VIOLENCIA
DicPC
 

I. INTRODUCCIÓN.

El término proviene de una raíz indoeuropea que remite al concepto de vida (bios, biazomai; vivo-is: vida, fuerza). Pero esta referencia etimológica nos da una visión positiva de la violencia. Estas connotaciones, en la actualidad, estaría mejor reservarlas para aplicarlas a la agresividad, como nos sugieren K. Lorenz y P. Tournier. Esta tiene también un cariz positivo, mientras que violencia se utiliza comúnmente para señalar el magma conflictivo, irascible, impetuoso, iracundo y brutal en el que se mueven las relaciones entre los hombres. Todos estos sinónimos configuran la descripción del concepto de violencia. Es todos y cada uno de ellos, pero es más que su simple suma. Hoy la violencia, tal vez por su contexto de uso, se ha impregnado de negatividad. Pero la violencia, en su origen, es un factor generador y estructurante de las sociedades humanas.

Se trate de violencia física, verbal, ideológica, sutil o descarada, esta se encuentra omnipresente en todas las relaciones interindividuales. Toma casi un carácter ontológico, como perteneciente al ser humano constitutivamente, cuando se la estudia desde la antropología. Por definición, la violencia es interminable, puesto que ella se engendra a sí misma. La venganza no tiene límites. Los hombres, espontáneamente, han encontrado diversas soluciones eficaces, de forma temporal, contra ella, pero basadas siempre, a su vez, en la propia violencia. Lo sagrado es una de estas soluciones, tal vez la primera en el orden histórico; y por ello lo sagrado es violento. La identidad de la violencia y lo sagrado es el correlato que sostiene la obra más comentada de las últimas dos décadas, La violencia y lo sagrado (R. Girard): Hieros, que procede del védico isirah (fuerza vital), implica a la vez la violencia-fuerza destructora y la violencia-orden constructora. La aplicación de hieros a todos los instrumentos para hacer violencia, es un primer dato filológico de su asociación inextricable. Esta identidad exige una nueva teoría del sacrificio. Y esta violencia de lo sagrado tiene una fundamentación antropológica, articulada en torno al concepto de mimesis. El'hombre es un ser mimético, que imita la conducta de un modelo, que a la vez es su obstáculo, para la apropiación de los objetos. En una /relación de estas características no puede dejar de estallar el conflicto. Dos manos que se tienden a la vez hacia un mismo objeto no pueden dejar de suscitar la violencia, tanto más cuanto que los objetos en los que confluyen los deseos antagónicos son los más raros o escasos. La /antropología, como la etología, constata que esta es la raíz de todo conflicto.

Esta violencia de carácter mimético es actualísima, aunque sea una constante en la historia de la humanidad. La fascinación que ejerce sobre los hombres, en general, su ambivalencia (utilidad constructiva y arbitrariedad destructiva simultáneas), junto con la atracción que congrega a todos los pensadores que sobre ella han opinado, desde Platón a Freud, pasando por Marx y Nietzsche, y a todas las disciplinas, desde la filosofía a la economía, hacen que este concepto no pueda pasar desapercibido. Pero todos ellos tienen en común una lectura de violencia sesgada por la culpabilidad. Otro es siempre el que, con su conducta, justifica mi violencia: el poeta, el padre, el capitalista, o la hipocresía servil de los débiles. En el terreno de lo cotidiano: mi familia, mis jefes, los vecinos...

II. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA.

Podríamos remontarnos a los fundamentos sociológicos originarios de la violencia, y descubrir con Girard que hay dos especies de violencia: violencia recíproca (César y Pompeyo, Caín y Abel, las relaciones rivales, fraternas o no, consistentes en enfrentar a los antagonistas arrojándolos a unos contra otros) y violencia fundadora, directamente relacionada con el sacrificio (lo sagrado sacrificial), y que es la que funda la sociedad. Los sacrificios transcurren como si todos los individuos de una comunidad estuvieran de acuerdo en descargar su violencia particular (recíproca) sobre un único y mismo objeto-sujeto, el cual hace depender su eficacia unitiva de su incapacidad de venganza.

