MARCOS
DicTB
 

SUMARIO: I. Notas sobre la historia de su interpretación. II. Temas dominantes y estructura general. III. Conclusiones.
 

I. NOTAS SOBRE LA HISTORIA DE SU INTERPRETACIÓN. En la antigüedad cristiana, Mc, aunque envuelto en el halo prestigioso de Pedro, no fue muy valorado, sobre todo debido a que no es un evangelio tan completo como los de Mateo y Lucas. No sufrió la suerte de la fuente Q, que desapareció después de la publicación de los escritos más completos; pero al menos en un punto se sintió la necesidad de poner remedio a sus lagunas añadiéndole una nueva conclusión (16,9-20), para no terminar con el desconcierto de las mujeres ante el anuncio del ángel junto a la tumba vacía (16,8), sino con la aparición del resucitado, lo mismo que en los paralelos. Tampoco ayudó mucho a cambiar su suerte la hipótesis de Agustín que veía en él al "criado y compendiador" de Mt (De consensu evangelistarum I, 2,4: CSEL 43, 4,12s).

Por el contrario, en el siglo xlx, una vez reconocido en Mc el evangelio más antiguo, fuente de Mt y de Lc [/ Evangelios sinópticos II], la situación cambió de signo: de la vía muerta en donde había estado aparcado durante mucho tiempo, Mc pasó a ocupar una posición clave. La exégesis liberal, pero también sus opositores tanto en el terreno católico como en el protestante, pensaban que era posible reconstruir con facilidad, gracias a Mc, la "vida de Jesús". Llamados a engaño por su estilo simple y popular, pensaban que tenían delante de sí un informe inmediato e ingenuo de los hechos; los liberales estaban convencidos de que podían sacar de él los rasgos de aquel Jesús totalmente humano que estaban buscando, ensombrecidos tan sólo acá y allá por la imagen divina del Jesús de la fe cristiana pospascual (una reviviscencia de este enfoque, a pesar del aparato estructuralista, ha tenido lugar en nuestros días en la lectura "materialista" de F. Belo).

Pero esta ilusión hizo crisis entre los mismos liberales por obra de W. Wrede. Partiendo de la constatación de que todo el relato marciano está atravesado por unos cuantos temas que aparecen continuamente, como la prohibición de revelar la identidad de Jesús (1,34; 3,11s; 8,30; 9,9), la idea de las parábolas como lenguaje oscuro explicado aparte a los discípulos (4,1-34; 7,14-23), la desconcertante falta de inteligencia de los discípulos (4,13; 6,52; 7,18; 8,14-21; 9,9s.31s), Wrede rechazó la exégesis liberal que no había captado la unidad de todos estos temas, sino que había creído posible dar en cada caso una explicación, siempre de tipo histórico y psicológico (progresión pedagógica de Jesús, precaución para evitar explosiones de mesianismo político, etc.). Para Wrede, por el contrario, estamos frente a elementos poco fiables desde el punto de vista histórico (p.ej., ¿cómo era posible mantener en secreto la resurrección de una niña después de saber todos que había muerto?); se trata de un esquema único, de carácter teológico, que pretende subrayar cómo la verdadera identidad de Jesús no pudo ser comprendida durante toda su vida terrena, sino sólo con la pascua (cf 9,9). Así pues, Mc, a pesar de ser el evangelio más antiguo, no es historia, sino que es ya teología, lo mismo que Jn. Para una reconstrucción histórica se lo puede utilizar, no tanto por lo que cuenta de Jesús como porque a través de esas torpes superposiciones que crean contradicciones en el texto deja traslucirse involuntariamente la imagen más original, la de un Jesús que no se consideraba el mesías, sino únicamente un maestro y un reformador religioso. La mesianidad prepascual secreta es el expediente con que la comunidad cristiana intentó ocultar esta contradicción de la mejor manera que pudo.

