PERSONALISMO
DicPC
 

El término personalismo está gravado de una ambigüedad casi crónica. Si acudimos a cualquier diccionario de filosofía nos encontraremos con que remiten a toda filosofía que afirma la primacía de la persona sobre la realidad material o sobre las abstracciones idealistas, sea porque sostiene el valor superior, ontológica, moral y socialmente, de la persona humana o suprahumana, sea porque, en un sentido más estricto, cifra en el significado de la persona el significado de toda la realidad. Si, por el contrario, consultamos un diccionario de la lengua española encontraremos un significado netamente negativo: la adhesión a una persona o a las ideas que ella representa, especialmente en política, así como la tendencia a subordinar el interés común a miras personales. Se trata del vicio y la conducta de quien todo lo subordina a sí y del afán desmedido de protagonismo en cualquier ámbito o actividad. Esta ambigüedad se refleja en el lenguaje cotidiano, en el que domina el uso negativo, pero también en el lenguaje filosófico, en el que se ha entendido el personalismo como una forma sutil de designar el individualismo y el espiritualismo desencarnado. Nosotros, estando atentos a estos malentendidos, tomamos el personalismo en el primer sentido indicado y, de manera especial, en el que le ha dado Mounier y el grupo nucleado en torno a la revista Esprit. La acepción personalismo, dice Mounier, es de uso reciente (en torno a 1903 la usa Renouvier para calificar su filosofía). Pero, continúa, «lo que se llama personalismo no es una novedad. El universo de la persona es el universo del hombre. Sería asombroso que se hubiese esperado al siglo XX para explorarlo, aunque fuese bajo otros nombres. El personalismo más actual se inserta, como veremos, en una larga tradición»1.

I. LAS RAÍCES HISTÓRICAS DEL PERSONALISMO.

En Grecia, como prácticamente en toda la Antigüedad, domina lo general sobre lo individual, lo cósmico sobre lo propiamente humano, el destino sobre la soberanía de la libertad; de modo que falta incluso el concepto de /persona. Pero ya en el pensamiento griego podemos encontrar una primera veneración hacia el hombre y la tendencia a destacar su /dignidad sobre el orden cósmico natural. En las tragedias griegas se atisban protestas de la libertad contra el destino ciego; en la sofística, con todas sus limitaciones, se da una primera contracción del pensamiento a la dimensión humana que, sobre todo Sócrates dignifica por la vía de la virtud y del «conócete a ti mismo»; es la primera revolución personalista conocida. La ética aristotélica y el amor universalista estoico son también hitos de esta toma de conciencia. Pero donde el personalismo encuentra decisivas aportaciones es con la novedad del /cristianismo. Ya en la profunda experiencia religiosa del pueblo judío, aparecen con claridad las raíces del personalismo: en su literatura sapiencial, y en su vigoroso profetismo y su defensa del hombre concreto, del / pobre, del huérfano y de la viuda. Se cree en el Dios trascendente y personal, creador del mundo, que vacía el mundo de dioses y lo hace el lugar propio del hombre, creado a imagen del mismo Dios, en el que aquel proyecta responsablemente su libertad, en un tiempo no ya cíclico-natural, sino abierto como historia humana e historia de salvación. El hombre, hecho de barro y soplo divino, encuentra en sí un cierto absoluto que lo libera de los vínculos genéricos que quieran agotar su imposible definición. El hombre es vocación, llamada a una existencia de la que es responsable y en la que el riesgo del pecado no hace sino subrayar su libertad, incluso respecto del Dios que le llama al ser y a la /gracia, que incluye la regeneración del perdón. Y la /comunidad ya no es sólo el género próximo y anterior que llena su identidad, sino también, y ante todo, el fruto de una contribución libre por la que cada uno aporta riquezas inéditas antes de él: la comunión creada por el amor mutuo, comunión de corazón y de bienes, parte esencial de la vocación del cristiano. Con el cristianismo quedan dibujadas las grandes líneas del personalismo comunitario, y se entiende la relación del hombre con el mundo y con el mismo Dios como un gran diálogo en el que, además de la sacramentalidad del mundo, tiene importancia primordial la sacramentalidád, de la historia y de la palabra. Hasta el punto que la misma Palabra de Dios se hace palabra humana en Cristo; y, por él, se hace del /prójimo el lugar privilegiado de la exigencia moral y de la experiencia religiosa.

