AGUA
DicTB
 

SUMARIO

Introducción. 

I. El agua, elemento de la creación: 
1.
El agua para la vida; 
2. El agua para la purificación. 
3. Las grandes aguas. 

II. El agua como signo y como símbolo: 
1.
El agua para la sed del alma; 
2. El agua para la purificación del corazón; 
3. "Como las grandes aguas". 

Conclusión.


 

INTRODUCCIÓN. La voz "agua" (hebr. mayím, siempre en plural; gr. hydór) aparece más de 580 veces en el hebreo del AT y cerca de 80 veces en el griego del NT, de las cuales casi la mitad en los escritos de la tradición joanea. Pero en torno al término agua aparece toda una constelación de términos (el más frecuente es "mar", hebr. yam, 395 veces; gr. thálassa, 92 veces en el NT), que expresan más directamente la experiencia humana del agua. Así pues, en la Biblia se encuentra: a) la terminología meteorológica: lluvia (de otoño, de invierno, de primavera), rocío, escarcha, nieve, granizo, huracán; b) la terminología geográfica: océano, abismo, mar, fuente (agua viva), río, torrente (inundación, crecida); c) la terminología del aprovisionamiento: pozo, canal, cisterna, aljibe; d) la terminología del uso del agua: abrevar, beber, saciar la sed, sumergir (bautizar), lavar, purificar, derramar. 

Dada la inseparable conexión con todas las formas de vida y con la existencia del hombre en particular, el agua asume en todas las áreas geográfico-culturales un valor simbólico-evocativo, que en el mundo bíblico reviste tonalidades propias. En conjunto, para el AT el tema del agua afecta a unos 1.500 versículos, y a más de 430 para el NT. Es una masa enorme de textos, que atestigua la casi continua presencia de ese elemento en la Biblia, en sus diversas expresiones y valoraciones.

En este artículo podemos solamente dar algunas indicaciones y orientaciones generales sobre el tema del agua como elemento de la creación y como elemento simbólico, indicando que no todos los textos se pueden catalogar exclusivamente bajo una u otra categoría.

I. EL AGUA, ELEMENTO DE LA CREACIÓN. La Biblia se abre y se cierra sobre un fondo de "visiones", en donde el agua es un elemento dominante. Las dos tradiciones del Pentateuco (P: Gén l,lss; J: Gén 2,4bss), que se remontan a los orígenes -aunque desde puntos de vista correlativos y diversos-, ponen en escena el agua como elemento decisivo de la protología; lo mismo hace el Apocalipsis con la escatología (Ap 21-22), inspirándose, por lo demás, en temas de la escatología profética (cf Ez 47,1-12; Jl 4,18; Zac 14,8...). Parece como si la protología y la escatología no pudieran pensarse para el hombre bíblico sin asociar de algún modo a ellas este elemento que envuelve y transmite sensaciones y exigencias, problemas y afanes encarnados en él a lo largo de siglos de historia, vivida en una tierra sustancialmente avara de agua, en donde su búsqueda y su aprovisionamiento era un problema constante y una cuestión de vida o muerte.

En estas visiones de los orígenes y del cumplimiento, el agua está presente en las dimensiones fundamentales en que las percibe el hombre bíblico: a) el agua que depende de la iniciativa de Dios y del hombre; el agua benéfica, condición de bienestar y de felicidad, indispensable a la vida del hombre, de sus ganados y de sus campos, necesaria para las abluciones profanas y rituales; el agua doméstica, que éste está en disposición de dominar; el agua a medida del hombre, podría decirse (cf Gén 2, 6.10; Ap 22,1-2); b) el agua del océano terrestre y celestial [/Cosmos 11,2], del mar, de los grandes ríos con posibles inundaciones, o sea, el agua no sólo está fuera del poder del hombre, sino que es además una amenaza potencial y puede convertirse en agua de muerte y no de vida, de devastación y no de fecundidad y crecimiento (cf Gén 1,2.6-10; 6,11.21-22).

1. EL AGUA PARA LA VIDA. "Indispensables para la vida son el agua, el pan, el vestido y una casa" (Si 29,21; en 39,26 añade otros alimentos, pero el agua sigue siendo lo primero); "El que camina en justicia... tendrá pan y no le faltará el agua" (Is 33,15-16). El pan y el agua representan una asociación espontánea para indicar garantía de vida en regiones áridas. En nuestras regiones de clima templado el agua es sustituida fácilmente por el "acompañamiento" o por el "vino", o es omitida ("ganarse el pan"), puesto que normalmente no constituye ningún problema para la vida. En Ex 17,1-7; Núm 20,2-11 (período de la peregrinación por el desierto) se leen páginas que atestiguan de forma dramática la necesidad de agua para la supervivencia misma de Israel. En el episodio de Éx 17, Israel, exasperado por la sed, se pregunta: "¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?" La falta de agua que pone en peligro la supervivencia del pueblo recién liberado de la esclavitud del faraón, pone también en cuestión la presencia providencial de Yhwh, su poder salvador y el sentido mismo de la liberación; pero, en realidad, lo que pone en cuestión es la falta de fe de Israel, su manía de tentar a Dios (Dt 6,16; Sal 95,9), a pesar de la reciente liberación prodigiosa.

