REVELACIÓN
DicTB
 

SUMARIO: I. "Dios ha hablado muchas veces y en diversas formas". II. La revelación en el AT.: 1. El éxodo: historia y palabra; 2. Revelación y conocimiento de Dios; 3. Salvación, ley y promesa; 4. El relato de los orígenes: revelación y reflexión; 5. Revelación y profetismo; 6. Revelación y sabiduría. III. La revelación en el NT: 1. La revelación en los evangelios sinópticos; 2. Pablo: el misterio en otro tiempo escondido es ahora desvelado; 3. La Palabra se hizo carne: la revelación en san Juan. IV. Las estructuras de la revelación.


No es posible en esta exposición reconstruir la génesis y el desarrollo de la concepción bíblica de la revelación. Sería un trabajo demasiado largo y delicado. Es mejor limitarnos a poner de manifiesto las articulaciones y las estructuras básicas.

Nuestra exposición debe tener enseguida en cuenta dos datos. El primero es que el concepto de revelación no está terminológicamente fijado en la Biblia. No hay, pues, un vocabulario fijo al que atenerse, aunque no faltan expresiones privilegiadas; la primera de todas es la expresión palabra de Dios. El segundo es que la revelación es un concepto bíblicamente complejo, que abarca acciones y realidades diversas entre sí, aunque, obviamente, todas dentro de un cuadro común, a saber: la convicción de un mensaje que proviene, de un modo u otro, de la libre iniciativa de Dios, que manifiesta su voluntad y, por tanto, se presenta al hombre con valor obligatorio. Dentro de este cuadro común se dan, sin embargo, modalidades diferentes: todas las páginas de la Biblia son consideradas en la tradición judía y cristiana l palabra de Dios; pero una cosa son los profetas, otra los libros históricos, otra los sapienciales, otra el AT y otra el NT.

Teniendo esto presente, me parece que el camino a recorrer es examinar algunas páginas significativas, elegidas entre géneros diversos, capaces de mostrar tanto las diferentes modalidades de la revelación como sus constantes.

I. "DIOS HA HABLADO MUCHAS VECES Y EN DIVERSAS FORMAS". Un texto que sintetiza admirablemente los múltiples aspectos y el camino entero de la revelación bíblica, a manera de promontorio desde el cual se puede observar todo el panorama, es el prólogo de la carta a los Hebreos (1,1-4): "Dios, después de haber hablado muchas veces y en diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas, en estos días, que son los últimos, nos ha hablado por el Hijo, a quien ha constituido heredero de todas las cosas, por quien hizo también el universo. El, que es el resplandor de su gloria y la impronta de su ser, sostiene todas las cosas con su palabra poderosa, y, una vez que realizó la purificación de los pecados, se sentó a la derecha de la majestad en lo más alto del cielo, llegando a ser superior a los ángeles en la medida en que los aventaja el nombre que ha recibido en herencia".

En la raíz de la revelación está la iniciativa gratuita y libre de Dios ("Dios ha hablado"). La revelación es un puro don de Dios, que sale de su misterio para encontrarse con el hombre. Ya por esto la revelación bíblica aparece como un movimiento completamente diverso de aquel encumbramiento de sí al que muchas investigaciones religiosas invitan al hombre. El camino que conduce a Dios es la disposición a acoger, y no una penetración en el mundo celestial mediante técnicas ascéticas o contemplativas o místicas.

La Biblia se sirve de diversas locuciones para expresar el manifestarse de Dios, pero la locución más frecuente e importante es la palabra ("Dios ha hablado"). La palabra es interpersonal y dialógica: va de persona a persona, interpela y espera respuesta, tiende por su naturaleza al diálogo. La revelación no sólo manifiesta el misterio de Dios y, a la luz de este misterio, revela al hombre a sí mismo, sino que también llama al hombre a la escucha y obediencia, a la fe y a la acción.

Mas subrayar que la revelación es palabra no significa devaluar la acción, la historia. La palabra bíblica, a la cual se refiere ciertamente el prólogo de la carta a los Hebreos (v. 3), puede decir que el Hijo "sostiene todas las cosas con su palabra poderosa" Y más adelante (4,12) la misma carta describirá la palabra de Dios como "viva y eficaz".

La revelación bíblica no es atemporal ni está inmediatamente dirigida a cada uno, sino que es histórica y mediata: Dios ha hablado en tiempos determinados y acabados (el verbo "hablar" está en aoristo: vv. 1-2) y a través de mediadores ("los profetas" y "el Hijo"). Y se trata de una revelación pública, dirigida a los "padres" y "a nosotros"; no de un saber secreto y reservado, como se pensaba, en cambio, en círculos apocalípticos y gnósticos.

Dios ha hablado "muchas veces" y "en diversas formas": son diversos los tiempos y las circunstancias de la manifestación de Dios, diversos los instrumentos expresivos (visiones, gestos y palabras) y los mediadores: Dios se ha manifestado en la creación y en la historia, en los oráculos de los profetas y en las investigaciones de los sabios.

Pero la variedad de los tiempos y de los modos no impide que la revelación sea profundamente unitaria. Es siempre el mismo Dios el que revela. Y las "muchas veces" y las "diversas formas" son fragmentos complementarios de un único discurso y etapas de una historia única, encaminada a un cumplimiento, que es la revelación "en el Hijo". El autor de Hebreos marca fuertemente la diferencia —aun sabiendo que se da una continuidad fundamental— entre la revelación veterotestamentaria ("después de haber hablado") y la revelación en Cristo ("en estos días, que son los últimos"). Las múltiples palabras de la revelación antigua se unifican y encuentran su sentido definitivo en la palabra última y definitiva, que es el Hijo. A la multitud de revelaciones del tiempo antiguo se contrapone en el NT la revelación única del Hijo. Emerge con fuerza la conciencia escatológica. "Que son los últimos" no significa sólo que la revelación en el Hijo es la última ocurrida, sino que es la revelación definitiva, la del tiempo último, del tiempo escatológico. La razón de este carácter definitivo está en el hecho de que el Hijo no es un mediador cualquiera, sino el "resplandor" de la gloria de Dios y la "impronta" de su ser. Cristo es la transcripción histórica, visible e insuperable de Dios.

Esto nos permite dos últimas anotaciones. La primera es que el sujeto último de la revelación es la "gloria" y el "ser" de Dios —de ellos precisamente es el Hijo resplandor e impronta—, es decir, Dios mismo, su misterio, y no sólo su acción salvífica. La segunda es que la revelación de Dios no es sólo una palabra que hay que escuchar, sino una persona a la que "ver": resplandor e impronta no se refieren solamente a las palabras de Cristo, sino ante todo a su persona y a su vida.

II. LA REVELACIÓN EN EL AT. Las primeras líneas de la carta a los Hebreos, de rara densidad teológica, nos han permitido entrar inmediatamente en lo vivo de la concepción bíblica de la revelación. Mas no podemos contentarnos con ello. Debemos tomar el discurso desde el principio y de un modo más articulado.

El ambiente oriental se servía de diversas técnicas para intentar comprender los secretos de los dioses y del destino: sueños, adivinación, presagios, consultas de la suerte a sacerdotes y adivinos. También el AT conserva mucho tiempo vestigios de estas técnicas, que en algunos pasajes parecen admitidas, o por lo menos toleradas. Sin embargo, no faltan textos de condena explícita, como, por ejemplo, este pasaje del Deuteronomio (18,10-12): "No haya en medio de ti quien queme en sacrificio a su hijo o a su hija, ni quien practique la adivinación, el sortilegio, la superstición, el encantamiento, ni quien consulte a los adivinos y a los que invocan a los espíritus, ni quien interrogue a los muertos, pues todo esto es abominable a los ojos del Señor". Se trata, en todo caso, de aspectos arcaicos y marginales; y no es cierto que se capte aquí el verdadero aspecto de la revelación bíblica, aunque aparece ya una de sus características, a saber: su solidaridad con el hombre y su ambiente cultural. La revelación no cae en el vacío, sino en lo concreto de un ambiente, que asume, critica, purifica y renueva.

