LITURGIA Y CULTO
DicTB
 

SUMARIO: I. Liturgia y culto en el AT.: 1. El vocabulario cultual; 2. Lo sagrado y lo profano; 3. El espacio sagrado: el templo; 4. El tiempo sagrado: el sábado; 5. Las fiestas; 6. Sacrificios y ritualidad; 7. La crítica de los profetas; 8. Memoria, actualización y profecía. II. Liturgia y culto en el NT: 1. Jesús y el culto; 2. Del templo de Jerusalén al cuerpo del Señor; 3. Del sábado al domingo; 4. La cena del Señor.

 

En el culto bíblico encontramos todas las estructuras esenciales de la religiosidad universal: lugares sagrados, tiempos festivos, objetos y personas consagradas, ritos litúrgicos, prescripciones cultuales. La historia comparada de las religiones ofrece numerosas analogías con las costumbres cultuales de Israel. Pero no es nuestro propósito hablar de este profundo arraigo del culto bíblico en la religiosidad universal. Tampoco intentamos subrayar en particular los numerosos parentescos con los cultos del área medio-oriental. Nos interesa más bien poner de relieve la originalidad del culto bíblico. El pueblo de Dios se inspiró de ordinario en los rituales vecinos, que reflejaban la vida de los pastores nómadas o de los agricultores sedentarios; pero releyó profundamente los muchos elementos que había tomado de prestado, purificándolos, seleccionándolos e insertándolos en una síntesis nueva. Es esta "novedad" la que queremos ilustrar. La novedad bíblica, naturalmente, es el resultado de una larga historia, de una evolución amplia y articulada. Pero tampoco podemos aquí ocuparnos de este proceso, que sería sin duda de gran interés: el espacio no nos permite trazar esta evolución ni siquiera en sus etapas principales. Nuestra exposición es necesariamente global: una síntesis de teología bíblica, no una investigación histórica.

I. LITURGIA Y CULTO EN EL AT. 1. EL VOCABULARIO CULTUAL. Para designar el culto, el AT utiliza frecuentemente las palabras `abad (servir) y `abada (servicio). La liturgia es el servicio por excelencia. Pero incluso cuando "servicio" se convierte en término técnico para indicar el acto de culto, nunca pierde su referencia esencial a la existencia: el servicio no es un culto independiente, separado de la vida, sino que abarca siempre la obediencia y la fidelidad. Como se lee en Jos 24, la respuesta global del hombre a la iniciativa de Dios se expresa con el verbo "servir", palabra que —como está claro en el contexto— subraya la adhesión total del hombre al Señor: es inseparablemente culto y vida, adoración y fidelidad.

La versión griega de los LXX traduce la mayor parte de las veces por latreúó o latreía, leitourgeó o leitourgía. El NT, por el contrario, utiliza el vocabulario litúrgico para designar el culto en la existencia, y se sirve de ordinario de un vocabulario profano para indicar el culto litúrgico. Con esta curiosa inversión de vocabulario, el NT no sólo subraya fuertemente la dimensión existencial del culto, sino que intenta también mostrar su novedad respecto al AT.

2. Lo SAGRADO Y LO PROFANO. El hombre religioso, para entrar en contacto con lo divino, selecciona en la vida —es decir, en el mundo profano— algunos gestos, personas, espacios y tiempos, los carga de valor simbólico y los considera como el lugar privilegiado del encuentro con lo divino. En efecto, lo sagrado es una estructura esencial de la religiosidad, ya que la experiencia humana de Dios es necesariamente mediata, es decir, está obligada a pasar a través de algo que no es Dios, y ese algo se convierte Ror eso mismo en evocador de lo divino, es decir, se hace sagrado, distinto, separado del uso profano, objeto de respeto, veneración y temor. En este sentido es ejemplar la narración del sueño de l Jacob en Betel (Gén 28,10-19): el episodio quiere significar ciertamente que el Dios de Israel no es prisionero de un lugar sagrado específico y puede encontrar al hombre en cualquier parte. Pero el mismo relato explica también por qué un•lugar se hace sagrado. El hombre considera "sagrado" el lugar donde se realizó su experiencia de lo divino: "Ciertamente, el Señor está en este lugar y yo no lo sabía". Y lleno de temor, Jacob añade: "¡Qué terrible es este lugar! ¡Nada menos que la casa de Dios y la puerta del cielo!" (v. 17).

Lo sagrado puede incurrir en un peligro muy grave (que la Biblia conoce), el de separar el culto de la vida, introduciendo en la relación con Dios y con el mundo una especie de dualismo: el espacio de lo sagrado para Dios, el espacio de lo profano para el hombre. Sin embargo, a pesar de este riesgo evidente, lo sagrado es tan necesario para el hombre como el aire que respira. Sin espacios sagrados, sin tiempos festivos y sin gestos simbólicos, le faltarían al hombre las "señales" de que Dios está en la vida, de que esta vida va más allá de sus fracasos y de que hay un nuevo mundo en gestación. Lo sagrado "deja vislumbrar un nuevo horizonte de valores y de significados, sin los cuales sería imposible vivir y esperar" (C. di Sante). Lo sagrado, rectamente entendido, no establece algo diverso de lo profano, sino que fundamenta precisamente el sentido de lo profano y revela el fundamento de la vida.

Precisamente en esta relación tan esencial y delicada entre lo sagrado y la vida es donde se emplea a fondo el discurso bíblico, mostrando toda su originalidad. La tradición bíblica concede amplio espacio a lo sagrado; para convencerse de ello basta dar una ojeada a los bloques de legislación sacral recogidos en Éx 25-31 y 35-40 o en Lev 1-7. Pero de forma paralela a esta aceptación cordial y constante de lo sagrado, encontramos un esfuerzo igualmente constante por superar la tentación de concebirlo como una zona separada, sustraída a lo profano. El dinamismo de fondo que llevó a Israel a intuir y a defender el estrecho vínculo entre el culto y la vida es la fe en Yhwh como Dios de la historia. El señorío de Dios abarca a todo el hombre y su vida. Por eso no puede concebirse lo sagrado como lugar separado y exclusivo de lo divino, ni existe lo profano como lugar del que Dios está ausente y por el que se muestre desinteresado. El templo, el sábado y el culto permanecen, pero orientados a la vida: son "señales" que recuerdan el sentido que encierran la vida y la historia [l Símbolo].

