TEOLOGÍA
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I. CARACTERIZACIÓN GENERAL.

Por su etimología evidente la palabra teología remite a un tratar sobre Dios (Theós). Al mismo tiempo, el componente logos indica un tratar segundo, no inmediato, sino reflexivo y sistemático: consiste, por tanto, en el esfuerzo metódico de los creyentes por comprender, fundamentar y sacar las consecuencias de la propia fe en los diversos niveles de su aplicación. Lo cual permite comprender, ya de entrada, dos características fundamentales. 1) La teología es una realidad ubicua: hay teología allí donde hay religión, pues todo creyente tiende necesariamente a esa explicitación segunda. Por eso ha de superarse el hábito occidental a pensar que sólo existe la teología cristiana: existen igualmente una teología islámica, hindú, budista... Y, sobre todo, este hecho permite comprender la importancia actual del diálogo interreligioso. Las religiones son distintos modos de referirse a una misma realidad –Dios, lo Divino, el Misterio, la Trascendencia, lo Absoluto, la Nada...– y compete a las teologías la elaboración de las diferencias, en su capacidad de complementarse o corregirse, de apoyarse o de refutarse, en vistas a una comprensión mejor y a una vivencia más universalmente humana. 2) La teología es una magnitud histórica: cada una constituye el resultado de un lento y complejo proceso de constitución, en interacción múltiple con otras religiones y teologías, con la filosofía, y en general, con la cultura y con los diversos desafíos sociales. De ahí su carácter vivo, tanteante y, en ocasiones, conflictivo.

En Occidente son los presocráticos quienes la inician de modo sistemático: aplicando el logos al mythos, buscan una comprensión más profunda y coherente de lo divino (con logros como el de Jenófanes), superando todo antropomorfismo y afirmando ya de Dios: «No semejante a los mortales ni en su cuerpo ni en su pensamiento», «sin trabajo, mueve todas las cosas con el solo pensamiento de su mente», «todo él ve, todo él piensa y todo él oye»1. La palabra aparece por primera vez en Platón2, con la clara intención pedagógica de establecer normas para la adecuada explicación a la juventud de los mitos, leyendas e historias de los dioses. En Aristóteles adquirirá un tinte decididamente especulativo, al constituir el culmen de la reflexión acerca del Primer Motor3. Los estoicos introdujeron una triple división: mítica (estudio crítico de los mitos), física (estudio filosófico de la naturaleza de lo divino) y política (que atiende a la legislación y al culto público estatal). No es difícil ver anunciados ahí algunos de los rasgos fundamentales de cualquier teología. Dentro de ese horizonte general, nació la cristiana, a la que en adelante atenderemos de manera específica.

II. EL CAMINO DE LA TEOLOGÍA CRISTIANA.

1. La teología como «sabiduría verdadera». Era inevitable que, al entrar en el mundo helenístico, el cristianismo se encontrase con la filosofía y tuviese que confrontarse con ella. No tanto como enfrentamiento teórico cuanto como sabiduría global de la vida. El Evangelio, con su herencia bíblica, era ahora la alethé philosophía. Algunos Padres, como Taciano y Tertuliano, adoptaron una postura excluyente: sólo el cristianismo es verdadero. Otros, como Justino y la Escuela de Alejandría, fueron inclusivos: en Cristo, como Logos en persona, culminaba y se plenificaba la verdad que, como semillas vivas, estaba ya en las distintas filosofías, sobre todo en Platón. Confrontación y diálogo se movían, de todos modos, en el mismo plano unitario y concreto, donde Escritura, doctrina eclesial y razón, se percibían conjuntadas en una síntesis pastoral que no renunciaba a las pretensiones teóricas, que hacia el final –con distintos estilos en Oriente, con san Juan Damasceno y en Occidente con san Agustín– alcanzan síntesis verdaderamente grandiosas. La invasión bárbara hizo que, al refugiarse en los monasterios, la teología se hiciese monástica: por un lado, conservó el pasado copiando y extractando; por otro, se hizo contemplativa y sapiencial, alimentando la piedad.