El pensamiento de san Agustín, con sus Confesiones, constituye la admirable ejecución, sin precedentes en la historia, de un programa personalista, por el que el alma del individuo se rescata y se conquista a medida que conoce la verdad y se conoce en Dios: soliloquio que es un diálogo con Dios y un coloquio con todos los hombres2. No obstante, se mantienen en el pensamiento filosófico y teológico cristiano medieval las influencias del intelectualismo griego, que impiden al cristianismo producir todos sus efectos: la fecunda adopción de las categorías filosóficas griegas hace, como contrapartida, que siga dominando lo universal sobre lo individual, y la dignidad absoluta del ser humano, así como la igualdad de todos los hombres en esa común dignidad, se afirma en el terreno teológico, sin que llegue a tener suficientes repercusiones antropológicas y sociales. Pero, ya al final de la Edad Media, comienza a delinearse lo que será el humanismo moderno, especialmente en el pensamiento de Tomás de Aquino, que afirma enérgicamente la superioridad ontológica de la /persona sobre todo el resto de la realidad y su esencial unidad sustancial, sanando la tradición cristiana del dualismo que venía arrastrando desde la Alta Edad Media.

Un paso decisivo en la estimación de la realidad personal, en cuanto irreductible a la naturaleza subhumana, se da en el Renacimiento. Pese a sus pretensiones de retorno al clasicismo griego, este período es incomprensible sin el cristianismo, del que prolonga y potencia la veneración por el hombre: el /Humanismo. Destaca aquí la aportación de la escolástica renacentista de Salamanca: afirmación filosófica y jurídica de lo absoluto del hombre («bien de sí mismo», dice Francisco de Vitoria) y de los /derechos humanos, con ocasión de la defensa de los derechos de los indígenas americanos. Pero es después cuando se van extrayendo algunas de las potencialidades teóricas contenidas en la tematización del hombre como individuo irreductible. En esta clave cabe interpretar la potencia del cogito cartesiano, que, pese a sus graves unilateralidades, como la ruptura de la comunión con la naturaleza y con el otro hombre, supone la «afirmación de un ser que detiene el curso interminable de la idea y se afirma en la existencia»3, y desemboca en la tematización kantiana de su valor absoluto o fin en sí, y la proclamación política de los derechos del hombre.

El Romanticismo, filosófico y literario, está recorrido de «palpitaciones personalistas»4, aunque la titánica autoafirmación del yo acabe siendo devorada por la pasión de la /totalidad, cuya máxima expresión es la hegeliana sumisión del individuo al Estado. Así pues, también la /modernidad, pese a sus contribuciones, está tocada de la ambigüedad que veíamos en la Edad Media. La exaltación de la razón científica y el culto de una libertad que tiende a afirmarse absolutamente en la subjetividad humana, así como la ruptura de esas dos instancias, que favorecen simultáneamente la tendencia al objetivismo cientista, al individualismo antropológico y social y al subjetivismo moral, limitan los logros del mundo moderno en la contribución al personalismo. El /individuo humano tiende a ser reducido a mero objeto de investigación y, por otro lado, a elevarse a la condición de divino.