El culto bíblico se desarrolla en el marco de la / alianza. Aquí radica su novedad esencial; no en las formas o en los ritos como tales, que con frecuencia están tomados de los pueblos vecinos. La alianza es simultáneamente alianza del pueblo con Dios y de las tribus entre sí: tiene una dimensión religiosa y una dimensión / política. Por eso también el culto, junto al aspecto fundamental de la adoración, desarrolla una función de conversión y de misión. Un elemento que siempre está presente en el culto bíblico es la escucha de la palabra de Dios; palabra que esencialmente compromete a la vida. Mientras que en el culto pagano eran los ciclos de la naturaleza lo que se representaba, en la liturgia bíblica son los sucesos históricos —los gestos de Dios— los que se evocan y actualizan: la liturgia impone una dirección hacia la historia del hombre. Es interesante una confrontación entre el profetismo bíblico y el profetismo, por ejemplo, de Mari. En el profetismo de Mari las órdenes que los profetas presentan en virtud de la revelación se refieren siempre, o casi siempre, al sector cultual. Los profetas bíblicos, por el contrario, proclaman y exigen en primer lugar la soberanía divina sobre toda la vida y la práctica del derecho y de la justicia [t Am 5,21ss; t Is 1,10ss; t Jer 7,1 ss; / Profecía].

3. EL ESPACIO SAGRADO: EL TEMPLO. Como casi todas las religiones, también la bíblica señala algunos espacios sagrados como lugares privilegiados del encuentro con Dios. Esta sacralización del espacio encierra algunos peligros: por ejemplo, el de circunscribir con precisión la presencia de Dios, poniéndola bajo el control del hombre, o la de sustraer a la presencia de Dios el espacio profano. La Biblia conoce también estos peligros, en los que no faltan huellas de concepciones arcaicas. Al huir David, perseguido por Saúl, se niega a salir de los límites del país para no encontrarse lejos de la presencia de Yhwh (ISam 26,19-20). El gesto de Naamán, que se lleva a Damasco un poco de tierra de Palestina para adorar allí a Yhwh, es sin duda conmovedor, pero también es indicio de una concepción muy primitiva: la presencia del Señor está ligada a la tierra de Israel (2Re 5,15-19). Y todavía en tiempos de Jeremías (c. 7) está difundida una concepción mágica del templo.

Pero la esencia de la religión de Israel empujaba en otra dirección: Yhwh es el Señor de la historia y de toda la creación, y por tanto su presencia no puede localizarse sólo en un lugar. El lugar sagrado no es el perímetro de la presencia y de la acción de Dios, sino más bien el signo de la elección: el Dios de toda la tierra se digna manifestarse en un lugar particular y escoge un pueblo particular.

La aguda conciencia de la trascendencia divina no indujo a Israel a eliminar el espacio sagrado en aras de una abstracta espiritualización del encuentro con Dios (al contrario, Israel siempre mantuvo con Dios una relación muy concreta, como lo atestigua su mismo lenguaje antropomórfico), sino que colocó el espacio sagrado en el punto de conjunción de las dos grandes tensiones que caracterizan a la religión bíblica: la invisibilidad y la cercanía de Dios, el universalismo y el particularismo. Naturalmente, una concepción tan clara del espacio sagrado no es un punto de partida, sino de llegada. Pero las premisas estaban ya puestas desde el principio.

Ya la tienda de la reunión, que acompañaba a los israelitas en sus pasos por el / desierto, conciliaba las exigencias de la cercanía de Dios con su invisibilidad y trascendencia. Para encontrar al Señor, Moisés levanta una tienda fuera del campamento, Yhwh desciende en una columna de fuego y / Moisés conversa con él lo mismo que conversan dos amigos (Ex 33,7-11). Dios y el hombre fijan un lugar para encontrarse, y Dios se acerca allí como un amigo, aunque su presencia sigue siendo invisible (la columna de humo). La tienda no se mira tanto como la habitación fija de Dios, sino más bien como el lugar en donde Dios y el hombre se citan para reunirse: el espacio sagrado no delimita la presencia divina, sino que fija el lugar de la reunión. El arca estaba concebida probablemente como el trono de Dios, y por tanto como un signo concreto y tangible de la presencia. Pero era un trono vacío, lo cual subraya la invisibilidad y la trascendencia de Dios. El arca era de este modo el símbolo del Dios escondido y revelado. Los antiguos santuarios, como Siquén, Betel, Mamré, Bersabé, Guilgal, Siló, Mispá, están vinculados desde el principio a los recuerdos históricos de los patriarcas. Estos santuarios no son los espacios mágicos de la presencia de Dios, sino los memoriales de sus encuentros. El espacio sagrado queda así asumido en el dinamismo de la revelación histórica.

Al final, todos los lugares sagrados quedaron superados por la importancia del templo de / Jerusalén, que se convirtió en el lugar por excelencia, en ciertó sentido único, de la presencia de Dios en medio del pueblo. La oración que Salomón pronuncia para su consagración (IRe 8) desarrolla una teología del templo muy lúcida y profunda. En el primer puesto está la conciencia viva de la trascendencia y de la infinitud de Dios: "Pero ¿será posible que Dios pueda habitar sobre la tierra? Si los cielos en toda su inmensidad no te pueden contener, ¡cuánto menos este templo que yo te he construido!" (8,27). El espacio del templo no es el perímetro de la presencia divina. Sin embargo, es precisamente en ese lugar en donde Dios decide ("la ciudad que tú has elegido": 8,44) encontrarse con su pueblo, y en ese lugar es donde el pueblo puede encontrar a su Dios. No es un encuentro mágico, sin embargo, sino personal: el hombre encuentra a su Dios si sube al templo con un corazón disponible, para un encuentro sincero: "Si oran en este lugar, te confiesan su pecado y se arrepienten a causa de tu castigo, escucha tú en el cielo" (8,35-36). El templo no es el lugar en donde Dios habita, sino más bien el lugar en donde Dios se acerca al hombre que viene a buscarlo, se manifiesta y lo salva, lo escucha y lo perdona. Nótese en la oración de Salomón el contraste tan interesante entre la convicción, por una parte, de que a Dios se le encuentra en el templo y la afirmación repetida, por otra, de que él escucha desde el cielo, lugar de su morada (8,30.34.36.39.43.45.49). El templo es el signo de la alianza de Dios con Israel, signo de la / elección y de la historicidad de la / revelación: Dios, a quien ni la tierra ni el cielo pueden contener, escogió esa ciudad (8,44.48). Pero el Dios que se manifiesta en Jerusalén (elección) no se olvida de que es el Dios de toda la tierra y de todos los pueblos (universalidad): Dios escucha también al extranjero que viene de países lejanos, "para que todos los pueblos de la tierra conozcan tu nombre" (8,43).