2. La teología como «ciencia». El renacer medieval induce una mayor densidad teórica. Dentro de la tradición monástica, san Anselmo busca demostrar, mediante las rationes necessariae, la coherencia interna de la fe, una vez que ha sido conocida (el hombre pecó con ofensa infinita; esta sólo podría ser reparada por alguien que, siendo hombre, fuese a la vez Dios; luego tuvo que haber Encarnación). Abelardo, perfeccionando la quaestio (razones a favor, razones en contra e intento de conciliación dialéctica), elevó el rango especulativo. El proceso culmina en santo Tomás, con la asunción de la filosofía de Aristóteles: la teología quiere hacerse ciencia rigurosa, donde los articuli fidei (verdades de la Escritura y del dogma) fungen de principios que, apoyados en verdades de razón, permiten sacar las conclusiones teológicas (scientia conclusionum).

El avance fue grande —ahí están las Summae—, pero el precio también. La teología se hace cada vez más racionalista y abstracta, perdiendo en gran medida la concreción vital e histórica de la experiencia bíblica, a favor del intemporalismo abstracto de las esencias griegas. Y, sobre todo, la fe y la razón se separan radicalmente, quedando la primera entregada, cada vez más, al sobrenaturalismo bíblico y al autoritarismo dogmático, y cortándose la segunda de su enraizamiento vivo en la experiencia trascendente. La división ulterior entre teología natural y teología dogmática brotará de esta raíz, así como la relación en exceso conflictiva entre teología y filosofía de la religión. La teología franciscana, sobre todo con san Buenaventura, seguirá un camino más sapiencial, quedando como testigo permanente de la otra posibilidad.

3. Teología especulativa y teología positiva. El /Humanismo y la Reforma anuncian una nueva sensibilidad que, reforzada por el contraste con el mundo antiguo y la polémica interconfesional, siente cada vez más intensamente el desfase de una comprensión de la fe endurecida por el tiempo y la presión del poder institucional. Se siente la necesidad de ir a las fuentes —Escritura, Padres, Concilios y grandes teólogos— para repristinar el sentido original (urgencia reforzada por Lutero con su sola Scriptura) o para defender polémicamente la propia postura. Nace la teología positiva (Melchor Cano) que, situándose con modestia de auxiliar al lado de la teología especulativa tradicional, va a ir creando un nuevo sentido histórico y dejando al descubierto posibilidades distintas de comprender la /fe. De hecho, su importancia ha ido en aumento y constituyó siempre una reserva de libertad y renovación cuando, sobre todo en el catolicismo, el autoritarismo magisterial paralizaba el avance de la teología. Algo que, de algún modo, ha resultado providencial, frente a las continuas restauraciones oficiales de vuelta a la Escolástica: sensible sobre todo en el siglo XIX con su culminación en la Crisis Modernista, y todavía en el nuestro, hasta el Vaticano II. En realidad, incluso hoy la exégesis y los estudios históricos constituyen un ámbito especialmente dinámico e inmune a las constricciones dogmáticas.