II. ANTECEDENTES PRÓXIMOS.

 A juicio de Mounier, son tres los nombres que deben destacarse en el siglo XIX para una historia del personalismo: Maine de Biran, S. Kierkegaard y K. Marx. El primero, precursor del moderno personalismo francés, oponiéndose al sensismo mecanicista de su tiempo, tematiza la unidad de la conciencia y de la espacialidad objetiva, en la que aquella se abre paso. Kierkegaard y K. Marx representan dos aceradas críticas del sistema hegeliano; el primero en nombre de la libertad irreductible del hombre y de su dramática situación; el segundo denuncia la abstracción idealista olvidada de las condiciones sociales y económicas en que se da la existencia del hombre concreto. Pese a su importancia, estos dos autores son expresión de la fractura razón-libertad antes aludida, de modo que el primero es proclive a la desviación romántica en versión individualista y subjetivista, y el segundo se inclina, mediante su materialismo histórico, ante el mito decimonónico de la ciencia, aplicado a la realidad social e histórica. Pero se va abriendo paso la conciencia de la necesidad de superar la escisión entre una visión espiritualista del hombre, que lo separa de su pertenencia terrena, y otra materialista, que quiere reducirlo a mero producto de la evolución, la presión social o las fuerzas ciegas que operan desde su inconsciente. Diversos autores (Maine de Biran ya fue uno de ellos) tratan de pensar la realidad y al hombre haciendo justicia a la diversidad de dimensiones que se dan cita en él, sin sacrificar ninguna. De esta forma se prepara el terreno del personalismo que fragua en 1932, en torno a E. Mounier y el movimiento Esprit.

Precursor de esa tendencia es R. H. Lotze, que trata de conciliar en su filosofía los principios del mecanicismo científico, con un espiritualismo que afirma la superioridad de la realidad personal y de los valores que dan unidad teleológica y axiológica al mundo. El término personalismo hace su presentación pública con Ch. Renouvier, que titula así una de sus obras. Su filosofía, hecha sobre todo de negaciones al espiritualismo metafísico, al idealismo alemán y al positivismo naturalista, y centrada en la reivindicación de la libertad individual, operó como un revulsivo purificador más que como una propuesta positiva, hasta el punto de que hay quienes piensan que a su pensamiento le cuadra mejor el apelativo de individualismo.

La filosofía de la persona se ha enriquecido decisivamente con las aportaciones de H. L. Bergson, que reivindica los derechos de la libertad del sujeto, irreductible al objetivismo científico, sin renunciar al rigor de las ciencias. Y, en una perspectiva original y parcialmente diversa del anterior, es capital la filosofía de la acción, de M. Blondel, en la que convergen el conocimiento, la moral y la ciencia. Blondel comprende al espíritu humano dentro del orden de la naturaleza y del devenir histórico, y abierto a la revelación divina. La Filosofía del Espíritu de L. Lavelle y, especialmente, la metafísica axiológica de R. Le Senne, son también referencias obligadas para el personalismo.

Apelando a la centralidad de la noción de /valor desde una aproximación fenomenológica, Max Scheler entendió su obra principal (El formalismo en la moral y la ética material de los valores) como «Nuevo ensayo de fundamentación de un personalismo ético». Esta obra contiene una elaborada teoría de la persona, que en Esencia y formas de la simpatía, otra de sus obras principales, desarrolla en el sentido de la constitutiva relacionalidad humana en sus diversos niveles. En fin, el personalismo se ha enriquecido muy de cerca con la filosofía dialógica: M. Buber, F. Rosenzweig, F. Ebner (/personalismo alemán) y de algunos pensadores existencialistas: N. A. Berdiaev, G. Marcel y K. Jaspers (/existencialismo). Y no puede silenciarse a J. Maritain, pensador de gran fuste teórico, que bebe, para la propuesta de su humanismo integral, de las fuentes del tomismo, y que repiensa desde ahí todos los grandes temas de la filosofía de la persona.

III. E. MOUNIER Y EL MOVIMIENTO «ESPRIT».

Hemos visto cómo, en medio de grandes ambigüedades, se va delineando en la historia del pensamiento una progresiva toma de conciencia de la centralidad de la persona en el seno de la realidad natural. Esa toma de conciencia tiene la doble vertiente de aportaciones teóricas, que permiten entender cada vez mejor y desde diversos flancos la eminente dignidad de la persona, y de la percepción de las crecientes amenazas contra ella desde desarrollos unilaterales del pensamiento y el modo de vida que se va imponiendo en el mundo occidental. De ahí que tenga tanta importancia la figura de Emmanuel Mounier y el movimiento que él articula en torno a la revista Esprit para la consolidación, la presencia y el desarrollo del personalismo. En torno a Mounier y a Esprit se recogen las aportaciones anteriores, se dialoga con toda posición que tenga algo positivo que decir en favor del hombre, se ponen al descubierto las inhumanidades incrustadas en la sociedad y la cultura, se trata de profundizar filosóficamente en las estructuras del universo personal, y se avanzan propuestas para superar la crisis histórica y poner las bases de un mundo acorde con las exigencias del hombre, en la integridad de sus dimensiones. De hecho, la figura de Mounier es inseparable del movimiento Esprit, que se genera en torno a la revista. Esprit nació en 1932, en medio de una crisis que no era sólo económica, sino ante todo histórica, una crisis de civilización. Su objetivo es institucionalizar una revolución permanente contra las tiranías de la época5: el espíritu burgués, el capitalismo, el espiritualismo intimista y descomprometido, el materialismo, el comunismo, el fascismo y, en suma, lo que Mounier y sus compañeros llaman «el desorden establecido».