Wrede señaló los problemas centrales para la interpretación de Mc, aun cuando sus soluciones serían rechazadas por la mayor parte de los autores. Desde el punto de vista histórico, el redescubrimiento de la dimensión escatológica hará abrir de nuevo el problema de la mesianidad de Jesús, expresada al menos implícitamente ya en el ministerio prepascual. Pero también desde el punto de vista de la interpretación de Mc, Wrede deja abierto el problema. Si Mc no es historia, sino teología, ¿a qué se deben esas incoherencias? ¿Hay que atribuirlas a las escasas dotes del evangelista, o bien al interés positivo que se seguía atribuyendo a los datos históricos? ¿En qué sentido es entonces teología, y de qué teología se trata? Todos los estudios sucesivos, hasta nuestros días, seguirán estando dominados por estos interrogantes, con continuas oscilaciones entre el esfuerzo por captar en Mc una coherencia teológica, o bien, al no lograrlo, caer de nuevo en la idea de una obra más histórica que teológica, simple colección de las tradiciones precedentes.

La Formgeschichte deja abierto el problema. Bultmann ve en Mc la fusión entre kerigma pascual y tradiciones sobre el Jesús prepascual maestro y taumaturgo, pero no consigue explicar el porqué. También Dibelius deja sin resolver esta tensión, hablando de "historización del kerigma" y de "libro de las epifanías secretas". Un punto de vista unitario es el que propone, en cambio, H.J. Ebeling: la unidad de Mc está dada por el kerigma, entendido como proclamación de la salvación en el presente. Pero no quiere ser una reconstrucción del pasado, del ministerio prepascual de Jesús (reconstrucción ficticia según Wrede, válida según sus adversarios), sino sólo proclamación de la salvación que el resucitado ofrece a los creyentes. El verdadero tema sería, no ya el ocultamiento de entonces, sino la actual epifanía; las prohibiciones, hechas tan sólo para ser inmediatamente violadas (1,44s; 7,36), serían tan sólo un recurso literario para subrayar la irrefrenable epifanía del Hijo de Dios; la falta de inteligencia de los discípulos serviría para subrayar, no ya la oscuridad de entonces, que fue vencida más tarde por la luz pascual, sino la oscuridad de ahora, debida a la grandeza trascendente del misterio divino, que sigue siendo tal incluso después de revelado.

La Redaktionsgeschichte marciana nace con la intervención de W. Marxsen, que recoge la tesis de H.J. Ebeling, pero atribuyendo esa teología no a la tradición kerigmática, sino a una opción teológica del evangelista, dirigida a prevenir una indebida historización del kerigma. Mientras que Mt y Lc con las apariciones pascuales "cierran" el relato, y de esa manera cualifican todas las páginas anteriores como historia perteneciente ya al pasado, Mc, por su parte (en la forma original, sin el añadido de 16,9-20), terminaba no con una aparición pascual, sino con el anuncio de la futura parusía; efectivamente, éste sería el sentido de la promesa de ver de nuevo a Jesús en Galilea (14,28; 16,7). En consecuencia, el Jesús descrito en Mc no sería, como en Mt y en Lc, el Jesús prepascual en camino entonces hacia la cruz y la resurrección, sino siempre y sólo el Resucitado, en camino ahora hacia la parusía con su comunidad.

Esta interpretación no ha tenido muchos seguidores; pero esta reducción de la narración a una envoltura simbólica ha sido aceptada también por otras posiciones, que ven en Mc una polémica del evangelista contra algún grupo de la Iglesia de su tiempo, representado en los discípulos duros de cabeza e infieles (Trocmé, Tagawa, Weeden, Kelber...); unaparénesis sobre la vida cristiana (Perrin) —aquí entran también aquellos que insisten unilateralmente en el carácter "incompleto" (open-ended) del relato, que se traduciría en una invitación al lector a concluir él mismo, a tomar personalmente posición, como Tannehill, Donahue—, o un apocalipsis, como los apocalipsis judíos, donde los elementos narrativos se dirigen al mensaje de salvación orientado hacia el futuro (Kee).