1. EL ÉXODO: HISTORIA Y PALABRA. Los hombres de la Biblia están profundamente convencidos de que Dios se revela también en la naturaleza. El Sal 19 dice que el cielo y la tierra "narran" la gloria del Señor; y podríamos citar a este respecto otros muchos testimonios. Pero la orientación más profunda, típica y original del pensamiento bíblico es otra: Israel ha encontrado a Dios en su historia, y la misma creación es vista como un acontecimiento histórico, como el primer gesto de la historia de la salvación (cf Sal 136,5-9). Esto explica por qué la Biblia concede tanto espacio a la historia y a los relatos. Cuando se interroga por el contenido de su fe, Israel responde generalmente con relatos y frases informativas. El conocimiento del Señor está precedido por su acción en la historia. Dios se revela obrando. Por eso la Biblia no concede mucho espacio a un conocimiento de Dios que surgiría de algún modo de la meditación del hombre replegado sobre sí mismo o del análisis del mundo.

Israel comprendió además que no solamente los acontecimientos excepcionales de su historia —como las llamadas de Abrahán y Moisés, la liberación de Egipto, la promulgación de la ley en el Sinaí— revelan un designio divino, sino también la historia en su totalidad. Toda la historia bíblica está sostenida por esta convicción.

Es, pues, importante la historia; sin embargo, la tesis de la revelación como historia es unilateral. La historia va acompañada por la palabra que la interpreta. Los gestos de Dios tienen necesidad de la palabra que los anuncia y los comenta. Sin la palabra permanecerían mudos. Por eso los relatos bíblicos son un entrelazado inseparable de acción y palabra, historia e interpretación.

En el centro del credo bíblico están los grandes acontecimientos del éxodo, que la conciencia de Israel percibió como gestas de Dios, irreducibles al puro juego de las causas históricas y de los protagonistas humanos. Los acontecimientos del éxodo son las "obras maravillosas" de Dios. Sobre todo recordando y meditando estos acontecimientos descubrió Israel los atributos de Dios y el estilo de su acción (Sal 136,10-15), y en estos acontecimientos centrales de su historia —no fuera de ella o en el mito—encontró Israel la clave de lectura de los acontecimientos acaecidos luego. Los acontecimientos del éxodo son vistos como punto de partida, modelo y promesa de los gestos futuros de Dios (Mc 7,14-17; Is 10,20-26; Ez 20,32-44; el motivo vuelve con frecuencia en el Déutero-Isaías). Léase entero el Sal 136: la liberación de Egipto (vv. 10-15) proyecta su luz hacia atrás, a la creación (vv. 5-9), y, hacia adelante, a la historia entera de Israel (vv. 16-24). En el éxodo, en la creación yen toda la historia del pueblo, lo mismo que también en la providencia cotidiana ("El da el alimento a todo viviente": v. 25), es siempre la misma cualidad de Dios la que se revela: "Para siempre es su misericordia".

El libro del Éxodo cuenta que Dios llamó a Moisés "desde la zarza" y le dijo: "He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído el clamor que le arranca su opresión y conozco sus angustias; voy a bajar a liberarlo" (3,7-8). La historia comienza con esta intervención libre y gratuita de Dios. La iniciativa es suya. El hombre del AT es profundamente consciente del carácter insólito y gratuito de la revelación, como lo atestigua un bellísimo pasaje del Deuteronomio (4,32-34): "¿Desde uno a otro extremo del cielo se ha visto jamás cosa tan grande o se ha oído cosa semejante? ¿Hay pueblo que haya oído la voz de su Dios hablar en medio del fuego, como la has oído tú, y quede todavía con vida?"

Dios no revela a Moisés una verdad eterna, una verdad universal de la vida, un principio general, sino que anuncia un hecho histórico: "Voy a bajar a liberarlo de la mano de Egipto" (Ex 3,8). Un hecho histórico preciso y circunscrito, pero que trasciende el tiempo y el espacio. Debe revelarse a todas las generaciones, porque su fuerza de revelación es para todos y para siempre: "...Para que cuentes a tus hijos y a tus nietos cómo traté yo a los egipcios y los prodigios que hice en medio de ellos, y sepáis que yo soy el Señor" (Ex 10,2). Dios se revela en un momento particular de la historia; sin embargo se revela como el señor de la historia. Lo universal está implicado en lo particular.

Rasgo esencial de la revelación es también la presencia de un mediador. Dios obra en favor de todo Israel, quiere ser reconocido por todo Israel, pero su palabra no llega directamente a todo Israel; pasa a través de la mediación del profeta (Moisés): "Así responderás a los israelitas: Yo soy me ha enviado a vosotros" (Ex 3,14). La Biblia conoce también mediaciones institucionalizadas, como el sacerdote y el rey; pero el profeta/mediador (como Moisés) es elegido libremente por Dios. Naturalmente, Dios no se limita a escoger el mediador y darle el encargo, sino que le acompaña con su propia presencia y con el poder de los "signos", garantizando de ese modo el origen divino de las palabras que él comunica al pueblo (cf Ex 3,12; 4,5).

2. REVELACIÓN Y CONOCIMIENTO DE DIOS. Dios obra ante todo para darse a conocer. La primera dirección de la revelación bíblica es teológica: "Para que sepáis que yo soy el Señor" (Ex 10,2). Esta idea se subraya repetidamente. Los prodigios del éxodo son la respuesta de Dios a la pregunta despectiva del faraón: "¿Quién es el Señor para que yo obedezca su voz y deje ir a Israel? No conozco al Señor y no dejaré ir a Israel" (Éx 5,2). Dios le dice a Moisés: "Cuando haya extendido mi mano contra Egipto y haya sacado a los israelitas de en medio de ellos, conocerán los egipcios que yo soy el Señor" (Éx 7,5; cf 7,17; 14,4; 16,7). En otros pasajes la afirmación es aún más explícita: "Así se hará para que sepas que no hay_ otro como el Señor, nuestro Dios" (Ex 8,6); "... para que sepas que no hay otro como yo en toda la tierra" (Ex 9,13-14); "Te he hecho ver todo esto para que sepas que el Señor es el verdadero Dios y que no hay otro" (Dt 4,35). Al obrar, Dios revela su presencia, su señorío sobre Israel y sobre el mundo entero, su fidelidad y su misericordia, su justicia y su amor. Atributos todos ellos activos. La revelación no es una mirada en el interior de la verdad atemporalmente estática de Dios, sino una mirada a Dios que se inclina sobre Israel y sobre el mundo.

Dios se revela para darse a conocer y para entablar un diálogo con el hombre; sin embargo, su ser íntimo es un misterio inaccesible. El libro del Éxodo cuenta con complacencia que Dios "hablaba a Moisés cara a cara, como se habla entre amigos" (33,11). Pero ni siquiera a Moisés le mostró Dios su rostro: "Mi rostro no puedes verlo. Nadie puede verme y quedar con vida...; me verás de espaldas, mas mi rostro no puede verse" (Ex 33,18-25). El rostro en la concepción antigua significa el aspecto más profundo de la personalidad. Dios revela el esplendor que rodea su presencia, la bondad y misericordia que acompañan a su acción (Ex 34,6), pero no la plenitud de su ser. Ver el rostro de Dios es la aspiración profunda de toda la Biblia, objeto de una búsqueda apasionada y siempre insatisfecha: "Es tu rostro, Señor, lo que yo busco" (Sal 27,8). La misma revelación del nombre "Yhwh" (Ex 3,14) parece ambivalente; revela y oculta. "Yo soy" significa que Dios está presente y es activo, un Dios con el pueblo y para el pueblo. Pero, en el enigmático juego de palabras "Yo soy el que soy" hay también la sombra de una reserva, como de un tener para sí el nombre propio.