La posición ideológica de Mounier, Esprit y el personalismo que representan, no es sencilla de clasificar, pues la centralidad de la persona no se deja encasillar ni definir. La sustancialidad de la persona como ser espiritual, se desarrolla y despliega en la historia, por lo que nunca puede componer un sistema cerrado sobre sí mismo, sino que se descubre a sí mismo al hilo del acontecimiento, nuestro maestro interior. Por eso, el personalismo de Mounier, al tiempo que denuncia el desorden establecido, se abre al diálogo con las posiciones que, sin ser estrictamente personalistas, se alinean en la causa del hombre o iluminan aspectos clave de su realidad: el existencialismo, el /marxismo, el /anarquismo, las filosofías del diálogo, etc. Mounier y Esprit acogen y disciernen pacientemente todas esas inspiraciones, para componer así, de la mejor manera, el mapa completo de la existencia personal, sus estructuras esenciales: la existencia incorporada, la comunicación constitutiva y primitiva, la conversión íntima y la singularidad de la vocación, el afrontamiento y los valores de ruptura, la libertad bajo condiciones como condición total de la persona y como proceso de liberación, la eminente dignidad que la abre a dimensiones de trascendencia religiosa y personal, el compromiso por el que las riquezas de la existencia personal se proyectan en la acción, atenta a sus polos profético y político. El personalismo que Mounier trata de articular proclama el primado de lo espiritual, pero subraya con fuerza que, por la dimensión histórica, incorporada, social y económica del hombre, no puede descuidar el compromiso político, atento a las concretas condiciones en que el hombre concreto se realiza y, con frecuencia, resulta alienado. Pero, en la dimensión política, Mounier y Esprit buscan sus condiciones morales y la mística que la salva de las impurezas que, casi inevitablemente, la empañan. De ahí que Mounier recuerde también la necesidad de una técnica de los medios espirituales, la exigencia de una revolución simultáneamente moral y económica. En esta continua exigencia de purificación, Mounier es fiel a la idea de la ciudad armoniosa de Péguy, en la que conviven diversas místicas, distintas visiones de la realidad, cada una de las cuales encierra una verdad profunda, por lo que no se destruyen entre sí, sino que son amigas: ¿cómo no habrían de ser amigas la causa de la justicia, invocada por los comunistas, y la de la libertad, defendida por los liberales? Son las políticas que derivan de las místicas las que se enfrentan unas a otras, las que devoran primero a las místicas contrarias y finalmente a la propia. Desenmascarando las distintas /políticas, es posible recuperar las místicas que laten bajo ellas, y se abre la posibilidad de un fecundo diálogo intelectual y el pluralismo en la convivencia y en la colaboración.