También para los profetas el templo es el lugar del encuentro con Dios. Es en el templo de Jerusalén donde Isaías tuvo su gran visión (c. 6). Para Jeremías el templo es el "trono de la gloria" y la "esperanza de Israel" (3,17; 14,21; 17,12). Y Ezequiel describe la futura restauración de Israel bajo la imagen de un grandioso templo renovado (cc. 40-43), en donde volvía a morar la gloria del Señor (Ez 43,4). Sin embargo, los profetas se muestran atentos y críticos. La concepción del templo puede fácilmente caer en la magia o en un formalismo sin alma. Los profetas no dejan de recordar que, si es verdad que a Dios se le encuentra en el templo, también es verdad que está sobre todo interesado en lo que sucede fuera de él, en la vida y en el mundo. Cuando el piadoso israelita subía al templo cantando la profunda alegría de su encuentro con el Señor (Sal 84), no se preguntaba por su comportamiento en el templo, sino por su comportamiento en la vida (cf Sal 24; 15; 40,7-9; 50). En la inminencia de la catástrofe, los contemporáneos de Jeremías iban diciendo: "Templo del Señor, templo del Señor" (7,1-15; 26,1-15). Estaban seguros de la invencibilidad de Jerusalén debido a la presencia de Dios en el templo. Para el profeta esta seguridad era totalmente ilusoria (c. 7). Dios escogió una ciudad y un templo, pero mantiene intacta su libertad. La gracia de la elección no puede transformarse en una seguridad mágica y cómoda. Debido al pecado del pueblo, el templo puede ser destruido, como fue destruido el santuario de Silo, a pesar de haber sido la sede del arca. La presencia de Dios en el templo es libre, personal y exigente: Dios quiere la fe, la justicia, la acogida del extranjero (7,5-6). La amenaza de Jeremías es recogida más tarde por Ezequiel, que en una visión ve cómo la gloria del Señor abandona el templo (10,18).

Pero todas estas críticas de los profetas no tienden a superar el templo, sino a mantenerlo en el contexto vivo de la alianza. En el período tras el destierro va teniendo cada vez más importancia —primero entre los judíos de la diáspora y luego también entre los de Palestina— la sinagoga como lugar donde escuchar la "palabra" y hacer la oración comunitaria. Pero la sinagoga no le quita al templo su privilegio, ya que éste sigue siendo el lugar único del culto sacrificial. Y cuando una secta, como la de Qumrán, se separa del sacerdocio y del templo, no es porque sueñe en una religión sin templo, sino porque sueña en un templo renovado y purificado.

4. EL TIEMPO SAGRADO: EL SÁBADO. La originalidad litúrgica de Israel se manifiesta en la prioridad del tiempo sobre el espacio. La liturgia bíblica nace de la historia y remite a la historia. Es esencialmente la celebración de los gestos realizados por Dios en la historia. El mismo espacio del templo, como hemos visto, se transformó en Israel en el signo histórico de la elección. Naturalmente, también aquí se da el riesgo de aislar el tiempo sagrado del tiempo profano, reintroduciendo de este modo la dicotomía entre el culto y la vida, que es el peligro siempre inherente a la concepción de lo sagrado. Pero Israel comprendió que no existe un tiempo para Dios y un tiempo para el hombre, sino un único tiempo en el que Dios actúa para el hombre y en el que el hombre ofrece su propia fidelidad a Dios. Los tiempos festivos son la señal de que Yhwh actuó y sigue actuando en la historia de Israel y del mundo, no ya las etapas de una historia sagrada independiente que corra paralela a la de los hombres.

La tradición bíblica hace remontar la observancia del sábado ala estancia de Israel en el desierto (Ex 16,22-27; Ez 20,12; Neh 9,14). En todo caso, el precepto sabático es ciertamente antiquísimo, como se deriva del hecho de que se encuentre en todas las capas de la legislación del Pentateuco: en el / decálogo (Éx 20,8; Dt 5,12), en el código litúrgico de inspiración yahvista (Ex 34,21), en el código sacerdotal (Ex 31,12-17), en la ley de santidad (Lev 19,3.30; 23,3; 26,2) [/ Ley/ Derecho].

Según Dt 5,15, el sábado es ante todo un memorial de la liberación de Egipto. No un simple recuerdo, sino una verdadera actualización, que renueva la posesión de la libertad, la alegría y el gozo. El sábado es el signo de un pueblo libre. Efectivamente, el poder hacer fiesta es ya por sí mismo un signo de libertad. Durante la esclavitud no quedaba tiempo para el descanso y la fiesta, sino sólo para el cansancio y el / trabajo (Ex 5,6-7). "El sábado se convierte en el éxodo semanal de la esclavitud hacia la libertad y en el éxodo del servicio-trabajo hacia un servicio-fiesta" (G. Ravasi). Memorial de la / liberación y alegría festiva por la posesión de la libertad, el sábado tiene que prolongarse en un compromiso de liberación. El gesto liberador de Dios debe ampliarse a un hecho social. Habiendo conocido la esclavitud, Israel ha de evitar imponérsela a los demás (Ex 20,20; 23,9).

Según Éx 31,13-17 (cf Ex 20,12.20), el sábado es signo de la consagración del / pueblo a Dios. Este concepto tiene cierta analogía con el rito de las primicias: el hombre consagra parte de su tiempo a Dios y renuncia a usarlo para sí, atestiguando de esta manera que Dios es el dueño de todo el tiempo. De aquí la exigencia de santificar el sábado realizando gestos cultuales: abstenerse escrupulosamente del trabajo (cf Is 58,13-14), asistir a la santa asamblea (Lev 23,3), duplicar el sacrificio cotidiano en el templo (Núm 28,9-10)...

