MUERTE
DicTB


SUMARIO: I. La muerte en la cultura de hoy. II. Perspectiva bíblica. III. Terminología. IV. Antiguo Testamento: 1. El deseo de vivir; 2. La limitación del deseo; 3. El deseo y la angustia; 4. El deseo de sobrevivir; 5. El deseo de inmortalidad bienaventurada: a) Salmos 16; 49; 73, b) Sabiduría.
V. Nuevo Testamento: 1. Jesús frente a la muerte de los demás: a) La angustia de morir, 6) La angustia por la muerte de los otros; 2. Jesús frente a su propia muerte; 3. Cómo entendió Jesús su muerte; 4. Pablo y la muerte: a) Escándalo del Crucificado, b) La muerte como don de sí, c) La muerte liberadora, d) Victoria de Jesús sobre la muerte, e) La muerte y el pecado; 5. La muerte del cristiano: a) La unión actual con Cristo, b) La muerte del justo, c) Estar dispuestos, d) ¿Muere todo el hombre? VI. Conclusión.


I. LA MUERTE EN LA CULTURA DE HOY. La muerte es hoy un acontecimiento muy "comentado". El mercado de libros sobre la muerte hace buenos negocios; pero al mismo tiempo la muerte se ha vuelto un tema tabú, como en otros tiempos el sexo. Esta contradicción es síntoma de un malestar. Tanto hablar de la muerte —en los periódicos, en la televisión, en los libros— no siempre es signo de seriedad en la reflexión. A veces es una manera de eludir el caso serio de "mi" muerte, charlando sobre la de los otros. V. Jankélevitch, que ha escrito un denso libro sobre la muerte, afirma: "La tanatología tan floreciente es una ciencia estancada". Como si dijera: se hace mucho ruido en torno a la muerte para no escuchar la voz que nos llama por nuestro nombre.

Pues bien, todos los grandes pensadores de nuestro tiempo se han enfrentado con el tema de la muerte. Pienso, por ejemplo, en el novelista L.N. Tolstoi, con su inolvidable La muerte de Iván Ilic; o en el filósofo S. Kierkegaard, con su sermón juvenil "Sobre una tumba", o en los numerosos estudios de teólogos contemporáneos, como K. Rahner, H.U. von Balthasar y otros muchos.

También el modo de morir ha adquirido hoy un nuevo rostro, a menudo anónimo e impersonal. Escribe el filósofo X. Tilliette: "En efecto, son típicos de nuestra época los grandes comentarios del lager y del gulag, el infierno de los hornos crematorios, las hecatombes de las batallas y de los bombardeos, que han transformado las ciudades en necrópolis, y también la muerte terrorista, indiferente, la muerte `navajazo', como la llama Hegel, que mata a ciegas y que resuelve la ecuación racional de la identidad yo = yo".

El mismo intento de olvidar o la voluntad de marginar la muerte o de recluirla entre los temas inoportunos de los que no conviene hablar, es un síntoma de angustia y de extravío del hombre moderno. Huye del pensamiento de la muerte porque huye del sentido último de la vida. La muerte se ha convertido en tabú precisamente porque plantea inexorablemente la pregunta sobre el sentido de la vida. Por eso se intenta hacer entrar a la muerte en el cauce de los sucesos banales de cada día, privándola de su carácter dramático y enigmático, describiéndola y mostrándola sin pudor en público a través de los medios de comunicación social.

Con la Biblia intentemos mirar cara a cara a la muerte, sin fingimientos ni reduccionismos preconcebidos, sin retroceder ante su horrible y misterioso aspecto. Desde el principio hasta el fin de la Biblia descubriremos este intento tan atrevido de desenmascarar a la muerte.

II. PERSPECTIVA BÍBLICA. En la Biblia no hay un único modo de concebir la muerte, sino una multiplicidad de diversas perspectivas. Y estas diversas perspectivas no están coordinadas de modo sistemático, sino que reflejan las fases progresivas de la revelación y de la reflexión humana. No encontramos en el AT una reflexión sobre la muerte en sí misma, ya que la muerte es negación de relaciones, y la Biblia se interesa por la vida más que por la muerte. Sin embargo, la muerte es un límite y una posibilidad real e ineludible del viviente, una oscura potencia que prolonga sus manejos dentro mismo de la existencia humana. Por tanto, no se puede menos de hablar de ella cuando uno se interroga sobre la vida. Pero la Biblia no se interesa tanto por explicar el "dónde" y el "porqué" de la muerte como por el modo de arrostrarla y por el sentido del morir.

Dios ha creado al hombre como ser caduco y mortal: "El Señor creó al hombre de la tierra y de nuevo le hará volver a ella. Le señaló un número preciso de días y tiempo fijo" (Si 17,1-2). La muerte forma parte del ritmo vital de la existencia humana. Sin embargo, es impensable que Dios haya propiamente "creado" la muerte; lo mismo que el cosmos, esto es, el orden y la belleza del mundo, es una victoria sobre el caos precedente, así la vida es el triunfo sobre la muerte. El caos y la muerte no han sido "creados" por Dios, sino que forman parte de ese fondo precreatural de donde Dios saca el orden y la vida del mundo con su actividad creadora. Por tanto, la acción creadora divina es ya un acto salvífico que libera del caos y de la muerte, del abismo informe y del silencio del sepulcro. Dios crea arrancando y "salvando" del caos y de la muerte.

Por tanto, no puede decirse que Dios cree tanto la vida como la muerte, como si fueran dos elementos del mundo querido por él. Dios "ama cuanto existe" (Sab 11,26), y toda la Biblia está convencida de que "no fue Dios quien hizo la muerte" (Sab 1,13). Y, al final, "no habrá más muerte" (Ap 21,4). El Dios de la Biblia es el Dios de la vida: "Vive el Señor" (Sal 8,47; Jos 3,10; Jer 10,10) y no muere.

En algunos pasajes se dice que Dios "da la muerte y da la vida" (1Sam 2,6; Dt 32,39; 2Re 5,7; Sal 30,4; Tob 13,2; Sant 4,12). Esto quiere decir que ni siquiera la muerte escapa al dominio soberano de Dios.

En la mitología cananea, la muerte es una divinidad, el dios Mot. La Biblia desmitiza la muerte, la reduce a un hecho humano y al mismo tiempo la pone bajo el dominio soberano del único Dios. Esto aparece con claridad, por ejemplo, en Dt 32,39: "Ved ahora que soy yo, que soy el único, y que no hay Dios alguno más que yo. Soy yo el dueño de la muerte y de la vida. Yo hiero y yo curo. No hay nadie que se libre de mi mano". También el morir entra en el ámbito del obrar de Yhwh, es decir, está sometido a su acción vivificante. De este convencimiento nace la esperanza: morir no significa caer en la esfera de influencia de otra divinidad, escapar para siempre de la posibilidad de relacionarse con Yhwh. Sin embargo, Israel no sabía concebir cómo era posible reanudar una relación personal viva entre el muerto y Yhwh.