Mas también la vida en la tierra de Canaán imponía la búsqueda, la recogida y la atenta conservación del agua procedente de la lluvia o de las fuentes. La arqueología ha puesto de manifiesto sistemas hidráulicos a veces imponentes y complejos, construidos para asegurar el agua a la ciudad, sobre todo en caso de asedio. Los más grandiosos son los de Jerusalén, Gabaón, Meguido (cf J.B. Pritchard, Agua, en Enciclopedia de la Biblia 1, Garriga, Barcelona 1963, 243-252). La Biblia alude sólo ocasionalmente a estos sistemas, el más conocido de los cuales es ciertamente el que forma un túnel de unos 540 m. en forma de S, excavado en tiempos de Ezequías bajo la colina Ofel, para llevar el agua de la fuente de Guijón, en el valle del Cedrón, hasta dentro de Jerusalén, en el estanque o piscina de Siloé (cf 2Re 20,20; 2Crón 32,30). Una famosa inscripción en la pared del túnel -conservada actualmente en el Museo Arqueológico de Estambul- exalta la obra realizada por las escuadras de excavadores, que partieron de los dos extremos del túnel hasta encontrarse. La excavación de pozos es muy conocida desde el tiempo de los patriarcas (cf Gén 26,1822.32; Núni 21,17s), aun cuando del célebre pozo de la samaritana (Jn 4,5-6.12) no hay ninguna alusión en la historia patriarcal de Jacob.

Para la vegetación en general, y especialmente para el cultivo, la situación de Palestina está bien caracterizada por Dt 11,10-12: "La tierra a la que vais a entrar para poseerla no es como la tierra de Egipto..., donde sembrabas la semilla y la regabas con tu pie, como se riega una huerta. La tierra en que vais a entrar para poseerla es una tierra de montes y de valles que riega la lluvia del cielo. Esta tierra depende del cuidado del Señor; sobre ella tiene fijos sus ojos el Señor desde el comienzo hasta el final": El texto continúa exhortando a la fidelidad a la alianza, que garantizará la lluvia a su tiempo y la abundancia y poniendo en guardia contra la infidelidad, que obligaría a "cerrarse los cielos" y provocaría "la carestía y la muerte" (vv. 13-17; en Palestina las precipitaciones anuales apenas son suficientes para la agricultura). En el texto del Deuteronomio se siente el eco de situaciones como la que describe 1 Re 17,1-16 (la sequía en tiempos de Elías), vividas dramáticamente por Israel en su tierra, y de las que el Deuteronomio hace una lectura teológica.

Dada la conformación geográfica de Palestina, la promesa de una tierra en la que "mana leche y miel" (Éx 3,8; Núm. 13,27) -aun cuando la expresión idealice esta tierra, especialmente para los que entraban en ella después de varios años de desierto, como las tribus de Josué- tenía que incluir alguna referencia a la lluvia fecundante, como parte integrante del don de la tierra, uno de los pilares de la alianza. En efecto, la lluvia y la sequía son uno de los elementos de las bendiciones y maldiciones que forman parte del "protocolo" de la alianza (cf Lev 26,34.1920; Dt 28 12.22-24; cf también la oración de Salomón: I Re 8,35s; 2Crón 6,26s). El texto de Dt 8,7s ofrece una descripción idílica de la tierra prometida, "tierra de torrentes, de fuentes, de aguas profundas", que revela el afecto y desea suscitar el entusiasmo de Israel por su tierra, más que reflejar una situación objetiva; por eso la describe como un jardín de Dios (cf Gén 13,10). Más realista es Sal 65,10-14, que describe la fiesta de la tierra cuando Dios "abre su maravilloso tesoro, los cielos" (Dt 28,12): sólo entonces "las praderas se cuajan de rebaños y los valles se cubren de trigales", ya que la lluvia es una visita de Dios, signo de su benevolencia y complacencia. Los territorios montañosos de Samaría y de Judea no conocen otros modos de vestirse de fiesta.

En el NT el agua en este sentido es mencionada muy raras veces, y siempre en función de otros temas determinantes; recordemos el vaso de agua fresca ofrecido al discípulo de Jesús, que no quedará sin recompensa (Mc 9,41); la lluvia que manda el Padre misericordioso (junto con el sol) para la vida de buenos y malos (Mt 5,45); el agua que la samaritana tiene que sacar del pozo cada día, porque nunca apaga plenamente la sed (Jn 4,13).