Hay autores que creen descubrir en el AT una evolución de la revelación como "visión" (más antigua) a la revelación como "palabra". Los verbos de "decir" son ciertamente los más numerosos, y sin duda alguna la actitud primaria frente a la revelación es la escucha. Pero también los verbos de visión son numerosos; y no se ha de contraponer visión y palabra, como si la palabra representase un estadio más elevado y espiritual y la visión un estadio más tosco y arcaico. En realidad, incluso cuando se usa el verbo "ver", no es nunca Dios en sí el objeto de la visión, Dios directamente, sino sus acciones históricas, su "gloria", es decir, el esplendor visible que circunda y acompaña a su presencia activa.

3. SALVACIÓN, LEY Y PROMESA. Dios interviene en la historia no sólo para darse a conocer, sino para salvar. La segunda dirección de la revelación bíblica es la salvación. La fórmula de autopresentación: "Yo soy el Señor,.tu Dios, el que te sacó de Egipto"(Ex 20,1), significa dos cosas: Dios es el que domina y exige ("Yo soy tu Dios"), pero es también el que da ("te sacó de Egipto"). Dios le revela al hombre un designio de salvación y responde a sus peticiones más acuciantes: cómo vivir y para qué vivir. La revelación no es para sí misma, sino para el hombre que la necesita. Para la Biblia, Dios es ante todo el salvador, un "aliado" fiel, apoyándose en el cual se encuentran vida y seguridad.

La tercera dirección de la revelación bíblica es la ley. Dios manifiesta a Israel su voluntad, las exigencias de la nueva alianza, el camino que ha de recorrer. La liberación de Egipto sería incompleta sin la gran revelación del Sinaí (Ex 19-20). La naturaleza y la historia solas no están en condiciones de indicar las profundas exigencias morales que Yhwh impone a Israel. Es precisa una revelación. Las "diez palabras" (Ex 34,28), escritas por orden de Dios, muestran rasgos de sorprendente novedad, que impiden reducirlas simplemente a la cultura ambiente. Sin embargo, una mirada atenta descubre también claras afinidades con el ambiente, lo cual demuestra que la revelación de Dios, aun dentro de su innegable originalidad, entra en diálogo con la cultura circunstante y asume sus valores [1 Decálogo; l Cultura t Aculturación].

La cuarta dimensión de la revelación bíblica es la promesa. Los gestos y las palabras de Dios están siempre abiertos al futuro. Moisés anuncia a los israelitas un acontecimiento aún no cumplido; y todo el acontecimiento del éxodo aparece, especialmente en la meditación de los profetas, como promesa de una salvación futura, escatológica. Este aspecto de promesa está clarísimo — por dar un ejemplo conocido en la revelación de Dios a / Abrahán (Gén 12,1-3): "El Señor dijo a Abrahán: `Sal de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre, y vete al país que yo te indicaré. Yo haré de ti un gran pueblo; te bendeciré y engrandeceré tu nombre. Tu serás una bendición. Yo bendeciré a los que te bendigan y maldeciré a los que te maldigan. Por ti serán bendecidas todas las comunidades de la tierra"'. La palabra dirigida a Abrahán es simultáneamente orden y promesa. Por consiguiente, la respuesta de Abrahán es obediencia y confianza. Justamente por ser promesa, la revelación obliga al hombre no sólo a la escucha y a la obediencia, sino también, y sobre todo, al abandono confiado.

No se comprendería nada de la experiencia de Israel —en particular su expectativa mesiánica— sin esta categoría de la promesa. El judío está convencido de que la historia de Dios y del hombre está abierta, y que no ha manifestado aún completamente su significado. Está convencido de que la explicación de la historia se encuentra adelante. La continua comprobación de una distancia entre la promesa de Dios (amplia) y la dura realidad del presente (siempre decepcionante), en vez de poner en discusión la verdad de la palabra de Dios, impulsó a Israel a purificarla y a diferirla, a proyectarla engrandecida en el futuro escatológico. En la comprobación de que el presente no puede ser la realización de la promesa, ésta se abre al futuro. Abierta al futuro, la revelación es siempre fiel a sí misma y a la vez nueva, memoria y novedad: "No os acordéis de antaño, de lo pasado no os cuidéis" (Is 43,18).

4. EL RELATO DE LOS ORÍGENES: REVELACIÓN Y REFLEXIÓN. La revelación procede siempre de la iniciativa divina, pero no es siempre necesariamente una caída en vertical. La revelación de Dios puede pasar también a través de la reflexión y la meditación del hombre, que lee su propia historia a la luz de la fe. Los relatos de los orígenes (Gén 2-3), para dar un ejemplo, se presentan a la conciencia del judío y del cristiano como revelación; sin embargo, probablemente son fruto de la reflexión histórico-teológica del yahvista.

Confrontados con el ambiente humano y religioso circunstante, estos relatos muestran una vasta consonancia cultural, existencial y expresiva con los problemas y las ideas de los pueblos vecinos. Pero al mismo tiempo muestran una profunda originalidad. Es un dato constante de toda la revelación: una profunda solidaridad con el ambiente, y a la vez la presencia de un elemento irreductible a él.

Pero lo más importante es que en los revestimientos mitológicos que se le ofrecían, el yahvista introduce su experiencia histórico-religiosa: la fe en el Dios único y salvador y la convicción, verificada muchas veces en Israel, de que el mal viene del pecado y de la ruptura de la alianza, pero no del capricho de Dios. Se trata de una experiencia particular: la experiencia religiosa de Israel sobre el fin del reinado de Salomón, que el yahvista ensancha, sin embargo, hacia atrás, hasta los orígenes, y que extiende a toda la humanidad. La experiencia de un pueblo se convierte en la clave interpretativa de toda la historia.

Así aparece de nuevo el doble aspecto de la revelación bíblica: por una parte, la historicidad, la particularidad; por otra, la pretensión de expresar un valor universal y absoluto. Particularidad: el yahvista asume los interrogantes de su tiempo y los lee a la luz de la particular experiencia religiosa de su comunidad. Universalidad: la experiencia particular de Israel del tiempo se convierte en interpretación de toda la historia.

5. REVELACIÓN Y PROFETISMO.

Un filón esencial, incluso central, para comprender la revelación veterotestamentaria es el profetismo. En la / profecía la revelación es concebida normalmente como palabra: palabra de condenación y de salvación, palabra que lee el designio de Dios en el presente y descubre sus planes para el destino de Israel en el futuro; palabra que vela sobre cualquier rebajamiento de la experiencia religiosa, criticando toda falsa interpretación de la revelación y oponiéndose a todos sus falsos mediadores.

En la raíz de toda misión profética hay una experiencia de vocación. El profeta es un llamado y un enviado. No es Amós el que decide ser profeta, sino Dios el que irrumpe en su vida (3,8). Esto vale también para cualquier otro profeta. La autoridad de la palabra profética estriba precisamente en el hecho de que no procede de una iniciativa personal, ni de la pertenencia a una escuela de profetas, sino de una iniciativa libre y gratuita de Dios. La concisa expresión de Amós ("El Señor me tomó de detrás del rebaño, diciéndome: Vete, profetiza a mi pueblo": 7,15) expresa muy bien el núcleo de toda auténtica experiencia profética: una llamada de pura gracia, de eficacia irresistible. El verbo "tomar", referido a Dios, es clásico en el AT para indicar la acción divina, que escoge a un hombre, lo transforma radicalmente y le confía una misión. La acción de Dios se expresa en dos frases, que designan, respectivamente, el momento de la elección ("El Señor me tomó") y el momento del envío ("Vete, profetiza").

