OBJECIÓN DE CONCIENCIA
DicPC
 

La objeción de conciencia es un asunto de relativa cotidianidad en los medios de comunicación, especialmente a raíz de algunas situaciones procesales. Así ocurre con la objeción de conciencia al servicio militar, a la prestación social sustitutoria, de un farmacéutico a vender un preservativo... y se habla también de objeción fiscal o de un médico que se niega a tratar a un enfermo de SIDA o a practicar un aborto, etc. Como es evidente, su enumeración no significa su equiparación en cuanto a la gravedad del problema que suscitan. A pesar de la diversidad de las situaciones, se puede encontrar una nota común a todos estos casos de objeción de conciencia, entendida siempre en tanto que moral, y no como teórica: un individuo se enfrenta a una ley establecida por la sociedad, revocando su moralidad y, por tanto, su deber de acatarla desde una instancia superior a la misma, su conciencia. Con este conflicto se ponen en cuestión algunos postulados de nuestra sociedad, que se han convertido en moneda de uso frecuente, sin calibrar quizá su grado de verdad: a) la falaz ecuación entre legalidad y moralidad; pero no todo lo legal es moral; b) qué tipo de relación existe entre individuo y sociedad, entre bien privado y /bien común; c) cómo hemos de entender la /conciencia moral (¿quizás como autonomía del sujeto?). Nuestra cultura actual parece alimentarse de una pretendida autonomía moral absoluta del individuo, que se ha resuelto en voluntad de poder, y que crearía los valores que rigen su actuar.

I. CONCIENCIA Y AUTONOMÍA MORAL.

Kant es un buen guía para transitar tales parajes, ya que a él se debe el haber introducido, como una irrenunciable divisa de la ética, la /autonomía moral. Si bien también supo atender al hecho incontestable de la conciencia moral1. Frente a otras concepciones, por ejemplo la de santo Tomás2-, Kant afirmará que la conciencia moral no es la facultad que descubre los preceptos a los que han de someterse las máximas de su conducta si esta quiere ser moralmente buena –esto sería tarea de la razón pura práctica–; tampoco decide si un acto determinado se nos puede imputar o no; ni ha de escrutar la razón por la que ha obrado el agente. La misión que tiene encomendada la conciencia moral es juzgar sobre el asentimiento que damos a las máximas (principios prácticos que gobiernan la conducta) por las que actuamos, no juzga sobre si aquello era un deber o no (labor del entendimiento), sino sobre si estamos seguros de que era un deber, si hemos realizado el juicio de las acciones con todo miramiento. Así entendida, la conciencia moral se podría definir como «la facultad moral de juzgar que se juzga a sí misma»3. Tal conciencia moral es un hecho presente en todo hombre –este podrá ignorarla, pero nunca acallarla– y no cabe suponer que sea errónea, pues no puedo equivocarme sobre si yo he comprobado con mi razón si algo era un deber o no4. La conciencia moral hace un juicio, no sólo acerca de cómo es nuestro asentimiento, sino también de cómo debe ser. Este asentimiento debe ser saber y no opinión, es decir, mi tener por verdadero que algo es un deber, ha de tener suficiencia objetiva y subjetiva, como ya señalara Kant5- Así pues, el darme cuenta de que estoy seguro de que lo que hago no es ilícito, tiene un carácter debido. Desde aquí se puede entender la otra definición que da Kant: «La conciencia (Gewissen, conciencia moral) es una consciencia (Bewusstsein) que por sí misma es un deber». De forma que el principio supremo de la conciencia sería: «No se debe intentar nada a riesgo de que sea injusto»6.