2. EL AGUA PARA LA PURIFICACIÓN. El agua como medio de limpieza y de higiene es recordada pocas veces en la Biblia. Aparte de la escasez, que imponía restricciones en todo lo que iba más allá de las necesidades fundamentales para la vida de las personas y de los animales, y aparte de la mentalidad y de las costumbres en cuestiones de higiene, el carácter profano de este uso del agua no presenta en sí mismo ningún interés. Se leen luego algunas indicaciones ocasionales sobre el ofrecimiento de agua a los huéspedes para lavar y refrescar los pies cansados del viaje (cf, p.ej., Gén 18,4), práctica que seguía vigente en tiempos del NT (cf Lc 7,44; Jn 13,5). Por otros motivos siguen siendo famosos los baños de Betsabé (2Sam 11) y de Susana (Dan 13), ¡que tuvieron algún espectador de más!

El empleo del agua como medio de purificación ritual está presente en casi todas las religiones y se relaciona con lo que es considerado "impuro" y debe volver al estado de pureza, es decir, purificado para ser empleado en el culto, mediante abluciones realizadas según determinadas modalidades y normas rituales.

La normativa que más interesa atañe a las personas que pueden ponerse voluntariamente, o incurrir involuntariamente, en situaciones que las hacen "impuras", es decir, indignas de estar en la presencia de Dios en el templo, en la asamblea sagrada, en la guerra santa. El documento P ha recogido y codificado normas de purificación por medio de abluciones para los sacerdotes (Éx 29 b, 30,1821), para el sumo sacerdote ei día del kippur (Lev 16,4.24), para impurezas derivadas de fenómenos sexuales normales o patológicos (Lev 15), para impurezas contraídas al tocar un cadáver (Núm 19,2-10), para purificar el botín de guerra (Núm 31,23-24)...El agua de los celos (Núm 5,1131) no se refiere a un rito de purificación; obligaban a tragarla a la mujer sospechosa de adulterio para revelar su inocencia o su culpabilidad. Era una especie de ordalía o juicio de Dios. La expresión "agua santa" (única en el AT) indica quizá que el agua era sacada de una fuente sagrada, o más simplemente que era de un manantial, es decir, que se trataba de agua viva.

En el NT son raras las alusiones a estas abluciones rituales. La tradición sinóptica (cf Mc 7,2-4; Mt 23,25; Lc 11,38) alude a ellas en tono polémico contra la proliferación e imposición de lavatorios y de abluciones en detrimento de una religiosidad más auténtica o comprometida. Jn 2,6 tiene una indicación aparentemente ocasional ("Había allí seis tinajas de piedra para los ritos de purificación de los judíos...', pero que dentro de su estilo caracteriza a un mundo que está para acabar frente a la irrupción de la nueva era mesiánica, representada por el vino que surge de pronto prodigiosamente en aquellas vasijas. El gesto de Jesús que lava los pies a "los doce" (Jn 13,1-15) va ciertamente más allá del significado de un acto de caridad humilde que se propone como ejemplo. Este lavatorio no tiene ningún carácter ritual; es un servicio; sin embargo, el signo orienta hacia una purificación. Las palabras de Jesús contienen una referencia al bautismo ("el que se ha bañado... ": 13,10) como purificación, que es el camino normal en la Iglesia de acoger el servicio que hizo Jesús a los suyos, aun cuando la purificación sea una de las categorías -no la única- en el NT para la comprensión de la realidad cristiana del l bautismo (cf Jn 3,5; Rom 6), y para Juan lo que purifica radicalmente es la palabra de Jesús (15,3) acogida con fe.

3. LAS GRANDES AGUAS. Esta expresión hebrea (mayím rabbím = lit. las muchas aguas) es una fórmula fija, que indica el agua cósmica que rodea y envuelve al mundo (a menudo en paralelismo con yam, el mar, y tehóm/tehóm rabbah, el abismo, el gran abismo, el mabbül, el océano celestial que rodea y pende sobre la tierra), y también las aguas de los grandes ríos. Esta concepción del cosmos implica una amenaza constante para la vida del hombre. En la Biblia está presente esta concepción, pero las reacciones que suscita asumen tonalidades propias; efectivamente, también esta realidad es percibida, casi filtrada, a través de la fe que hunde sus raíces en la experiencia histórico-religiosa original que Israel como pueblo realizó en el mar Rojo. No es fácil reconstruir qué es lo que sucedió concretamente, pero en aquel acontecimiento fundador para la fe de Israel (Éx 14,31) -cuyos ecos se perciben en toda las Biblia, incluido el NT, hasta el Apocalipsis (15,3)- el pueblo constató el poder de su Dios frente a las grandes aguas.