La muerte no es un poder divino, una realidad absoluta. Tampoco es lo que decía Nietzsche: "La muerte como acto personal"; no es lo que entendía Heidegger: "La muerte como iluminación de la existencia". Para la Biblia la muerte no es el momento de plena realización de sí mismo: lo que importa de verdad es lo que acontece en la vida. La muerte no es una bagatela sin importancia, pero tampoco es más importante que la vida. La Biblia da importancia sobre todo a cómo se vive, y mucho menos a cómo se muere; sólo en algunos casos, por ejemplo, para el mártir o el homicida, el modo de morir revela con claridad que se trata de un justo o de un impío; pero también entonces es evidente la alusión a cómo se vivió la existencia.

La muerte, para la Biblia, es el signo del carácter limitado y de la caducidad humana. El hombre muere porque no es Dios, porque no es la vida absoluta, porque es criatura. Desuyo, la muerte física es vista como una necesidad biológica, no como la consecuencia del pecado de Adán. La muerte "normal" del hombre es simplemente la consecuencia de su naturaleza finita. Solamente en casos particulares la muerte tiene que ver con los pecados del individuo o del grupo. Pero no se puede afirmar, en principio, que la muerte sea la consecuencia del pecado, el castigo por la culpa cometida.

III. TERMINOLOGÍA. Del millar de veces que aparece la raíz mwt en el AT, unas 630 lo son bajo forma verbal y 151 en la foma sustantivada: "morir" es una acción del hombre (sólo en 20 casos se dice de los animales, y en Job 14,8 de las plantas). También a menudo el sustantivo mawet (muerte) indica el "morir" contrapuesto al vivir (cf Dt 30,19; 2Sam 15,21; Jer 8,3; Jon 4,3.8; Sal 89,49; Prov 18,21).

Asimismo en el NT se usa con mucha frecuencia el verbo "morir", y hasta el sustantivo thánatos puede indicar ya sea el morir ya el estar muerto. Tanto en el AT como en el NT la muerte está a veces personificada como una fuerza ciega y cruel.

Así pues, la Biblia parece poner el acento más en el "morir" como proceso y como acontecimiento que en la "muerte". En efecto, se coloca en una perspectiva existencial, concreta, y considera el acontecimiento final de la existencia humana como un acontecimiento humano más que en su abstracción, designada por el término muerte.

La dificultad de hablar de la muerte se deduce del recurso frecuente al lenguaje simbólico, a representaciones imaginarias. Entonces la muerte asume los rasgos del exterminador, el ángel enviado por Dios para aniquilar (2Sam 24,16-17; 2Re 19,35; Ex 12,23); es un sueño (Sal 13,4), un pastor que guía a los lugares infernales, al seól (Sal 49,18). La muerte está asociada a muchos símbolos: tinieblas, agua profunda, abismo, noche, silencio, etc. (cf Sal 88).

Otras fórmulas que indican el "morir" resultan interesantes por el fondo de pensamiento que presuponen o al que hacen alusión. Morir equivale a "reunirse con sus padres" (Gén 49,29; cf Gén 15,15); el vínculo del parentesco es tan fuerte, el conjunto de relaciones del individuo dentro del clan es tan esencial para la vida, que incluso la muerte se percibe sobre ese fondo, dejando así abierta una brecha hacia una especie de supervivencia.

La muerte se define también como un "volver a la tierra de donde uno ha sido sacado" (Gén 3,19; Sal 90,3; Job 34,15; Sal 104,29; Qo 3,20; 12,7). La muerte es la anticreación, el momento en que Dios retira el aliento de vida que había dado con la creación (cf Sal 104,29; 146,4; Job 34,14-15) y los hombres vuelven a ser polvo. Pero también se dice que los muertos van al se ol, el "sitio de cita de todos los vivientes" (Job 30,23). Una vez más el AT no se preocupa de coordinar estas diversas perspectivas.

La fórmula mencionada ("volver a la tierra") debe relacionarse con los pasajes en que se define al hombre como un ser de barro (Gén 2,7; Is 29,16; Jer 18,1-6; Si 13,13), de polvo o de arcilla (Job 10,9; 34,14-15; Sal 103,14; 146,3-4). Todas estas fórmulas insisten en la caducidad esencial del hombre y en la inevitabilidad de la muerte inscritas en la naturaleza misma del ser humano [/ Mal/ Dolor].

IV. ANTIGUO TESTAMENTO. 1. EL DESEO DE VIVIR. El hombre es deseo. El deseo es expresión característica de la nefes o alma, es decir, del yo del hombre. En efecto, el sujeto del verbo desear es casi siempre nefes. El hebreo utiliza varios verbos que indican esta fuerza-tensión vital de la persona humana, que nosotros traducimos por "esperar, anhelar, querer, mirar hacia".

El deseo coincide con el ser indigente y finito del hombre, pero no es voluntad de abolir la alteridad, sino aspiración a realizarse a sí mismo sin negar al otro. Según la Biblia, el deseo constitutivo del hombre es deseo ilimitado de vivir y de acoger al otro en su misma diferencia. En otras palabras, es deseo de amar o, mejor aún, es el amor.

El hombre desea todo lo que hace vivir: el bien en general (Is 26,9; Miq 7,1; Am 5,18), Dios mismo (Is 26,8-9), la esposa (Sal 45,12), comer carne (Dt 12,20), los placeres de la buena mesa (Prov 23,3.6), etc. Pero como el hombre es malo y pecador, puede también desear hacer el mal (Prov 21,10) o tener deseos inmoderados e inconvenientes (Prov 23,3.6; 24,1; Dt 5,21).

Cuando el verbo desear (en hebreo 'awah o hamad) se usa para Dios (Sal 132,13-14; Job 23,13) y para los animales (Jer 2,24), tiene siempre un sentido metafórico. Propiamente sólo el hombre, o su "corazón" o su nefe. (cf Sal 21,3; Is 26,8; Sal 10,3), es sujeto del desear. Así también, el morir es propio solamente del hombre, es una propiedad suya característica y original.

