TOTALIDAD
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I. LA ONTOLOGÍA COMO «SEGURIDAD».

Puestos a hablar en términosde historia de la filosofía, la búsqueda de la /verdad que quiere seguir siendo la filosofía, se ha resuelto de dos maneras: o se la ha relacionado con el esclarecimiento de la esencia del /ser, en tanto que fundamento o substrato; o, a base de reducciones, se la ha ido identificando con la verdad del Yo sobre /sí mismo. De manera que saber del ser y saber del Yo terminan siendo conocimientos que aseguran su verdad, teniendo como base la identidad; bien sea como identificación de ser y pensar, o bien como identificación de lo que pienso con lo que soy. Por eso cabe decir con Zubiri que, en la idea de verdad, quedan indisolublemente entrelazadas tres dimensiones: el ser, la seguridad y la patencia1. En este sentido, no es de extrañar que la filosofía, desde sus inicios, haya cuidado con esmero esa ciencia primera dedicada al esclarecimiento de la verdad del ser, en la seguridad de que lo determinante de la verdad de un ser venía otorgada —mejor sería decir visualizada— por una identificación de ser, pensamiento y logos, que aseguraba, vía identidad, la comprehensión del ser del ente. De esta manera, la ontología pasa a ser una suerte de infraestructura de la filosofía, al punto que la historia en Occidente puede identificarse con la historia del ser. Una historia que arranca con la tesis parmenídea, origen de lo que más tarde será la metafísica, y que ha permanecido intacta, asegurando que el espesor del ser salga a la luz, pero ya esclarecido, dominado, es decir, elevado a concepto. De ahí que el ser del ente resida en la presencia –patencia, concepto— dejando fuera de sí el pasado y el futuro, pero también el movimiento que pudieran conducir a lo afuera del ser. La propia seguridad y perfección de este esquema propuesto, exigía el paso a una theología que asegurase una teoría del Ser supremo en tanto que inmutable, cerrando el paso a cualquier situación de incertidumbre o sorpresa. Todo era ser y el ser era todo.

Esta teologización de la ontología como ciencia del ser, delineada en Aristóteles y desarrollada en la filosofía medieval, culmina cuando de los dos sentidos de los que había salido revestida la ousía —substancia—, comienza a predominar la de autofundación. Una idea que cuadraba perfectamente con la idea moderna de subjetividad, entendida como autoposición, certeza de sí mismo, transparencia y, en definitiva, reflexión constituyente. De nuevo la identidad, pero ahora la identidad del Yo consigo mismo, se convertía en pauta de verdad, de toda verdad. Todo lo que no pasara por las manos del Yo, no existía o, al menos, era irrelevante. El riesgo demasiado subjetivista y formalista que la modernidad asumía con Descartes y Kant, se estampa en La ciencia de la Lógica de Hegel, con una vuelta a la ontología, que es, a la vez, su acabamiento. En Hegel, curiosamente, el ser asegura la inmediatez que es inherente a la idea misma de comienzo. Por eso, es un ser puro, indeterminado, lo inmediato indeterminado, que postula en su indeterminabilidad el vacío puro, para que tal indeterminabilidad pueda ser, y en la que el ser puede pasar a su contrario, la nada. Es este paso el que asegura la síntesis, gracias a la dialéctica en la que transitan lo Uno en lo Otro y lo Otro en lo Uno. Todo es posible en el ser; es más, la alternativa no es salir del ser, sino más bien todo lo contrario, penetrar cada vez más en la realidad de su concepto. En el ser, en tanto que indeterminado, está todo desde el principio. Por eso, el saber no es sino saber del ser, que en su fase final es el Saber absoluto; identificación del ser con la Idea, esto es, el pensamiento en su acabamiento —sistema—. El sistema es el todo y nada hay fuera de él. Todo puede ser representado, aprehendido. Aquí lo importante no es el Yo que piensa, sino la capacidad de un pensamiento que sabe de ser, esto es, de un saber absoluto que no tiene que confiar en nada ni en nadie. Se basta a sí mismo. Nada tiene de extraño, pues, que pueda proclamar que «la Lógica es la forma absoluta de la verdad»2. Por cierto una «lógica» demasiado cercana a lo que Heidegger denomina ontotheológica entendida como autodespliegue del ente en su totalidad, en búsqueda de un fundamento (logos) que es el Ser que se funda a sí mismo. Por eso es preciso anunciar el fraude de la metafísica, principal responsable del olvido del ser, y junto con ella proclamar el fin del humanismo. Es más, sólo en la escucha del Ser —que curiosamente no manda nada—, a cuyo servicio está el Dasein, se alcanzaría la reconciliación del pensamiento y del ser, identificando pensamiento del ser y el ser del pensamiento —inmanencia radical—.