Una experiencia análoga se registró para la entrada en la tierra prometida con el paso del Jordán durante la época en que iba lleno (Jos 3,15). Así, la marcha del pueblo elegido desde la tierra de la esclavitud hasta la tierra de la libertad queda encuadrada por las gestas del poder de Yhwh sobre las grandes aguas: realmente "el Señor hace todo lo que quiere.en el cielo y en la tierra, en el mar y en todos los abismos" (Sal 135,6).

Esta fe influyó sin duda, aunque de diversas formas, en el doble lenguaje que se observa en la Biblia en conexión con el agua cósmica: un lenguaje más imaginativo, emotivo y poético, que recurre a expresiones de la mitología medio-oriental; y otro lenguaje desmitificado, que podría llamarse más teológico. Se leen, por consiguiente, textos que aluden a una lucha victoriosa de Yhwh con las aguas cósmicas, personificadas a menudo en monstruos del caos primordial (cf, p.ej., Sal 74,12-14; 77,17-19; 89,10-11; Job 7,12; 26,13; Is 51,9), y otros textos que eluden esta escenografía y hablan de las aguas del mar o del abismo como de cualquier otro elemento de la creación (Gén 1,1-910.20-21; Sal 29,10; 33,6-7; 104,2426; Prov 8,28-29; Job 38,16). El lenguaje que utiliza imágenes de la mitología reevoca a menudo de forma explícita o alusiva el acontecimiento del mar Rojo (cf, p.ej., Sal 74,13-14; Is 51,9-10). El recurso a imágenes mitológicas aparece siempre como un artificio literario para exaltar el poder de Yhwh; por eso la coherencia de las imágenes es secundaria, como puede verse en la alusión al Leviatán de Sal 74,13s, donde el monstruo, compendio de todo lo que es hostil a Dios, queda despedazado y destruido; y en Sal 104,26 donde aparece como una criatura de Dios, igual a las demás, que se divierte en el mar, que es también obra de Dios.

El lenguaje más desmitificado aparece de manera inesperada más a menudo en conexión con el vocablo tehóm (36 veces, traducido normalmente al griego por ábyssos). A pesar de la semejanza fonética, los filólogos niegan la derivación directa de tehóm del acádico Tiarnat, el caos primordial en lucha con Marduk, el campeón de los dioses del orden (cf C. Westermann, tehóm en DTAT II, 1286-1292). En la Biblia, tehôm designa la gran masa de agua del mar, su inmensa superficie o su insondable profundidad, como dato geográfico en un sentido puramente objetivo, sin personificación alguna. En el judaísmo indicará también la profundidad de la tierra (o se ól), independientemente de la presencia o no del agua. Es interesante ver cómo esta palabra, a pesar de ser tan afín a la Tiamat babilonia, no se utiliza nunca en el sentido de una potencia hostil a Dios, ni siquiera con motivo literario de antítesis para exaltar la fuerza de Yhwh; en Is 51,10 su uso parece ser un correctivo de la imagen mitológica del dragón Rajab despedazado. La tehóm es un elemento de la creación, y está tan lejos de indicar una fuerza hostil a Dios que es. más bien una fuente de bendiciones, ya que está también en el origen de las fuentes de agua de la tierra firme (cf Gén 49,25; Dt 8,7; Sal 78,15; Ez 31,4). También el relato del diluvio -independientemente de la mezcla de fuentes y de su incongruencia- puede ser ejemplar en este sentido: la narración presenta al gran abismo (tehóm rabbah) y al océano celestial (el mabbúl) como masas de agua de las que Yhwh dispone a su gusto y según su voluntad (Gén 7,11; 8,2). La misma solemne berit pactada con Noé es un signo de este dominio pacífico (Gén 9,1 l). El hombre bíblico evoca con frecuencia las tradiciones del diluvio; pero -no se siente amenazado por las aguas, a pesar de que la tierra está rodeada y envuelta por ellas. La experiencia histórico-religiosa que está en la base de su fe engendra la convicción más profunda de que la relación hombre-Yhwh e Israel-Yhwh es la realidad primera y decisiva para la seguridad de su existencia respecto a la relación hombre-creación. Esto se expresa de forma casi didáctica en el libro de la Sabiduría, último escrito del AT: en la lectura midrásica que el autor hace de algunos momentos del éxodo (Sab 10-12; 16-19) descubre en los acontecimientos el orden admirable de la Providencia, que coordina los elementos creados por ella pj1a la salvación de Israel y el castigo de sus opresores (en particular para el agua, cf, p.ej., 11,6-14).

