SUJETO
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I. BREVE ESBOZO HISTÓRICO.

La historia del sujeto corre pareja a la historia del pensamiento. Y así como en esta se producen determinadas inflexiones que modifican nuestra comprensión del mismo, así también esas inciden en nuestra manera de asumir el sujeto.

La Antigüedad clásica, ya por su aristocratismo y concepción mítica, ya por el reiterado recurso a términos espaciales y categorías fijistas, a la hora de entender y valorar la realidad, no terminó de ver con claridad que la transformación del hombre en sujeto pasaba, indefectiblemente, por la recuperación de su carácter individual, es decir, por hacer de él un sujeto de derechos y libertades, y no por considerarle un ejemplar específico al que cupiera intercambiar por cualquier otro. Esto llevará a la gran filosofía a mirarlo como ser racional, como sujeto. Aristóteles es paradigmático al efecto, al conectar el concepto de sujeto con el concepto de sustancia. Por eso, en uno de los usos que le asigna, el sujeto –subiectum, hypokeimenon- aparece no sólo como fundamento de la cosa concreta existente o sustancia primera, incluso hasta el punto de llegar a identificarse con ella, de ser garante de su identidad individual, sino también y en tanto que sustancia, a ser asumido como clave explicadora de todo el orden natural. Y como, a su entender, la perfección humana reside en «la perfecta actuación del hombre según su actividad específica» o, lo que es igual, en el conocimiento, el hombre en cuanto sujeto será el hombre con logos, el ser racional, ya que el /hombre es lo que es, precisamente, por su entendimiento.

El Cristianismo transforma el concepto de hombre, al concebirlo a la luz del de su Dios y, correspondientemente, el de sujeto. El fin del hombre –fin trascendente– consiste en la posesión de Dios mediante el conocimiento y el amor. Ahora bien, ese ordenamiento reclama un medio proporcionado para alcanzarlo, a saber, la libre voluntad, facultad que se coloca en el centro mismo de la vida humana y que posibilita el descubrimiento de una clase de sujeto, la del sujeto como ser libre. Se contrapone así el sujeto a los objetos, pues esa libertad en modo alguno es arbitrio, sino un poder de autodeterminación, de acuerdo con las exigencias del ser. De ahí que no quepa separar de la misma el poder subjetivo (ser uno artífice de sí mismo) y la norma objetiva (la ley), dado que de ambos extremos dependen el logro simultáneo de su humanidad y el de su destino individual. Sin embargo, debido a que la interpretación que se hace es teológica, el hombre reduce el ejercicio de su libertad a efectuar o no el plan divino, salvándose o condenándose como consecuencia.

La Modernidad trae aparejada la autonomía del sujeto, débil en su primer período (Renacimiento, Reforma), fuerte en su segundo (Ilustración); es decir, exclusivamente antropocéntrica. Descartes lleva a cabo ese importante giro, propugnando el sujeto-conciencia. El sujeto-conciencia es el yo pensante (res cogitans), un yo cerrado sobre sí mismo y consistente en su propia actividad. En tanto que subjetividad pura, no sólo se funda a sí mismo, sino que se convierte en fundamento –al ser responsable de su estructura u orden– de la consistencia de la realidad física (res extensa). Estamos ante un dualismo de doble consecuencia: primera, al ser concebido el yo como un sujeto pensante, se introduce una ruptura en el interior de cada hombre, cuyo cuerpo ya no parece pertenecerle; y, segunda, la primacía del sujeto frente al objeto convierte a aquel en /razón autónoma, vale decir, en una razón cuyo ejercicio no podrá en modo alguno ser coartado o regulado desde fuera. Locke y el Empirismo se proponen indagar la construcción del conocimiento, lo que exige buscar correlatos ontológicos a los conceptos metafísicos, entre los cuales se halla el de sujeto. Su conclusión será que, desde el punto de vista empírico, es imposible conocer la identidad de una sustancia inmaterial, sita en un aquí y un ahora; por lo tanto, la afirmación de dicha identidad se hará desde la consciencia que poseemos de nosotros mismos y, cuando todo resto de sustancialismo desaparezca, desde la mera creencia (Hume). De este modo, el sujeto pierde su carácter de subiectum, reduciéndose a un relampagueo ininterrumpido de momentos de conciencia.