Pero entonces, ¿quién puede asegurar que la ontología no es sino pura tautología, un decir de lo Mismo que no puede sino resolverse en una logología, en un puro decir de/sobre sí mismo?

II. LA ÉTICA COMO RUPTURA DE LA TOTALIDAD.

De una u otra manera, la ontología ha intentado dar cuenta de todo, y el reto que ha asumido es dar cuenta de lo de afuera. Nada tiene de extraño que su tema sea el de la /relación, al punto que puede decirse, con razón, que «la ontología es la esencia de toda relación con los seres e incluso de toda relación en el ser»3. La subjetivización que sufre la filosofía en la modernidad, introduce un matiz importante, pues al ser la conciencia o el Yo el criterio para la fundación de la verdad, el tema de la relación se antropologiza, en la medida en que su tarea es dar cuenta de lo otro que Yo y, más en concreto, del otro. A ambos cometidos se intenta llegar, como siempre, a base de reducciones en las que el concepto –en su sentido etimológico de captar– y la comprehensión resultaban letales para lo Otro. El sentido del ser lo expende un Yo que sabe, es decir, un Yo que presencializa y dota de sentido cuanto toca por su relación con lo Mismo. No obstante, la servidumbre del concepto y de la representación ponía de relieve, aunque fuera en precario, el sostenido fracaso de toda reducción, pues por más que se le intentaba someter, lo Otro siempre aparecía de nuevo. Esta peculiar trascendencia se termina cuando Heidegger postula que el sentido del ente se da en relación con el horizonte del ser. Tal afirmación es posible, porque en la nueva ontología, el conocimiento del ser en general, presupone una situación de hecho del espíritu que conoce. Ya nada impide, es más, la exigencia de verdad –como certeza– postula la identificación de la comprensión del ser y la facticidad de la existencia temporal. Y es que, dada la transitividad entre comprensión e «intención significante» (Husserl), nada tiene de extraño que Heidegger proclame la comprensión del ser como comprensión de la totalidad del comportamiento humano. Al fin, una ciencia primera que da cuenta de todo: de lo afectivo, del trabajo, de la vida social y hasta de la muerte. Nuestra existencia se interpreta en función de su entrada en lo abierto del ser en general. No hay lugar a la sorpresa allí donde el sentido del ser queda determinado por una relación de disponibilidad del ente para con el Ser. Esta referencia al Ser asegura los dos movimientos fundamentales del conocimiento: la racionalidad y la universalidad. Ahora bien, la tematización del mundo de la vida y la inteligibilidad del ente percibido en el horizonte del ser, ¿dan cuenta del dato primero de que el hombre es para el otro hombre? Dicho de otra manera: ¿es esta relación, en su terminación, ontología?

Decir no, aquí, no pasaría de ser una cuestión postural, si no fuera por que la historia, en gran medida, no es sino la historia de todos los intentos llevados a cabo por el hombre para reducir todo lo que no fuera él, a sí mismo. En todo ello late la clara tendencia a resolver lo Otro en lo Mismo, el ente en el Ser. Por eso, debe ser denunciada como una historia de la /violencia contra la singularidad, a la que trata de reducir por medio del neutro conceptual, revestido de concepto, sistema, sujeto o Ser; y que ha propiciado, y legitimado, todas las formas de totalitarismo en las que está patente la reducción de lo Otro a lo Mismo y el olvido de que «el hecho fundamental de la existencia humana es el hombre con el hombre»4. Sólo desde aquí es posible superar la alienación del ente concreto, que se produce desde la neutralidad del ser (Heidegger) y la alienación de la subjetividad sacrificada en aras del Estado (Hegel).