Según la tradición sacerdotal (Gén 1,1-2,4; Ex 20,8-11), el sábado tiene su origen en el descanso de Dios al final de la creación. El centro de gravedad no es el trabajo, sino el descanso del sábado. El día séptimo, Dios suspendió el trabajo que había hecho. El hombre no es esclavo de su trabajo; por eso lo suspende, como Dios. El hombre no es esclavo del mundo; por eso suspende el trabajo para contemplarlo y gozar de él.

El sábado asume, finalmente, una connotación escatológica. Así parece deducirse, por ejemplo, de Is 51,1-7, en donde la observancia del sábado se relaciona con frecuencia con la reunión festiva en el futuro de todos los pueblos. La tensión escatológica es muy marcada en la relectura que se hace en la carta a los Hebreos (3,7-4,11), eco sin duda de una concepción difundida en el / judaísmo: el sábado es la figura del descanso escatológico.

Pero es preciso defender el sábado. Hay que defenderlo, por ejemplo, de la mentalidad de los ricos comerciantes y de los propietarios acaudalados de tierras, incapaces de comprender el gozo de la fiesta: no piensan más que en trabajar, producir y ganar (cf Am 8,4-6). Y sobre todo hay que defenderlo de una amenaza todavía más sutil: la excesiva sacralización. Especialmente después del destierro, el sábado se convirtió en objeto de menudas prescripciones rituales y de codificaciones escrupulosas (cf Neh 13,15-22). Los rabinos enumeraban 39 prohibiciones el día del sábado. Esta exasperación legalista, que partía, sin embargo, de una auténtica veneración por el sábado, acabó convirtiéndolo en un yugo para el hombre. No se trataba ya de fiesta, sino de ley. Es uno de los riesgos a los que está sometido siempre lo sagrado. Leemos que durante la revuelta de los Macabeos parte de las tropas judías, atacadas por el enemigo en día de sábado, prefirieron dejarse matar antes de combatir violando el sábado (1 Mac 2,28-32; 2Mac 6,11). Un gesto heroico y conmovedor, sin duda alguna, pero igualmente revelador de una concepción bastante peligrosa del mandamiento de Dios.

5. LAS FIESTAS. Las clásicas fiestas anuales de Israel son las tres fiestas de peregrinación: la / pascua, pentecostés y las chozas o tabernáculos. Se las llama de peregrinación porque se caracterizaban por una gran afluencia de peregrinos al templo de Jerusalén. Su distintivo común es la alegría: "Te regocijarás en tu fiesta" (Dt 16,14). La fiesta rechaza la primacía del mal; niega que el mal sea la realidad última en la historia del hombre. Una alegría delante de Dios y compartida con toda la familia de Dios: "Te regocijarás en tu fiesta tú, tu hijo y tu hija, tu siervo y tu sierva, el levita y el extranjero, el huérfano y la viuda que viven en tus ciudades" (Dt 16,14).

La pascua era en su origen una fiesta agrícola de los campesinos y de los pastores, que celebraban en primavera la fecundidad renovada de la tierra y de los rebaños. Pero en Israel se convierte en una fiesta histórica, que recuerda y actualiza la liberación de Egipto. Un pasaje del Deuteronomio (16,3) subraya fuertemente su carácter de memorial: "Así recordarás todos los días de tu vida tu salida de Egipto". Otro texto del Éxodo (12,1 ss) establece el rito, que evoca el gesto de Dios que libera a los israelitas y hace morir a los primogénitos de los egipcios: la inmolación del cordero, la aspersión de las jambas y del dintel de las puertas con su sangre, la cena familiar en la que se come aprisa el cordero, de pie y con el bastón de viaje en la mano.

Pentecostés era la fiesta de la siega, una fiesta campesina que se remonta probablemente al asentamiento de Israel en Palestina y que tenía origen cananeo. El centro del rito consistía en la ofrenda a Dios de las primicias de la cosecha (cf Lev 23,15-21). Israel insertó también esta fiesta campesina en la historia de la salvación, transformándola en memorial de la alianza entre Israel y su Dios. En el judaísmo del tiempo de Jesús se celebraba en pentecostés el don de la ley en el Sinaí.

Las chozas —el rito preveía precisamente la construcción de unas chozas— era la fiesta de la recolección de los frutos de otoño (cf Lev 23,33-43), fiesta caracterizada por una gran alegría popular: se cantaba y se bailaba en las viñas (cf Jue 21,19-21). Como ocurrió con la pascua y con pentecostés, también sobre el significado originalmente agrícola de la fiesta de las chozas se impuso una dimensión histórica: el recuerdo de la peregrinación de Israel en el desierto bajo las tiendas: "Durante los siete días viviréis en tiendas. Todos los israelitas vivirán en tiendas, para que vuestros descendientes sepan que yo hice vivir en tiendas a los israelitas cuando los saqué de Egipto" (Lev 23,42-43).

Israel transformó las fiestas en celebraciones históricas. Es su originalidad. Pero esta historificación no suprimió la dimensión agrícola; la releyó. Esto es especialmente cierto en las fiestas de pentecostés y de las chozas (cf Dt 16,10ss). Israel celebra simultáneamente a Dios como Señor de la historia y como bienhechor de la tierra. Agrícola no significa naturalista. Israel no celebra los ritmos de la naturaleza, sino el gesto de Dios que le da al hombre la tierra y sus frutos. Este entramado, indudablemente original, de naturaleza y de historia es bastante visible, por ejemplo, en el ritual de la ofrenda de las primicias que refiere Dt 26,1-11: "Y ahora aquí traigo las primicias de los frutos de la tierra que el Señor me ha dado" (v. 10); el piadoso israelita reconoce que la tierra es de Dios y que, por consiguiente, los frutos del campo son un don suyo. "Luego te regocijarás con todos los bienes que te regaló el Señor, tú y tu casa, tú y tu levita y el extranjero residente" (v. 11): los dones de Dios son acogidos en la alegría del gozo; pero no como posesión exclusiva, sino como bienes que compartir: el don de Dios se transforma en fraternidad. Dentro de este marco agrícola se desarrolla un relato histórico: "Mi padre era un arameo errante..." (vv. 5b-9).

