renovación de la vida humana depende de un gesto de Dios que precede a toda decisión del hombre. Es un gesto que se ha verificado en Cristo, pero que ahora llega hasta el individuo a través de la mediación de una comunidad creyente y predicadora preexistente, querida y puesta en la existencia por Dios. Hay, pues, un doble signo claro de precedencia: Dios y la Iglesia están ante el individuo como algo que se ofrece y que no comienza por él. Ya en esto aparece el don. La predicación anuncia que el hombre pecador está totalmente perdido si no acoge este don; le presenta la imagen bíblica fundamental del paso de la muerte a la vida mediante un nuevo nacimiento. A diferencia del judío, que se encontraba ya inserto en el pueblo de Dios por el hecho de haber nacido tal, y que por lo mismo ignoraba el concepto riguroso de un nuevo nacimiento, el futuro cristiano se encuentra desde el principio instado a una libre decisión frente al don de Dios. Así la vida nueva del cristiano nace de esta oferta de Dios, que suscita en el hombre una posibilidad de libre decisión que antes le era completamente desconocida.

El cristiano renace en este ámbito de libertad creado exclusivamente por la palabra de Dios, ámbito que no existe fuera del acontecimiento de la predicación. Por eso el cristiano nace como un hombre liberado en Cristo y por Cristo. Su misma libertad se le aparece como don nuevo, no como un dato simplemente natural, y mucho menos como una herencia recibida de la historia humana que le ha precedido y en la cual está llamado a obrar como persona. En realidad, la predicación le revela justamente que esta historia está toda ella colocada bajo la esclavitud del pecado y que la que se cree ser la libertad es, en cambio, experiencia ilusoria de una falsa autonomía que conduce a la muerte. En este proceso que es la conversión, el cristiano aprende que en la historia tal como está configurada sólo del don de Dios le viene la posibilidad de abrirse libremente a una auténtica posibilidad de crecer como hombre. Aprende, en una palabra, que puede ser regenerado por Dios. Cuando se dispone a recibir el bautismo, acepta exactamente eso: renacer de Dios para poder ser libre. El hecho de que no baste su decisión de fe, sino que se le exija recibir una admisión, ser físicamente tocado por un rito de iniciación, le demuestra sensiblemente la prioridad y la necesidad de la dependencia de Dios. Más concretamente aún, el bautismo le revela que la nueva vida que va a vivir tiene un nombre; ha sido ya vivida, y se llama Jesús de Nazaret. El no muere para renacer en lo desconocido, sino para asimilar una existencia que le ha precedido y que ha originado ya una comunidad que se llama la Iglesia. Su reconquistada libertad será de ahora en adelante libertad de obedecer o de imitar, es decir, de revivir con plena originalidad, pero en una escucha fiel, lo que en Cristo ha sido ya vivido; no, obviamente, en la crudeza de las circunstancias concretas, sino en la sustancia de los valores, de las motivaciones y de los fines.

No será superfluo añadir que cuanto se ha dicho hasta ahora debe considerarse una simple paráfrasis de textos neotestamentarios, como, por ejemplo, Rom 6,3s: "¿No sabéis que al quedar unidos a Cristo mediante el bautismo hemos quedado unidos a su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con Cristo y morimos, para que así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en nueva vida".

2. EL ESPÍRITU EN NUESTROS CORAZONES. En el bautismo comienza una vida que es continuamente construida por Dios mismo, el cual envía a nuestros corazones al t Espíritu de su Hijo, que nos asimila a su imagen. La acción primaria del Espíritu consiste en atestiguar eficazmente a nuestro espíritu humano que el Padre intenta verdaderamente extender a nosotros, a cada uno de nosotros, la misma actitud de acogida benévola que ha demostrado a su Hijo, mostrándonos el camino de la vida justamente dentro del camino humano que la historia del pecado ha convertido en camino de muerte. De esta acción del Espíritu nace aquella confianza, nunca lograda antes, por la cual, como dice Pablo en Gál 4,4, resuena en nuestros corazones el nombre de Abba, Padre. Este descubrimiento de lo esencial que funda de nuevo nuestra vida en Dios revela que nosotros somos en nuestras aspiraciones humanas "carne", es decir, egoísmo, ignorancia, equívoco, posibilidad de muerte solamente. Al fin nos abrimos al descubrimiento de la igualdad fundamental de todos los hombres y de la vanidad de toda estructura de privilegio o de división basada sólo en lo humano o, peor, en lo religioso. El mensaje de Gálatas y Efesios está de acuerdo: es evidenciar esta triple esfera de acción del Espíritu hacia Dios, hacia nosotros y hacia los demás.