La vida es deseo de vivir. Cuando el hombre anciano y saciado de días ha satisfecho su deseo, la muerte llega como fin natural (cf Job 42,17; Jer 25,8; 35,29). El deseo humano tiene un límite: es obvio que se muera. El ideal es morir en edad avanzada, lo mismo que Abrahán, que "murió en buena vejez, anciano, lleno de días, y fue a reunirse con sus antepasados" (Gén 25,8). El hombre bíblico, por el contrario, siente un gran desconcierto y una profunda confusión frente a la muerte imprevista o prematura de un joven. Pero ya las pruebas y las desventuras de la vida son una frustración del deseo, como, por ejemplo, en Qo 6,2: "Un hombre a quien Dios ha dado riquezas, hacienda y honores, y a quien (= a su nefes) nada falta de cuanto pueda desear; pero Dios no le concede disfrutar de eso, sino que es un extraño quien lo disfruta. Esto es vanidad y un cruel sufrimiento". Con la muerte se extingue todo deseo, porque en el mundo de la muerte "no hay ni obra, ni razón, ni ciencia, ni sabiduría" (Qo 9,10).

El mismo término que designa la vida (nefes) indica también "garganta, fauces", órganos relacionados con el deseo. Y en algunos pasajes nefes equivale a deseo: la vida humana coincide con un sentirse movido hacia algo, un ser atraído por alguna cosa. "Con toda el alma" quiere decir entonces "con todo el dinamismo del yo". "Tu nefes seguirá con vida" significa "todo lo que en ti se agita y se mueve, todos tus deseos, permanecerán vivos". Y el deseo más radical que hace vivir es el de alabar a Dios (cf Sal 119,175: "Que yo pueda vivir para alabarte"). Los muertos están privados incluso de este deseo vital fundamental (cf Sal 88,11-1). En efecto, "los vivos saben que han de morir, pero los muertos no saben nada"; los vivos tienen al menos un deseo, una esperanza; por eso "más vale perro vivo que león muerto" (Qo 9,4-5).

El pensamiento y la certeza de la muerte relativiza, pero no quita la alegría de vivir, e incluso la refuerza y la justifica: "La luz es dulce, y agrada a los ojos ver el sol. Y si el hombre vive muchos años, que disfrute de todos ellos" (Qo 11,7-8).

Es precisamente la muerte la que confiere a la existencia una ambigüedad radical, ya que el hombre no consigue ni captar plenamente el obrar de Dios ni escapar a la muerte. Lo único que puede hacer es entregarse con confianza a Dios en la alegría del momento fugitivo que le es dado vivir como don por parte de aquel que es el único en disponer del sentido de todo (Qo 3,11; 5,6).

2. LA LIMITACIÓN DEL DESEO. Los relatos simbólicos de la creación (Gén 1,1-2,4a; 2,4b-25) afirman que Dios determina con su acción creadora el bien verdadero del hombre. Al crear, Dios lo dispone todo para el bien del hombre, hecho a su imagen y bendecido por él, constituido en la dualidad hombre-mujer, investido de la misión de humanizar el mundo. El hombre ha sido creado como ser vivo, libre y responsable, por estar dotado de deseo (cf Gén 2,7: es una nefes viviente).

A esta criatura-de-deseo Dios le hace una advertencia amigable para preservarle de las desviaciones del deseo: "Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día en que comas, ciertamente morirás" (Gén 2,17). No se trata de amenaza ni de envidia divina, sino de amorosa preocupación de Dios por el bien del hombre: Dios quiere conservar al hombre en la situación paradisíaca. Y Dios solo, no el hombre, sabe cuál es el verdadero bien del hombre.

Pero el hombre, en cuanto ser relacionado representado por la pareja hombre-mujer, se deja engañar por su deseo, que él interpreta como posibilidad-poder absoluto ("ciencia del bien y del mal"). Entonces el árbol le parece "apetitoso" (Gén 3,6) y come su fruto ilusionado por el intento de apropiarse del saber-poder absoluto de Dios y de liberarse del deseo creatural. El hombre intenta transformarse de destinatario en posesor, de deseo en fuente del don, de hombre en Dios.

En realidad, al rechazar y rehusar su propia identidad, se transforma (Gén 3,14-24). Toda la existencia humana se hace entonces más dura y difícil; está continuamente en peligro de verse tragada por la muerte voraz. Entre la humanidad y la serpiente, el enemigo mortal, se desencadena una permanente hostilidad sin vías de solución (Gén 3,15). La relación hombre-mujer se ve alterada por el sufrimiento y la violencia; el trabajo queda marcado por la fatiga y el dolor; la existencia humana sufre graves restricciones e impedimentos cada día.

Y al final, la muerte: no es ciertamente la satisfacción del deseo, la saciedad, sino un volver a la tierra (Gén 3,19), la extinción del deseo. En Gén 2,7 el hombre viene de la tierra, pero está vuelto hacia la vida; en Gén 3,19 el hombre viene de la tierra y vuelve a ella con la muerte; la muerte, por causa del pecado, es el retorno doloroso, en la dirección contraria a la creación, a la tierra, que ha quedado maldita después del pecado.

Sin embargo, el pecado no elimina por completo el deseo de Dios creador de que el hombre viva y de hacer vivir al hombre. Con la promesa de Abrahán (Gén 12,1-3), Dios hace valer su deseo de hacer vivir al hombre, al que ha creado para la vida: "Que no fue Dios quien hizo la muerte ni se goza con el exterminio de los vivientes. Pues todo lo creó para que perdurase" (Sab 1,13-14).

En la muerte de Jesús, Dios mismo asumirá el sufrimiento y la muerte para la plena y definitiva realización de su deseo de hacer vivir, que coincide con el deseo humano de vivir. Creer que Dios es el Dios de la vida quiere decir creer que el deseo de vivir que él ha puesto en el hombre no está destinado fatalmente al fracaso. La mortalidad del hombre no es la mortalidad del deseo, que será más bien eternizado en Dios.

3. EL DESEO Y LA ANGUSTIA. La angustia es un sentir complejo que implica desconcierto e impotencia, sentido de opresión y de abandono. En el sentido entendido por M. Heidegger, la angustia está vinculada a la experiencia de la nada, al sentimiento de estar "arrojados" a la vida sin estar anclados en el origen y sin apoyo alguno en el futuro. Es difícil definir el significado de angustia; aquí tomamos el término en el sentido de "sentimiento de extravío y de impotencia".

Muchos textos bíblicos reflejan el sentimiento de angustia que se apodera del hombre frente al mal y frente a la muerte, ya que la muerte es realmente "amarga" (l Sam 15,32). Es verdad que en algunos pasajes se advierte un sentimiento de resignación tranquila y doliente ante la muerte, vista como "el camino de todos los vivientes (cf l Re 2,lss; Jos 23,14; 2Sam 12,13), mientras que se reacciona violentamente ante la muerte del impío. La muerte es una ley igual para todos; hay que resignarse: "No temas la sentencia de la muerte; acuérdate de los que te precedieron y de los que te seguirán. Esta es la ley que el Señor ha impuesto a todo viviente. ¿Por qué rebelarte contra la voluntad del Altísimo?" (Si 41,3-4). "Una generación pasa y otra generación viene" (Qo 1,4): la muerte es un dato ineliminable de la existencia. Por eso es inútil angustiarse.