Como corolario de este principio supremo, se pueden extraer dos evidencias fundamentales: «La primera es la de que la plena convicción de la validez de nuestras máximas sólo puede lograrse por un atento examen de su aspecto objetivo (...). Dicho de otra manera: que el deber incondicional de obrar en conciencia, implica necesariamente la exigencia, no menos rigurosa, de discernir con los medios de que dispongamos lo que se debe o no se debe hacer». La segunda evidencia sería la de que «el carácter más objetivamente verdadero que pueda concebirse de un principio moral, sólo puede tornarse normativo para un ser que razona cuando es reconocido por este como tal»7. Así, pues, en todos los casos de objeción de conciencia, mencionados al principio de este artículo, en los que una persona discrepa con una determinada norma de conducta propuesta por la sociedad, se supone que dicha persona, si de verdad actúa en conciencia, acepta como máxima de su acción otro principio distinto, y que dicho reconocimiento tiene a la base un exhaustivo y honrado análisis de la corrección del principio distinto que va a aplicar. Tal exigencia nos remite, a su vez, al problema del conocimiento moral; Kant propuso el imperativo categórico como solución al problema del conocimiento moral. Otras corrientes, como la ética de los valores, han encontrado más difícil el llegar a determinar la corrección de las acciones, y proponen una serie de criterios que pueden llegar a orientarnos cuando se trata de situaciones conflictivas entre valores de similar rango. Tal ha sido el caso de Reiner. Si tales exigencias se cumplen, se ha de respetar su decisión, pese a que se discrepe con ella. Y, en caso contrario, su pretendida objeción moral está viciada por espúreos –y habitualmente no declarados– intereses.

Y es que todo comportamiento moral tiene, en realidad, como componente necesario, estos dos elementos que acabamos de mencionar, pues el agente moral en todo momento ha de justificarse a sí mismo. Ahora bien, ¿por qué esta justificación? ¿No remite esto a una insuficiencia del /sujeto, para dar cuenta hasta el final de toda la moral? ¿No cuestiona este hecho de la vida moral la resolución de la autonomía moral en voluntad de poder?

Kant se plantea en La metafísica de las costumbres la conciencia moral como un tribunal: la «conciencia moral, tiene en sí de peculiar que, aunque esta su tarea es un quehacer del hombre consigo mismo, sin embargo, este se ve forzado por su razón a desempeñarla como si fuera por orden de otra persona. Porque el asunto consiste aquí en llevar una causa jurídica (causa) ante un tribunal. Pero representar al acusado por su conciencia moral como una y la misma persona que el juez, es un modo absurdo de representar un tribunal; porque en tal caso el acusador perdería siempre. Por tanto, en todos los deberes, la conciencia moral del hombre tendrá que imaginar como juez de sus acciones a otro (como hombre en general), distinto de sí mismo, si no quiere estar en contradicción consigo misma. Ahora bien, este otro puede ser una persona real o únicamente ideal, que la razón se crea por sí misma»8.

Se trata de un tribunal cuya sentencia de absolución o condena no va seguida de una sanción. Si el acusado es considerado culpable, es decir, si ha adoptado una máxima sin considerarla hasta el final, entonces es la misma conciencia de culpa su condena. Mas, si el acusado resulta inocente, afirma Kant, no hay premio alguno: «La dicha que proporciona el confortante consuelo de la conciencia moral no es positiva (alegría), sino sólo negativa (el sosiego tras la inquietud anterior)»9. Si el obrar en conciencia no nos proporciona la ?felicidad, será porque esto no basta para que me haga bueno; es necesario, además, que lo haga por motivos morales. Pero, para Kant, podemos llegar a saber con seguridad si nuestra motivación ha sido contraria al deber y, por tanto, nos hemos hecho malos al obrar; pero nunca si nos hemos hecho buenos —obrando motivados por /deber—. Así queda resumida la situación: «Y creyendo vedado a todo hombre, como lo estaba a Adán, comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, piensa Kant, por lo tanto, a ninguno le es dado el indecible gozo que entraña la conciencia de la bondad moral. Desear el sabor de esa manzana sería para el hombre querer ser como Dios»10.