El efecto de esta infusión del Espíritu es una existencia filial. El término se ha de tomar en la riqueza de sus connotaciones bíblicas. Hijo es, en primer lugar, el que recibe de un padre vida, educación, bienes para vivir y posición en la sociedad. Pero es también el que está siempre con su padre, lo escucha, le obedece y es fiel ejecutor de sus planes. El hijo es la persona de la que el padre puede fiarse incondicionalmente, que puede representarlo y realizar sus encargos. Todo esto está detrás de las expresiones usadas por Jesús: el Hijo querido, en el cual el Padre se ha complacido (Mc 1,11). Cuando se habla de los cristianos como de personas que reciben el don de ser hijos, se alude a una situación análoga justamente porque en ellos se extiende aquella paternidad de Dios dirigida inicialmente a Jesús.

Una posible objeción a esta visión de la existencia cristiana no vendrá tanto del temor de que no esté suficientemente fundada en la Escritura, sino más bien de la experiencia del vivir cristiano. Muchos podrían decir que ya han leído muchas veces cosas parecidas en el NT y en los libros de teología, pero que nunca se han percatado, aunque han intentado vivir como buenos cristianos, de esta acción múltiple y decisiva del Espíritu. La objeción es más seria de lo que puede parecer, ya que oculta la sospecha de que ya en el lenguaje del NT se infiltra una especie de gnosis o de lucubración abstracta, que amplifica cada vez más la descripción de esta nueva vida "oculta con Cristo en Dios", como dice Col 3,3, sin que ello tenga verdadera correspondencia con la realidad, mucho más modesta, de la vida cristiana común. ¿Son, pues, experiencias de unos pocos elegidos o exageraciones mistificantes o, peor, propagandísticas las visiones juanistas y paulinas de una vida en la cual las Personas divinas están tan dentro de las personas humanas que habitan en ellas y las mueven en cada una de sus acciones y aspiraciones?

No es tan sencillo dar una respuesta. Por un lado se puede decir, como se ha dicho, que, mientras no se conozca y crea la elevación a la que está llamada la vida cristiana, el hombre permanecerá sordo e incapaz de percibirla. Por otro lado —y ésta parece la serie de consideraciones más válida— habrá que recordar que la presencia de Dios en fundar de nuevo la vida de los discípulos de Cristo, aunque es verdaderamente acción del Padre por medio del Hijo en el Espíritu, sin embargo está profundamente encarnada en la humildad y en lo terreno de las experiencias cotidianas del hombre. Entonces no habrá que ir a buscar acontecimientos sobrehumanos o espectaculares, contra los cuales ya Pablo ponía en guardia a los corintios, sino mirar el simple acontecer de la vida y sin sucesos llamativos aparentes de un auténtico cristiano, aunque sea un cristiano medio.

Este Espíritu que hace hijos de Dios será entonces reconocido en las pequeñas ideas nuevas y diversas que circulan en los ambientes cristianos, en los impulsos que nacen dentro de la comunidad a realizar gestos nuevos de caridad o solidaridad, en la capacidad proporcionada a cada individuo de dominar sus instintos y de valorar críticamente las aspiraciones humanas corrientes. Habrá que recordar quizá que el Espíritu obra según la ley del reino como la pequeña semilla que crece en silencio (Mc 4,26-29), por lo cual el poco de fe, esperanza y caridad que va circulando en toda comunidad cristiana y que produce probablemente más frutos de lo que normalmente parece que se puede comprobar se ha de reconocer como aquella realidad de la que habla Rom 8 o Ef 4. Por lo demás, también Pablo inserta sus discursos sobre el Espíritu dentro de apremiantes exhortaciones a comprender, reconocer y obedecer. Las dos líneas de respuesta a la objeción expuesta se funden entonces: es necesario creer más para experimentar; pero no —al menos en principio—para experimentar carismas o dones excepcionales, sino modificaciones pequeñas y graduales de la actitud interior respecto a la vida, que cambian las cosas de raíz frecuentemente allí donde el cambio es microscópico y poco visible, pero no por eso menos verdadero y eficaz. Probablemente esta visión de las cosas podría dar una nueva dimensión también al presunto escándalo de los dos mil años de cristianismo que no habrían cambiado el mundo.

3. NO VIVIR YA COMO LOS PAGANOS. Conscientes de haber sido salvados de la muerte mediante un verdadero renacimiento y de poder pensar y obrar correctamente sólo dependiendo de la guía del Espíritu, los cristianos comienzan finalmente a pensar, amar y obrar de modo nuevo, a vivir la nueva vida recibida en don.