Sin embargo, la Biblia no llega a endurecer el corazón del hombre con la resignación estoica, sino que da curso libre a toda la angustia humana ante la muerte, terrible e insondable enigma. En efecto, la muerte, como el .e o1 o mundo de los muertos, es por definición tinieblas, separación de Dios y alejamiento de los demás. Así se lamenta Ezequías: "Porque el abismo re o1) no te alaba ni te ensalza la muerte; no esperan los que bajan a la fosa tu fidelidad. El que vive, el que vive, te alaba" (Is 38,18-19).

La angustia nace de la triste comprobación de que la muerte prolonga venenosamente todos sus artilugios dentro mismo de la vida a través de la enfermedad y de las desventuras del hombre: "Las olas de la muerte me envolvían, los torrentes del averno me espantaban, los lazos del abismo me liaban, se tendían ante mí las trampas de la muerte. Clamé al Señor en mi angustia" (Sal 18,5-7).

El peligro inminente de la muerte arroja al salmista en un estado de desaliento y de confusión abismal, como en el Sal 88,16-17: "Desde mi infancia soy un desgraciado, al borde de la muerte; he soportado tus terrores y ya no puedo más. Tus iras han pasado sobre mí y tus espantos me han aniquilado". Obsérvese que el adjetivo "tuyo", varias veces repetido, se refiere a Dios: la angustia está motivada no por la muerte en sí, sino por la relación con Dios que la muerte amenaza con oscurecer, con interrumpir, con eliminar. El deseo de vivir es siempre, para el hombre bíblico, el deseo de estar-con-Dios: la muerte destruye esta relación viva con Dios, que ya no es posible en el mundo de los muertos.

En el Sal 88 la muerte es la negación de las relaciones constitutivas de la existencia, de la relación con las cosas, con los otros, con Dios. Para el salmo, soy "yo" el que muero. Morir no es un suceso que puede concebirse fuera de "mi" morir: no existe la muerte en general o en abstracto, sino sólo la concreción y la singularidad histórica del yo que muere. En consecuencia, el salmista habla del yo que muere, anticipa su fin mediante la indicación de la muerte y la simbolización fantástica. No dice "se muere", sino "yo muero".

Con los muertos están las "sombras" (repa'im) (cf Sal 88,11; Is 14,9; 26,14.19; Job 26,5; Prov 2,18; 9,18; 21,16). Los Refaim son los habitantes del mundo de los muertos; pero quizá no haya que identificarlos con los muertos. Podría tratarse, según una creencia popular, de seres poderosos concebidos como superhombres, pero ahora difuntos y reducidos también ellos a la impotencia y a una existencia de sombras como todos los demás muertos.

La muerte, para el Sal 88, no es, como para M. Heidegger, la más personal de sus posibilidades: aun en la angustia de estar arrojado en el mundo como ser-para-la-muerte, el salmista invoca a "su" Dios como suprema posibilidad de vida. El grito de la oración del salmista no es una toma de posición intelectual-teórica, sino expresión de una esperanza, de un deseo de estar con Dios, cuyo cumplimiento sigue estando fuera del alcance del propio salmista. La angustia no se traduce en afirmación de la nada; no es experiencia de la nada, sino nostalgia y deseo sin solucionar, afán no realizado de relación con Dios. El deseo del hombre frente a la muerte no puede configurarse más que como esperanza y como abandono a la fuente misma del ser (cf Sal 16). Ahora bien, la esperanza es un acto de amor total; y sólo de este amor puede nacer, del modo que Dios quiera, la victoria sobre la muerte. Jesús resucitó porque amó hasta la entrega suprema de sí mismo.

El deseo de Dios no es que muera el impío, sino que se convierta y viva (Ez 33,11; 18,32). ¡Cuánto más deseará Dios que sus fieles compartan con él su alegría de vivir!

4. EL DESEO DE SOBREVIVIR. Morir como miembro de una comunidad no da miedo (cf Gén 25,8; 35,29; 49,29; Dt 32,50). Lo que aterroriza al hombre bíblico es la perspectiva del aislamiento absoluto de Dios y de los demás. El que muere dentro de una comunidad que le honra y lo recuerda, en cierto modo sigue viviendo también a través de la memoria que los vivos hacen de él. El mejor ungüento para embalsamar a los muertos es un buen nombre: "El duelo de los hombres es por los cuerpos, pero el nombre maldito del pecador será borrado. Cuida de tu renombre, porque te quedará como bien mejor que millares de preciados tesoros. La buena vida dura sólo cierto número de días, pero el buen nombre permanece para siempre" (Si 41,11-13; cf Prov 22,1 y su crítica de Qo 2,16).

Los hombres justos y virtuosos "dejaron un gran nombre para que se cantasen sus alabanzas" (Si 44,8); "Los cuerpos fueron sepultados en paz, y su nombre vivirá por generaciones" (Si 44,14). Son numerosísimos, en el AT, los textos en que el recuerdo del buen nombre es una especie de supervivencia entre los descendientes (cf Gén 6,4; Núm 16,2; Si 15,6; 46,11-12; etc.). Esta misma concepción aparece también fuera de la Biblia, por ejemplo, en la Sabiduría de Aquikar y en la literatura rabínica.

El que muere dejando hijos y nietos no desaparece del todo, sino que continúa sobreviviendo en su descendencia: "... No así los hombres de bien, cuyas buenas obras no han sido olvidadas. Sus bienes pasan a su descendencia y su herencia de hijos a nietos. Su descendencia permanecerá fiel a la alianza..." (Si 44,10-12).

En los textos citados el problema no es ya el de la inmortalidad, sino el de una vida sabia y feliz, expresada en un "nombre" que dura más allá de la muerte. La muerte, en Ben Sirá, es considerada como castigo del impío por sus pecados (Si 16,1-15); pero es un mal sólo para el malvado. Para todos los demás hombes la muerte es un hecho natural, establecido por Dios (cf Si 17,1-2). Al malvado la muerte le quita toda esperanza: "Con la muerte del injusto perece su esperanza" (Prov 11,7).

5. EL DESEO DE INMORTALIDAD BIENAVENTURADA. a) Salmos 16; 49; 73. Estos tres salmos plantean de forma análoga el problema de la muerte y de la liberación del se'ol. Se trata de textos sapienciales, muy probablemente posteriores al destierro. Están dominados por el tema de la retribución. Pero ¿son también testimonios de una fe en la vida eterna bienaventurada después de la muerte? Los exegetas no están todos de acuerdo sobre ello: para unos, la perspectiva es intraterrena; para otros, aparece la fe en una eternidad dichosa.