IV. NÚCLEOS TEÓRICOS.

1. El personalismo:.filosofía, no sistema. El personalismo es y quiere ser filosofía en sentido pleno, con concretas dimensiones prácticas y operativas. Al hablar, pues, de personalismo, nos encontramos con una filosofía de la historia, una metafísica, una antropología, una ética, así como con concretas propuestas en los campos prácticos indicados. Esto puede dar la impresión de que el personalismo se presenta como un sistema al estilo hegeliano. Pero eso es falso. Al ser su afirmación central la existencia de personas libres y creadoras, introduce en el corazón de esas estructuras un principio de imprevisibilidad, que disloca toda voluntad de sistematización definitiva. Quien pretenda construir en torno a la persona un «aparato de pensamiento y acción que funcione como un distribuidor automático de soluciones y de consignas» 6 ya ha reducido a objeto lo que por principio es inobjetivable, no-inventariable, y no se deja reducir a una definición, por ser la originalidad creadora, la novedad personal e histórica y, en suma, las perspectivas abiertas, lo que nos indica la presencia y la vocación de esa existencia superior que entraña lo personal. Esta apertura inagotable hace que ni siquiera se pueda hablar, en rigor, de personalismo, como si se tratara de una escuela, sino de corrientes personalistas, de personalismos, pues son muy diversas las perspectivas desde las que se puede abordar la realidad personal. Aunque se dé finalmente la convergencia de todos ellos en esa afirmación de la persona como un prius ontológico y moral. Pero, sin ser un sistema, el personalismo no se reduce a una actitud genérica y desestructurada. El personalismo es filosofía que no rehuye la sistematización ni el uso disciplinado de los instrumentos conceptuales. Es filosofía abierta, tanto a las otras orientaciones filosóficas que «alumbran desde diferentes direcciones amplias provincias del mismo país» (como el marxismo, el existencialismo y muchas otras), como al mismo devenir histórico, pues «combina la fidelidad a un cierto absoluto humano con una experiencia histórica progresiva»7.

2. Filosofía de la historia. Dos son los referentes en los que se ha de situar lo que podemos llamar la filosofía de la historia del personalismo. Por un lado, se comprende a sí mismo como fruto de una larga tradición, de modo que se puede entender la historia como un largo proceso de personalización. Pero no automático, ni ciego, consecuencia de mecanismos que escapan a la libertad del hombre. La existencia personal es una posibilidad superior que se ofrece a todo hombre, a toda época y toda cultura, y que exige, para ser alcanzada, la decisión de romper con los automatismos y las ligaduras que la impiden, y de responder a la llamada de exigencias que sitúan al hombre a la altura de su dignidad. Esta llamada encuentra siempre resistencias y dificultades que tientan permanentemente a cada uno (individuo, grupo, época) a mantenerse en niveles de existencia infrapersonales. Por ello, ante la realidad de la historia humana, con sus grandezas y sus miserias, sus posibilidades y sus inevitables condicionamientos, el personalismo rechaza el optimismo impaciente de la ilusión liberal o revolucionaria, y el pesimismo impaciente de los fascismos, y define su posición como optimismo trágico: optimismo, por la posibilidad permanente de decidirse en favor de la existencia personal; pero trágico, por la conciencia de las dificultades que amenazan esa decisión, y de que esas dificultades nunca serán despejadas del todo. En segundo lugar, el personalismo nace filosóficamente como toma de conciencia y como reacción a una crisis política y económica, pero sobre todo espiritual, y que consiste fundamentalmente en la fractura cultural que fomenta, en cada uno de sus fragmentos, posturas unilaterales, verdades parciales, que, absolutizadas, se vuelven contra la realidad humana en lo que tiene de más propio, genuino y valioso: su dimensión personal. Pese a todas sus conquistas, el mundo moderno, precisamente por sus unilateralidades, se ha vuelto contra la persona: en el individualismo burgués, en los movimientos fascistas, que reaccionan espasmódica, enfermizamente contra la burguesía, en el mismo comunismo marxista, que, recordando toda una vertiente irrenunciable de la vida personal, olvida olímpicamente otras igualmente importantes.

El personalismo es una toma de postura filosófica, antropológica, ética y política, que pretende reivindicar la centralidad del ser personal, pero sin absolutizarlo, rindiendo homenaje a la eminente dignidad del hombre, pero en su condición de criatura, abierta constitutivamente a los otros y a Dios, y llamada a la comunión con él, pero sin otorgar a la realidad humana la condición divina, como algunos humanismos modernos han pretendido. Todo ello implica establecer la verdad del ser humano, haciendo justicia a la pluralidad de sus dimensiones, sin privilegiar ninguna en detrimento de otras, situando la existencia humana en el mundo, sin romper su pertenencia y su comunión fundamental con él, pero también sin reducirlo a los niveles inferiores de la existencia personal. Si la expresión de la primera dimensión de la filosofía de la historia es el optimismo trágico, en esta segunda vertiente se hace patente una tarea: no se trata de denunciar la modernidad regresivamente, soñando inexistentes paraísos perdidos, sino de rescatar las inspiraciones mejores del mundo moderno, para ponerlas efectivamente al servicio de la vida personal; y esto tiene toda una implicación histórica: «Tras cuatro siglos de errores, paciente y colectivamente, rehacer el Renacimiento»8.