En el NT, si exceptuamos algunos recuerdos del AT (mar Rojo) y el uso simbólico que hace de él el Apocalipsis, el mar está presente en algunos momentos de los Hechos (viajes de Pablo) y en los evangelios, que (excepto Lucas) utilizan este nombre para el lago de Genesaret. Algunos episodios, como la tempestad calmada (Mc 4,36-41 y par) o los puercos invadidos por los demonios que se precipitan en el mar (Mc 5,11-13 y par), pueden presentar el "mar", en la intención de los evangelistas, como la sede de las potencias hostiles al reino de Dios, de los demonios, sobre los cuales Jesús tiene de todas formas el poder soberano de Yhwh (cf Sal 65,8: "Tú, que acallas el estruendo de los mares"; cf también Sal 89,10; 107,29). Pero éste es también el mar en el cual y del cual vivían varios discípulos, a los que Jesús había llamado de las barcas para que lo siguieran; es el mar por el que camina con menos peligro que por los senderos de Palestina (Mt 14,25-27) y por el que también Pedro puede caminar mientras confíe en Jesús (vv. 28-31); es el mar donde tiene lugar la pesca milagrosa (Lc 5,4-11; Jn 21,1-14). Los episodios evangélicos que tienen como escenario el "mar" de Galilea podrían eventualmente indicar la situación de la comunidad de Jesús en el mundo, con las fatigas, los peligros y también los éxitos que esa situación habrá de suponer.

II. EL AGUA COMO SIGNO Y SÍMBOLO. Para las indicaciones conceptuales y terminológicas relativas a "signo y símbolo" en la moderna antropología, cf l Símbolo. El uso simbólico de una realidad natural tiene una función cognoscitiva y comunicativa: más que una ayuda, es una condición para expresar percepciones o experiencias interiores que el sujeto intenta formularse a sí mismo, aun antes de comunicárselas a los demás, captando en los objetos de su conocimiento sensible ciertas sintonías y correspondencias con esas personas y experiencias. En la concepción bíblica, toda la creación y la historia vivida por Israel están en estrecha dependencia de Dios; por consiguiente, todo (cosas, personas, acontecimientos) puede convertirse en signo de su presencia, en instrumento de su acción, en indicio de algún aspecto de esa relación tan compleja y no siempre fácilmente descifrable de Dios con el hombre. El agua en sus diversos valores se ha convertido fácilmente en símbolo de realidades más profundas, que Israel vivía como pueblo de Dios. La abundancia de aguas con que se describen la protología y la escatología representa ya atávicas nostalgias y aspiraciones, temores y repulsas del hombre bíblico (y en general del medio-oriental), pero interpretadas a la luz de su relación con Yhwh, con el Dios de la alianza, que da un colorido particular a este elemento simbólico fundamental.

1. EL AGUA PARA LA SED DEL ALMA. La protología y la escatología enmarcan la historia, y especialmente la historia del pueblo de la alianza con Dios, llamado a vivir cada día de una realidad que deduce toda su necesidad del simbolismo del agua, comprendida su penuria. Los hebreos tenían que comprar también el agua (Is 55,1; cf Lam 5,4), lo mismo que se compraban normalmente otros alimentos; pero el profeta invita: "¡Id por agua, aunque no tengáis dinero!" El agua que Dios ofrece por labios del profeta no se compra realmente con dinero; la invitación a coger agua es una invitación a escuchar: "Prestad oído..., escuchad, y vivirá vuestra alma" (Is 55,3). El agua es la "palabra", que es verdaderamente la vida de Israel (Dt 8,3; 32,47), sin la cual ni siquiera existiría. De la palabra de Dios dirigida a Abrahán, de la palabra que le promete una descendencia, nace Israel (Gén 12,1-2). En un tiempo en que esta "palabra", que no sólo dio origen, sino que acompañó a Israel a lo largo de su historia, todavía no había sido fijada ni codificada,. sino que resonaba en la viva voz de los hombres de Dios, su falta provocaba "hambre y sed", lo mismo que la falta de pan y agua. Amós amenaza con esta "carestía y sequía", por la que las "bellas muchachas y los jóvenes apuestos" se marchitarán por la sed e irán vagando anhelantes en busca de esa agua (Am 8,11-13). El silencio de Dios forma parte de su castigo, es una especie de destierro del alma de Israel alejada de la "palabra" por haber prestado oídos a otras palabras, por haber buscado otras aguas. Algunos decenios después de Amós, Isaías en el reinado de Judá se lamentaba de que el pueblo hubiera "despreciado las plácidas aguas de Siloé" (Is 8,6), para recurrir a las aguas impetuosas y abundantes del río por antonomasia el Éufrates. La humildad y la placidez de las aguas de Siloé (la fuente que aseguraba el agua, y por tanto la vida, a Jerusalén) y la masa de aguas caudalosas del gran río señalan la desproporción de poder y de seguridad, por motivos políticos, entre una "palabra" fiable y la alianza con un gran imperio como el asirio de aquellos tiempos, frente a la coalición siro-efraimita que preocupaba a Ajaz (734). Vendrá el emperador Teglatfalasar y aniquilará a Efraín y a Damasco; pero será como una inundación también para Judá, según las palabras de Isaías (Is 8,78). Unos decenios más tarde, Jerusalén pudo constatar también la eficacia infalible de la "palabra" que garantizaba su salvación frente a Senaquerib (701 a.C.), siempre con la condición de un acto de fe, que esta vez no vaciló en hacer Ezequías, sostenido una vez más por Isaías (cf Is 37). La fuente de agua viva, abandonada por Judá, volverá otra vez bajo la pluma de Jeremías, en contraposición a las cisternas resquebrajadas, rotas, que no contienen agua (Jer 2,13); estos símbolos se aclaran unos versículos más adelante. Judá ha abandonado al Señor, su Dios, y va intentando beber de las aguas del Nilo y del Éufrates (2,17-18), buscando su seguridad en unas alianzas que se revelarán siempre inútiles y desastrosas, hasta la tragedia del 586 a.C. No cabe duda de que el anónimo profeta del final del destierro, el Déutero-Isaías, se inspiraba también en la experiencia profética de su gran maestro y modelo del siglo viii y de otros profetas, cuando afirmaba la eficacia infalible de la palabra de Dios, parangonándola con la lluvia: después de caer, produce infaliblemente sus efectos sobre la tierra que la acoge (Is 55,10-11).