Este análisis de Girard, si cabe, es más penetrante que el de sus predecesores, pues contacta con el núcleo histórico y sociológico de este término, al ponerlo en relación con lo sagrado. Según Girard, no hay duda alguna de que existe un lazo entre los dos tipos de violencia (la que divide y la que une), que vincula a la sociedad humana y la religión con esta violencia ambivalente en un todo comprensivo. Este lazo descansa sobre la explosión de la violencia ritual, que Girard atestigua en multitud de ejemplos, y que extingue la violencia recíproca que amenaza con dividir y enfrentar a la comunidad. Tournier pone en relación el concepto de violencia girardiano con el de libido freudiano. La violencia de Girard y la libido de Freud aparecen, cada una, como una fuerza indestructible, una fuerza de la naturaleza y de la vida, que se puede rechazar, pero jamás destruir, y que se dirige sobre otro objeto cuando una censura le cierra el paso. Una fuerza que siempre busca y encuentra un objeto.

Hay una palabra, familiar a los psicoanalistas, que se incorpora a la lengua: carga. Al igual que la libido, la violencia es una fuerza espontánea e indestructible que se elige un objeto, que puede cargarse en el rival y conducir a un enfrentamiento con él, pero que también es capaz de unir a los dos rivales si, juntos, la cargan en una víctima expiatoria. Y experimentan un gozo intenso, casi divino, en esta reconciliación que va a cimentar su comunidad. Pues en el fondo ya se aman cuando pelean (un fenómeno de transferencia). La libido y la violencia son dos aspectos de una misma realidad, distintos, opuestos incluso,pero solidarios como las dos caras de una moneda. Esto explicaría que el amor se transforme tan fácilmente en violencia y la violencia en /amor, que haya violencia en el amor y amor en la violencia. Esto concuerda con lo que dijeron Hacker y Lorenz: que la violencia no es un simple reflejo de la frustración del amor, sino que está allí como fuerza autónoma que busca un objeto para sí. Pero hay una diferencia fundamental para distinguirlas, pues la libido tiene el carácter de instinto vital, y el hombre carece de mecanismos que le impidan llevar su violencia hasta el final, como es el caso de los animales; por lo tanto no cabe hablar de instinto en la violencia humana. El hombre no posee genéticamente una fuerza inhibitoria de la agresión mortal, como es el caso en los animales. Puede llevar su violencia hasta el final. El fondo del problema de la violencia es el problema del mal y su gran paradoja, o sea, que estamos llamados a la perfección, a la reconciliación, y esta parece imposible. Como dice Kant: constatamos la insociable sociabilidad humana.

Pero la historia ha alumbrado también soluciones: el derecho, como forma de control racionalizada de las fuerzas violentas, que empieza por la Ley del Talión y acaba en el juridicismo actual (que mide analógicamente la culpa), el teatro-trágico, las fiestas, los ritos, la misma filosofía, como violencia crítica y expulsora del mito y de las otras filosofías, las instituciones surgidas de la modernidad, etc., tienen un hilo conductor, y este radica en que sólo por el homicidio, por el sacrificio –cuando el homicidio es legitimado–, se resuelve momentáneamente la rivalidad, la reciprocidad, la simetría de las conductas humanas, las injusticias, la violencia. Sólo expulsando al otro, al doble, al par, es como se consigue crear la diferencia, el orden, la jerarquía, las estructuras; regular la vida social. Los analistas del sacrificio coinciden en darle a este un significado homicida: «La acción principal del sacrificio humano es matar».