Reconocer la primacía de la razón práctica es reconocer la primacía de una relación con el otro, la/alteridad, –verdadera situación de humanidad–, en la que se da la inteligibilidad primera. Por eso, puede decirse que la ética es previa y anterior a la ontología; y, por eso, es preciso encontrar otra /trascendencia, que no sea la del concepto, hacia la que pueda abrirse el ser individual sin quedar reducido. Decir esta relación en la que se da el sentido, es la tarea que asume una filosofía del diálogo, inaugurando así el nuevo pensamiento como alternativa a las tres épocas que han caracterizado a la filosofía europea: la antigüedad cosmológica, la edad teológica y la modernidad antropológica5. La virtualidad de un pensamiento que se quiere presentar como alternativa, lo será en la medida en que sea capaz de verbalizar esta relación de sentido. Para ello cuenta con la idea de lo /Infinito que asegura lo otro que yo, es decir, la exterioridad o la trascendencia, pero también con la categoría de /encuentro. La exteriorización del encuentro en el cara-a-cara no sólo permite la manifestación del otro en una relación de no-violencia, sino que otorga un nuevo sentido a la subjetividad, que se ve en la obligación de tener que responder ante el otro. Pero el encuentro no es una nueva experiencia de la que echar mano para reducir lo distinto a Mí, aun a través de la experienciaamorosa6; es un acontecimiento. El acontecimiento primero en el que se da la significatividad de lo humano. Pronunciar una palabra aquí, en tales circunstancias, equivale a instaurar un /diálogo, en el que encuentra eco la palabra originaria –¡heme aquí!–, como expresión de la disponibilidad del Yo para el otro. Aquí comienza la significación y el sentido, cuando la palabra pronunciada ante el otro me exige y me manda. Por eso, ni el autismo es el movimiento primero del Yo, ni el solipsismo, como palabra cerrada, puede convertirse en palabra primera con la que medir la certeza de una subjetividad perdida para siempre (Freud). La relación producida en el diálogo, a través de esa propiedad caliente de la palabra ante el otro, otorga un nuevo sentido a los dos momentos fundamentales del conocimiento: la racionalidad y la universalidad. Al primero, porque remite al Yo a una verdad que me precede, pero que no es anónima, porque me manda y tiene rostro; a la universalidad, porque en la moralidad del encuentro se rompe toda potencia generalizadora de una razón que se descubre quebrada por el Otro. En adelante, la disponibilidad para con el otro mide la trayectoria de una subjetividad que se sabe ya teniendo que responder de él a perpetuidad.

Tras esta trayectoria, la vuelta al ser que es el lenguaje de la filosofía, ya no puede ser impunemente ni un regreso al ser, ni siquiera una vuelta a otra manera de ser. Para decir la relación, que era el cometido de la ontología, es preciso decir lo otro que ser, lo más allá del ser, que la moralidad del encuentro exterioriza, pero que se muestra incapaz de ser dicha del todo. El «paso atrás» de Heidegger, o la «desconstrucción» de Derrida, son otras maneras de decir la necesidad de reinterpretar nuestra historia, que ha sido la historia del ser; en definitiva, una historia de la reducción, de la totalidad o del logo-centrismo. Quizá por ello, la tarea del pensar, tal vez no sea más que la de dar cuenta de lo impensado que nos gobierna y que nos permite presentir otro comienzo. Mientras tanto, la filosofía que quiere ser saber de verdad, sabe que ya nunca podrá escindir los dos usos de la razón. En ello le va la vida, y en ello le va la humanización de lo humano. Por eso aquí, en esta tesitura, pensar se convierte, sin más, en una cuestión moral.

NOTAS: 1 X. ZUBIRI, Naturaleza, Historia, Dios, Alianza, Madrid 1987, 38. — 2 G. W. E. HEGEL, Enciclopedia de las ciencias filosóficas, Porrúa, México 1985, § 19. - 3 E. LÉvINAS, Entre nosotros. Ensayos para pensar en otro, PreTextos, Valencia 1993, 16. — 4 M. BUBER, ¿Qué es el hombre?, FCE, México 1973, 147. — 5 F. ROSENZWEIG, El nuevo pensamiento, Visor, Madrid 1989, 49ss. — 6 J. L. MARION, Prolegómenos a la caridad, Caparrós, Madrid 1993, 87ss.

BIBL.: ARENDT H., Los orígenes del totalitarismo, Alianza, Madrid 19872; AUBENQUE E, Le probléme de l'étre chez Aristote, PUF, París 1983; DERRIDA J., La escritura y la diferencia, Anthropos, Barcelona 1989; ID, Del espíritu. Heidegger y la pregunta, PreTextos, Valencia 1989; LE GOFF J., Totalité et distance. Spirituel et politique dans la réflexion de Mounier, Esprit 1 (París 1983) 131133; HEIDEGGER M., El ser y el tiempo, FCE, México 19918; LÉvINAS E., Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Sígueme, Salamanca 1977; ID, De otro modo que ser, o más allá de la esencia, Sígueme, Salamanca 1987; MARION J. L., Réduction et donation. Recherches sur Husserl, Heidegger et la phénoménologie, PUF, París 1989; RICOEUR P., Soiméme comme un autre, Seuil, París 1990.

G. González R. Arnáiz