Junto a la eficacia irresistible de la iniciativa divina y al sentido agudo de la misión, hay un tercer elemento que caracteriza al profeta: la certeza de que la palabra que anuncia es de Dios, y no suya. Dios no es el objeto de su discurso, sino el sujeto. Dios es el que habla. En los libros proféticos son particularmente frecuentes algunas expresiones como éstas: "Palabra del Señor", "El Señor ha dicho", "El Señor me ha hecho ver". ¿Cómo entenderlas? Sin duda está en juego una experiencia religiosa profunda, un encuentro personal con Dios, bajo diversos aspectos único y privilegiado. El profeta tiene, por así decir, un conocimiento inmediato de la voluntad de Dios. Es un inspirado. Mas esto no significa que todas las palabras pronunciadas por el profeta como palabras de Dios haya que hacerlas proceder siempre de una revelación divina directa. Gran parte del mensaje de los profetas es deducción e interpretación. Si se leen con atención sus palabras, se cae en la cuenta de que muchas son debidas a su formación sapiencial e histórica. Actualizan en el hoy las exigencias de Dios reveladas en la ley y en el patrimonio común y tradicional de la fe. Incluso la esperanza mesiánica, que en cierto sentido es la espina dorsal del mensaje profético, aunque es fruto de la revelación, no se debe pensar en ésta como en un acto mecánico de Dios. Como ya hemos notado, la esperanza mesiánica tiene sus raíces en una experiencia al mismo tiempo histórica y religiosa: la distancia entre la promesa de Dios, por una parte, y la decepción del presente, por otra. Por tanto, también en el momento profético —que es, sin duda, uno de los momentos más altos y decisivos de la revelación— revelación y experiencia, revelación e interpretación no son realidades contrapuestas, sino la una dentro de la otra.

6. REVELACIÓN Y / SABIDURÍA. La reflexión sapiencial es muy antigua y ha acompañado a toda la experiencia de Israel. Gracias sobre todo a los sabios entra la revelación temáticamente en diálogo con la razón, y la experiencia con el patrimonio cultural común a los pueblos circunstantes. Es muy interesante observar que la Biblia conoce no sólo la escucha explícita de la palabra de Dios, sino también la escucha de las cosas, del hombre, de la experiencia y de la razón. Y al final también todo esto es considerado palabra de Dios.

Diversamente que los profetas, los sabios no presentan su doctrina como el resultado de una revelación directa. No dicen: "Habla al Señor". Apelan a la reflexión, a la inteligencia y a la experiencia, y se inspiran en un patrimonio que va más allá de los confines de Israel. Qohélet, por ejemplo, se expresa en primera persona y se esfuerza en penetrar el misterio de la existencia sirviéndose de la razón y de la experiencia. Su camino es una investigación: "Consagré mi corazón a investigar y a observar con sabiduría todo lo que se hace bajo los cielos" (1,13). Y en el libro de los Proverbios se lee: "Vi aquello y reflexioné, y de cuanto contemplé saqué lección" (24,32).

Pero el sabio es un creyente, sabedor de que también la verdad que proviene de la investigación y de la razón es siempre una luz que viene de Dios. El mismo Dios que ilumina a los profetas se sirve de la experiencia humana para revelar al hombre a sí mismo. La sabiduría es don de Dios (Prov 2,6; Qo 2,26), enseñada por Dios (Sal 51,6), revelada (Si 1,15; 39,6). Naturalmente, no se trata de una sabiduría cualquiera, abandonada a sí misma, sino siempre de una sabiduría que se mueve dentro de la fe de Israel. La palabra de Dios está encerrada también en la creación, en la experiencia, en el patrimonio cultural de la humanidad, y por eso hay que escrutarla; pero con la conciencia de que se trata de una palabra de Dios y proveniente de él. Por tanto, una investigación que es al mismo tiempo una escucha. También en la investigación sapiencial —como siempre frente a la revelación— está en juego la apertura del corazón y la libertad de espíritu, y no sólo la inteligencia.

De ese modo los sabios echaron un puente entre fe y razón, revelación y experiencia, Israel y humanidad. Y aquí está su gran mérito. No simplemente razón y revelación como dos caminos paralelos, sino la revelación a través de la razón. Aunque el sabio sabe muy bien que la verdad de Dios y del hombre es más amplia de lo que consigue alcanzar y comprender con la propia razón. Es el caso de Job: "Pongo la mano en la boca. He hablado una vez..., no volveré a empezar; dos veces...; ya nada añadiré" (40,4-5).

La investigación racional de los sabios no ha eliminado el misterio de Dios, sino que, por el contrario, lo ha liberado y exaltado. Y ello porque la razón sapiencial ha impedido que la teología se salga de la historia. Razón y experiencia fuerzan a la teología a enfrentarse con los hechos, cualesquiera que sean; con los hechos positivos que confirman la revelación y con los hechos negativos que parecen contradecirla. Esta fidelidad a la historia real es esencial, pues aquí es donde Dios se revela y se oculta y permanece en el "misterio". Ese es también el caso, por aducir un ejemplo, del libro de Job. Aceptando lealmente las contradicciones de la vida, Job supera de un salto no sólo las estrecheces de la sabiduría tradicional, fundada toda ella en un concepto mecánico de retribución, sino también las estrecheces y los estereotipos de una teología que encerraba a Dios y su justicia dentro de esquemas abstractos y ahistóricos. Así la revelación queda abierta de nuevo y Dios reaparece en todo su misterio. Las contradicciones de la historia se convierten en la investigación sapiencial en camino de revelación; no sólo en una prueba para la fe, sino en una purificación de la fe.

III. LA REVELACIÓN EN EL NT. La intuición básica del NT, que le confiere unidad dentro de la misma variedad de las voces, es que en Cristo se ha manifestado la verdad de Dios, la verdad del hombre y el sentido de la historia. En Cristo se ha revelado quién es Dios para nosotros y quiénes somos nosotros para él. Al decir "en Cristo", se deben entender no solamente sus palabras, sino también la historia que él vivió y la estructura de su persona. Jesús de Nazaret es la transcripción humana e histórica de Dios. El hombre Jesús —verdadero hombre en medio de la historia de los hombres— es la palabra de Dios. El himno de Col 1,15-20 (un antiguo himno litúrgico) define a Cristo "imagen del Dios invisible". Jesús es el icono visible de Dios invisible. La invisibilidad de Dios se ha desvanecido en la aparición histórica de Jesús de Nazaret. En ésta se encierra un escándalo, y los autores del NT son conscientes de ello: la relación con el absoluto se hace depender de un acontecimiento histórico. Mas este escándalo, lejos de ser atenuado, es celosamente guardado y continuamente reafirmado [/ Jesucristo II-III; / Evangelio 1, 2; / Marcos II; / Mateo III-IV; / Lucas 11-III].

1. LA REVELACIÓN EN LOS EVANGELIOS SINÓPTICOS. Al contar la historia de Jesús, los sinópticos están persuadidos de que narran la historia de la manifestación de Dios. Jesús es el revelador. El ha hablado de Dios, y sus palabras son una explicación/comentario de la vida que ha vivido. Este es realmente el lugar más denso (y polémico) de la epifanía de Dios, y los evangelistas la cuentan con rasgos muy precisos.

El evangelista Marcos (pero el razonamiento vale también sustancialmente para Mateo y Lucas) cuenta la vida de Jesús evidenciando una especie de contradicción que constituye justamente el nudo que hay que desatar; por una parte, palabras y gestos de Jesús en los cuales se manifiesta el poder de Dios; por otra, una desconcertante debilidad que parece desmentirlo. Los milagros de Jesús no se sustraen al disenso. Jesús decepciona la pretensión farisea de un milagro que pruebe su origen divino por encima de toda duda (Mc 8,10-13). Y sobre todo, los gestos de poder disminuyen conforme se acerca a la cruz. Los milagros mueren en la cruz, y es aquí donde hay que comprenderlos. Los milagros están al servicio de la cruz. Los gestos de poder de Jesús confirman que Dios está con él, por lo cual hacen creíble la cruz; pero a su vez la cruz revela que el rostro de Dios es diverso de como suelen los hombres bosquejarlo partiendo de los milagros.