Estos versículos situados al final del Déutero-Isaías parecen ser el sello de todo lo que había ido anunciando apasionadamente a lo largo de 16 capítulos: el final del destierro y el retorno a la patria de los desterrados será como un nuevo éxodo. Su lenguaje, rico en imágenes deslumbradoras y de un intenso pathos, está totalmente orientado hacia una reactivación de la fe en el Dios de los padres, presente y de nuevo en acción para rescatar a su pueblo y conducirlo otra vez a su tierra; invita a mirar hacia adelante, al futuro; el sentido del retorno a la tierra de los padres está precisamente en el hecho de que la historia de la alianza entre Dios y su pueblo no se ha agotado, sino que ha de continuar. La imagen del agua, que aparece con frecuencia, va acompañada del motivo del camino que hay que recorrer para regresar: habrá que recorrer regiones desiertos, pero éstas se transformarán en tie',, as surcadas de arroyos, y por tanto ricas en vegetación y en frutos, dispuestas a ofrecer solaz y descanso a los desterrados en marcha: "Sí, en el desierto abriré un camino y ríos en la estepa..., para abrevar a mi pueblo, a mi elegido" (Is 43,19-20; cf Is 41,17-20; 44,34; 48,21; 49,10; 51,3: "Hace el desierto como al Edén..., la estepa como el jardín del Señor"). También Is 35 se inspira en el Segundo Isaías, representándose el retorno de los "rescatados" del Señor como una solemne procesión litúrgica que se desarrolla por la vía sacra que conduce a Sión a través de un desierto transformado por fuentes y arroyos (35,6-7). El agua, condición de vida de las caravanas, que programaban su recorrido según la distancia de los oasis y de los pozos, sigue siendo el símbolo de una palabra que garantiza lo que anuncia, que crea condiciones de vida y la renueva incluso donde parece imposible y destinada a extinguirse.

En la línea de este simbolismo se sitúan los textos que se refieren al individuo, concretamente al "justo", el hombre que asume la posición justa delante de Dios: es como los árboles plantados junto a las corrientes de agua, que están en condición de sobrevivir incluso en tiempos de sequía (Sal 1,3; Jer 17,8; Is 58,11; Ez 19,10...). A la imagen estática del árbol acompaña la dinámica del rebaño, al cual el pastor proporciona agua guiándolo a las fuentes (Sal 23,2; Jer 31,9; cf Ap 7,17). El agua está siempre entre, las primeras realidades que afloran a la fantasía como símbolo de vida segura y feliz, tanto presente como futura. Por eso el salmista percibe el deseo del encuentro con Dios, de vivir cerca de su santuario, como una sed ardorosa (Sal 42,23: "Como la cierva busca corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente..."; Sal 63,2: "¡Oh Dios, tú eres mi Dios..., mi alma tiene sed de ti...").