3. Metafísica, antropología, ética y religión. La crisis espiritual de la modernidad se manifiesta en las visiones seductivas que esquizofrénicamente han llenado el panorama filosófico de los últimos siglos. Por un lado, los materialismos mecanicistas y dialécticos han absolutizado el saber puramente objetivo y científico y han pretendido reducir a objeto toda realidad, incluida la persona. Por el otro, los espiritualismos e idealismos han pretendido exaltar el espíritu como realidad independiente de la naturaleza, negando la materia o situando al hombre por encima de sus condicionamientos. Desde el punto de vista metafísico, el personalismo rompe con este esquema mediante la propuesta de un realismo que sitúa al ser humano en la naturaleza: «No hay nada en mí que no esté mezclado con tierra y con sangre»9, condicionado por todos sus niveles de realidad: materia, infraestructuras biológica, psicológica, social y económica. Reconociendo las resistencias objetivas de la realidad natural, se recoge la sugerencia idealista de que no hay objeto sin conciencia que la perciba. Y, sobre todo, se afirma que el hombre está, sí, condicionado por la naturaleza en la que vive y de la que es solidario, pero que no es esclavo de esos condicionamientos, ya que se/ halla abierto y llamado a las más altas posibilidades espirituales. Es en el nivel espiritual donde se encuentra el sentido de lo real, que el hombre descubre, apalabra y proyecta.

Esta metafísica sigue siendo en el personalismo una ciencia buscada, una tarea teórica siempre pendiente; tiene muy fuertes implicaciones antropológicas, pues el ser se entiende dotado de una riqueza y gradación cualitativa que culmina en la persona. La persona es realidad en sentido fuerte: es lo irreductible a mera parte de cualquier totalidad orgánica. Lo que implica la afirmación de la individualidad concreta de cada persona como /personalidad abierta y vocación, llamada a realizar la plenitud de su propia existencia en la relación con los demás. El individuo personal, dotado de identidad propia y no mera repetición numérica de la especie, no consiente un principio de individuación que sea simple multiplicación material; el personalismo no puede identificarse con ninguna forma de individualismo, porque la identidad personal tiene como principio de individuación la relación interhumana, el hecho primitivo de la comunicación. El yo personal adviene por la mediación del tú y del nosotros. El yo no es una mónada aislada, sino una intimidad irreductible, que es simultáneamente cruce de caminos: fruto de la oblación gratuita de otros y proyecto vital o vocación que sólo en la propia donación a los demás encuentra su cumplimiento. El personalismo es necesaria y esencialmente comunitario. Se redefine así el egocentrismo solipsista con que la modernidad ha pretendido establecer el antropocentrismo, sin caer en las reacciones extremas del sociologismo o del colectivismo, enemigas de la libertad. No, pues, cogito ergo sum, sino cogitodiligo ergo adsum: pienso y amo, luego heme aquí, disponible. Ser persona es ser /sí mismo y estar expuesto, abierto a los demás. La /ética se entiende desde la relación interhumana, no por referencia a una abstracta ley natural o a unos valores impersonales, sino, sobre todo, por relación al tú, que desde su rostro, exigente y menesteroso, reclama mi responsabilidad. Sólo en la relación se abre el orbe moral, se descubren los valores rectores de la acción y las exigencias propuestas a la libertad de cada uno. El ser (metafísica) personal (antropología) así entendido, explica que en el personalismo, de manera paradigmática en Lévinas, se haya afirmado la ética como /filosofía primera.