En el Sal 73,24 aparece el discutido verbo lagah (tomar, asumir, raptar): "Con tus consejos me diriges y me llevas (1 qh) hacia un final glorioso". Es el verbo que se usa para el rapto o la asunción de Henoc (Gén 5,24) y de Elías (2Re 2,11), pero también para la vocación de Amós (7,15). Vuelve a aparecer en el Sal 49,16: "Pero Dios rescatará mi vida, me arrancará (1 qh) de las fuerzas del abismo (se ol)". En el Sal 16,10-11 se ex-presa la misma idea de este modo: "Tú no me entregarás a la muerte (se ol) ni dejarás que tu amigo fiel baje a la tumba. Me enseñarás el camino de la vida, plenitud de gozo en tu presencia, alegría perpetua a tu derecha".

¿Se alude entonces a la bienaventuranza eterna después de la muerte? Es cierta la intensidad de la experiencia de fe en Dios: el salmista experimenta de manera profundísima la cercanía y la ayuda de Dios, tanto que no puede imaginarse que la muerte pueda prevalecer sobre Dios y su amor. Pero no parece que le preocupe mucho afirmar algo sobre el "más allá". El "rapto" al lado de Dios es una manera de afirmar y de expresar la fe en la omnipotencia del Dios vivo.

b) Sabiduría. "Dios creó al hombre para la incorrupción" (Sab 2,23), es decir, dotado de la capacidad y constituido del deseo de vivir para siempre su amistad. El hombre no es naturalmente inmortal, pero está hecho a imagen de la eternidad de Dios (cf Sab 2,23). Todo se decide en la libertad humana de vivir según la justicia o la injusticia, con Dios o contra Dios. Y la diferencia entre el justo y el impío se comprende precisamente a partir de lo que acontece en la muerte.

"La justicia es inmortal" (1,15), o sea, es la condición necesaria para que el hombre alcance su destino final de vivir "con él en el amor" (3,9). En efecto, "las almas (las personas) de los justos están en las manos de Dios" (3,1) y "su esperanza está rebosante de inmortalidad" (3,4). Así pues, solamente el justo puede recibir de Dios el don de una inmortalidad bienaventurada. Así se explica por qué Sab evita cuidadosamente usar el verbo morir o el sustantivo muerte a propósito del justo (cf 3,2: "A los ojos de los necios parecía que [los justos] habían muerto").

Para / Sab, la "muerte" no es sólo ni primariamente el fin físico de la existencia terrena, sino la separación eterna de Dios (cf 1,12-13). En consecuencia, Dios no ha creado la muerte ni la quiere (1,13); y la muerte no puede ser el destino de los justos. "Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo y la experimentan los que le pertenecen": la muerte, en cuanto que es oposición y separación de Dios, es consecuencia del pecado; por tanto, propiamente hablando, sólo la experimentan los no-creyentes y los moralmente malvados (2,24).

En el juicio final, designado como "la hora de su visita" (3,7), "los malvados recibirán el castigo" (3,10) de la ruina total y definitiva. ¡Ellos morirán de verdad! Pero los justos experimentarán la divina existencia de amor (3,9), saboreando la "gracia y la misericordia" de Dios y conociendo la verdad.

Si la condición para la vida bienaventurada con Dios es la / justicia, lo cierto es que la justicia se la hace posible al hombre solamente el don de la / sabiduría. En efecto, la sabiduría hace conocer la voluntad de Dios (9,13.17), le da al hombre la capacidad de realizar lo que le place a Dios (9,10-12); por tanto, es principio interior de la vida moral justa (7,27-28). La sabiduría produce la justicia, y ésta hace que fructifique la inmortalidad bienaventurada (6,17-19). En consecuencia, "el deseo de la sabiduría nos eleva al reino" (6,20), para que vivamos con Dios. Y este deseo, si es auténtico, se convierte en oración para alcanzar la sabiduría (Sab 9).

Sab es un libro de esperanza, una ayuda para superar la angustia y la desilusión profunda, causada por tener que morir. La esperanza del impío que no cree "es como brizna que arrebata el viento, como niebla ligera en poder del huracán" (5,14); pero la esperanza del justo que cree no engaña, porque está garantizada por Dios mismo, experimentado existencialmente en la fe. En Sáb se concluye un largo camino de esperanza de victoria sobre la muerte, que se había expresado ya en Is 25,8 ("[Dios] destruirá para siempre la muerte") y en Is 26,19 ("Revivirán tus muertos, sus cadáveres resucitarán"); pero, sobre todo, en Dan 12,1-4 y 2Mac 7.

V. NUEVO TESTAMENTO. 1. JESÚS FRENTE A LA MUERTE DE LOS DEMÁS. a) La angustia de morir. Mientras la muerte afecta a los demás, es una noticia o un hecho que entristece y que asusta, pero deja todavía espacio a la capacidad de seguir viviendo uno mismo y de esperar. Mientras son los otros los que mueren, la muerte no nos toca demasiado. Pero cuando el hombre se descubre no sólo como mortalis, sino moriturus o moribundus, o sea, cuando ve acercarse la sombra terrorífica de la muerte y se siente concretamente acechado por ella, entonces se ve cogido como por sorpresa y le invade el miedo y la angustia.

En los evangelios hay dos episodios que presentan al hombre ante la amenaza inminente de la muerte: la tempestad sobre el lago (Mc 4,35-41 y par) y el caminar de Pedro sobre las aguas (Mt 14,22-33). Durante la tempestad en el lago los discípulos se llenaron de pánico y de terror por miedo a morir; Jesús les dijo: "¿Por qué sois tan miedosos? ¿Por qué no tenéis fe?" (Mc 4,40). Y a Pedro, asustado al ver que se hundía, Jesús le dijo: "Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?" (Mt 14,31).

Jesús es el que puede salvar de la muerte; pero los hombres sólo pueden escaparse de ella mediante la fe, por la intervención de Jesús. La fe libera a los hombres de la profunda angustia existencial que los atenaza en la intimidad cuando ven la muerte ante sus ojos.

b) La angustia por la muerte de los otros. En tres casos se encuentra Jesús con personas que han perdido a alguno de sus parientes: Jairo, que acaba de ver morir a su hijita (Mc 5,22-24a.35-43 y par); la viuda de Naín, que se ha quedado sin su hijo único (Le 7,11-17); las hermanas de Lázaro, muerto (Jn 11,1-46). Jesús devuelve la vida a los muertos, y de esta forma libra de su angustia a Jairo, a la viuda de Naín y a las hermanas de Lázaro. La muerte, en cuanto ruptura definitiva de los vínculos familiares, es un mal insoportable. Jesús se solidariza con las personas afectadas, gime en su corazón, interviene eficazmente y, una vez más, invita a tener fe como superación de la angustia y la desesperación, proponiéndose a sí mismo como principio de vida y de esperanza: "Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá" (Jn 11,25).