Los sinópticos evidencian con fuerza un segundo rasgo de la historia de Jesús: él busca perennemente a los pobres y los pecadores, no establece diferencias entre los hombres, distribuye a manos llenas el perdón. Para los fariseos es una praxis escandalosa e irritante: trastorna los criterios pastorales más obvios y está en contraste con la concepción más común de Dios. En carnbio, para Jesús es una praxis que revela el verdadero rostro de Dios. Esto aparece con claridad, por ejemplo, en las tres parábolas del capítulo 15 de Lucas: en la praxis de misericordia de Jesús se revela y se hace presente la misericordia del Padre.

La revelación pasa, pues, a través de las modalidades históricas precisas de la vida de Jesús. Si el Hijo de Dios hubiera vivido una vida diversa, hubiese sido diversa la revelación de Dios. Como también sería diversa la lectura de la epifanía de Dios ocurrida en Jesús, si tomáramos como centro hermenéutico de su historia los milagros, en lugar de la cruz-resurrección.

Para los sinópticos, Jesús es el único revelador de Dios, y ello porque él solo es el Hijo. Esta convicción, subyacente a todo el discurso evangélico, se tematiza en un célebre lóghion de la fuente Q, citada por Mateo y Lucas: "Mi Padre me ha confiado todas las cosas; nadie conoce perfectamente al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11,27; cf Le 10,22). "Nadie conoce": el concepto bíblico de conocimiento no es sólo intelectual, sino vital; incluye experiencia, amor y comunión. Conocer es una relación vital y circular entre personas. El conocimiento entre el Padre y el Hijo es recíproco y exclusivo ("nadie"); pero no es un círculo cerrado, sino abierto: "Y a quien se lo quiera revelar". El hombre puede ser admitido en el diálogo entre el Padre y el Hijo, pero como puro don. Y sólo Jesús puede admitirlo. Por el poder recibido ("Mi Padre me ha confiado todas las cosas") y por el conocimiento del Padre que posee ("Nadie conoce al Padre sino el Hijo"), Jesús es el revelador único, verdadero, diverso de todos los demás maestros. Habla de un misterio de Dios que conoce profundamente. Diversamente del modo de transmitir de los rabinos de hombre a hombre, Jesús recibe el conocimiento directamente del Padre.

El objeto directo de la revelación de Jesús es el Padre; pero el lóghion que estamos examinando afirma que también el Hijo es un misterio que el hombre por sí solo no es capaz de conocer: "Nadie conoce al Hijo sino el Padre". Esto nos lleva a otra convicción sinóptica: Jesús no es sólo el revelador, sino el revelado. El misterio de su persona es inaccesible a la "carne" y a la "sangre"; imposible percibirlo sin una revelación del Padre (Mt 16,17), negada a los sabios y a los hábiles y concedida a los "pequeños" (Mt 11,25). Objeto de revelación es la persona de Jesús, su filiación divina, su misión de salvación, su destino de muerte y resurrección. Es emblemática a este respecto la teofanía del bautismo en el Jordán (Mc 1,9-11), con la cual se podría relacionar también el relato de la transfiguración (Mc 9,2-8). Los cielos que se abren, el Espíritu que desciende y la voz del cielo son rasgos que hacen afín el relato del bautismo a las visiones apocalípticas. Pero hay una profunda diferencia. En las visiones apocalípticas el hombre es admitido como espectador a ver el desarrollo del designio de Dios y el misterio de la historia de la salvación. También en el relato del bautismo se abren los cielos y Jesús "ve"; pero la visión tiene por objeto a él mismo: "Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto".

Finalmente, no faltan en los evangelios sinópticos algunos indicios de gran interés respecto al lenguaje de la revelación. Para hablar de Dios, del reino y de sí mismo, Jesús se ha servido ampliamente dé parábolas. Mateo incluso generaliza: "Les hablaba sólo en parábolas" (13,34). Y Marcos insinúa que la historia de Jesús es una parábola, y no sólo sus enseñanzas: "Todo ocurre en parábolas" (4,11b). No se trata, pues, solamente de las parábolas en sentido específico, sino de toda la revelación de Jesús. El lenguaje de la revelación es necesariamente parabólico. No podemos hablar del misterio de Dios y de su reino directamente, sino sólo parabólicamente, indirectamente, mediante realidades tomadas de nuestra experiencia. Aquí radican las propiedades del lenguaje parabólico. Es un lenguaje inadecuado, porque está tomado de la realidad cotidiana; sin embargo, pretende conducir a algo que está más allá y en el fondo. Pero es al mismo tiempo un lenguaje abierto, capaz no ciertamente de expresar el misterio de Dios, pero sí de aludir a él; porque si es verdad que el reino no se identifica con nuestra experiencia, sin embargo tiene una profunda relación con ella. Es un lenguaje que fuerza a pensar; no define, sino que alude, invita a ir más allá. La parábola es un discurso global que deja intacto el misterio de Dios, pero que nos muestra con fuerza su impacto en nuestra existencia. De ahí la ambigüedad del lenguaje parabólico: es luminoso y oscuro, descubre y oculta. Requiere interpretación y decisión. Como dice Marcos (4,11), es luminoso para el que se deja arrastrar; oscuro para el que se queda fuera mirando. Las parábolas (pero hemos de decir, de manera más general, el lenguaje de la revelación) utilizan la experiencia humana como una lumbrera que permite entrever el misterio de Dios y abrirse a la novedad evangélica. Sin embargo, no nos conducen directamente de nuestra experiencia a Dios; nos hacen pasar a través de la experiencia de Jesús. Las parábolas evangélicas son todas cristológicas. La historia de Jesús es el paso obligado para acceder al misterio del reino.

2. PABLO: EL MISTERIO EN OTRO TIEMPO ESCONDIDO ES AHORA DESVELADO. Es sabido que la teología de Pablo es una soteriología. Por consiguiente, también la revelación es vista sobre todo como acontecimiento de salvación. En el rico vocabulario paulino de la revelación, el término que más expresa su intuición fundamental es "misterio". Aparece en algunos pasajes de gran importancia: ICor 2,6-10; Rom 16,25-26; Col 1,25-27; Ef 3,2-12 [/ Pablo III; / Misterio II-11I; / Corintios (l.a) III, 1; / Romanos III, 1; / Colosenses III; / Efesios III, 1].

En los pasajes citados, la palabra "misterio" está acompañada de una amplia constelación de términos de revelación: evangelio, kerigma, revelación, Escrituras proféticas, conocimiento, palabra de Dios. Y los verbos se alinean en dos coordenadas: Dios revela según disposición, manifiesta, da a conocer, confía la misión de anunciar; en cambio, el apóstol anuncia, evangeliza, ejerce un ministerio de gracia, ilustra. Revelación de Dios y predicación de la Iglesia son vistas como dos caras de un único acontecimiento. Revelación no es el gesto de Dios en sí, sino el gesto de Dios anunciado y actualizado hoy en la predicación y en la existencia misma de la Iglesia (Efesios). Sin la predicación que lo anuncia y hace presente, el gesto de Dios permanecería encerrado en su pasado. Por eso habla Pablo de "palabra de la cruz" (1 Cor 1,18), expresión pregnante que liga estrechamente el acontecimiento (cruz) con el anuncio que lo transmite y lo actualiza (palabra). Pablo está convencido de que Dios no es sólo el objeto de la predicación, sino el protagonista. En este sentido se debe entender la expresión "palabra de Dios", como se ve por 1Tes 2,13 y 2Cor 5,20 ("Como si Dios exhortase por nosotros"). Dios está presente y activo en la predicación.