Pero la mayor parte de los autores rechaza este intento de sacrificar por completo el interés por el pasado en aras del presente. Para muchos, como E. Schweizer, en el centro de la teología marciana está la cruz. Las prohibiciones de divulgar el milagro o de proclamar prematuramente la mesianidad de Jesús, el tema de la ceguera del hombre, que ni siquiera perdona a los mismos discípulos, todo esto intenta subrayar que la salvación se realiza no a través del milagro, no a través de la enseñanza ni a través de la organización de una comunidad, sino únicamente a través de la muerte redentora: sólo en ese instante quedará vencida la ceguera humana, como lo subrayará la exclamación del centurión, que reconoce finalmente en Jesús al Hijo de Dios (15,39).

Pero sigue en pie el interrogante: ¿Por qué entonces tanto espacio al ministerio prepascual, a la relación con los discípulos, a los milagros? Vuelve a aflorar así, en nuestros días, el interrogante de si todos estos aspectos pueden colocarse dentro de una visión cristológica unitaria, que combine el acontecimiento pascual con el ministerio terreno (Minette de Tillesse, Koch, Stock, Fusco, Weber...), o si han de reducirse a cristologías heterogéneas, que el redactor "conservador" se habría limitado a yuxtaponer sin alcanzar una síntesis coherente; son muchos los que vuelven a disolver el "secreto mesiánico" en una pluralidad de temas que hay que explicar uno por uno (Roloff, Ráisánen, Pesch, Best...). Se impone un replanteamiento metodológico que corrija las unilateralidades de la primera Redaktionsgeschichte, pero sin perder su fruto; resulta necesario, antes de formular hipótesis más o menos legítimas sobre la prehistoria del material y sobre la situación histórica del evangelista, comprender en primer lugar el texto mismo como unidad dotada de sentido; por consiguiente, se necesita una lectura sincrónica, pero de tipo estructural, es decir, dirigida a captar la unidad del texto no como superposición confusa, sino como unidad articulada, en la que cada elemento recibe sentido de la función que desarrolla dentro del todo. Una aproximación estructural que a su vez, en nuestro caso, debe ser de tipo narrativo, es decir, orientada a captar el "punto de vista" del narrador, los efectos que éste desea provocar en el lector, el entramado, las tensiones que con su creación y su resolución determinan la dinámica más profunda del relato hasta el desenlace final (Petersen, Boomershine, Tannehill, Rhoads-Michie, Klauck...).

II. TEMAS DOMINANTES Y ESTRUCTURA GENERAL. Desde las primeras líneas se proclama la identidad de Jesús a la luz plena de la fe cristiana, algo así como en el prólogo de Jn: Jesús es el Cristo (1,1), el Hijo muy amado sobre el que el Padre derrama su Espíritu (1,9-11), aquel que superando las tentaciones se revela como el vencedor de Satanás (1,12s); él es el "más fuerte" preanunciado por el Bautista (1,2-8). Pero en Mc, a diferencia de Jn, es como un relámpago que ilumina sólo por un instante el rostro de Jesús, para dejar luego la escena en la penumbra. La voz celestial y la victoria sobre el maligno no tienen testigos humanos; el Bautista habla en futuro, y no señala a Jesús. Cuando Jesús empieza a predicar (1,14s), el mensaje se refiere expresamente sólo a la aproximación del reino y a la urgencia de la conversión; se silencia la identidad de su proclamador.