Jesús no devolvió la vida a todos los que habían muerto, ya que no había venido a liberar al hombre de su condición mortal. Vino a proclamar y a inaugurar la presencia del reino de Dios, esto es, el poder amoroso y salvífico del Padre, que da sentido y ofrece una finalidad a la vida mortal de los hombres, garantizándoles un éxito final victorioso. En realidad, Jesús vino a liberar al hombre de la angustia y de la desesperación de tener que morir, no a exonerarlo de la muerte.

2. JESÚS FRENTE A SU PROPIA MUERTE. Los evangelios no son una biografía de Jesús, pero permiten una reconstrucción de su experiencia frente a la muerte. La muerte de Jesús fue un acontecimiento único e incomparable; irrepetible, pero auténticamente humano. ¿Cómo vivió Jesús su propia muerte?

Ante la muerte, vislumbrada ya como inminente, Jesús se siente aterrorizado y asustado; exclama: "Me muero de tristeza" (Mc 14,33-34). Esta expresión es una cita del Sal 42,6; con ella Jesús "asume la experiencia de los angustiados del AT, que a su vez prestaban su voz a los diversos aspectos de la angustia humana" (P. Grelot). Jesús no tiene ni el aliento ni el apoyo de los amigos; no tiene el consuelo de la fidelidad de los discípulos, puesto que "todos lo abandonaron y huyeron" (Mc 14,50). También en la cruz Jesucristo manifiesta su angustia: "¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15,34). Sin embargo, él se abandona con amor filial a la voluntad misericordiosa del Padre: "¡ Abba, Padre!", todo te es posible; aparta de mí este cáliz, pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú" (Mc 14,35; cf Lc 22,42; Mt 26,39).

Lucas desarrolla sobre todo la entrega de Jesús al Padre y parece atenuar la angustia de Jesús, que en la cruz grita con voz fuerte: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". El abandono confiado en las manos del Padre tiene los rasgos característicos de la fe bíblica, y Jesús muere como el justo creyente: "El oficial, al ver lo que había ocurrido, daba gloria a Dios diciendo: 'Verdaderamente, este hombre era justo' "(Lc 23,47). Jesús entra en las tinieblas de la muerte no con la luz de una revelación particular, sino con la fe y el abandono filial al Padre. También para él la muerte es una noche oscura, pero no sin esperanza.

La carta a los Hebreos es el único escrito neotestamentario, fuera de los evangelios, que ha meditado sobre la angustia de Jesús frente a la muerte (cf Heb 5,7-9). Jesús se hizo totalmente solidario con la condición humana; sufriendo, aprendió la obediencia, haciéndose autor y consumador de la fe (Heb 12,2).

Los evangelios refieren también tres anuncios anticipados con los que Jesús predijo su muerte (Mc 8,31-32; 9,31; 10,32-34 y par), además de una alusión (Mc 9,9-10 7) y de la parábola de los viñadores homicidas (Mc 12,1-12). Estos textos fueron redactados después de la resurrección de Jesús; sin embargo, parece innegable que Jesús previó cada vez con mayor claridad, sobre todo después del fracaso de su misión en Galilea, su destino de muerte violenta.

Pero la oscuridad del futuro y de su propia muerte forma parte de la experiencia humana de Jesús, el cual sabe, incluso antes de morir, que no se verá olvidado del Padre, ni siquiera en la hora del abandono. Ciertamente Jesús no previó su muerte, contemplándola previamente como en un filme.

3. CÓMO ENTENDIÓ JESÚS SU MUERTE. Jesús previó su muerte violenta por las reacciones que desencadenaba su persona, y la aceptó con el abandono confiado y obediente al Padre, sin que esto le impidiera probar la angustia y el sufrimiento, la oscuridad y la desolación. Ciertamente, Jesús comprendió su muerte tomando como base la misión que él sabía que tenía y el sentido que había dado a su existencia. Pues bien, Jesús había vivido para anunciar el reino de Dios, para dar su propia vida por amor a los demás en obediencia al Padre. El resume así su existencia: "Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve" (Lc 22,27). Su vida fue y se comprendió como proexistencia, como entrega de amor. Aunque probablemente Jesús no utilizó un lenguaje sacrificial, el don consciente de sí mismo por los demás, en la obediencia al Padre, llevaba consigo cierta conciencia del significado salvífico de su propia existencia.

Al ver perfilarse ante él su destino de muerte violenta, Jesús lo reconoció como voluntad del Padre y entendió también su propia muerte, lo mismo que su vida, como total entrega de sí por la vida de los demás, y al mismo tiempo como cumplimiento real de su misión de representante absoluto del Padre.

Esta comprensión de su muerte puede reflejarse en las palabras de Mc 10,45: "El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por todos" (cf Mt 20,28; Lc 22,24-27). El don de sí, que es la sustancia de la vida de Jesús y que lo conducirá a la muerte, es la realización del servicio que Jesús rinde a los hombres. La alusión al siervo de Yhwh parece clara (cf Is 53,12), aunque esta referencia al texto isaiano podría ser fruto de una explicitación de la tradición evangélica, a fin de evidenciar el significado salvífico de la muerte de Jesús.

Otra serie decisiva de textos son las palabras de Jesús en la última cena sobre el don de sí, de su cuerpo entregado y de su sangre derramada por todos (cf Mc 14,22-24 y par; cf lCor 11,24-25). Y el don de sí mismo se relaciona aquí con la conclusión de la nueva alianza, es decir, deja entrever la intención de vivir su propia muerte en la perspectiva de establecer una solidaridad absoluta con sus discípulos.

Como se deduce del tema joaneo de la "hora", la existencia y la misión de Jesús se desarrolló no en la perspectiva de una duración ilimitada, sino como "camino" hacia un momento final y culminante. Poco a poco Jesús comprendió que el momento final —su "hora"— era el de la muerte violenta. Y en ella comprendió que se realizaba el plan del Padre para la salvación del mundo.