4. Teología dogmática y teología fundamental. Toda esa dinámica se radicalizó con la entrada de la /Modernidad. La crítica de la Escritura, la autonomía de la razón, la subida del sujeto, el proceso de 'secularización y el avance del /ateísmo, crearon un clima en el que la fe se vio cuestionada de manera radical. Ya no bastaba aclarar dogmáticamente los contenidos de la fe, dando por supuesta tanto su validez como la continuidad de la tradición. Ahora, con radicalidad creciente, era preciso fundamentar ambas cosas: que la fe tiene razones que validan su /verdad, y que los cambios históricos no implican un corte con los orígenes o una infidelidad a sus intenciones. Fue la tarea de la teología fundamental, que en adelante estará ya siempre al lado de la teología dogmática y verá cómo sus tareas se ahondan y multiplican sin descanso. La emancipación de la /filosofía como marco general y, dentro de él, los distintos frentes culturales y sociales, suponen un desafío constante. En realidad, inducen un cambio epocal, que obliga al replanteamiento global del entero ámbito religioso, tanto a) en el ámbito teórico, para mostrar no sólo su verdad, sino incluso su significatividad en una cultura que ha abandonado definitivamente los cauces patrísticos y medievales, como b) en el ámbito práctico, para hacer patente que la fe no se opone al progreso humano, sea científico o, sobre todo, social y político. El desafío es tan radical, que K. Rahner ha llegado a afirmar que hoy toda teología tiene que ser (también) fundamental; y J. B. Metz ha señalado que la fundamentación ha de ser también hacia dentro, hacia la «incredulidad en el creyente». Si a esto se une que, a nivel institucional, los modos de organización y gobierno en la Iglesia no han logrado todavía actualizar debidamente su herencia medieval, se comprende la dificultad y complejidad, pero también la riqueza, con que ha de enfrentarse la teología actual.

III. LA SITUACIÓN ACTUAL DE LA TEOLOGÍA.

1. Hacia una nueva unidad fe-razón. El desafío constituye también la puerta hacia una nueva reconstitución. Su misma radicalidad indica que no se trata de un avatar de superficie o de determinadas modas teóricas, sino de una urgencia puesta al descubierto por el trabajo de la historia. La excesiva y creciente distancia entre fe y razón, entre revelación y trabajo cultural había distanciado a la religión de la vida real, haciéndola aparecer, literalmente, como algo caído del cielo y, por lo mismo, sin enganche vivo con los problemas humanos. La crítica bíblica, primero, al hacer ver que la palabra de Dios aparece sólo como palabra humana dentro del esfuerzo de los hombres y mujeres por encontrar un sentido a sus vidas, demostró el enraizamiento de la revelación. Esta no es ajena a la razón, sino su modo religioso de ejercerse; modo especificado por el descubrimiento de que es Dios quien determina toda la realidad y, por tanto, también a ella misma. Las consecuencias son decisivas. Ante todo, de ese modo —como ya lo había diagnosticado Hegel— se reconstruye a un nuevo nivel la unidad entre fe y razón: esta ya no se encuentra ante la /revelación como ante algo ajeno, que deba aceptar porque sí, sino ante otra forma o uso de sí misma, que a su debido nivel puede y debe verificar en su verdad o falsedad. La palabra de la revelación constituye una auténtica mayéutica histórica, en el sentido que no remite la persona a fuera de sí misma, sino a su propia y definitiva realidad, invitándola a reconocerse en esa interpretación que la muestra constituida y habitada por la presencia divina. La teología trascendental, tal como la ha propugnado sobre todo K. Rahner, constituye la muestra más original, fecunda y significativa. Por otro lado, se comprende mejor que la revelación no es patrimonio exclusivo del cristianismo: toda religión es revelada, en cuanto supone un modo específico de captar y articular la presencia salvadora de Dios dentro de una cultura determinada. Esto no significa una nivelación de todas las religiones, pues cada modo puede ser más o menos perfecto, con deformaciones mayores o menores, y estar en un estadio más o menos evolucionado. Pero sí abre la posibilidad, y aun la necesidad, de un diálogo real y efectivo entre las religiones, que hoy constituye justamente una de las grandes tareas de la teología. Finalmente, el proceso mismo ha obligado a que la fe se encarne, es decir, se confronte con las diferentes dimensiones de la realidad en que se mueven los creyentes. Esta confrontación, que empezó con la ciencia (astronomía con Galileo y biología con Darwin) y la historia (el proceso de la crítica bíblica), tiene que prolongarse con las distintas ramas del saber. Importancia especial reviste al respecto todo lo referente al lenguaje, tanto en las cuestiones críticas del análisis lingüístico, como en las de /hermenéutica (de algún modo toda la teología consiste en una hermenéutica que intenta comprender y actualizar lo que está expresado en los textos de la Biblia y en los monumentos de la tradición). Las teologías narrativas encuentran por este costado sus mejores ejemplos y su legitimación definitiva.