La revelación del misterio es, pues, contemporáneamente un hecho teológico y eclesial ("por medio de la Iglesia": Ef 3,10). Añadamos que es un hecho trinitario. Los protagonistas son Dios, Cristo y el Espíritu: "Se ha manifestado por medio del Espíritu" (Ef 3,5). En los pasajes que estamos examinando Pablo no explora a fondo este aspecto. Se comprende, sin embargo, que al Espíritu se lo coloca en la vertiente de la predicación, que transmite y actualiza el acontecimiento. El misterio se ha manifestado en Cristo, y es transmitido e ilustrado por los apóstoles y por la Iglesia; pero el protagonista interior que lo revela y actualiza es el Espíritu. Su función es indispensable, porque sólo el Espíritu puede medir la profundidad de Dios (ICor 2,10).

El misterio es en su origen una realidad oculta e inaccesible, encerrada en Dios. Existe desde siempre en la mente de Dios; pero ha sido "mantenido en secreto desde tiempo eterno" (Rom 16,25), "escondido desde los siglos y las generaciones pasadas" (Col 1,26). Tampoco en el AT fue dado a conocer. Sólo ahora, en la revelación de Cristo y en la predicación de la Iglesia, ha salido a la luz. Para poner de relieve la unicidad y la novedad de la revelación de Cristo, Pablo subraya fuertemente la contraposición entre pasado y hoy, entre el tiempo antes de Cristo ("las generaciones pasadas") y el tiempo después de Cristo ("nosotros"). Sin embargo, Pablo es consciente de que se trata de una novedad en la continuidad: "Manifestado ahora por los escritos proféticos" (Rom 16,26). El misterio se ha dado a conocer ahora (novedad), pero por medio de los escritos proféticos (continuidad). De algún modo, pues, el misterio estaba ya presente en las Escrituras, pero se necesitaba la luz de Cristo para descubrirlo.

Aunque el misterio se ha descubierto ahora —y esto distingue el tiempo presente del tiempo antiguo—, sin embargo la vida cristiana permanece todavía esperando la manifestación del Señor Jesús (2Tes 1,7; 1Cor 1,7) y la manifestación de los hijos de Dios (Rom 8,18-19.21; Col 3,4). La espera escatológica es muy viva en Pablo. El misterio manifestado es accesible sólo en la fe, no en una visión inmediata (1 Cor 13,12; 2Cor 5,7).

La revelación del misterio no está reservada a unos pocos, sino que es para todos. La expresión "santos, apóstoles y profetas" (Ef 3,5) se refiere a todos los creyentes, no a categorías particulares. Es más; el misterio tiende a la universalidad; está destinado al mundo entero; en Rom 16,27 habla Pablo de "todas las naciones"; y en el contexto de la carta a los Colosenses, y aún más explícitamente en la carta a los Efesios, las dimensiones del misterio son incluso cósmicas: el misterio es anunciado también "a los principados y potestades celestiales" (Ef 3,10). La misionariedad y la universalidad son intrínsecas al misterio. El misterio está como empujado por un movimiento irresistible; no ha permanecido encerrado en el silencio de Dios, y mucho menos soporta quedar confinado en la comunidad cristiana.

Mas ¿cuál es el contenido del misterio? Diversas expresiones lo indican como el proyecto divino de salvación (iCor 2,7; Ef 3,8-11), un proyecto sobre el hombre y sobre el mundo; no un proyecto parcial, sobre esto o sobre lo otro, sino el proyecto global, el sentido último de toda la creación. Según Colosenses (1,27), el proyecto es "Cristo entre vosotros, la esperanza de la gloria". Según Efesios, el misterio es un proyecto de comunión, la reunificación de la humanidad en Cristo y en la Iglesia; no ya los judíos por una parte y los gentiles por otra, sino un cuerpo único: "Los paganos comparten la misma herencia con los judíos, son miembros del mismo cuerpo y, en virtud del evangelio, participan de la misma promesa en Jesucristo" (3,6).

3. LA PALABRA SE HIZO CARNE: LA REVELACIÓN EN SAN JUAN. La revelación es el tema central del evangelio de / Juan [II, 1]. Más precisamente: la revelación, la / fe y la incredulidad. En el cuarto evangelio Jesús es por excelencia el revelador; habla y testimonia, cuenta lo que ha visto y oído directamente. Es el Hijo que habla del Padre: "Hablamos de lo que sabemos y atestiguamos lo que hemos visto" (3,11); "Os digo lo que he visto junto al Padre" (8,38; cf 3,32; 8,26.40). A su vez, el Padre testimonia en favor del Hijo, testimonio a la vez exterior e interior. Ante todo, testimonia con las obras: el Padre obra en el Hijo, el cual puede así hacer las obras que muestran su origen divino (5,36; 10,25). Secundariamente, el Padre ejerce una atracción interior en las personas, invitándolas a adherirse a la revelación de Jesús (6,44-45).

Un punto panorámico privilegiado para observar nuestro tema es sin duda el prólogo (1,1-18), que presenta algunas afirmaciones de excepcional densidad, a manera de síntesis de todo el evangelio. Como lo muestra una simple mirada al vocabulario, su hilo conductor es la revelación: lógos (palabra), luz, gloria, verdad, manifestar, ver, comprender, creer, testimoniar. Revelación que no está nunca separada de una finalidad de salvación: junto a la presencia masiva del vocabulario de la revelación, está también la presencia del vocabulario de la salvación (vida, gracia, ser hijos de Dios, plenitud). Revelación, sobre todo, no atemporal y abstracta, sino histórica, concreta: la persona de Jesús, la Palabra hecha carne.

Decíamos que el tema del cuarto evangelio es la revelación, la fe y la incredulidad; por una parte, lá palabra que se manifiesta; por otra, el hombre que acoge o rechaza. Hasta tres veces subraya el prólogo la respuesta negativa: las tinieblas (v. 5), el mundo (v. 10), los suyos (v. 11). El contraste constante entre revelación e incredulidad es el marco dentro del cual se desarrolla todo el drama evangélico. La visión juanista de la revelación es fuertemente dramática.

Tres son los planos en los cuales se desarrolla la historia de la revelación: la historia universal, la historia de Israel, la historia de Jesús. Tres aconteceres que constituyen una profundización progresiva, pero en todos los cuales se encuentra una misma dialéctica: revelación y rechazo. Por aquí se ve que para Juan la historia de Jesús es interpretativa de la historia universal. Aunque el movimiento literario del prólogo es inverso, en realidad Juan parte del drama de Jesús y se eleva a la historia de Israel y a la historia del mundo, y no viceversa.

"El Lógos se hizo carne... y vimos su gloria" (1,14): tenemos una primera afirmación grandiosa, henchida de muchos significados. Jesús es el revelador porque es la Palabra hecha carne. En él el mundo de Dios se ha hecho humano, visible, accesible. La palabra de Dios se ha hecho presente en la fragilidad, en el devenir y en la historicidad de la carne. Jesús es la revelación de Dios; pero es una revelación que ocurre en la "carne", es decir, de una forma velada, en muchos aspectos cargada de relatividad y debilidad. Dios no ha elegido una manifestación gloriosa en el sentido de una transparencia lúcida a través de la cual sería posible contemplar directamente lo divino; al contrario, es una gloria oculta, que hay que captar a través de los "signos", que hay que alcanzar penetrando dentro de la historia.