4. PABLO Y LA MUERTE: a) Escándalo del crucificado. La muerte de Jesús en la cruz era un escándalo para los judíos (lCor 1,23). Y Pablo sintió el horror típicamente judío ante el "maldito que está colgado de un madero" (Gál 3,13). Su celo judío contra los cristianos era expresión de este horror (cf He 8,3; 9,1-2). Después del encuentro y la experiencia de Cristo resucitado, Pablo hace de la cruz el centro de su predicación: "Nosotros anunciamos a Cristo crucificado" (lCor 1,23; 2,2; 2Cor 3,4; Gál 3,1; 6,14; Flp 2,1). Pablo llegó a ver en la muerte de Jesús incluso el acontecimiento salvífico definitivo.

b) La muerte como don de sí. Cristo murió por nosotros (ITes 5,10), por nuestros pecados (lCor 15,3; cf 1 Pe 3,18), no en lugar nuestro (cf Jn 11,50.51; 18,14). El "murió por todos" (2Cor 5,14), realmente solidario de aquellos que durante su vida están sometidos al temor de la muerte (Heb 2,15). El "morir por" es el gesto supremo de amor: "Dios mostró su amor para con nosotros en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros" (Rom 5,8; cf Gál 2,20; Ef 5,25). Cristo transformó la muerte, viviéndola como acto de amor. El "vivió" su muerte no como un rito cultual, sino como sacrificio personal existencial (Rom 3,23-25).

c) La muerte liberadora. La muerte de Jesús libera de la ley (Gál 5,1) o de la ambigüedad de la ley, dando como fruto la nueva ley, que es el Espíritu vivificante (Rom 8,2). Por consiguiente, su muerte nos ha liberado (Rom 6,18.20.22; 8,2.21; 2Cor 3,17; Gál 2,4; 5,1.13), rescatado (Rom 3,24; 8,23; lCor 1,30; etc.), nos ha sustraído del mundo malvado (Gál 1,4), comprándonos a un precio muy caro (1 Cor 7,23), nos ha rehabilitado y justificado (Rom 6,3-11), nos ha reconciliado con Dios (2Cor 5,18-19), nos ha dado la vida de hijos en Cristo (Rom 6,16-23). Su muerte es nuestra / pascua (lCor 5,7), nuestra salvación, que ejerce sus efectos en nosotros mediante el bautismo y la eucaristía.

Así pues, la muerte de Jesús es el cumplimiento supremo de una vida de fidelidad en el amor a Dios y a los hombres. Jesús le dio al morir un sentido nuevo, y transformó incluso la muerte de sus discípulos que mueren como él y con él. La propuesta de Jesús es darnos a nosotros mismos por la vida del mundo.

d) Victoria de Jesús sobre la muerte. Jesús, que había muerto, resucitó. La muerte fue vencida, derrotada; perdió su dominio (Rom 6,9). Jesús es "la resurrección y la vida" (cf Jn 11,25). El tiene "las llaves de la muerte y del abismo (Hades)" (cf Ap 1,18) y se ha convertido en el "primogénito de todos los muertos" (Col 1,18). Con la resurrección de Jesús ha sido aniquilado el poder de la muerte (1Cor 15,26) y "lo mortal se ha vestido de inmortalidad" (1Cor 15,54). El morir con Cristo y como Cristo ha quedado abierto a la resurrección (lCor 15). Por este motivo, Pablo grita: "¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde, muerte, tu aguijón venenoso?" (lCor 15,55).

e) La muerte y el pecado. La tradición bíblica que había heredado Pablo le presentaba la muerte bien como una conclusión natural de la existencia, bien como un castigo del / pecado. Pablo comprendió, por la muerte y resurrección de Jesús, que todos los hombres son pecadores (Rom 3,9) y que todos "fuimos reconciliados con Dios por medio de la muerte de su Hijo" (Rom 5,10). Por causa del pecado, la muerte hizo su entrada en el mundo (Rom 5,12): si todos morimos, esto significa que también todos pecamos. La muerte, como fenómeno universal, es el signo de una situación universal de pecado.

Al hablar de "muerte", Pablo entiende evidentemente algo más que un simple fenómeno biológico de descomposición: la muerte es también separación de Dios; es dolor, violencia radical, sufrimiento. Por tanto, Pablo ve también la muerte en el contexto de la humanidad sometida al dominio del pecado. Esto no significa que sea, de suyo, la consecuencia o el castigo de los pecados personales.

El morir con Cristo y como Cristo arranca de la ambigüedad peligrosa de la muerte relacionada con el pecado: "Si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él" (Rom 6,8). Como él ha resucitado, también nosotros resucitaremos (lCor 15).

5. LA MUERTE DEL CRISTIANO. Jesús compartió la condición humana hasta la muerte. Pues bien, la muerte del cristiano es realizar la experiencia humana del morir con Jesús y como Jesús. Los evangelios, centrando su atención en la muerte de Jesús, quieren también decirnos cuál es el modo de morir del cristiano que sigue a Jesús. En los otros escritos del NT la muerte cristiana se articula y se desarrolla luego de varias maneras, pero siempre en referencia con la muerte de Jesús. Sin embargo, la finalidad sigue siendo el deseo de vivir y la búsqueda de la superación de la muerte.

a) La unión actual con Cristo. La fe une a Cristo, lo hace ya "ver"; por ella él habita en el cristiano. El estar bautizado es la actuación del "morir con Cristo" a fin de "resucitar con él" (Rom 6,3-11). La eucaristía es la memoria del sacrificio redentor del Calvario por todo el tiempo que nos queda de espera hasta que el Señor venga (lCor 11,26; Lc 22,16). La / fe, el / bautismo y la / eucaristía hacen actuales para nosotros la pasión y la muerte de Jesús; nos dan el Espíritu de Cristo precisamente para hacernos sufrir y morir como Jesucristo, a fin de poder resucitar como él. La / resurrección de Jesús no hace actual para nosotros la resurrección dispensándonos de la pasión. Más aún, Cristo resucitado nos hace capaces de sufrir y de morir con él; nos da el Espíritu para que sepamos y logremos padecer y morir "llevando siempre y por doquier en el cuerpo los sufrimientos de muerte de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal" (2Cor 4,10).