La literatura sapiencial conoce y utiliza el agua como símbolo de la sabiduría. Está presente en algunas sentencias proverbiales (cf Prov 13, 14; 18,4; 20,5; Si 15,3; 21,13), que de ordinario ponen en primer plano al sabio, más que la sabiduría. Sólo en Si 24,23-32 encontramos de forma más amplia y refleja el uso simbólico del agua. Después de identificar la sabiduría con el libro de la ley del Altísimo, el Sirácida dice que la ley contiene tanta sabiduría como agua hay en los ríos del paraíso (Gén 2,1014), que más allá del jardín riegan toda la tierra (¡añadiendo a ellos el Jordán y quizá el Nilo!). De esta abundancia Ben Sirá ha sacado un canal para regar su huerto... Pero la imagen no prosigue coherentemente; dice que este canal se ha convertido en un río y un mar..., ¡y no se sabe ya qué habrá podido suceder con su huerto! La fantasía se ha detenido en el agua, que pasa a ser símbolo de toda la sabiduría recogida en su libro como fruto de su estudio, de su meditación y de su reflexión sobre la tórah, además de la oración al Altísimo y de la observación del mundo (cf Si 39,1-3.5-8: ¡el autorretrato del autor!).

En el NT la presencia del agua con este valor simbólico aparece solamente en los escritos de la tradición joanea. Si en el Apocalipsis hay una perspectiva escatológica (Ap 7,17; 21,6; 22,1.17), la del cuarto evangelio es claramente actual o eclesial. En el diálogo con la samaritana (Jn 4,715), el agua simboliza un don no muy precisado, que parece posible identificar con la revelación de Dios, del Padre, que Jesús hace a los hombres. En la invitación dirigida a la gente en la fiesta de los tabernáculos (Jn 7,3739), el agua se identifica con el Espíritu que recibirían los creyentes en Cristo desde el momento de su "exaltación", según el comentario del evangelista en 7,39. Es conocida la doble posibilidad de lectura de Jn 7,37b38, tomando como base la puntuación adoptada: a) "El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí que beba, como dice la Escritura..."; b) "El que tenga sed, que venga a mí y que beba el que cree en mí. Como dice la Escritura, de sus entrañas brotarán ríos de agua viva". Las dos lecturas encierran algunas dificultades sintácticas (cf G. Segalla, Giovanni, Ed. Paoline 1976, 262s); de todas formas, la interpretación más joanea es ciertamente la cristológica en los dos casos, ya que es de Jesús de donde brota el agua viva y es él quien la da. Jn 19,34 es el texto que en la óptica de Juan parece dar cumplimiento a los demás que hablan del don del agua viva como revelación suprema y definitiva de Dios en Jesús levantado en la cruz y como Espíritu, dones que están ligados a la muerte de Jesús (Jn 7,39; cf 8,28). La simbología más directamente sacramental parece secundaria o implícita en el agua viva que Jesús da y que sale al encuentro de la sed de conocimiento y de salvación definitiva: "El que beba del agua que yo le dé no tendrá sed jamás" (Jn 4,14). Las modalidades concretas a través de las cuales se recoge esta agua no se excluyen en el texto, pero no se muestran en primer plano.

2. EL AGUA PARA LA PURIFICACIÓN DEL CORAZÓN. También como elemento esencial de muchos ritos de purificación, el agua sufre un proceso de simbolización a medida que el conocimiento de Israel, sobre todo bajo el impulso de la predicación profética, profundiza en el concepto de pecado y en la idea de que la impureza de la criatura humana o su indignidad para estar en presencia de Dios es una situación interior, esto es, "del corazón", más que exterior: no hay ningún agua natural ni rito alguno que pueda purificarlo. De todas formas, el agua seguirá siendo el símbolo evocativo más inmediato y comprensible de una intervención que sólo Dios puede realizar. Por eso el orante de Sal 51 pide directamente a Dios la purificación: "Lávame..., purifícame" (v. 4), "purifícame..., lávame" (v. 9), y concreta luego su sentimiento invocando a Dios para que quiera crear en él un corazón nuevo (v. 12). Aparece aquí el verbo bará, que la Biblia reserva para la acción de Dios; el verbo de la creación (Gen 1,1), de donde se deduce la convicción de que una verdadera purificación interior, una verdadera liberación del pecado, equivale a una creación y que esta operación es únicamente obra de Dios. Resuena en estas expresiones del salmista su meditación sobre algunos textos proféticos, como los de Is 1,18; Jer 31,3334; sobre todo Ez 36,25-27 (cf también Zac 13,1: "En aquel día brotará un manantial..., para lavar los pecados e impurezas', los textos clásicos que anuncian una nueva relación con Dios, que originará una purificación interior, un cambio del corazón, ese corazón nuevo que será el único capaz de acoger por entero una nueva alianza.

3. "COMO LAS GRANDES AGUAS". El agua del océano o de los grandes ríos, exorcizada en el plano cosmológico, sigue siendo la imagen simbólica de los grandes peligros que acechan la vida del pueblo o del individuo, frente a los cuales uno es tan impotente como la barquilla a merced del mar tempestuoso o un territorio ante una inundación que lo derriba y lo sumerge todo. Esta imagen aparece en los l Salmos de lamentación (cf Sal 18,4.5.16; 69,2-3.15-16; 88,17-18; 124,4) para presentar a Dios una situación sin otra salida que la intervención de su omnipotencia misericordiosa.