La segunda parte de la afirmación ("vimos su gloria") está firmemente unida con la primera ("... Y el Lógos se hizo carne"). Al gesto de Dios sigue la respuesta de la fe, aquí descrita en términos de visión. Pero es una visión justamente en la fe. Contemplar no indica un ver místico, que tiene lugar huyendo de la realidad y de la historia; indica, al contrario, un ver histórico y real, como histórico y real es el advenimiento de Jesús. Pero un ver que se hace penetrante por la fe y posible sólo en la fe. Para percatarse de la gloria hay que superar el desconcierto de la encarnación y de la cruz. Pues el término "gloria" conduce rectamente a la humanidad de Jesús y a los signos de que ha sembrado él su vida; pero sobre todo conduce a la cruz y la resurrección, que Juan llama justamente "glorificación". En su humanidad y en toda su existencia, Jesús ha revelado a Dios; pero esta manifestación ("gloria") alcanzó su punto culminante en la cruz. Por eso el recuerdo fijo del creyente de todos los tiempos es Cristo traspasado: "Verán al que traspasaron" (19,37).

La Palabra hecha carne está llena de "gracia y verdad". La expresión se reitera en 1,17: "La gracia y la verdad vinieron (eghéneto) por Jesucristo". La realidad divina —entiéndasela como quiera, la verdad juanista no es simplemente el plano de salvación, sino que involucra también la vida de Dios— se ha manifestado mediante un acontecimiento histórico. El camino es inverso respecto al platónico. En Platón hay que abandonar la historia para refugiarse en el mundo de las ideas invisibles; ahí está la verdad. Para Juan, en cambio, lo invisible se ha hecho historia; y la verdad no es la conclusión del discurso (lógos) del hombre, sino del don del discurso (Lógos) de Dios.

Dios se revela en Jesús, y solamente en Jesús. "La ley fue dada por Moisés, pero la gracia y la verdad vinieron por Cristo Jesús" (v. 17): es una afirmación polémica frente a los judíos y a su absolutización de la ley; no la ley, sino Jesús es la revelación última y defir'tiva de Dios. La afirmación sucesiva (v. 18) prolonga la polémica, excluyendo toda pretensión de revelación: "A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el Padre, nos lo ha dado a conocer". Es una afirmación muy densa; ante todo dice que el hombre por sí, en su estado de confusión, no sabe quién es Dios; luego, que la revelación hasta Cristo no lo ha revelado aún plenamente; finalmente, que en Cristo Dios se ha dado a conocer plenamente. El esfuerzo del hombre, sus investigaciones filosóficas y religiosas no son capaces de arrancar a Dios de su invisibilidad. Sólo el Hijo de Dios, justamente porque viene de Dios ("vive en su seno") puede levantar el velo. La legitimación de la misión reveladora de Jesús radica en su vida en el seno de la Trinidad (v. 1): él es la Palabra junto a Dios y dirigida al Padre en actitud de escucha. La escucha y la obediencia son la estructura íntima del Hijo. Por eso en su aventura humana no hará otra cosa que obedecer a la voluntad del Padre (4,34). En el seno de la Trinidad, lo mismo que en su existencia humana, el Hijo es la transparencia del Padre.

Se nota en la obra juanista una paradoja del mayor interés. Por una parte, la gran importancia concedida a la visión como instrumento de búsqueda religiosa. "Ven y verás" (1,46) es la primera invitación que hace Jesús al discípulo. Y en los discursos de adiós: "Dentro de poco el mundo no me verá más, pero vosotros me veréis" (14,18-19); "Al que me ama lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él" (14,21); "Un poco, y ya no me veréis; y otro poco, y me veréis" (16,16). Todos estos pasajes aluden no sólo a las apariciones del resucitado, sino más en general al tiempo de la Iglesia; y no se refieren sólo a los discípulos, sino a los creyentes.

Por otra parte están las reiteradas afirmaciones de que "a Dios nadie lo ha visto" (1,18; 5,37; 6,46; cf 1Jn 3,6; 4,12; 4,20). Con esta aparente contradicción Juan intenta responder a una pregunta, y al mismo tiempo corregirla: ¿Cómo y dónde puedo encontrar a Dios? No en una visión directa y personal, como algunos afirmaban que la habían tenido, ni a través de las técnicas de la contemplación helenística, sino únicamente en el Cristo histórico, que en el tiempo de la Iglesia es el Cristo predicado en la comunidad y consignado por escrito en el evangelio. En 1,18 afirma el evangelista la invisibilidad de Dios no como principio filosófico, sino más bien como la comprobación de un hecho permanente (el verbo está en perfecto). La afirmación parece inspirarse en la tradición sapiencial (cf Si 18,4; 43,31; Sab 9,16-17; Prov 30,4) y parece responder a ella y concluirla. Se preguntaba el Sirácida: "¿Quién ha contemplado a Dios y podrá describirlo?" Juan responde: el Hijo unigénito que viene de Dios, que ha visto a Dios y sigue viéndolo, nos ha hablado de él (el verbo está en aoristo; por tanto, una revelación histórica, ocurrida en un tiempo determinado). El Hijo, y sólo él, es el exegeta del Padre. A Felipe, que aspiraba a una iniciación religiosa más alta y más convincente ("Muéstranos al Padre") la responde Jesús: "El que me ve a mí ve al Padre" (14,8-9). El Padre no es accesible más que al Hijo y en el Hijo.

Pero en este punto hay que tomar en consideración una tercera afirmación del prólogo; pues, de lo contrario, el discurso sería gravemente unilateral: "Existía la luz verdadera, que con su venida a este mundo ilumina a todo hombre" (1,9). La luz de la Palabra está presente en el mundo entero y se manifiesta a todo hombre, ofreciéndole una posibilidad concreta de encuentro que hace responsable el rechazo (v. 10). Decir que sólo en Jesús se ha revelado Dios no significa afirmar que en las demás partes sólo hay tinieblas. Pero no está la plenitud de la verdad. La Palabra hecha carne es el momento de máxima condensación de una luz que brilla ante todo hombre. En cierto sentido, la universalidad de la revelación precede a la encarnación.

El prólogo no nos dice en qué consiste el secreto íntimo de Dios, que sólo en Jesús se ha manifestado. La revelación de este secreto está confiada a la narración evangélica en su totalidad, que tiene su punto de máxima claridad en la oración sacerdotal (c. 17). En el centro de la oración hay un núcleo yo/tú, es decir, la mutua inmanencia entre el Padre y el Hijo, núcleo que se abre en un movimiento de expansión: los discípulos (17,11), todos los que han de creer a través de su palabra (17,20-21), el mundo (17,23). Obsérvese que lo que se revela no es solamente una verdad relativa a Dios, sino una verdad que nos concierne a nosotros; pues se trata, no sólo del diálogo entre el Padre y el Hijo, sino de nuestra inserción en aquel diálogo suyo: "Que todos sean una sola cosa, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti... Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en la unidad... El amor que tú me tienes esté en ellos y yo también esté con ellos" (17,21.23.26). El objeto de la revelación es, pues, al mismo tiempo la verdad de Dios y la verdad del hombre: la unidad entre el Padre y el Hijo y nuestra participación en su diálogo de conocimiento y de amor.