2. Las nuevas teologías. Esta profunda renovación que el cambio cultural ha inducido en la teología, tenía que traducirse, por fuerza, en nuevos modos de realizarla en concreto: es lo que normalmente se expresa al hablar de nuevas teologías, que caracterizan los intentos de renovación en el siglo XX.

a) Al principio, revistieron un carácter más sectorial, señalando, o bien nuevos frentes temáticos, como la teología patrística o la bíblica, o bien nuevos estilos que intentaban aproximarla a la vivencia espiritual o práctica: tal fue el caso de la teología kerygmática, hacia los años treinta, la cual, frente a la teología científica o universitaria, quería servir de manera más inmediata para la predicación y para la orientación de la vivencia religiosa. De todos modos, la renovación se dejó sentir, en su verdadera consecuencia, cuando la teología decidió habitar los nuevos continentes descubiertos por la modernidad: el sociológico, ante todo, y más tarde el psicológico; a ellos hay que unir, con características especiales, el nuevo protagonismo de la mujer.

b) Las teologías políticas, de la esperanza y de la liberación constituyen, sin lugar a dudas, el fenómeno más renovador e influyente. Fue inducido históricamente por la nueva conciencia sociológica que Hegel diagnostica ya en la Revolución Francesa, y que encuentra su expresión más influyente en K. Marx. Empezó a manifestarse en los intentos parciales de las teologías de las realidades terrenas y del trabajo (las llamadas teologías de genitivo), para acceder luego a un planteamiento totalizante, en cuanto que quiere afectar al entero trabajo teológico: quiere reformular toda la teología considerando la fe desde su carácter práxico. Apoyado sobre todo en las narraciones liberadoras del Exodo, en la predicación de los profetas y en la praxis concreta de Jesús de Nazaret, este planteamiento lucha contra la privatización de la fe, para insistir en su aspecto social, en las consecuencias sociocríticas y liberadoras de su propuesta. Ha asumido distintos estilos, de acuerdo con el lugar desde donde se ejerce. Sus dos modalidades principales son la europea y la latinoamericana. La primera cuenta con dos grandes iniciadores: el evangélico J. Moltmann, con su teología de la esperanza, y el católico J. B. Metz, con su teología política. Muy en contacto con el marxismo caliente (E. Bloch) y con la teoría de la acción comunicativa (J. Habermas), cuida mucho el aspecto metodológico y, consciente de su contradicción de estar situada en el continente rico y explotador, trata de universalizar la conciencia cristiana hacia su responsabilidad solidaria con el Tercer Mundo. La otra modalidad, la teología de la /liberación latinoamericana, es la que ha desplegado con más vigor las nuevas potencialidades, con autores tan influyentes como G. Gutiérrez, J. L. Segundo, L. Boff, I. Ellacuría, J. Sobrino... Influida y fecundada a nivel científico por la europea, vive en la plena coherencia de hacerse, formal y físicamente, desde el lugar del /pobre. Esto la hace motor consciente del /compromiso liberador con los desheredados, apoyando su protagonismo y rescatando los valores de la religiosidad popular. De ahí su enorme impacto, tanto en la conciencia y en la praxis eclesial como en la cultura secular. Cabe afirmar que, a pesar de las reticencias —nunca de la condena— romanas, constituye hoy uno de los mayores motivos de credibilidad del cristianismo, y un signo de /esperanza para la humanidad. Era lógico que su influjo se extendiese a los otros continentes pobres. Unido a otros motivos —sobre todo, al interés por la inculturación— ha contribuido al surgimiento de las diversas teologías africanas y asiáticas (algunas se llaman expresamente de la liberación y otras cultivan también otros motivos, tanto en el orden especulativo como en el de la espiritualidad). Ha confluido también con la teología negra, o teología de las personas de raza negra, oprimida por una mayoría blanca (en USA sobre todo, pero también en el Caribe y Sudáfrica).

