NATURALEZA
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I. UNA RAZÓN IMPURA.

«¿Puede estarse satisfecho de no concebir el individuo sino excluyendo la sociedad, la sociedad sino excluyendo la especie, lo humano sino excluyendo la vida, la vida sino excluyendo la physis, la física sino excluyendo la vida?» (E. Morin). Hemos pensado la naturaleza y la persona como estados. Es la inercia analítica de la lógica platónica: cada idea contiene todos los posibles de su espacio de realidad y se repliega sobre sí misma en una autorreferencialidad interminable que recorta los límites externos de su no-ser (eidos autó kat'autó). Habría que reconocerlas como procesos. El eje de su entrelazamiento procesivo sería la hominización. No el concepto de /hombre, sino la continua reapropiación del saber de sí haciendo mundo, que sólo tiene como soporte de activación el continuo inacabamiento de la realidad humana. Naturaleza y persona se contendrían así en una dinámica de mutuas referencias sintéticas. Pero entonces, el encaminamiento sería el de una razón impura. Y el riesgo consistiría en asumir que «Es el hombre el que piensa, no el yo, no la razón» (Feuerbach).

«Cesemos de ser sobre-naturales» (E. Morin). Quizás sea este el rigor previo que hay que asumir, y situar la perspectiva como problema. Nuestra tradición nos ha pensado encima, al margen, enfrente... de la naturaleza, y nos hemos buscado replegándonos en la disyunción, en oposición a una naturaleza mecánica, homogénea y cuantificada, que nos hundía en unas geometrías invariables de las que teníamos que liberarnos para poder re-conocernos. Desde Platón, nuestro sentido común ha sido alimentado en la tensión de oposiciones binarias que fragmentan todos los espacios de realidad en desniveles insuperables: physis/nómos, cuerpo/alma, materia/ espíritu, naturaleza/cultura, mundo/ yo, determinismo/libertad... La distancia ha sido ennoblecida como purificación.

El pensamiento moderno, que aún retiene nuestras realidades, ha mantenido impensable lo que no es pensado desde la bipartición. La estricta escisión cartesiana de la realidad en res cogitans y res extensa es la transformación de un dualismo teológico en punto de partida de una metafísica del mundo, cuyo principal sopor-te deductivo es la producción de evidencias por contraste entre los dos ámbitos. Kant se propone elaborar una Antropología sistemática que debe contener una parte fisiológica y otra pragmática. La primera tiene como objeto «lo que la naturaleza hace del hombre». La segunda, «lo que el hombre, en tanto que ser de libre actividad, hace o puede y debe hacer de sí mismo». Las perspectivas son complementarias. Sin embargo, Kant descarta la Antropología fisiológica como una simple pérdida de tiempo: «...se debe dejar obrar a la naturaleza» en sus determinaciones, y sólo ocuparse de la Antropología pragmática. Su punto de partida es una constatación: «Poseer el Yo en su representación: este poder eleva al hombre infinitamente por encima de todos los seres vivientes sobre la tierra. Por ello es una persona». Su análisis parte de una dualidad inapelable: «Libertad e independencia frente al mecanismo de la Naturaleza». Se ha seguido este modelo: cortar el entrelazamiento de la naturaleza y de la persona; y desde esa distancia inabarcable, el ser que es «para sí mismo su último fin», se vuelve hacia la naturaleza para dignificarla como «uso del mundo». Está en juego una representación de la naturaleza; y, por contraste, del espacio donde lo humano se repliega sobre sí mismo y se reconoce como real. Lo que ahí se decide es la manera como se humaniza la naturaleza y se naturaliza lo humano.