La doble faz de toda divinidad antigua, maléfica y benéfica, constitutiva del orden y causante del desorden, es la monstruosidad primera y esencial. Descubrir este doble juego de la violencia, así representado, es acceder a la génesis de todo lo divino y sobrenatural; porque cuando una de las partes o rivales muere víctima del otro, o de la solidaridad de otros indiferenciados (multitud, legiones, turbas) contra uno solo, esa muerte alivia las tensiones de los vivos, que refuerzan su unidad por la unanimidad desarrollada contra esa víctima. Así pues, la víctima, en un principio inculpada del desorden, de la confusión, de la indiferenciación trágica, es ahora encumbrada como benefactora; la muerte violenta libera una energía benefactora para la vida de la comunidad. Lo maléfico y lo benéfico es una dualidad intercambiable y ambivalente. Siempre hay violencia y muerte en el origen del orden cultural, y la muerte decisiva es, generalmente, de un solo miembro de la comunidad. Con ella vuelve la diferencia que da a los individuos su identidad, se restaura el orden perdido debido a la crisis sacrificial, a la crisis de las diferencias. Así, la violencia se positiviza, pues trae consigo el orden y el equilibrio perdidos.

El doble juego de la violencia y lo sagrado coinciden, se identifican. La violencia, al igual que lo sagrado, también es ambivalente; los hombres no la adoran en cuanto tal, sino en cuanto es portadora de la paz, de la única que conocen. La no-violencia aparece como un don gratuito de la violencia y esta apariencia de gratuidad es debida a que los hombres sólo son capaces de reconciliarse, unirse, si es contra un tercero; son unánimes contra uno. Cada sacrificio repite en su ritual el mecanismo eficaz que restauró el orden la primera vez: la unanimidad violenta contra la víctima. Por eso, en las sociedades primitivas, el sacrificio cruento reviste un carácter profiláctico que trata de hacer volver a los miembros del grupo al seno de la comunidad; pero en las sociedades complejas, con una estratificación social marcada, la función del sacrificio es, sobre todo, reguladora de la violencia. Esta catarsis ritual se realiza a través de dos sustituciones: en la primera, la violencia fundadora sustituye con una víctima única a todos los miembros de la comunidad; en la segunda, exclusivamente ritual, sustituye una víctima sacrificial por la víctima propiciatoria, en un intento de imitar exactamente la violencia fundadora.

Las víctimas sacrificadas no pertenecen a la comunidad de pleno, como la víctima propiciatoria –que pertenece, pero ya no es como los demás, es extraña–, pues el sacrificio perdería su propia función y desencadenaría la venganza, una violencia mimética interminable de todos contra todos; o sea, de nuevo la crisis sacrificial. La víctima propiciatoria tiene que ser lo más parecido al doble monstruoso, es decir, tiene que absorber la diferenciación (interior-exterior) y es el trazo de unión entre la comunidad y lo sagrado. Es escogida por sus categorías marginales (niños, esclavos, ganado, mujeres, enfermos o extranjeros, /bárbaros...), pero evitando que sea demasiado cercana o demasiado lejana a la comunidad. Todos los ritos, tanto los que preconizan la inmovilidad del estado en que las cosas se encuentran, como los de paso, apelan continuamente al modelo originario de cualquier estabilidad cultural: la unanimidad violenta contra la víctima propiciatoria. Intentan controlar en su cauce la crisis mimética, para que no se desate la violencia indiferenciada real de la primera vez. Los ritos iniciáticos (de paso) sirven de ejemplo: la iniciación busca que el neófito recorra paso a paso todo lo que se produjo la primera vez, rememorando con precisión las etapas de la crisis sacrificial, para producir los mismos efectos: el orden y la diferencia en la comunidad. El neófito debe sumergirse en la misma crisis, sufrir y ejercer la violencia. Lo mismo sucede en las fiestas: los individuos participantes se ven inmersos en la indiferenciación carnavalesca, enmascarados, se metamorfosean en dobles monstruosos, buscando la misma resolución sacrificial que reproducen los ritos. Todo en lo sagrado primitivo busca la representación mimética de la crisis violenta y su resolución victimaria. Todas las ceremonias, ritos, fiestas, reproducen con fidelidad la unanimidad final contra la víctima propiciatoria, para que todo vuelva a su sitio, para que el neófito recobre su estatuto y la comunidad restituya las diferencias sin verse abocada a una violencia de todos contra todos. Sólo que esta pretensión nunca resulta eficaz, porque todos los hombres creen que su violencia es la más razonable y la definitiva, y no se dan cuenta de que es un paso más en la venganza interminable, una muesca más en la violencia que, al ser personalizada, evita el desencadenamiento de reciprocidades interminables. «Conviene que uno muera por todos». Lohfink, Schwager, Muller, Háring asienten ante esta tesis de Girard; la historia parece que también: Jesús, Gandhi, Luther King, Ellacuría, Monseñor Romero... y los cientos de mártires anónimos que riegan la tierra de sangre por doquier.