c) La teología desde la psicología profunda. Esta modalidad no suele —todavía— recogerse en los manuales. Pero todo indica que constituye una auténtica revolución pendiente que afectará al todo de la teología. Lo pide la historia cultural: así como el continente marxiano ha promovido la teología política, el descubierto por Freud tiene que promover una teología que trate de comprender la fe y vivificar la espiritualidad desde las nuevas posibilidades abiertas por el descubrimiento del inconsciente. De hecho, a través de su impacto en la teología moral y en los estudios de psicología religiosa, ha estado ya dejando sentir su influjo con más fuerza de lo que pueda parecer. Por eso no es casual que su presentación expresa y formal, por E. Drewermann, esté causando un impacto tan grande. Su aplicación más inmediata está en la clarificación crítica de la conducta moral y de la vivencia espiritual: los nuevos conocimientos de la profundidad psicológica permiten y aun exigen una revisión muy honda de los principios tradicionales, el esclarecimiento de las motivaciones y condicionamientos de las conductas prácticas, así como el recurso a nuevos medios de curación y cultivo positivo. En un nivel más hondo, posibilita enriquecer la lectura misma de la experiencia religiosa, tanto en la originación de los procesos reveladores como en la interpretación y actualización de la revelación acontecida. La nueva valoración de los procesos inconscientes, simbólicos y afectivos, el recurso al material arquetípico depositado en los cuentos, las leyendas y los mitos, y sobre todo en todas las narraciones religiosas de la humanidad, con especial atención a las bíblicas, con su culminación en Jesús el Cristo, abren posibilidades inéditas. Posibilidades que, en realidad, no son ajenas a muchos recursos de la teología patrística y monástica, pero que hoy resulta factible explotar con un mayor rigor en el método y un más amplio alcance en las consecuencias. La lectura de la Biblia (y también del dogma) adquiere de ese modo una viva actualidad, al ser concebida no como un mero recuerdo del pasado, sino como un descubrimiento de la presencia divina manifestándose, hoy como entonces y como siempre, a través de la complejidad de la psique humana. Tratándose de un proceso todavía en marcha, quedan cuestiones por aclarar y acentos por equilibrar. Sobre todo, será indispensable precisar con cuidado la relación hermenéutica con los métodos histórico-críticos en la interpretación de la Biblia, y la relación práxica entre los procesos individuales, la pertenencia institucional y la inserción en los procesos sociales.