Frente a la autoridad manifestada a través de la palabra y de los gestos, empieza enseguida a oírse el interrogante: ¿Qué es todo esto (1,27)? ¿Por qué habla éste así (2,7)? ¿Quién es éste (4,41)? ¿De dónde le vienen estas cosas y qué es esta sabiduría que se le ha dado y los milagros tan grandes que se realizan a través de sus manos (6,2s)? ¿Con qué autoridad hace esto (11,28)? Los hombres dan varias respuestas, más o menos malévolas o benévolas: es un loco (3,21), un endemoniado (3,22), el Bautista que ha vuelto a la vida, Elías o alguno de los profetas (6,14-16; 8,27s). Pero Jesús se abstiene de responder; más aún, cada vez que su identidad corre el peligro de ser desvelada, interviene decididamente para impedirlo, imponiendo silencio a los endemoniados (1,34; 3,11s), a los discípulos (8,30; 9,9), apartándose de la gente antes de realizar ciertos milagros y prohibiendo luego su divulgación (1,44s; 5,37.40.43; 7,33.36; 8,23.26). Respecto al imperativo completamente opuesto que está en vigor después de los días de pascua, el de proclamar a Jesús a todos los hombres (13,10; 14,9), el contraste no puede ser más chocante.

No basta con decir que todo esto intenta crear una fuerte tensión narrativa hacia el instante de la revelación. Si tenemos presente al "lector implícito" de Mc, que es un lector cristiano, ya al corriente de la identidad de Jesús como mesías e Hijo de Dios (1,1-13), la verdadera pregunta no es: "¿Quién es Jesús?", sino más bien: "¿Por qué no se manifestó enseguida? ¿Por qué tuvo que ser y él mismo quiso ser un mesías escondido? Puesto que el mesías estaba ya presente entre los hombres, ¿por qué no podía ser proclamado? ¿Qué le faltaba todavía?" Por consiguiente, la tensión no es sólo del pasado hacia el presente, sino también del presente hacia el pasado. El ministerio terreno de Jesús se presenta no como una prehistoria ya superada, sino como algo hacia lo cual debe dirigirse incesantemente la fe cristiana.

Un primer ámbito narrativo (1,14-3,6), aunque comienza con la llamada de los primeros discípulos (1,16-20), considera en primer plano las relaciones de Jesús con el judaísmo contemporáneo, descritas primero en términos de asombro, de admiración, de afluencia de la gente (1,21-45), y luego en términos de una hostilidad cada vez más evidente (2,1-3,6). El escenario predominante es el interior de las sinagogas (1,21-28.39; 3,1-6); las reacciones que se subrayan son las de la gente y los adversarios; los discípulos de momento no desempeñan ninguna función activa especial. La secuencia termina con la dolorosa constatación de la "ceguera" de los adversarios (3,5) y con su decisión de acabar con él (3,6). Con ellos el discurso se cierra, la atmósfera es ya de un relato de pasión, las ulteriores confrontaciones tendrán el sabor de una inútil repetición. En cambio, con los discípulos apenas está iniciado el discurso. Por eso el relato sigue desplazando cada vez más el objetivo hacia estos otros protagonistas.

Un segundo ámbito narrativo (3,7-6,6a) tiene como escenario predominante el espacio abierto, las orillas del lago. Jesús vuelve a enseñar y a hacer milagros mayores que los anteriores, pero sin lograr hacer mella en la incredulidad de sus contemporáneos; también esta secuencia se cierra dolorosamente, como la primera, con el fracaso de Nazaret (6,1-6a). Pero el hecho nuevo, que se convierte en el hilo conductor de esta parte del relato, es la aparición de los doce formando un grupo especial (3,13-19) y destinatarios de una enseñanza privilegiada aparte (4,1-34). En los creyentes reconoce Jesús ya a su verdadera familia (3,20-35). Pero también en ellos manifiesta todo su peso la ceguera humana, que Jesús tiene que reprocharles amargamente (4,13. 41). De momento no se dibuja la victoria ni de la ceguera ni del esfuerzo de Jesús por iluminarlos; el choque entre estas dos fuerzas antagonistas incrementa la tensión del relato.