El primer punto se refiere justamente al pensar, a las actividades del entendimiento y del juicio: "No viváis como viven los paganos, con sus vanos pensamientos y su mente oscurecida, apartados de la vida de Dios por su ignorancia y la dureza de su corazón" (Ef 4,17s). Frecuentemente no se subraya bastante la importancia de la renovación obrada por Dios en la mente del cristiano. Más allá del versículo citado está el hecho de enorme alcance de la predicación de una "palabra", de la narración de una historia, de una catequesis, de un nuevo lenguaje para la oración y la comunicación. La vida cristiana comprende una revolución antes de nada en el modo de pensar y comprender el encuentro con aquella realidad novísima y provocadora que es la palabra de Dios. De ahí vienen los instrumentos y el principio de una nueva vida intelectual guiada por el Espíritu, la sabiduría de ICor 2,6ss y de Ef 1,17s. Justamente el hecho de tratarse de la sabiduría de la cruz, necedad y escándalo para el hombre, demuestra que en el cristiano nace una nueva vida de la mente fundada en Dios y que cada uno debe hacer propia generando nuevos criterios de juicio.

A la pregunta de cuál es el pensamiento dominante que guía la praxis cristiana, no es evidentemente fácil responder. Es sabido lo difícil que resulta encontrar un principio unificador de las listas de exhortaciones morales de los finales de las cartas paulinas. Sin pretender invadir el campo de la teología moral, quizá podamos limitarnos a recordar la prioridad absoluta de una regla básica de vida que procede de los labios mismos de Jesús: la mencionada por Mc 8,34 como exigencia primera para poder ser discípulo del Señor: "Si alguien quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga". Se puede estimar muy luminosa la feliz traducción adoptada por la interconfesional Palabra del Señor, que en lugar de "niéguese" escribe: "deje de pensar en sí mismo". Probablemente está aquí la raíz del vivir cristiano. Dejar de pensar en sí mismo quiere decir traducir en motivación de vida la libertad adquirida en el bautismo. El que no piensa en sí mismo no sólo es verdaderamente libre, sino que tiene tiempo y fuerza para vivir también con la cruz sobre los hombros. El mandamiento de vivir, es decir, de moverse, obrar, encontrar personas, arriesgarse y hasta producir, pero sobre todo ayudar y promover todo tipo de desarrollo, se funda en la libertad de la preocupación de sí mismo y del miedo a perder o arruinar la vida propia. Sólo se puede ser "hombre para los demás" dejando de pensar en sí mismo.

De este modo se adquiere por gracia la voluntad y hasta la alegría de vivir en cualquier condición y circunstancia. Quizá por esto la moral paulina, como es sabido, no logra aún percibir la urgencia de modificar situaciones dolorosas e injustas como la esclavitud.

El hecho de que no haya sido la sola experiencia cristiana la que ha hecho sentir estas exigencias de reforma de las estructuras, sino la evolución socio-cultural (aunque juntamente con la percepción de los valores cristianos), es quizá un testimonio de que el vivir cristiano no tiene necesidad en absoluto de que se modifique la estructura de este mundo, pues le basta la libertad de la obsesión de sí mismo. El cristiano se compromete a modificar las estructuras no porque de otro modo se sentiría perdido o ahogado, sino por amor a la justicia y por benevolencia para con el que sufre. El no lucha para salvarse, porque ya está salvado por gracia. No lucha tampoco, estrictamente hablando, para salvar, porque sabe que la salvación viene solamente de Dios. Simplemente vive como un ser libre, y por eso reacciona con lucidez ante las circunstancias guiado por la caridad.

No pensar en sí mismo no es, evidentemente, el principio de una libertad vacía de perspectivas. Es una liberación del miedo adamítico a perder la vida y del ansia de salvaguardarla a toda costa para abandonarse totalmente a aquella forma de existencia que ha aparecido en Cristo. Por algo en Mc el dicho sobre la negación termina con "sígame". Aunque el término puede ser discutible, la imitación de Cristo es el contenido positivo que llena el vacío saludable dejado libre por la desaparición del "nosotros mismos" o de la "carne".

El no pensar en sí mismo es también equivalente a la dimensión escatológica de la vida cristiana. Realmente, esta última consiste en colocar en primer lugar no el futuro que podemos presumir construir, sino el misterio futuro que Dios le prepara a la historia.

La escatología no es, en el fondo, más que la proyección en clave temporal del primado de Dios. Decidir en el presente no basándose en el ahora o en nuestro mañana inmediato, sino en el futuro de Dios, es sencillamente otra precisión del más general no pensar en sí mismo.