Insertas en el dinamismo de la fe de Israel, las fiestas no sólo se transformaron en memoriales, sino que se convirtieron también en profecía, como lo es también el mismo gesto liberador de Dios que ellas celebran: acontecimiento histórico y promesa. Esta orientación escatológica es fácil de percibir, por ejemplo, en Zac 14, donde se describe la era escatológica como una fiesta continua de las chozas.

Finalmente, además de las tres fiestas de peregrinación, hay que señalar la fiesta del Kippur, el día de la expiación (cf Lev 16). Esta fiesta no celebra el gesto liberador de Dios, sino que recuerda la infidelidad del hombre a la fidelidad de Dios: "Más que el gozo, prevalece la confrontación crítica consigo mismo y con Dios" (C. di Sante). Los temas en torno a los que se desarrolla el complejo ritual (sacrificio expiatorio, aspersión con sangre, confesión de las culpas, rito del chivo expiatorio, es decir, del macho cabrío cargado simbólicamente con los pecados del pueblo y enviado lejos al desierto) son el pecado, la conversión y el perdón. Israel se muestra convencido de que el mal no pertenece al proyecto creacional ni se debe a la fatalidad, sino que depende de la responsabilidad del hombre.

6. SACRIFICIOS Y RITUALIDAD. Al analizar el significado del templo, del sábado y de las fiestas, hemos podido captar el núcleo de la liturgia de Israel. Pero se trata de un núcleo rodeado de una amplia floresta ritual, que aquí no nos es posible examinar ni siquiera sumariamente. La complejidad de los ritos esconde lógicamente un peligro: la artificiosidad, la separación de la vida. Como se ve, por ejemplo, en la crítica de los profetas, la piedad de Israel no estuvo siempre libre de este peligro. Pero hemos de reconocer que la ritualidad bíblica, aun en medio de la variedad exuberante de sus formas, puede reducirse sustancialmente a símbolos y gestos elementales ligados a la vida: el agua, el aceite, el pan, la sangre, el incienso, la comida, la ofrenda, el ayuno, la petición de perdón, el sacrificio. "El canto que sube hasta Dios del ritual bíblico no está nunca separado de la profanidad de la acción humana, sino que expresa y anima la existencia mundana del creyente" (G. Ravasi).

En el complejo ritual israelita se distinguen —por importancia y riqueza de significado— los sacrificios y la circuncisión. El sistema sacrificial comprendía el holocausto (se quemaba por completo la víctima en señal de ofrenda total a Dios), el sacrificio' de comunión (parte de la víctima se le ofrecía al Señor y parte se consumía en una comida común entre los participantes), el sacrificio de expiación. El don, la comunión y la expiación expresan las estructuras esenciales de la relación con Dios: reconocimiento del señorío de Dios, a quien se debe total sumisión y adoración (holocausto), deseo de comunión de vida con Dios y con su comunidad (el sacrificio de comunión), restauración de la comunidad rota (el sacrificio de expiación) [/ Levítico II].

La circuncisión, rito de iniciación sexual bastante difundido entre muchos pueblos, se convierte en Israel en signo de la pertenencia al pueblo de Yhwh; en signo vivo, impreso en el cuerpo y en la persona, de la / alianza (Gén 17), otra prueba más de hasta qué punto Israel fue capaz de asimilar de forma original y coherente el patrimonio espiritual común. Contra el peligro de que la circuncisión pudiera convertirse en mero signo externo y mágico, Jeremías nos habla de la "circuncisión del corazón" (4,4; Dt 10,16).

7. LA CRÍTICA DE LOS PROFETAS. Es conocida la dura crítica de los profetas contra toda degeneración del culto: los compromisos con los ritos idolátricos, el énfasis del culto a costa de la vida y, sobre todo, la degradación de Yhwh al nivel de un dios pagano, un dios que es posible plegar a los proyectos del hombre con espléndidos sacrificios y abundantes ofrendas. Los pasajes son numerosos y forman una línea compacta que llega hasta el NT: Am 4,4-5; 5,4-7; Os 6,6; Miq 6,7-8; Is 10,10-20; Jer 7,21-23; Is 58,6-7; Sal 50,8-15; 51,18-19; Prov 15,8; Si 34,18-35,24.

Ya Samuel afirmaba que Dios rechaza el culto de los que desobedecen (1Sam 15,22): "La obediencia vale más que el sacrificio y la docilidad más que lagrasa de los corderos". Amós e Isaías subrayan la primacía de la justicia y del derecho. Jeremías, en medio del templo, denuncia la vanidad del culto que allí se celebra, un culto de palabras privado de conversión (c. 7). El profeta del retorno recuerda en qué condiciones aceptará Dios el culto de su pueblo: cuando haya una comunidad realmente fraternal (Is 58).

Los profetas no son los defensores de una religiosidad sin culto y sin ritos, toda ella espíritu e interioridad. Al afirmar la primacía de la vida sobre el culto, quieren simplemente devolver al culto su sentido original: un culto que nace de la vida y vuelve a la vida. Es clásica la afirmación de Oseas (6,6), recogida por el evangelista Mateo (9,13): "Yo quiero amor, no sacrificios; conocimiento de Dios y no holocaustos". Estamos frente a dos afirmaciones paralelas. En la segunda no se descarta por completo el holocausto, pero se le subordina al "conocimiento del Señor". Así tiene que entenderse también la primera afirmación, que es paralela: afirma fuertemente la primacía de la misericordia o del amor (hesed).