II. CONCIENCIA Y RESPONSABILIDAD.

No podemos dejar de hacer referencia a las resonancias que los datos presentados por Kant tienen en el /personalismo comunitario y, en especial, en E. Lévinas. Esta necesidad que tiene la razón de «imaginar como juez de sus acciones a otro, distinto de sí mismo, si no quiere estar en contradicción consigo misma», ha sido interpretada en una línea totalmente diferente por Lévinas. Aquí no se trata de imaginar al otro, sino de afirmar su realidad. La presencia del otro la ha entendido Lévinas bajo la categoría de /rostro: «El rostro es significación, y significación sin contexto. Quiero decir que el otro, en la rectitud de su rostro, no es un personaje en un contexto (...). Es lo que no puede convertirse en un contenido que vuestro pensamiento abarcaría; es lo incontenible, os lleva más allá. En esto es en lo que consiste el que la significación del rostro lo hace salir del ser, en tanto que correlativo de un saber. Por el contrario, la visión es búsqueda de una adecuación; es lo que por excelencia absorbe al ser. Pero la /relación con el rostro es desde un principio ética. El rostro es lo que no se puede matar o, al menos, eso cuyo sentido consiste en decir: "No matarás"»11. Así pues, para Lévinas, «el lazo con el otro no se anuda más que como responsabilidad, y lo de menos es que esta sea aceptada o rechazada, que se sepa o no cómo asumirla, que se pueda o no hacer algo concreto por el otro. Decir: heme aquí. Hacer algo por otro. Dar. Ser espíritu humano es eso»12. La consecuencia que se extrae de estas afirmaciones es clara: «Soy yo quien soporta al otro, quien es responsable de él». Así, se ve que en el sujeto humano, al mismo tiempo que una sujeción total, se manifiesta mi primogenitura. Mi responsabilidad es intrasferible, nadie podría reemplazarme. De hecho, se trata de decir la identidad misma del yo humano a partir de la responsabilidad, es decir, a partir de esa posición o de esa deposición del yo soberano en la conciencia de sí; posición que, precisamente, es su responsabilidad para con el otro. La responsabilidad es lo que, de manera exclusiva, me incumbe y que humanamente no puedo rechazar. Esa carga es una suprema dignidad del único Yo no intercambiable, soy yo en la sola medida en que soy responsable. Yo puedo sustituir a todos, pero nadie puede sustituirme a mí. Tal es mi identidad inalienable de sujeto. En ese sentido preciso es en el que Dostoievski dice: "Todos somos responsables de todo y de todo ante todos, y yo más que todos los otros"13.

NOTAS: 1 La metafísica de las costumbres, 307. – 2 S. Th., 1, 79, 13, ad. resp. – 3 La religión dentro de los límites de la sola razón, 189. – 4 La metafísica de las costumbres, 255-256. – 5 Crítica de la razón pura, A 822-823; B 850-851. – 6 La religión dentro de los límites de la sola razón, 189. – 7 J. M. PALACIOS, La interpretación kantiana de la conciencia moral, 306-307. – 8 La metafísica de las costumbres, 303-304. – 9 ID, 306. – 10 J. M. PALACIOS, a.c., 305-306. – 11 Ética e infinito, 80-81.– 12 ID, 91.– 13 ID, 95-96.

BIBL.: DÍAZ C., Contra Prometeo, Encuentro, Madrid 1980; JANKÉLÉVITCH V., La mala conciencia, FCE, México 1897; KANT 1., La metafísica de las costumbres, Tecnos, Madrid 1989; ID, La religión dentro de los límites de la sola razón, PPU, Barcelona 1989; ID, Crítica de la razón práctica, Sígueme Salamanca 1994; ID, Crítica de la razón pura, Alfaguara, Madrid 1989; LACROIX J., Filosofía de la culpabilidad, Herder, Barcelona 1980; LÉvINAS E., Ética e infinito, Visor, Madrid 1991; PALACIOS J. M., La interpretación kantiana de la conciencia moral, en AA.VV., Homenaje a Alfonso Candau, Universidad de Valladolid, Valladolid 1988, 291-307; REINER H., Bueno y malo, Encuentro, Madrid 1985; RICOEUR P., Finitud y culpabilidad, Taurus, Madrid 1982.

A. Simón Lorda