En el plano más inmediatamente práctico, esta libertad respecto a la ansiedad del mañana se ha traducido en pobreza y castidad. Ser pobre significa exactamente creer que "la vida vale más que el alimento y el cuerpo más que el vestido" (Mt 6,25), y por tanto sentirse libre de vivir de cualquier modo, habiendo aprendido "a sentirse harto y a tener hambre, a nadar en la abundancia y a experimentar estrecheces" (Flp 4,12). La máxima pobreza es la traducción práctica del principio que Pablo enuncia en el versículo siguiente: "Todo lo puedo en aquel que me conforta". Análogamente es ahora posible para el cristiano prescindir del amor conyugal y de los hijos (considerados tan necesarios en el AT), porque se sabe que la raíz del vivir está en Dios, que da el Espíritu del Hijo.

Puede ser simplista, pero creo posible sintetizar la norma esencial de la vida nueva en esta suma libertad de sentirse satisfecho en cualquier circunstancia y situación, no por resignación o cinismo, sino por la firme convicción de haber sido creados y salvados inmediatamente por el Padre, que piensa incluso en los lirios del campo.

4. UNA VIDA SANTA. El título de este párrafo se ha escogido adrede justamente para superar un concepto no bíblico de santidad. La vida de los cristianos es santa porque pertenecen a Dios, han sido por él predestinados y llamados (Ef 1,4). En esta pertenencia a Dios consiste ciertamente el fin de la vida. Pero no hay que olvidar que el Dios santo es el que santifica, en el sentido de que quiere reconducir a sí a todos los que están perdidos y divididos. El Dios santo es el que reunifica y hace la paz, comenzando por unir a los judíos y paganos con vistas a la recapitulación de todas las cosas en Cristo.

Los cristianos santos están insertados en este designio, y su vida, por el hecho mismo de estar escondida en Dios y buscar las cosas de arriba donde Cristo se sienta a la derecha de Dios, es vida que busca y promueve la recuperación y la salvación de todos los hombres, es vida que va en busca de los que están perdidos y se preocupa de no dar escándalo a los pequeños por los cuales ha muerto Cristo. La misión no es un deber que se añade al ser cristiano; no es sólo una vocación especial, sino que es otra cara de la unión total con Dios, en la cual consiste la esencia misma de la vida. Jesús llama a sí a los discípulos "a fin de que brille su luz delante de los hombres, y éstos, viendo sus obras buenas, glorifiquen al Padre que está en los cielos" (Mt 5,16).

La vida cristiana es pública, mundial y cósmica, aunque se desarrolle en una forma privada lo más escondida, porque es asumida en el plan de Dios que santifica, o sea, que une a sí a toda criatura.

Naturalmente, los cristianos cuidarán también de establecer estructuras adecuadas de relación con el mundo y de comunicación "para anunciar las grandezas del que os ha llamado de las tinieblas a su luz maravillosa" (IPe 2,9). Pero, además y antes de esto, toda vida cristiana, vivida con aquella libertad que se ha dicho y que hace iglesia también más allá de las estructuras visibles, es evangelio ofrecido al mundo.

Para el que ha comprendido su renacimiento bautismal, el anuncio del evangelio en todas sus formas posibles es el único modo de pertenecer a Dios, y por tanto de ser uno mismo, hombre que vive para la gloria de Dios.

 

BIBL.: BouRGEOIS J., Je crois á la resurrection du corps, Desclée, París 1981; FESTORAllI F., La dimensione salvífica del binomio mortevira, en "RBit" XXX (1982) 91-109; FREY J.B., Le concept de "vie" dans I'Évangile de St. Jean, en "Bib" 1 (1920) 37-58, 211-239; DE LA POTTERIE 1., LYONNET S., La vira secondo lo Spirito, condizione del cristiano, Ave, Roma 1967; LINK H.-G., zdó, en DTNT IV, 351-360; MUSSNER F., ZOH, Die Anschauung vom "Leben"im vierten Evangelium unter Berücksichtigung der Johannesbriefe, Munich 1952; ID, Vida, en Conceptos fundamentales de Teología II, Sígueme, Salamanca 19792, 868-873; RAD G. VON., BULTMANN R., zdó, en GLNT III, 1365-1480; SARDI P., Vida, en Dice. Teol. Interdisciplinar IV, Sígueme, Salamanca 1983, 615-637. Del concepto de vida tratan también las obras de teología bíblica y los comentarios a cada uno de los libros, para los cuales se remite a las listas bibliográficas de las respectivas voces.

R. Cavedo