No obstante, y pese a sus grandes diferencias, Racionalistas y Empiristas coinciden en la incuestionabilidad del sujeto cognoscente. Pues bien, Kant pensará que, lejos de tratarse de un hecho dado y de una premisa indiscutible, el sujeto cognoscente es, por el contrario, algo cuestionable, es decir, que dicho sujeto puede ser también objeto de conocimiento, distinguiendo entre un sujeto empírico (sometido, por su concreción, a todo tipo de cambios) y un sujeto trascendental o puro, que siempre acompañará a cada una de las representaciones de aquel. De este modo, el sujeto como apercepción trascendental será quien imponga sus condiciones al objeto, con lo que las estructuras generales del conocimiento y del mundo conocido dependerán del mismo. En consecuencia, para Kant el sujeto es un yo pensante que habrá de atreverse a ejercer ese acto suyo haciendo uso público de su libertad, lo que reclama, a su vez, emanciparse de toda suerte de tutela. De este modo, el sujeto –todo sujeto (Marx)– se convertirá, deberá convertirse, en protagonista de su historia, esa fenomenología del Espíritu que hace de él una realidad única, fuera de la cual sólo queda el /misterio (Hegel).

Esta historia pronto va a verse esencialmente modificada por el imperio de la /ciencia y la tecnología. Su resultado se dejará sentir en una apertura de frentes, a veces simultánea, a veces sucesiva. Por eso, ante lo que de modo general podríamos denominar sujeto como /conciencia, concepción estática y propia de un tiempo que redujo al hombre al universo interiorizado de la contemplación racional, se impone ahora otra nueva, dinámica, consecuencia de los profundos cambios experimentados por el hombre, efectos a su vez de la acción transformadora del progreso tecnológico: el sujeto como vida individual (Vitalismo y Existencialismo) o histórica (Historicismo). Se hablará así del hombre concreto, «de carne y hueso» (Unamuno), libre, y cuya esencia, al presentarse el mismo hombre como «causa sui» (Ortega), adquiere un sentido histórico. En otro orden de cosas, el individuo se desdobla en dimensiones o personajes, lo que nos lleva a cuestionar lo que hay, si es que lo hay –la existencia o no del sujeto–, más allá de este carnaval, de esta mascarada. El nuevo problema que se origina lo señala con acierto P. Ricoeur: «El de la mentira de la conciencia, el de la conciencia como mentira» (Filosofía de la sospecha). Y, finalmente, hacia los años cincuenta, en que se consuma el llamado giro lingüístico de la filosofía del siglo XX, aparece una antropología que pone en crisis la singularidad y autenticidad humanas, al considerar al hombre como un elemento de un sistema, hasta el punto de que la conciencia pasa de condición a ser lo condicionado. El sujeto, así, al depender de ciertos órdenes apriorísticos, pierde su originalidad, lo que conduce directamente al antihumanismo de M. Foucault, quien proclama la muerte del sujeto (Estructuralismo).

II. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA.

Con la voz sujeto podemos querer referirnos a asuntos muy distintos, por lo que es importante conocer en qué sentido tratamos de usarla o la empleamos concretamente. Entre los principales campos en que dicho término aparece, cabe destacar el gramatical (sujeto como expresión del sujeto lógico); el jurídico (sujeto capaz de obligaciones y derechos); el económico (sujeto titular de un poder de disposición de bienes, que realiza determinadas efectivas transacciones) y el filosófico, donde cabe distinguir las acepciones lógica (sujeto de quien se afirma o niega algo), ontológica (todo lo que puede ser sujeto de un juicio) y gnoseológica (el sujeto cognoscente).