Un tercer ámbito narrativo (6,6b-8,30), la "sección de los panes", señala un progreso ulterior. La manifestación de Jesús alcanza su culminación en el signo de la multiplicación de los panes, cuya repetición incluso en territorio pagano deja vislumbrar ya la participación de los paganos en el banquete mesiánico, como invoca ejemplarmente la mujer siro-fenicia (7,24-30). Pero a este ensanchamiento del horizonte corresponde su restricción y concentración, de manera casi obsesiva, en las relaciones entre Jesús y los doce, obstaculizadas más que nunca por su obcecación inaudita, que les impide comprender el sentido mesiánico de la multiplicación de los panes (6,32; 8,14-21). Su creciente asociación a la obra de Jesús (la sección se abre con su envío a misionar, que señala un paso adelante respecto a las dos escenas de la vocación y de la institución de los doce con que se abrían las secciones precedentes) contrasta con el aumento de su falta de inteligencia. Estamos ante una situación sin salida. La intensificación de las "epifanías" de Jesús no parecen surtir más efecto que el de poner de relieve lo radical de la ceguera humana, incluso en los discípulos. En esto se apoya la interpretación de E. Schweizer: también esta tercera secuencia, en paralelo con las anteriores, terminaría con el fracaso; pero esta vez se trata de un fracaso mayor, porque son los discípulos los afectados; en este punto ya no hay más grupos sobre los que dirigir el objetivo, no hay más triunfos; sólo queda el camino de la cruz.

En realidad esta tercera sección, después de recalcar tan fuertemente la ceguera (8,14-21), como si quisiera subrayar la gratuidad y la grandeza del don de Dios, sigue narrando la curación de un ciego (8,22-26) —ciertamente no casual en este sitio, incluso por estar en paralelo con la curación de un sordo (7,31-37), precisamente para recordar la sordera y la ceguera que se les reprocha a los discípulos de Jesús (8,18)— e, inmediatamente después, la escena de Cesarea, en donde Jesús es reconocido finalmente como el mesías (8,27-29). Aquí es donde concluye la sección, que por lq demás se había abierto insistiendo una vez más en la pregunta sobre la identidad de Jesús y mencionando las opiniones de la gente, que veía en él al Bautista, a Elías o a alguno de los profetas (cf 8,27-29 con 6,14-16); y con ella se cierra toda la primera parte del relato marciano. Poco después, en la transfiguración (9,1-9), la proclamación de Pedro tendrá una confirmación mucho más autorizada en la voz del Padre.

La prohibición de divulgar la identidad de Jesús (8,30; 9,9) equivale, sin embargo, a decir que no hemos llegado todavía al tiempo de la proclamación. La tensión se hace más fuerte. ¿Por qué estos hombres, que han comprendido finalmente la identidad de Jesús, no pueden proclamarla al mundo? Si lo que antes les faltaba era la comprensión, ¿qué les falta ahora? La respuesta se da inmediatamente con toda solemnidad: es el misterio de la necesidad de la pasión (8,31). El punto de llegada, tan largamente esperado y tan fatigosamente alcanzado, se transforma en un punto de partida. Ni siquiera por un instante es lícito ver en Jesús al mesías sin precisar enseguida: el mesías crucificado.

Ante el anuncio de la cruz vuelve a surgir inmediatamente la falta de inteligencia de los discípulos: Pedro es objeto de una reprimenda por querer apartar a Jesús de su destino doloroso (8,32s). Esto no significa que no tenga ningún valor el reconocimiento de la mesianidad de Jesús, el camino de fe recorrido hasta ahora. Pero la iluminación plena está todavía lejos; Cesarea marcó una etapa necesaria, pero todavía insuficiente.

Se abre así la segunda parte del relato, que desde el primer anuncio de la muerte y resurrección del mesías (8,31) nos llevará hasta su realización (cc. 14-16).