Los profetas no son reformadores litúrgicos. Su pasión no es la reformulación de los ritos y de las ceremonias, actualizando el patrimonio litúrgico para las nuevas generaciones, simplificándolo o enriqueciéndolo. Su pasión es únicamente teológica. Quieren mantener intacto el rostro del Dios de Israel, que un culto mal entendido degrada, por el contrario, y desfigura. Valga un ejemplo por todos: Amós 5,4-6.14-15: "Buscadme y viviréis. No busquéis a Betel, no vayáis a Guilgal, no paséis a Berseba... Buscad al Señor y viviréis... Buscad el bien y no el mal, a fin de que viváis; así el Señor omnipotente estará con vosotros, como decís. Odiad el mal y amad el bien, restableced la justicia en los tribunales". Para captar la fuerza polémica de estas afirmaciones hay que recordar que Betel, Guilgal y Berseba eran los tres grandes santuarios de la nación. Las peregrinaciones a estos santuarios no dan la vida. Es una ilusión buscar la seguridad en ellos. A la búsqueda de Dios que se hacía en los santuarios opone el profeta una serie de imperativos que definen la verdadera búsqueda; buscadme, buscad al Señor, buscad el bien, odiad el mal y amad el bien, practicad la justicia en los tribunales. La búsqueda de Dios no es un puro camino cultual, ni una búsqueda teórica, intelectual y especulativa, ni una búsqueda mística encerrada en la interioridad, sino una búsqueda práctica en el amor concreto a la justicia y al derecho. "El Señor estará con vosotros": esta expresión es probablemente un saludo litúrgico que los peregrinos recibían de los sacerdotes al entrar o al salir del santuario. El profeta la recoge para decir que esto se realiza en la práctica de la justicia.

8. MEMORIA, ACTUALIZACIÓN Y PROFECÍA. Al concluir esta lectura del culto veterotestamentario, podemos intentar una breve descripción del mismo.

En el culto, las palabras, los gestos, las dramatizaciones reevocan las maravillas de Dios realizadas en el pasado, hacen explotar su fuerza en el presente y reviven la esperanza en la intervención futura de Dios. En este sentido el culto es ante todo lugar de revelación (en el culto se celebra, se actualiza y se espera el encuentro de Dios con el hombre) y de tradición (en el culto la comunidad de Israel transmite de generación en generación lo que Dios ha hecho y hace por el pueblo).

La insistencia en el hecho de que Dios no hizo la alianza con "los padres" (Dt 5,3), sino con la generación presente —"No hizo el Señor esta alianza con nuestros padres; la hizo con nosotros, los mismos que todavía hoy vivimos aquí"— demuestra que la función central del culto no es la simple memoria, sino la actualización. El culto intenta suprimir la distancia cronológica y espacial, aunque sin olvidarla: Dios no sólo actuó entonces y en aquel lugar, sino que actúa del mismo modo también aquí y ahora.

A la luz de estas observaciones elementales se comprende con más precisión en qué sentido está el Señor de la historia en el centro del culto israelita. No sólo en la historia, sino también en la celebración cultual que la conmemora y la hace revivir, la primacía corresponde siempre a la acción de Dios y a su palabra. El culto es ante todo un movimiento descendente, de Dios al hombre. Pero es también un movimiento ascendente, del hombre a Dios. En efecto, la acción cultual no es sólo reevocación y actualización de la historia de Dios, sino también ofrenda, proclamación de la fe, adoración, arrepentimiento. Es la respuesta del hombre a Dios.

II. LITURGIA Y CULTO EN EL NT. Al pasar del AT al NT, se tiene ante todo la impresión de una profunda continuidad: Jesús frecuenta el templo y las sinagogas, participa en las peregrinaciones de las fiestas, su oración respira la atmósfera de la oración judía; los apóstoles, incluso después de la resurrección, participan del sacrificio en el templo y de la liturgia judía; así lo hace la primera comunidad de Jerusalén y el mismo Pablo. Pero una lectura un poco más atenta percibe también una profunda novedad.

Podríamos decir que en lo que atañe a la liturgia veterotestamentaria, el NT asume una relación dialéctica, de continuidad y de superación. La razón que impulsa hacia la novedad no es la tendencia a la espiritualización de la búsqueda de Dios, de moda en los círculos filosóficos y místicos del helenismo y acogida también con simpatía por algunos filósofos judíos de la diáspora, como Filón Alejandrino: el culto racional —se decía—, digno del hombre, es la búsqueda interna y personal de Dios. Tampoco es una exaltación de la vida y del compromiso mundano, como puede encontrarse en algunas tendencias modernas. La razón es únicamente el acontecimiento de / Jesucristo, percibido cada vez más como gesto definitivo de Dios y como respuesta perfecta del hombre. Al mismo tiempo, don y respuesta: en la cruz hay un Dios que muere por nosotros en un gesto de suprema y definitiva alianza, y un hombre que muere por Dios en un gesto de perfecta obediencia. No queda ya sitio para otros dones y otras respuestas. El espacio abierto al culto cristiano es ya solamente la memoria de ese don único y definitivo, su celebración y actualización, la inserción de nuestras respuestas imperfectas en aquella perfecta respuesta. Es ésta la savia de la carta a los / Hebreos, que desarrolla una amplia comparación entre la liturgia antigua y el sacrificio y el sacerdocio de Jesucristo: el único sacerdote sustituye a los muchos sacerdotes, el único sacrificio ofrecido una vez por todas suplanta a los muchos sacrificios, la única víctima inmaculada y sin mancha reemplaza a las muchas víctimas. Heb no reflexiona sobre algunos eventuales gestos cultuales realizados por Jesús a lo largo de su vida, sino que descubre un valor cultual en la persona y en la existencia misma de Jesús. El culto perfecto, del que el culto veterotestamentario era una pálida figura, es la existencia histórica de Jesús: Jesús se ofreció a sí mismo, al mismo tiempo sacerdote y víctima. En una afirmación muy polémica (y, por tanto, no privada de cierta unilateralidad), el autor de la carta a los Colosenses (2,16) subraya con mucho vigor el único significado posible del culto cristiano: "Que nadie os juzgue por las comidas o bebidas o por la participación en las fiestas, lunas nuevas o sábados, lo cual es una sombra del futuro, cuyo fundamento es Cristo".