Lo que es decisivo para el cristiano es el actual "ser de Cristo" (1 Cor 3,23), ya que la muerte no es más que la entrada en el eterno "estar con Cristo" (Flp 1,20-25). La esperanza en el futuro, la superación de la desesperación y de la angustia frente a la muerte, se basa precisamente en la experiencia actual de la vida con Cristo. No es una especulación de tipo griego sobre la inmortalidad del alma, sino la unión actual experimentada con Cristo lo que fundamenta la esperanza de la morada eterna: "Sabemos que si esta tienda en que habitamos en la tierra se destruye, tenemos otra casa, que es obra de Dios; una morada eterna en los cielos, no construida por mano de hombres. Por esto gemimos en el estado actual, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra morada celestial, supuesto que seamos hallados vestidos y no desnudos. Mientras estamos en esta tienda gemimos oprimidos, ya que no queremos ser desnudados, sino ser revestidos, para que la mortalidad sea absorbida por la vida. El que nos ha hecho para este destino es Dios, y como garantía nos ha dado su Espíritu" (2Cor 5,1-15). El deseo de vivir, la tensión hacia la plenitud de la vida, coincide con la intención libre de Dios ("el que nos ha hecho para este destino es Dios"), el cual nos da precisamente el Espíritu de Cristo para que logremos vivir y morir de tal manera que podamos resucitar como Cristo. Creer en Dios, como nos lo revela Jesucristo, significa creer en el deseo de Dios de hacernos vivir y en la eficacia de ese deseo: "También nosotros creemos y por eso hablamos, convencidos de que quien resucitó a Jesús, el Señor, también nos resucitará a nosotros con Jesús" (2Cor 4,13-14). La unión actual del cristiano con Cristo mediante su Espíritu es ya la experiencia de ese deseo de Dios de vivir para siempre felizmente con los hombres, y por tanto de "satisfacer" el deseo de vivir que ha puesto en ellos.

b) La muerte del justo. Crucificado con Cristo y viviendo con él (Gál 2,19-20), animado del Espíritu de Cristo (Gál 5,24-25), el cristiano muere con la muerte del justo, con una muerte como la de Jesús (cf Lc 23,47). Para él la muerte no es un mero suceso biológico ni una maldición, sino un acontecimiento crístico, ya que Jesús no abolió la muerte, sino que cambió radicalmente su rostro. Pablo llega a exclamar: "Para mí la vida es Cristo, y la muerte ganancia" (Flp 1,21).

El morir cristiano comienza ya con el bautismo; con la "muerte" al pecado (Rom 6,11), al hombre viejo (Rom 6,6), a la carne o el egoísmo (lPe 3,18), al cuerpo del pecado o al ser pecador (Rom 6,6; 8,10), a la ley o pretensión de autosalvación (Gál 2,19), a todos los elementos del mundo o las diversas ideologías (Col 2,20). Y, al final, un morir a la muerte para pasar de la muerte a la vida (Jn 5,24). La vida con Cristo, inaugurada con el bautismo, nos libera del pecado y de las fuerzas de muerte que nos aprisionan, de todos los poderes que limitan y oscurecen nuestra libertad; nos hace vivir de modo verdaderamente humano. El Espíritu de Cristo nos libera del pecado precisamente porque nos hace vivir como Cristo para hacernos resurgir como Cristo.

Lo mismo que vivió para el Señor, así también el cristiano "muere para el Señor" (Rom 14,7-8; F1p 1,20). Y su muerte abre hacia una dicha sin fin: "Dichosos desde ahora los muertos que mueren en el Señor" (Ap 14,13). En el morir con Jesús tiene lugar nuestro encuentro definitivo con Dios. Nacerá entonces para nosotros "un cielo nuevo y una tierra nueva" (Ap 21,1) y "no habrá más muerte, ni luto, ni llanto, ni pena" (21,4). ¡Para nosotros habrá acabado el "mundo"! Con Jesús viviremos para siempre en Dios, junto con nuestro mundo transfigurado.

c) Estar dispuestos. El "día del Hijo del hombre" (Lc 9,26; 17,24.26-37; Mt 16,27) es el día del juicio de Dios, para el que Jesús nos invita a "estar dispuestos" (Mt 24,42-44; Lc 12,35-48). "Aquel día" realizaremos la experiencia no sólo del juicio divino, sino también y para siempre de su misericordia y de su amor. El estar dispuestos significa vivir creyendo y esperando en el amor incomprensible e inefable de Dios, que se nos ha revelado en Jesucristo. Y entonces la muerte será la experiencia definitiva del misterio del amor. El deseo de eternidad que se oculta en todas las relaciones de auténtico amor se cumplirá entonces en plenitud en la comunión con Dios y con los demás. El auténtico amor efectivo por los propios hermanos desembocará en la realidad del reino: "Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde el principio del mundo" (Mt 25,34). El amor al prójimo, expresión del amor de Cristo por nosotros, es la sustancia de ese "estar dispuestos" para el día del juicio.

d) ¿Muere todo el hombre? Hasta ahora hemos hablado siempre de la muerte del hombre, no sólo de la muerte del cuerpo, ya que la antropología bíblica no separa el alma del cuerpo: el hombre es alma y el hombre es cuerpo. Y lo cierto es que la resurrección afecta al hombre entero. ¿Pero muere todo el hombre en la muerte? Hay que tener presente que, para la Biblia, el "alma" y el "cuerpo" no son dos partes o dos elementos separados que se juntan para construir al hombre; sino dos dimensiones del ser humano: el hombre es "alma" en cuanto que es libertad y capacidad de relación con Dios; es "cuerpo" en cuanto que es solidario de los demás y del mundo. En el pensamiento bíblico no existe un esquema dualista de alma y cuerpo. Por eso es preciso tener mucha prudencia al presentar la muerte como separación de alma y cuerpo; ese lenguaje, por lo demás bastante tradicional en la Iglesia, puede convertirse en un instrumento verbal indispensable para anunciar, en la predicación, la fe cristiana en la supervivencia del yo después de la muerte. Precisamente en cuanto "alma", apertura a Dios creador y salvador, el hombre es inmortal, capaz de acoger el don de la vida divina. Pero esto no debe llevar a la conclusión de que la muerte sea un fenómeno puramente biológico que se refiera sólo al cuerpo, sin tocar para nada al alma. Todo el hombre, en las dimensiones del alma y del cuerpo, está manchado por el pecado; todo el hombre, alma y cuerpo, ha sido redimido por la muerte de Jesucristo.

VI. CONCLUSIÓN. La Biblia no quiere asustar con el pensamiento de la muerte ni inspirar un miedo saludable: tampoco quiere banalizar la muerte, despojándola de su terrible seriedad. Siguiendo a la Biblia, se aprende sobre todo a no manipular la muerte, a mirarla por lo que es. Sería un grave error comprender la fe bíblica como un ars moriendi, como un ejercicio sobre el modo de morir. El creyente no es un artista del morir: el ars moriendi es un juego fútil para afirmarse a sí mismo incluso en la muerte. El creyente acepta la vida de las manos de Dios, como don de su amor, y acepta el deber y poder morir con la misma confiada esperanza en aquel que le concedió poder vivir. Y la medida de la fe no depende del miedo o no miedo de la muerte, porque en este caso el miedo no es vileza, sino horror de lo que es extraño a Dios mismo por ser negación de toda relación. Por eso toda la vida del creyente es un no a la muerte, una aceptación de la vida, a fin de vencer, con Cristo, incluso la muerte.

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A. Bonora