No es posible explicitar aquí las fuertes implicaciones prácticas que esta concepción tiene y ha de tener en el campo de la /educación, de la política, de la economía, etc. En todos los campos prácticos de la actividad humana, la revolución que haga del concreto ser personal el centro real de sus preocupaciones es y será siempre la eterna revolución pendiente. La eminente dignidad del ser humano y su limitación metafísica, por la que no se da a sí mismo esa dignidad, hace que no pueda entenderse esta como una mera emergencia natural, a partir de fuerzas subhumanas ciegas. El personalismo apunta a una explicación global de lo real, por apelación a un principio espiritual superior, él mismo personal. Es el problema de la trascendencia, del / Absoluto. Pero no puede decirse que la filosofía personalista sea ni expresamente religiosa ni, menos aún, confesional. En realidad la superioridad ontológica y el valor eminente de la persona es accesible a todo el que mire al ser humano sin prejuicios. La conciencia de la dignidad humana forma parte de la conciencia colectiva de la humanidad, no tiene como condición concreta de su aprehensión una determinada fe religiosa. Precisamente la conciencia aguda de las numerosas ofensas que continuamente se cometen contra la dignidad humana, la experiencia de lo que Ricoeur llama «lo intolerable», tiene como condición una cierta veneración por esa dimensión personal, presente en todo hombre, varón o mujer. Es verdad que históricamente la experiencia religiosa, especialmente el /judaísmo y el cristianismo, han cooperado decisivamente en la configuración de esta conciencia, pero ello no significa que en nuestros días ella sea accesible sólo a los creyentes. Incluso quienes niegan los presupuestos de una filosofía personalista, difícilmente pueden substraerse a ese homenaje implícito a la realidad personal, que es la indignación contra la injusticia en todas sus formas. Sin embargo, es cierto que la filosofía personalista ha sido elaborada mayoritariamente por pensadores abiertos a la trascendencia. Y es que, cuando esa conciencia más o menos implícita, se sitúa en el campo del filosofar y se trata de indagar en profundidad la realidad personal, la veneración por ella encuentra en la experiencia religiosa su máxima y mejor expresión. La dignidad humana, el misterio de la libertad, la /responsabilidad asimétrica ante el /otro, lo inefable del tú humano y la grandeza del amor, la singularidad irreductible de la vocación propia y del /rostro ajeno, la llamada misteriosa a la autotrascendencia generosa, todas estas dimensiones, imposibles de reducir a mecanismos evolutivos, a presión social o a astucia de la especie, sólo en un horizonte más grande que el hombre mismo, anterior y posterior a él, hallan respuesta adecuada.

Si la persona aparece como cúspide ontológica y síntesis de todo el orden del mundo, lógico es preguntar si el origen primero y el sentido último de todo lo real no estará dotado también de la dimensión personal, pues de otro modo resulta poco menos que imposible explicitar todas las joyas que adornan al hombre, y que resumimos en su dignidad personal. Las explicaciones evolutivas, psicológicas o, en una palabra, inmanentistas, fracasan en su intento y tienen que acabar reduciendo la evidencia de la dignidad a una ilusión, porque su propia estrechez teórica no permite deducir lo que es indeducible. En el seno del personalismo, la explicación teórica, aun sin renunciar a ella, cede ante la fuerza de la experiencia viva, existencial y religiosa del Tú divino, que sale al encuentro del hombre dialogalmente, estableciendo una /relación personal y comunitaria. El personalismo no es confesional, pero, abierto a la experiencia entera de la realidad personal, como pensamiento verdaderamente libre, insistiendo siempre en la centralidad del ser personal y comunitario, realiza una labor de purificación y /liberación de la experiencia religiosa de las numerosas adherencias históricas con que inevitablemente se contagia: sus componendas con el desorden establecido y sus contaminaciones con el espíritu del mundo, como el espíritu burgués, que la corrompen, dando pie a su rechazo como dependencia inmadura, opio del pueblo o neurosis colectiva. Si la verdadera experiencia religiosa ha de ejercer una función profética y liberadora en el mundo, el personalismo, desde su libertad no confesional, ha de realizar una función profética respecto de la religión, sal para que la sal no se vuelva sosa, para evitar que sea infiel a su inspiración genuina.