1. JESÚS Y EL CULTO. Si nos preguntamos cuál fue la actitud que tomó Jesús ante la ritualidad litúrgica judía, hemos de responder que fue una actitud de dependencia y al mismo tiempo de libertad, una posición aparentemente contradictoria. Asiste a la sinagoga (Lc 4,16; Mc 1,21) y al templo (Mc 11-12), se dirige a Jerusalén para las fiestas (Jn 7,2ss; 10,22); pero nunca se dice que tomara parte en los sacrificios o en auténticos actos de culto. Envía a los leprosos a los sacerdotes para la purificación ritual (Mc 1,44) y paga el tributo al templo (Mt 17,24-27); pero polemizó también duramente contra el templo (Mc 11,15ss; Jn 2,13ss). Citando a los profetas, dijo que prefería la misericordia al sacrificio (Mt 9,13; 12,7). Reconoce, por un lado, la ofrenda ante el altar, pero afirma por otro que hay algo más importante (Mt 5,23-24). Reivindica para sí y para los discípulos la libertad frente al sábado (Mc 1,27). Supera las prescripciones rituales sobre lo puro y lo impuro, afirmando que lo puro y lo impuro están dentro del hombre, y no fuera (Mc 7).

Esta actitud de Jesús no está dictada meramente por una reacción viva contra la hipocresía cultual; nace de una convicción profunda, teológica, a saber: de que el verdadero espacio del encuentro y de la salvación es él. Por eso mismo concede el perdón de los pecados independientemente de cualquier liturgia penitencial y de cualquier sacrificio en el templo. Y también por eso, cuando al final de su vida carga de significado ritual, litúrgico, el gesto del pan y del vino, Jesús no conmemora simplemente la alianza de Dios con Israel, sino su existencia entregada, su muerte/resurrección.

2. DEL TEMPLO DE JERUSALÉN AL CUERPO DEL SEÑOR. La amplia reflexión veterotestamentaria sobre el templo se prolonga y se completa en el NT. Como todo judío, Jesús frecuenta el templo y lo venera. Pero los evangelios están también de acuerdo en recordar que, como los profetas, Jesús criticó el templo (Mt 21,12-13; Mc 11,15-19; Lc 19,45-48; Jn 2,14-16). Frente al orgullo de los discípulos por la grandiosidad del templo ("¡Maestro, mira qué piedras y qué edificios!"), replica; "¿Véis esos grandes edificios? No quedará aquí piedra sobre piedra; todo será destruido" (Mc 13,1-2). Su crítica del templo fue una de las acusaciones que se le hicieron en el proceso (Mc 14,58). También la primera comunidad de Jerusalén acepta pacíficamente el templo y lo frecuenta (He 2,46): "Todos los días acudían juntos al templo". Pero Esteban (He 7), portavoz del grupo de los helenistas, asumió una posición muy crítica, recogiendo la polémica de los profetas (Is 66,1-2).

Esta actitud dialéctica, mezcla de aceptación y de crítica, no se sale, sin embargo, del ámbito veterotestamentario. Hemos visto que una dialéctica semejante estaba ya presente en la predicación de los profetas. El gran giro tiene lugar cuando se abre camino la conciencia de que el verdadero espacio de la presencia de Dios entre los hombres no es ya el templo de Jerusalén, sino el "cuerpo" de Cristo (Jn 2,21; 1,14). El templo de Jerusalén era su signo prefigurativo (Heb 9). La mujer de Samaria quiere conocer el verdadero lugar del culto: ¿Jerusalén o el Garizín? (Jn 4,23-24); pero se trata de una pregunta que ha perdido ya todo valor: "Se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre... Llega la hora, y en ella estamos, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu yen verdad": con la venida de Cristo han perdido su significado los antiguos lugares de culto; el verdadero lugar de la presencia de Dios son Cristo y el Espíritu: "Adorar al Padre en Espíritu y en verdad es adorar al Padre en el Cristo verdad, bajo la iluminación y la inspiración del Espíritu de verdad" (I. de la Potterie).

En una óptica ligeramente distinta, pero consecuente, Pablo repite que el templo de Cristo es la comunidad, unida a Cristo hasta el punto de constituir su cuerpo: "En él todo el edificio, perfectamente ensamblado, se levanta para convertirse en un templo consagrado al Señor: por él también vosotros estáis integrados en el edificio, para ser mediante el Espíritu morada de Dios" (Ef 2,21-22). No sólo la comunidad, sino cada cristiano es el templo de Dios (lCor 6,19-20).

La última palabra del NT sobre el templo es la sorprendente visión del / Apocalipsis (21,22), en la que se describe la ciudad celestial sin templo alguno: "No vi en ella ningún templo, porque su templo es el Señor, Dios todopoderoso, y el cordero". La nueva ciudad está en comunión perfecta con Dios; una comunión directa, transparente, sin velos ni mediaciones. A Dios no se le encuentra a través de algo, sino cara a cara. Han caído los símbolos, que al mismo tiempo revelan y esconden, y Dios está delante.

3. DEL SÁBADO AL DOMINGO. La tradición evangélica recoge cuatro episodios de la polémica de Jesús sobre el sábado. Los sinópticos recuerdan que los discípulos desgranaban espigas en día de sábado (Mc 2,23-28; Mt 12,1-8; Lc 6,1-5) y que Jesús curó en sábado a un hombre que no se encontraba en grave peligro de muerte (Mc 3,1-6; Mt 12,9-14; Lc 6,6-11). El evangelista Juan narra la curación del paralítico en la piscina (5,1 ss) y la curación del ciego de nacimiento (9,lss). Estas páginas reflejan dos situaciones: la polémica entre Jesús y los fariseos y la polémica posterior entre la Iglesia y la sinagoga. No se trata aquí de distinguir las dos situaciones. Es más importante no olvidar que la concepción farisaica en tiempos de Jesús era mucho más variada y rica de lo que el evangelio nos deja suponer. Al evangelio no le interesa la exactitud histórica; prefiere hacer del fariseo una figura típica, que puede volver a reproducirse (y de hecho se reproduce) en la misma vida de la Iglesia.