Nos queda un último tema esencial. No se puede comprender la concepción juanista de la revelación, si no se capta la centralidad del [/ Espíritu II]. Para el evangelista no hay posibilidad de comprender a Jesús y su palabra, de ser testigos suyos, de participar en la vida divina, de entrar en comunión con el Padre sin el don del Espíritu. Función del Espíritu es interiorizar y actualizar la palabra de Jesús: "El defensor, el Espíritu Santo, el que el Padre enviará en mi nombre, él os lo enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho" (14,26); "Muchas cosas tengo que deciros todavía, pero ahora no estáis capacitados para entenderlas. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará a la verdad completa. Pues no os hablará por su cuenta, sino que os dirá lo que ha oído... El me honrará a mí, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará" (16,12-14). La relación entre el Espíritu y la palabra de Jesús es profunda y circular. Por una parte, sin el Espíritu las palabras de Jesús quedan incomprendidas ("ahora no estáis capacitados para entenderlas"), inertes; no aparecen como verdaderamente son, palabras de Dios (cf 6,62-64). Por otra parte, el Espíritu está ligado a las palabras de Jesús en un cierto sentido y subordinado a ellas; no dice palabras propias, sino que repite las dichas ya por Jesús ("No hablará por su cuenta, sino que os dirá lo que ha oído"). El Espíritu no se aparta de la tradición histórica de Jesús y de la tradición eclesial que la continúa. La enseñanza del Espíritu es la misma enseñanza de Jesús ("os recordará..."). Mejor, la enseñanza que es Jesús. Pues lo que importa comprender (y que el Espíritu descubre) es la persona de Jesús y su comunión con el Padre. Sin embargo, la enseñanza del Espíritu no es recuerdo repetido, no es simple memoria. No añade nada a la revelación de Jesús, pero la interioriza y la hace presente en toda su plenitud. Por esto precisa Juan: "Os guiará hacia y dentro de la plenitud de la verdad" (tal es el sentido de la expresión griega). Por tanto, una revelación interior, viva, actual y progresiva. No una progresiva acumulación de conocimientos, sino un progresivo viaje hacia el centro: desde el exterior hacia el interior, desde la periferia al centro, desde un conocimiento de oídas a una comprensión personal, actual y transformante. El Espíritu transforma la revelación de Jesús de objetiva en personal, de histórica en contemporánea. Así como Jesús es la verdad, así también el Espíritu es la verdad: Jesús, porque es la encarnación histórica de la verdad; el Espíritu, porque nos la comunica.

IV. LAS ESTRUCTURAS DE LA REVELACIÓN. Al término de esta lectura analítica de muchas páginas bíblicas, en la cual hemos visto articularse la concepción de la revelación, es oportuno recoger en síntesis sus rasgos más cualificados y constantes.

La revelación bíblica tiene una estructura histórica. Ha ocurrido en la historia, tiene una historia y se manifiesta por medio de la palabra. Aunque pretende ser universal y está destinada a los hombres de todos los tiempos, la Biblia registra un discurso de Dios situado: sucedido en un tiempo y en un ambiente, encarnado en un determinado lenguaje y en una determinada cultura. Su origen divino y su vocación a la universalidad no eximen a la revelación de las leyes de la historia, y de esto la Biblia no siente el menor embarazo. Origen divino y universalidad no eliminan la presencia de elementos caducos y particulares, contingentes, por lo cual no sustraen a la palabra de Dios a continuas exigencias de mediación y de interpretación. En esta profunda historicidad de la revelación encuentran su justificación las estructuras de mediación tales como la Escritura, la Iglesia y el magisterio. Protagonista invisible y principal de la interpretación y de la transmisión de la revelación es, sin embargo, siempre el Espíritu.

Además de situado en la historia, el discurso de Dios es progresivo, diseminado en el tiempo. La revelación no apareció de golpe, ya concluida, sino que siguió la progresión de un camino, con un principio, un desarrollo y un término, solicitado cada vez por el mismo cambio de las situaciones históricas. El camino de la revelación es progresivo y coherente, y encuentra su cumplimiento en Cristo. Mas esto no significa que el progreso de la revelación se haya verificado sin tensiones ni retrocesos. También en esto la revelación ha aceptado plenamente las leyes de la historia. Por su parte, el camino no se ha hecho tanto en virtud de revelaciones siempre nuevas, añadidas cada vez desde el exterior, sino más bien en virtud de un desarrollo interior, a partir de un núcleo básico, rico en virtualidades y orientado ya hacia su plenitud.

Situada en la historia y encaminada hacia un cumplimiento, la revelación ha tenido lugar mediante la historia y la `palabra" estrechamente unidas. Dios obra y comenta su acción. La revelación no es una simple serie de palabras, pero tampoco simplemente una serie de acciones. No existe antagonismo alguno entre la historia y la "palabra". Los hechos son ciertamente siempre más ricos que las palabras que los interpretan; pero permanecerían mudos o ambiguos sin la palabra que los interpreta. En cierto sentido es la palabra la que está en el centro. Pues la palabra de Dios hace la historia, la dirige y la interpreta. Simplificando, podemos describir de este modo el proceso revelador: el acontecimiento histórico, la iluminación interior que da al profeta o a la comunidad la inteligencia del acontecimiento, la palabra oral o escrita que relata y transmite el acontecimiento interpretado.

La revelación bíblica tiene una estructura de mediación. No está directa e inmediatamente dirigida a cada hombre, aunque no le falta una dimensión interior y personal (la atracción del Padre y la presencia del Espíritu). Mediata, no sólo porque llega a nosotros a través de los profetas y de los apóstoles; no sólo por ser histórica y particular, y por tanto necesitada de mediaciones para ser transmitida y actualizada, sino también porque —ya en su mismo formarse—está mediatizada por la experiencia del hombre que la acoge. No hay contraposición entre la iniciativa de Dios y la experiencia del hombre. La revelación es un entrelazado, por así decirlo, de movimiento horizontal y vertical, de iniciativa libre y gratuita de Dios y de reflexión del hombre. Los acentos, obviamente, son diferentes según los casos.

La revelación tiene una estructura dialógica y personal. Es un encuentro dialógico entre dos personas que hablan y se comunican entre sí, una (Dios) como autopresentación y la otra (el hombre) como escucha obediencial. Es un diálogo profundo, vital; y no sólo intercambio de conocimientos. Dios habla con el hombre para salvar al hombre y hacerlo partícipe de su propia vida. Por eso la revelación es simultáneamente teológica y antropológica: revela el pensamiento de Dios sobre el hombre; o mejor, el misterio de Dios y la vocación del hombre. Los dos aspectos se identifican; el hombre es llamado justamente a conocer y participar del misterio de Dios. Esto sobre todo en el NT. Dios revela su designio sobre el hombre y sobre la historia, dicta las normas de conducta, explica los acontecimientos en los cuales le es dado al hombre vivir; pero no sólo eso. Dios se revela a sí mismo. En Cristo, Dios se revela como una comunión de personas, un diálogo de conocimiento y de amor; y el hombre, en la fe, es insertado en ese diálogo. La revelación manifiesta con ello una estructura trinitaria. El diálogo de Dios con el hombre, es decir, la revelación, es la traducción al exterior de un diálogo de Dios en el interior. Las tres personas están en el origen, con modalidades propias, de la revelación: la iniciativa del Padre, la manifestación en Cristo, la interpretación y la actualización del Espíritu. Y son el objeto último de la revelación, el punto hacia el cual tendía todo el camino.

La revelación tiene una estructura cristológica. Cristo es el revelador y el revelado. Es la perfecta manifestación de Dios; y por eso en él encuentra la revelación su cumplimiento. El largo camino del AT encuentra en él su punto de llegada. Los esquemas —sustancialmente bíblicos— que intentan expresar esta relación son múltiples y signo de su complejidad: continuidad/novedad, preparación/cumplimiento, figura/realidad, promesa/realización. Todos estos esquemas ponen en claro dos cosas: que el AT es una espera de Cristo; que, sin embargo, el AT no es sólo espera, sino ya realidad, aunque sea abierta e incompleta [/ Teología bíblica III-IV].

Aunque revelación definitiva, escatológica y última, la de Cristo es siempre una revelación en la fe. Por eso subsiste la tensión hacia la plenitud de la visión. Un pasaje de la primera carta de Juan expresa mejor que ningún otro esta tensión entre el presente y el futuro, lo que ya somos y lo que se manifestará. "Desde ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal y como es" (3,2).

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B. Maggioni