V. «MUERE EL PERSONALISMO, VUELVE LA PERSONA».

El personalismo no es una filosofía centrada en sí misma. Su vocación es la del servicio a algo diverso de sí. Por ello, posiblemente, se ha considerado al personalismo una filosofía intempestiva, siempre en trance de desaparecer. Es verdad que el personalismo nunca ha estado de moda. Otras orientaciones, como el marxismo, el existencialismo, el estructuralismo o la posmodernidad, han atraído la atención del gran público. Esta inactualidad se acentúa tal vez más hoy, cuando los grandes referentes respecto a los que el personalismo de Mounier vino a definirse (existencialismo, marxismo) han perdido vigencia; «Muere el personalismo, vuelve la persona», afirma P. Ricoeur10. Al no preocuparse de /sí mismo, el personalismo tampoco se preocupa de su propia vigencia o de su posible desaparición futura. Su preocupación está, más bien, en la vigencia teórica y práctica de la realidad personal. Si el personalismo se presenta en el concierto de las corrientes filosóficas, es precisamente por las negaciones que de la persona se hacen en muchas de ellas. Si algún día el hombre viviera a la altura de su propia dignidad, el personalismo como filosofía perdería probablemente su sentido. Ahora bien, sin estar de moda, el personalismo siempre ha estado presente: recogiendo, tematizando y explicitando la reivindicación del valor de la persona ante el que otros, fragmentariamente y como de soslayo, también se inclinaban en parte. Y no parece que tal tarea vaya a perder vigencia en un futuro próximo. La sucesión de los modelos filosóficos no ha despejado el camino a la vuelta de la persona, sino que sus múltiples negaciones siguen presentándose con nuevos rostros. De ahí que, para que la persona vuelva y sea realmente el centro de la vida humana y de sus distintos niveles, el personalismo sigue siendo necesario: como labor profética de denuncia de las injusticias teóricas y prácticas contra la persona; como labor teórica de investigación y tematización de los grandes problemas que se dan cita en torno a ella; como compromiso de realización de un mundo en el que la vida personal encuentre el lugar que le corresponde, en comunión con todos los otros niveles de la realidad, pues participa también de su barro, pero en el nivel superior que hace de la persona cúspide ontológica y axiológica, síntesis de sentido y apertura a la dimensión trascendente, a la que la realidad entera, y la persona de modo eminente, apunta en todos sus poros.

NOTAS: 1 E. MOUNIER, Obras completas III, 451. – 2 L. STEFANINI, Personalismo, en Dizionario delle idee, Sansoni, Florencia 1977, 863. – 3 E. MOUNIER, o.c. III, 457. – 4 L. STEFANINI, o.C., 864. — 5 A. DOMINGO MORATALLA, Un humanismo del siglo XX: el personalismo, 125. – 6 E. MOUNIER, o.c. III, 452. — 7 ID, 198. – 8 ID, 1, 588. – 9 ID, III, 463. – 10 Muere el personalismo, vuelve la persona, en Amor y justicia, Caparrós, Madrid 1993, 95-103.

BIBL.: DÍAZ C., La persona, fin en sí, Instituto Emmanuel Mounier, Madrid 1990; ID, El sujeto ético, Narcea, Madrid 1983; ID, Corriente arriba. Ensayo de filosofía personalista, Encuentro, Madrid 1985; ID, Para ser persona, Instituto Emmanuel Mounier, Las Palmas 1993; DíAz C.-MACEIRAS M., Introducción al personalismo actual, Gredos, Madrid 1975; DOMINGO MORATALLA A., Un humanismo del siglo XX: El personalismo, Cincel, Madrid 1985; LACRGIx J., Le personnalisme: sources, fondements, actualité, Chronique Sociale, Lyon 1981; MARíAS J., Mapa del universo personal, Alianza, Madrid 1993; MORENO VILLA M., El hombre como persona, Caparrós, Madrid 1995; MOUNtER E., Obras completas I-IV, Sígueme, Salamanca 1988-1992; VEGAS J. M., Introducción al concepto de persona, Instituto Emmanuel Mounier, Madrid 1990.

J. M. Vegas