El /Personalismo entiende por sujeto a la /persona, realidad concreta, aunque contrapuesta a individuo, particularmente cuando se la compara con determinadas abstracciones, reductivas siempre del ser humano. La persona posee un valor absoluto y, por consiguiente, una /dignidad inalienable. De aquí el carácter sobre todo moral que asume el sujeto ahora, dado que el fin de su acción se encamina al desarrollo de esa dignidad, lo que convierte en primordial la relación que media entre una persona y las demás personas.

Claro que el sujeto no siempre fue visto y entendido de esta manera. El sujeto aparece como una realidad diacrónica, algo que ha ido históricamente configurándose y que, igualmente, los hombres hemos ido también, poco a poco, descubriendo. No ha sido esta, sin embargo, una tarea fácil. Incluso hoy hemos de tener cuidado para no situar en una alternativa excluyente esas dos líneas constituidas por los órdenes teórico y práctico: aquella sancionando con precisión quién es y qué no es sujeto, y esta invalidando con la negación de la conducta lo determinado por la primera.

En la comprensión de lo que sea el sujeto, han tenido mucho que ver los presupuestos en que cada constelación cultural ha pivotado y asegurado su sentido. Nada tiene, por eso, de particular que en una visión cosmocéntrica, el hombre no sólo apareciera como una realidad de segundo orden, colocado sobre un espacio que le precede y supera, sino que fuera reducido también a evento de una especie, a ejemplar sustituible de la misma. Únicamente cuando, con el /cristianismo, su comprometida individualidad apareció como algo original e irrepetible, se estuvo en condiciones de hablar de sujeto, ya que sólo entonces el hombre fue visto como una básica modalidad del ser en sí. Y es que ser sujeto equivale a poseer subjetividad, viene a decir, conciencia de que la cualidad que lo define y demarca de cualquier otra cosa es la posesión de libertad, de una voluntad libre. El hombre así se autopertenece de manera irrenunciable.

Ahora bien, conviene percatarnos de la correlación existente entre subjetividad e individualidad, pues se trata de tres caras de un mismo todo, dado que si hay individuo, únicamente puede ello ser posible sobre la base de la /libertad, facultad que convierte a su vez al ser humano en una realidad irrepetible. El sujeto, de este modo, se presenta como lo opuesto al objeto, mas no en el sentido de que ambos aparezcan como extremos disjuntos y alternativos de una relación, antes bien, porque ese objeto depende de la actualización que del mismo el propio sujeto haga al pensarlo.

Por consistir la subjetividad en libertad, el peso de la responsabilidad del decidir puso al hombre en soledad ante sí mismo, situación de la que sacaría las oportunas consecuencias la /Modernidad, al cuajar el proceso de emancipación y /secularización, pues lo segundo, la secularización, colocó al hombre ente sí mismo al borrarle a Dios de su horizonte, mientras que lo primero, la emancipación, sería la consecuencia lógica de tal hecho, dando lugar a ese proceso metonímico, por el que el hombre acabaría identificando su ser sujeto con su razón.

Justamente por eso, por esta relación de necesidad entre la verdad y la libertad, el sujeto se hará autónomo, asumiendo un talante crítico que lo obliga, por un lado, a liberarse de todo un cúmulo de proteccionismos que le impiden ser él mismo y, por el otro, a ejercitar públicamente su libertad. La sociedad se convierte así en el crisol de la subjetividad, pues sólo cuando la libertad tiene un espacio en donde puede ejercerse, cuando a las opciones les cabe hacerse realmente efectivas, es posible en rigor hablar de libertad, ya que esta reclama una encarnación práxica, esto es, hacer del hombre, de todo hombre, un verdadero sujeto de los derechos políticos y sociales; protagonista, en fin, de la /historia.