La no-violencia es un método de praxis política, social tanto como personal, y viceversa. Porque, a veces, como nos sugiere Ricoeur: «La violencia que uno rechaza se carga a crédito de otra violencia que no ha impedido o que incluso ha estimulado. Por tanto, si la no-violencia debe tener un sentido, tiene que realizarlo en la historia que ella de antemano trasciende; tiene que tener una eficacia que cambie las relaciones entre los hombres»1. Y esto desde dos perspectivas: que la paz que yo defiendo en el plano de las relaciones humanas, públicas o colectivas, se traduzca luego en las interindividuales; y al revés, que la molicie de mi paz individual, no me inhiba de la búsqueda conjunta de la paz colectiva. Hay que pasar, según Ricoeur, de la ética a la moral, porque es la violencia la que lo exige: «La moral es la figura que resiste la solicitud frente a la violencia y la amenaza de violencia. A todas las figuras del mal de la violencia responde la prohibición moral. Aquí reside,sin duda, la razón última por la cual la forma negativa de la prohibición es inexpugnable»2.

III. CONCLUSIONES FINALES.

¿Cuál es la condición a priori que avala toda propuesta pacífica? Que el rostro del otro no sea para mí una máscara indiferenciada; que el otro sea un tú buberiano, sin el cual mi yo no pueda ser. Sólo así será gracia para mí escuchar y poner en práctica: tú no matarás, es la «primera palabra del rostro, una orden. En la aparición ante mí del rostro hay un mandamiento. Ese rostro es el que me impide matar»3. El siervo de Yavé es la respuesta cristiano-personalista: el otro es un hermano, no un extranjero, ni un enemigo potencial; por eso no resistiré a su mal, aunque en ello vaya mi vida, lo cual no me inhibe de decir la verdad y luchar por ella. Pero esto sólo es posible con ayuda de la gracia, abriendo mi acción a la trascendencia. Es decir, si existe un totalmente Otro que está cercano a mí, amándome cuando yo ejerzo mi violencia sobre El... y El está en el rostro de todos los otros. Pero la acción no-violenta no es, pues, un puro testimonio moral: «Exige una estrategia capaz de darle una eficacia real... estrategia (que) se esfuerza en poner al servicio de la acción no sólo la sencillez de la paloma, sino también la prudencia de la serpiente. La prudencia: no ciertamente, la mentira, la falacia y el fraude, sino la lucidez, la clarividencia, la oportunidad, la audacia, la imaginación y la habilidad»4. «Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra» (Mt 5,4).

NOTAS: 1 P. RICOEUR, Historia y verdad, Encuentro, Madrid 1990, 212. – 2 ID, Ética y moral, Diario 16 (Madrid, 27 de enero de 1990). - 3 E. LÉVINAS, Ética e infinito, Visor, Madrid 1991, 77-78. – 4 W. MULLER, Vous avez dit «pacifisme»?, 35.

BIBL.: GIRARD R., La violencia y lo sagrado, Anagrama, Barcelona 1982; ID, El chivo expiatorio, Anagrama, Barcelona 1986; HARING B., La no violencia, Herder, Barcelona 1989; LOHFINK N., Violencia y pacifismo en el Antiguo Testamento, DDB, Bilbao 1990; MAY R., Power and innocence, Nueva York 1972; MOUNIER E., Revolución personalista y comunitaria, en Obras completas I, Sígueme, Salamanca 1992; ID, El personalismo, en Obras completas III, Sígueme, Salamanca 1990; MULLER W., Vous avez dit «pacifisme»?, París 1984; ID, Estrategia de la acción no-violenta, Hogar del Libro, Barcelona 1980; TOURNIER P., Violencia y poder, La Aurora, Buenos Aires 1986.

A. Barahona Plaza