d) La teología feminista representa un movimiento global, cuya importancia viene definida ya por el simple hecho de que trata de hacer justicia a la otra mitad de la humanidad. No es una teología acerca de la mujer, ni siquiera una teología femenina, en el sentido de un cultivo tópico de las cualidades femeninas, sino una teología global, por la que las mujeres quieren convertirse en sujetos activos de su fe y de su reflexión sobre la misma. Se constituye definitivamente bajo la influencia conjunta del movimiento feminista y de la teología de la liberación. Esto explica su fuerte carga reivindicativa, que en algunos casos ha llevado al extremo de una simple inversión (ginecocentrismo frente a androcentrismo), o incluso a un alejamiento del cristianismo (sin comprender que, en definitiva, es este quien, a pesar de sus fuertes inconsecuencias históricas, ha hecho posible el propio /feminismo). Pero en sus manifestaciones más maduras constituye una auténtica, y necesaria, revolución que rompa el unilateralismo, tanto de la teología como de la práctica eclesial. En realidad, representa el único camino para una teología integral y, por tanto, normalizada. Se comprende que haya de moverse en los dos frentes, teórico y práctico. En el frente práctico, trata de romper las estructuras patriarcales de una Iglesia unilateralmente administrada por varones, buscando la realización —no sólo la proclamación— de la igualdad radical proclamada en el núcleo bíblico: «Varón y mujer los creó» (Gén 1,27) y en Cristo «no hay varón ni mujer» (Gál 3,28). En este sentido, la cuestión del sacerdocio femenino sigue constituyendo todo un síntoma y un símbolo de lo insatisfactorio de la situación. En el frente teórico se abre el campo inmenso de una reinterpretación integrativa de todos los temas fundamentales de la teología, más allá de los modelos androcéntricos. Empezando por una lectura no sexista de la Biblia. La imagen misma de Dios debe ser liberada, de suerte que, trascendiendo ambos sexos, recupere su feminidad y pueda ser llamado y vivido con igual derecho como padre y como madre. La Cristología constituye igualmente un punto crucial, aclarando el carácter meramente fáctico de la masculinidad de Jesús, que salva y se identifica con todos en cuanto persona, y no en cuanto varón. La figura de María reviste una significación especial, debido a la ambigüedad de su tratamiento tradicional: su rol de exaltación de la mujer y proclamación de su dignidad resulta obvio; pero, tematizado por varones, tendió a ser sesgado hacia valores de sumisión, retraimiento privatista y alejamiento del cuerpo; se trata entonces de preservar su influjo, pero sin jugar la virginidad contra el sexo y el matrimonio, y sin convertir la humildad en sumisión; de ahí lo importante de destacar su dimensión profética, mostrándola como culminación de un modelo humano —para la mujer y para el varón— de realización personal y entrega comunitaria, desde la apertura a la presencia salvadora de Dios.

e) Todas estas modalidades dibujan un panorama teológico enormemente rico y movido, cargado de tensiones y de promesas, no siempre perceptible desde fuera. Por otra parte, las diferencias entre la teología católica —más unitaria, pero menos avanzada en general, debido al mayor y a menudo excesivo control institucional—y la evangélica —menos unitaria, pero más libre y con mayor agilidad y sintonía cultural— tiende a desaparecer, sobre todo a partir del Vaticano II, adoptando un rostro cada vez más ecuménico. Esto, unido al diálogo con las demás religiones, está generando un nuevo clima, que, sin duda, promete una mayor universalidad: será, en efecto, un clima menos agarrado fundamentalísticamente a la letra de los propios textos o tradiciones, más receptivo a las incitaciones de la cultura, y más abierto a la presencia de lo Divino en la realidad total, sobre todo en los corazones de todos los hombres y mujeres.

NOTAS: 1 Fr. 23. 26. 24 — 2 República, 379a. — 3 «Filosofía primera» o «teología filosófica»: Metafísica, XII 610.

BIBL.: BEUMER J., El método teológico, BAC, Madrid 1977; BOFE C., Teología de lo político. Sus mediaciones, Sígueme, Salamanca 1980; BOFE L.BOFF C., Cómo hacer teología de la liberación, San Pablo, Madrid 19882; CONGAR Y., La fe y la teología, Herder, Barcelona 1970; FORTE B., La teología como compañía, memoria y profecía, Sígueme, Salamanca 1991; GUTIÉRREZ G., Teología de la Liberación. Perspectivas, Sígueme, Salamanca 199010; KERN W. NIEMANN E J., El conocimiento teológico, Herder, Barcelona 1986; MOLTMANN J., Teología política. Ética política, Sígueme, Salamanca 1987; ID, Teología de la esperanza, Sígueme, Salamanca 19895; PANNENBERG W., Teoría de la ciencia y teología, Cristiandad, Madrid 1981; TORRES QUEIRUGA A., Teoloxía e sociedade, SEPT, Vigo 1974; ID, Creo en Dios Padre: el Dios de Jesús, como afirmación plena del hombre, Sal Terrae, Santander 1986.

A. Torres Queiruga