A veces la imagen de las aguas desbordadas aparece en los profetas para indicar la invasión de una nación por los enemigos. La llegada ya recordada de los asirios, llamados por el rey de Judá, Ajaz, será como una inundación del gran río (Is 8,68): Samaría se verá arrastrada por poderosas aguas que la anegarán, contra las que no servirá ningún refugio (Is 28,2.17; véase esta misma imagen para la región de los filisteos en Jer 47,2 y para Babilonia en Jer 51,52).

La corriente apocalíptica remitifica a su vez el mar en cierto sentido, enlazando con la mentalidad semítica ancestral. La masa caótica de las aguas vuelve a ser la morada terrible e insidiosa de las potencias enemigas de Dios. De ella suben los monstruos de la destrucción (cf Dan 7,3ss; Ap 11,7; 13,1; 17,5.8-18), que tienden a destruir o impedir el "cosmos" que Dios va realizando en la historia de la salvación ("el cielo nuevo y la tierra nueva" Ap 21,1; cf Is 65,17;1 Pe 3,13), el pueblo nuevo que él se va formando ("el resto de la descendencia de la mujer", Ap 12,17, contra el que el dragón vomita su riada de agua). El "Sitz ¡in Leben" de este género es la lucha, la persecución contra el pueblo de Dios, los santos del Altísimo (Dan 7,25). La transposición simbólica hace de ella un combate cósmico entre dos campos claramente contrapuestos. La escenificación utiliza algunos elementos que en la tradición anterior de Israel habían servido como motivo literario para exaltar la potencia de, Yhwh, y que ahora se convierten en símbolo de personas, de acontecimientos, de instituciones que forman el "campo enemigo" de Dios y de su pueblo. Por eso el mar con sus monstruos, símbolo una vez más de toda entidad que en el curso de los siglos se ha opuesto al designio de Dios, desaparecerá (Ap 21,1); mientras que seguirá vigente el don de aquel agua que es símbolo de todo lo que Dios ha creado para la vida y la felicidad plena de las criaturas que han acogido su propuesta de salvación, su amor redentor (cf Ap 22,12, que recoge el tema del agua que devuelve la salud y da la vida, de Ez 47,1-12).

Otros simbolismos secundarios, podríamos decir ocasionales, aparecen también en la Biblia en relación con el agua: en Prov 5,15-18 ("Bebe el agua de tu propia cisterna..."); el sabio exhorta a apreciar el amor conyugal, poniendo en guardia contra la infidelidad; en 2Sam 14,14 la mujer de Técoa apela al agua derramada en tierra como imagen de la vida que transcurre inexorable e irrecuperable. Está claro que este último simbolismo está ligado a la característica de la "liquidez más que al agua en sí misma; además el Cantar prefiere el vino al agua como imagen del amor entre los esposos (cf Cant 1,4; 2,4), o la miel y la leche (4,11), pero sin olvidar el agua (4,15).

Un gesto simbólico ligado más propiamente al agua es el "lavarse las manos" para declarar la propia inocencia en hechos de sangre (Dt 21,6; cf Sal 26,6), gesto que hizo célebre Pilato en otro sentido, sustrayéndose a su obligación concreta de juez, que le imponía dejas en libertad a un acusado reconocido como inocente (Mt 27,24).

CONCLUSIÓN. Es significativo que en la Jerusalén celestial el vidente de Patmos no vea ningún templo ni fuente alguna de luz, ya que Dios y el Cordero son su templo y su luz (Ap 21,22-23), mientras que se le muestra el río de agua viva (Ap 22,1-2). Siguiendo en la tradición joanea, podemos recordar que el cuarto evangelio identifica a Jesús con la luz (Jn 8,12) y, de algún modo, con el templo (Jn 2,19-23), pero no lo identifica con el agua; el agua pertenece, en su realidad creada, así como en su valor simbólico, a la categoría del "don", incluso del don por excelencia, el Espíritu derramado en los que creen en Cristo (7,39; cc. 14 y 16, passim; Rom 5.,5; 2Cor 1,22; Gál 4,4-7). La presencia del agua en la visión de Juan sirve para significar -al parecer- que la vida eterna con Dios y en Dios existe como don perennemente acogido, que no anula, sino que supone la alteridad entre el que da y el que recibe, entre el Dios de Jesucristo, el Padre, y sus hijos, hechos definitivamente conformes con la imagen del hijo mediante este don del Espíritu (Rom 8,16ss.29). El misterio de la paternidad de Dios envolverá a sus hijos, sin anularlos, sin absorberlos o consumirlos en sí, como en cierto sentido las misteriosas e insondables aguas cósmicas envuelven también el universo en la perspectiva bíblica.

A. Girlanda