II. «UNITAS MULTIPLEX».

A lo largo del siglo XIX, el camino ideal que el pensamiento había seguido por la naturaleza newtoniana (kantiana) se fragmenta en múltiples senderos interrogativos. La selección natural de Darwin contiene tres dimensiones decisivas para la complexificación de la naturaleza —aunque sólo desplegarán sus virtualidades hermenéuticas en el cruce con las leyes de la herencia de Mendel (teoría sintética de la evolución: T. Dobzhansky)—: el acontecimiento (novedad de cada especie), la irreversibilidad (entre el antes y el después de la novedad) y la re-organización (nueva direccionalidad del orden). Se ha pasado del individuo a la población. La expansión de la investigación biológica muestra la infinitización de los límites entre la materia y la vida: la especificidad de los organismos vivientes depende de principios de organización más que de propiedades vitales irreductibles (H. Atlan). Paralelamente, en el orden de la inteligencia que opera en esos límites, aparece un procedimiento paradójico: cuando el biólogo se se-para de la formalización de sus datos verificables y expone discursivamente los procesos de su saber, el lenguaje se carga de expresiones que no proceden de la biología, sino de la cibernética, la informática o la lingüística: código, programa, información, comunicación, control, ruido, autoorganización... (H. Atlan). Una red metafórica de conceptos que, bajo una inicial ambigüedad de sentido, produce una fecundidad representativa en los intersticios que escapan a la sólida geometría de los conceptos tradicionales. Se trata de nociones-bisagra entre el pensamiento y la materia, de una nueva manera de producir pensamiento de organización que choca frontalmente con nuestra imaginación mecanicista y dualista.

La termodinámica (desde Fourier, y con Carnot, Thomson, Clausius, Maxwell, Boltzmann, Planck...) modifica la representación misma de la materia. El concepto-eje de fuerza es desplazado y subsumido por el de energía: la materia se interioriza como actividad; y esa actividad, como tendencia de una consistencia interna, rompe la continuidad homogénea de los estados. Se pasa del elemento al sistema. Ha cambiado el soporte del conocimiento exacto. En esta rearticulación de la objetividad se conforman nuevos ejes de interpretación: sistemas lejos del equilibrio (cálculo de probabilidad), irreversibilidad (fluctuación, acontecimiento y ruptura de la linealidad causa-efecto), flecha del tiempo (asimetría temporal y direccionalidad)... Se constituyen nuevos programas de interrogación de la realidad: no se trata de conocer la situación exacta de todos los elementos en un estado dado del sistema (lo cual permitía al diablillo de Laplace fijar la necesidad en la /totalidad), sino la probabilidad de una historia, teniendo en cuenta sus trayectorias posibles y las transiciones de fase. La relatividad se ocupa «del descubrimiento de invariantes entre diferentes marcos de referencia». Y en esta perspectiva, produce un efecto epistemológico inesperado, pero contundente: la aparición de una física con observador. Un efecto decisorio en el saber de la naturalidad: el observador se variabiliza, se relativiza, se inscribe en el orden físico que describe («la relatividad se basa en una limitación que se aplica sólo a observadores físicamente localizados»: I. Prigogine). Desaparece el observador único, el sujeto privilegiado. Las investigaciones de la teoría cuántica (desigualdades de Heisenberg, ecuación de Schrádinger), las estructuras disipativas (I. Prigogine), la teoría de las catástrofes (R. Thom)... acentúan tres aspectos fundamentales en la nueva comprensión de la naturaleza: la transición de una física de estados a una física de procesos, el cambio de una /razón necesaria a una razón probable, el paso del orden a la organización. La resultante es una transformación de la representación del orden en la naturaleza y del concepto mismo de objetividad.