Una primera secuencia amplia (8,27-10,52), hasta la entrada en Jerusalén, muestra a Jesús siempre en camino junto con los discípulos. El escenario, reiteradamente subrayado, es el del camino (8,27; 9,33s; 10,17.32.46.52). Este término asume un alcance más profundo que el puramente material: el camino que Jesús recorre al frente del grupo (10, 32), invitando a todos a seguir sus pasos (8,34; 10,21.28.32.52), es el camino de la cruz. En efecto, el camino está marcado por el anuncio de la pasión, repetido tres veces (8,31; 9,31; 10,32-34). Ante él los discípulos reaccionan en cada ocasión con su incomprensión y su recelo (8,32s; 9,32-34; 10,35-41), pero Jesús replica siempre con la exhortación a su seguimiento: negarse a sí mismo, cargar con la cruz, perder la propia vida (8,34-9,1), hacerse el último y hacerse servidor (9,35); hacerse servidor, lo mismo que Jesús que vino a servir y a dar su propia vida por todos (10,42-45). Aquí es donde el evangelista recoge además cierto número de enseñanzas de Jesús relacionadas todas ellas con problemas concretos de la vida del cristiano y de la comunidad: acogida de los pequeños, comportamiento con los extraños, advertencias contra la discordia y el escándalo (9,36-50), doctrina sobre el matrimonio y el divorcio (10,1-12), no alejar a los niños (10,13-16), pobreza y riqueza(10,17-31), autoridad como servicio (10,35-45). Es siempre la actitud de Jesús, sus opciones de servicio, de pobreza, de humildad, lo que se propone a la comunidad cristiana como criterio para solucionar todos sus problemas: el itinerario de Jesús se convierte en el itinerario de la Iglesia y de todo creyente. La curación de otro ciego, que una vez recobrada la vista "seguía a Jesús en el camino" (10,46-52), adquiere un valor simbólico, cerrando la sección con una nota de esperanza: la ceguera podrá ser vencida, el seguimiento será posible, porque no es únicamente esfuerzo moral del hombre, sino milagro de Dios, don de la gracia.

Después de la entrada en Jerusalén se pueden distinguir: los últimos días de actividad de Jesús, con el choque definitivo con el judaísmo oficial (cc. 11-12); el discurso escatológico a los discípulos, para el futuro de la Iglesia (c. 13), y, finalmente, el relato de la última cena, de la pasión y de la resurrección (cc. 14-16). Pero hay un hilo conductor que unifica todo el relato: el tema de la transición del antiguo templo al nuevo templo espiritual abierto para todos los pueblos. Jesús alude a él cuando purifica el templo de los mercaderes (11,15-19); detenido, es acusado de querer destruir el templo para sustituirlo en tres días por otro nuevo no hecho por manos de hombre (14,58); estas dos indicaciones le hacen comprender al lector cristiano que esta acusación, aunque de una manera retorcida, manifiesta una misteriosa verdad. Por último, en la crucifixión se burlan precisamente de esta pretensión suya (15,29); pero en el mismo momento de su muerte, el desgarrón de la cortina del templo confirma esta verdad (15,38). En efecto, este signo coincide con el otro, el grito del centurión, un pagano, que reconoce en el hombre que muere en la cruz al Hijo de Dios (15,39). Es importante señalar que hasta entonces este título no se lo habían atribuído a Jesús los hombres (excepto los endemoniados, a través de los cuales hablaban los demonios y a los que se imponía silencio: 3,11s.; 5,7), sino sólo el Padre; pero la voz del Padre en el bautismo sólo se había dirigido al mismo Jesús (1,11); y en la transfiguración, sólo a los discípulos, acompañada de la prohibición de divulgar lo que había ocurrido (9,7.9). Solamente al pie de la cruz, en el mismo instante de la muerte de Jesús, es vencida la ceguera humana y el Hijo de Dios es proclamado sin reserva alguna ante el mundo, anticipando simbólicamente la proclamación pospascual de la Iglesia.

Bajo el aspecto cristológico, el relato alcanza aquí su punto culminante. Pero hasta entonces había sido también un relato eclesiológico, y también en este aspecto concluye positivamente: no con el abandono definitivo de los discípulos (Wreden), sino con el encuentro en Galilea con el resucitado, que en la redacción original —aunque no se narraba— se preanunciaba con toda claridad en tono profético por Jesús (14,27s), y que el evangelista sin duda alguna presupone realizado.