La toma de posición de Jesús sobre el sábado se resume en tres afirmaciones: "El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado" (Mc 2,27); "El Hijo del hombre es también señor del sábado" (Mc 2,28); "Mi Padre no deja de trabajar, y yo también trabajo" (Jn 5,17). Con la primera afirmación Jesús recupera el significado original, primitivo, del sábado: es el día en que se celebra el amor de Dios al hombre. Las otras dos introducen en la reflexión una novedad cristológica: el gran acontecimiento que hay que celebrar no es ya solamente la liberación de Egipto, sino la venida del Hijo del hombre; su acción salvífica, que reproduce el amor del Padre. La crítica de Jesús a la concepción farisaica del sábado no es jurídica ni disciplinar, sino teológica. Para Jesús el honor que se debe a Dios no está nunca en contraste con la salvación del hombre. Salvar a un hombre en sábado no es violar el sábado, sino cumplirlo.

Un signo especialmente indicativo de la concepción neotestamentaria del tiempo sagrado es el paso —que sin duda fue gradual y no sin tensiones— del sábado al domingo, llamado en los textos más antiguos "el primer día de la semana" (He 20,7; 1 Cor 16,2). El "primer día de la semana" es el día que —como sugieren todos los evangelistas— evoca la resurrección de Jesús y sus apariciones a los discípulos (Mt 28,1; Mc 16,2-9; Le 24,1; Jn 20,1-9). Las comunidades celebran el domingo, porque es el día que recuerda el hecho central de la salvación y la presencia del Resucitado en la comunidad de los discípulos. El domingo se indica también mediante una segunda expresión, menos atestiguada y ciertamente más tardía, pero igualmente importante: "el día del Señor" (Ap 1,10). Es una expresión que recupera el bíblico "día de Yhwh", con todo su sentido escatológico. El NT no pierde nunca la continuidad con el AT. Pero la expresión se relee ahora cristianamente: el Señor es Jesús, y el acontecimiento escatológico es su resurrección y su parusía: un acontecimiento al mismo tiempo ya sucedido y por esperar.

Colocado entre la resurrección de Cristo y su retorno glorioso al final de la historia, el domingo es el momento fuerte en que se cumplen los gestos que dan significado y consistencia al tiempo presente, tiempo del cumplimiento y de la espera: la cena del Señor, la predicación (He 20,7ss), la caridad (ICor 16,2).

4. LA CENA DEL SEÑOR. Ya hemos aludido al hecho de que el NT evita los términos cultuales —ya en uso en el griego de los LXX— para designar los lugares de culto, los tiempos, los ritos, las cosas y las personas. En compensación, usa repetidamente los términos cultuales (culto, sacrificio, víctima, ofrenda y otros) para designar ámbitos y cosas que en la opinión común son profanos. No se trata de un capricho lingüístico, sino de una concepción concreta: el verdadero culto es la vida, ofrecida a Dios. Escribe san Pablo a los Romanos (12,1-2): "Hermanos, os ruego, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios; éste es el culto racional. Y no os acomodéis al esquema de este mundo; al contrario, transformaos y renovad vuestro interior para que sepáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto". Es significativa la expresión "ofrecer vuestros cuerpos" (sómata); los cuerpos, o sea, toda la persona concreta con sus relaciones, tal como se expresa hacia fuera y en el mundo, no simplemente la espiritualidad del hombre o su interioridad. El culto afecta a todo el hombre, y a través del hombre entero al mundo. El adjetivo "racional" significa el culto auténtico, el culto digno de Dios y del hombre. En concreto, la existencia se hace culto si se vive, no según la lógica (esquema) del mundo, sino según la lógica de Jesucristo.

Pero aun subrayando la primacía de la vida hasta el punto de considerarla como el verdadero culto, el NT recoge igualmente su propia ritualidad concreta, aunque muy sobria y simplificada respecto a la riqueza de la ritualidad veterotestamentaria y judía: por ejemplo, la inmersión en el agua para el bautismo (He 8,34-39), la imposición de manos para el don del Espíritu (He 8,17) o para la concesión del ministerio ordenado (1Tim 4,14), la oración y la unción para la curación de los enfermos (Sant 5,14) y sobre todo la cena del Señor (ICor 11,17-34) [/ Eucaristía].

En la cena del Señor es donde se descubre con particular claridad la concepción neotestamentaria del culto. Los dos gestos de Jesús, el gesto del pan y del vino, se insertan en un marco ritual ya existente en el judaísmo: la bendición antes de la comida (con el pan) y la bendición al final (con la copa). Los dos gestos de Jesús aparecen así en profunda continuidad con el judaísmo; sin embargo,son nuevos, ya que se convierten en signos de su sacrificio. Jesús no solamente vivió su vida en obediencia (Mc 10,45) al Padre y en entrega a los hermanos (el "verdadero culto o el verdadero sacrificio", dirían Rom y Heb), sino que al final de su existencia la recogió y la expresó también en gestos simbólicos, cultuales, con el pan partido y el vino distribuido. Recogida así su vida con gestos rituales, repetibles, celebrativos, Jesús la entrega a los discípulos para que hagan memoria de ella a través del rito ("Haced esto en memoria mía") y en su propia existencia ("Tomad, comed"), inseparablemente.

Son significativas las coordenadas temporales de ICor 11,23-26: "Yo recibí del Señor lo que os he transmitido: que Jesús, el Señor, en la noche en que fue entregado, tomó pan, dio gracias, lo partió y dijo: `Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía'. Después de cenar, hizo lo mismo con el cáliz, diciendo: `Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; cada vez que la bebáis, hacedlo en memoria mía"'. La memoria ("Haced esto en memoria mía") arraiga en un suceso del pasado ("en la noche en que fue entregado") y se extiende hasta la venida del Señor ("hasta que vuelva"). La celebración en los signos forma parte del tiempo intermedio. Los signos del pan y del vino y la cena fraternal muestran, por un lado, que la realidad escatológica está ya aquí, y por esto se la celebra; pero, por otro lado, tratándose precisamente de "signos", muestran que la realidad definitiva no está aquí todavía; de lo contrario, no tendríamos necesidad de signos ("hasta que él vuelva").

El cristiano celebra el cumplimiento con gestos (ritos y fiestas) que al mismo tiempo lo revelan y lo esconden, afirman su presencia y su ausencia. Y como Cristo recogió su existencia (el verdadero culto) en los signos, así también la existencia cristiana (el culto racional) se recoge en momentos/signos que separan de la vida cotidiana, para celebrar el acontecimiento que da sentido a lo cotidiano.

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B. Maggioni