El conocimiento del mundo nunca ha sido tan amplio y poderoso; pero este nuevo pensamiento tantea lo real en una proliferación de ignorancias, que han transformado el rostro compacto que nos ofrecía el plenum formarum newtoniano. De un mundo estable y definitivo, se ha pasado a un universo inestable y en expansión. Las certezas han perdido los contrafuertes de los límites y los grandes metarrelatos se muestran insuficientes por exceso explicativo. Se producen conceptos-programas (I. Lakatos) que operan como ejes de instauración de nuevos espacios de visibilidad de lo real, allí donde las grandes abstracciones producían el vacío de la discontinuidad. Conceptos como auto-organización, complexificación, fluctuación, acontecimiento, discontinuidad, irreversibilidad, direccionalidad... forman parte del campo de activación representativa de la naturaleza. Pero también ha habido que integrar conceptos extraños, expulsados del orden del saber por la anomalía que contenían, para poder explicar la integración multiforme de los diferentes niveles de realidad: caos, azar, accidente, mutación, ruido, dispersión... Las fronteras hermenéuticas entre lo físico y lo viviente, entre lo viviente y lo social, entre lo social y lo ético, entre lo ético y lo político... entre el mundo y la persona, no se han diluido, pero se han ramificado, variabilizado: se han fluidificado al desgastarse los bordes geométricos de las formas y al perderse la relación lineal sujeto-objeto. La naturaleza aparece como una unidad múltiple, policéntrica. Y ante la crisis que contiene esta presencia de la complejidad generadora de un caos permanente, la supervivencia del pensamiento se encuentra en un interminable procesamiento analógico de sus propias posibilidades (G. Balandier).

III. INDIVIDUO, PUEBLO, PERSONA.

¿Cómo ha influido este proceso de desplazamiento conceptual de la naturaleza en la representación de la persona? Indirectamente, la resonancia ha sido decisiva. La rearticulación de los espacios de realidad por la emergencia de nuevos campos del saber, ha modificado la representación del hombre, la cultura, el individuo, la comunidad...: la identidad. Directamente, la influencia es mucho menos significativa. Hay una resistencia temerosa a la contaminación, debida a una concepción ético-metafísica de la persona que impide integrar en su ámbito la fecundidad representativa procedente de la física o de la biología, y que, por eso mismo, también lateraliza de su núcleo de decisión /hermenéutica los aportes de la psicología, de la sociología, de la antropología o del arte. Sólo se ha acogido lo político —quizás por el transfondo jurídico que ha retenido históricamente el concepto de persona—.

1. La parte en el todo. En el siglo XIX, una misma bifurcación representativa atraviesa diferentes espacios de realidad. En biología se pasa del individuo a la población: es la condición de posibilidad del estudio de la evolución de las especies. En física se pasa del elemento (partícula) al sistema: es la nueva visibilidad para comprender la entropía y la irreversibilidad en termodinámica. En las ciencias humanas se pasa del estudio del individuo a la sociedad: es la condición misma de posibilidad de su constitución. Este desplazamiento es la emergencia del pueblo. No como voluntad general, que se identifica con su función y poder en la Asamblea, sino como una nueva realidad viviente que entrelaza materia y espíritu, naturaleza y cultura; un exterior-interior que integra a los individuos en una unidad superior, con sus propias leyes y dinámicas. El hombre es desplazado por los hombres; una multiplicidad cuya cohesión no proviene de una esencia interior inmodificable, sino de una regulación colectiva que permite calcular las variaciones de sus comportamientos: la normalidad. Los individuos son agrupados alrededor de la masa media.

En este espacio concurren la medicina social, las Escuelas normales, la sociología, la antropología... Es el espacio humano de la revolución industrial; el soporte de los nacionalismos; el registro epistemológico del positivismo. El eje de este desplazamiento de perspectiva que atraviesa las ciencias naturales y las /ciencias humanas es la extensión del uso del cálculo de probabilidades (I. Hacking). Se pasa del determinismo esencial al determinismo estadístico. La expresión de esta nueva condensación de lo humano es el hombre promedio u hombre tipo (homme moyen/homme type) de A. Quetelet. El número entra en la sociedad, se hace coextensivo con ella objetivándola, y marca la necesidad de la relación causa-efecto en los comportamientos: se estudian las tendencias al suicidio, a la natalidad, o el grado de felicidad en una sociedad —es la «estadística moral» (Durkheim)—. El individuo se inmensifica, pero como instancia anónima, atravesada por fuerzas incontrolables; la persona se minimiza, no sólo como identidad irrecuperable para el cálculo de las dinámicas sociales, sino como una hiperrealidad que ha perdido sus categorías en el tránsito del yo a la sociedad, de la autorreferencia esencial a las fuerzas colectivas... —una reserva semántica que se diluye con la muerte del hombre—. Ahí se sitúa el problema específico de la persona al que se enfrenta nuestra actualidad: «La crisis de los todos» (J. Ferrater Mora). Hay que volver a plantear el problema.