III. CONCLUSIONES. Así pues, Mc distingue el pasado del presente (Strecker, Roloff), aunque esto no impide que en el pasado pueda estar ya a veces prefigurado con mayor o menor transparencia también el presente. Incorpora la parénesis (sobre todo en 8,27-10,52), incorpora un apocalipsis, dirigido proféticamente hacia el futuro (c. 13); pero no puede reducirse a ellos. El relato se cumple y se concluye plenamente en el mesías crucificado y resucitado, aun cuando queda sin completar en la Iglesia que camina todavía por el mundo. El Esperado es aquel que ya ha venido.

Pero Mc tampoco puede ser considerado, al revés, como una narración puramente histórico-biográfica. No hay que excluir del todo cierto contacto con este tipo de escritos, ya que se trata de describir una salvación que se realizó a través de una persona concreta, que nació y vivió entre los hombres; pero la diferencia, tanto respecto a los modelos greco-romanos como respecto a los judíos (biografías de los profetas, de los justos), está en el hecho de que el pasado no se reconstruye simplemente sobre la base de la experiencia que van haciendo poco a poco los testigos, sino sobre la base de la iluminación pascual. La resurrección no es sólo un apéndice, como la apoteosis de los héroes helenistas, sino la clave de comprensión que lo ilumina todo retrospectivamente.

Por consiguiente, carecen de fundamento las interpretaciones de Mc que, de diversas maneras, separan el presente del pasado, la Iglesia del Jesús terreno, o bien desvinculan el pasado del presente, al Jesús terreno de la Iglesia. El misterio de Jesús sólo es legible a la luz de la pascua; pero lo que se hace legible en la pascua es el misterio de Jesús, es la cruz, es lo que era ya entonces sin ser comprendido. La tensión entre epifanía y ocultamiento (Beda: "Et taceri jussit et tamen taceri non potuit": CCL 120, 452,597-612) no es una tensión entre dos cristologías centradas la una en la encarnación y la otra en la redención, sino una tensión —en el sentido mejor de la palabra— dentro de una única cristología, que une indisolublemente el acontecimiento pascual y la persona de Jesús.

Por tanto, esta cristología no puede disociarse de una eclesiología. Todo tiende hacia la cruz y la resurrección; pero pasando por Cesarea, pasando a través de la experiencia prepascual de los discípulos. Todo tiende hacia el kerigma pascual; pero este kerigma remite a su vez al Jesús terreno y permanece indisolublemente ligado a él a través de la mediación de los doce; en este sentido es un kerigma fuertemente marcado por la nota de la "apostolicidad".

Aquí radica la coherencia, la unidad teológica e histórica de Mc, unidad en un nivel más profundo, que no excluye en unos niveles menos profundos cierta falta de homogeneidad, ciertas fracturas y tensiones entre esquemas diversos. Sigue siendo lícito preguntarse por la prehistoria del material, bien remontándose más atrás hasta Jesús, bien interrogándose por las tradiciones cristianas que confluyeron en Mc. En el estado actual de las investigaciones sobre Jesús, es lícito ver en la unidad cristológica de Mc el reflejo de una unidad original. Más difícil resulta, por el contrario, reconstruir las circunstancias inmediatas de la obra, los motivos contingentes que pueden haber estimulado al evangelista a presentar en esta forma unitaria elementos que anteriormente, en Pablo, por ejemplo, o en Q, se presentaban por separado: la muerte y resurrección, las enseñanzas, los milagros. Sin excluir la influencia de factores más contingentes, hay que subrayar que este proyecto teológico y literario refleja de todos modos el movimiento intrínseco a la fe cristiana, el mismo que anima la celebración eucarística: la memoria de Jesús que se hace presencia y esperanza.

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