El Personalismo siempre luchó en favor de la conquista de esta libertad real, pues es consciente de que de ella depende, en buena medida, hacer del sujeto persona, por más que esta tarea no finalice nunca, al no ser la persona un objeto o cosa, sino más bien una experiencia –un /yo necesitado de un tú– que sólo cabe vivir, no definir. En consecuencia, no le es posible al hombre desentenderse de la sociedad, antes bien hundir en ella sus raíces como en su humus más fértil, ya que cuando eso no ocurre, cuando el sujeto se desentiende de la sociedad, o bien porque se autoclausura o bien porque otros se lo impiden, queda despersonalizado, rebajado de nivel, al fraguar en una subjetividad ahistórica, descontextuada, frontal negación del nosotros comunitario, que lo determina como persona.

III. CONCLUSIONES PARA LA VIDA PRÁCTICA.

En la actualidad, el sujeto se encuentra ciertamente amenazado teórica y prácticamente, debiendo plantar cara a distintos frentes. Entre otros, a los siguientes: al empirismo, con su cuestionamiento de la identidad personal; al positivismo cientificista, con su reducción del mismo a mera biología; al psicoanálisis, para el que lo fundante no sobrepasa el reducto de determinadas inhibiciones y pulsiones; al conductismo, que lo resume en conducta, mecánicamente lograda sobre la base de haber dado respuestas físicas a estímulos también físicos; al antihumanismo estructuralista, que proclama a los cuatro vientos su desaparición; al deconstruccionismo, que termina fragmentándolo; al llamado pensamiento débil, que acaba aislándolo en una hipostasiada diferencia.

Pese a tales discursos, el sujeto, sin embargo, continúa estando ahí como una realidad compacta y ontológicamente fundada. Y pese a ser verdad que el proceso de socialización determina su manera de verse y entenderse, no menos lo es que tal inculturación sólo es posible por las capacidades a priori que nuestra biología presenta: un ser-proyecto. Esto es, precisamente, lo que convierte al hombre en subjetividad libre, lo que, en consecuencia, le da una individualidad, una /autonomía y una originalidad que hacen de él un fin, que impiden toda clase de mediación, que imposibilitan su aniquilación.

Pues bien, en la medida en que el hombre se hace a sí mismo, gracias a esta su imbricación con los demás y con el mundo, se transforma a su vez en legítimo sujeto, porque entonces, y sólo entonces, accede al rango humano por antonomasia, a saber, al de persona, al de un yo volitivo, al de un yo que, al recuperar al tú, adquiere rostro propio. Es la meta del Personalismo que, por eso, no sólo «se distingue rigurosamente del individualismo y subraya la inserción colectiva y cósmica de la Persona» (Mounier), sino que también denuncia, y a su nivel trata de contrarrestar, esa alienante toponimia /sur-norte, cada vez más separadora de los mundos del progreso y la pobreza, e incluso, dentro de las sociedades civilizadas, del poder del dinero y el desamparo de su carencia, casos ambos de inhumanismo, al impedir que el sujeto se desarrolle como persona.

BIBL.: ACEVEDO J., Hombre y mundo, Universidad de Chile, Santiago de Chile 1983; DÍAZ C., El sujeto ético, Narcea, Madrid 1983; ID, El puesto del hombre en la filosofía contemporánea, Narcea, Madrid 1981; FOUCAULT M., Las palabras y las cosas, Siglo XXI, México 1968; LÉVINAS E., Humanismo del otro hombre, Caparrós, Madrid 1993; SÁNCHEZ CUESTA M., Cinco visiones de hombre, Visor, Madrid 1993; VATTIMO G., Más allá del sujeto, Paidós, Barcelona 1989; YELA M., La estructura de la conducta. El sujeto y la respuesta, en Homenaje a Julián Marías, Espasa-Calpe, Madrid 1984.

M. Sánchez Cuesta