En los orígenes escritos de la cultura occidental (Homero), sólo tiene identidad personal el héroe (aristos); el pueblo (démos) es una masa compuesta por individuos anónimos. La identidad es superlativa, nunca es común. De ahí que sí mismo (autós) esté relacionado en griego (y en otras lenguas indoeuropeas) con amo o dueño de la casa, con esposo o maestro, y que, por extensión, signifique el que tiene la representación del grupo. Así, tiene la connotación de poder en un doble sentido complementario: potestad sobre los otros y control de sí mismo. En sentido estricto, autós es «yo soy capaz, yo puedo» (E. Benveniste). Es el soporte perceptual que asumirá legalmente el ciudadano de la pólis con su capacidad de votar. La voz prósópon se refiere a lo que está frente a los ojos: rostro, expresión, máscara, personaje, apariencia o, incluso, fachada; pero no a la persona, a la identidad interior que unifica las acciones del individuo, que sería un significado helenístico tardío (P. Chantraine). El campo conceptual de nuestra representación de la persona tiene su origen en el cristianismo. Su composición es precisa: la distinción teológica entre naturaleza y persona en Cristo (Concilio de Nicea, año 325). En él hay dos naturalezas (divina y humana), pero una sola persona. La persona es lo que unifica, permitiendo al mismo tiempo distinguir las operaciones. Con buena lógica, el término griego utilizado no es prósópon, sino hypóstasis, el fundamento que cohesiona, relacionado con el concepto de ousía, el principio de consistencia de una realidad. Sin embargo, la influencia de los análisis de Agustín de Hipona y de Boecio sobre las personas de la Trinidad divina imponen para el Medievo el término /persona, desplazando a hipóstasis: Persona est naturae rationalis individua substantia (Boecio). El espacio teológico en que se precisa la representación de la persona, le da a este concepto un valor absoluto, que sirve de primer analogado para la comprensión de la persona humana. No sólo toda /dignidad humana proviene de /Dios, sino que la /relación personal consigo mismo sólo es real en la medida en que se asemeja a la unidad de acción de Cristo. Una perspectiva teológica que, por su misma pulsión trascendente, exige cortar las ataduras materiales y purificar las dinámicas sociales.

La época moderna inscribe a la persona en los límites de la finitud. El proceso es empujado por la Declaración de los derechos del hombre, pero su espacio de representación se sitúa en contrapunto del habeas corpus. Su expresión prototípica se encuentra en el recinto de la razón práctica de Kant. Hombre, persona y sujeto se entrelazan soldados por un registro común: la autonomía de un ser que es para sí mismo su último fin. No obstante su anclaje mundano, esta nueva delimitación de la persona se repliega sobre sí misma en una concepción metafísica de la / voluntad, que no sólo mantiene la representación dualista frente a la naturaleza, sino que sitúa al individuo en una apoteosis del desamor, que va a ser desmontada por la creciente presencia del otro en el siglo XIX (Hegel, Feuerbach, Marx). Los otros se han hecho inevitables; y su presencia cuantifica al /individuo para hacerse objeto de las ciencias sociales. La fenomenología y el psicoanálisis, no obstante sus perspectivas contrapuestas, producen un efecto complementario: explicitar las diferentes capas de construcción de la identidad que diluyen la concepción sustancialista y trascendental de la persona. El inconsciente (que progresivamente será colectivo), o los niveles de experiencia (que se ramificarán con el lenguaje, la historia, la técnica o la /religión), muestran a la persona sujeta a una condición situacional múltiple; no tanto un supuesto como una instancia por construir. El /estructuralismo variabiliza al /sujeto, lo descompone, y sitúa en primer plano una inter-subjetividad que problematiza la autonomía de la persona, considerada como un absoluto constituyente. La lingüística muestra los bordes fragmentados de una categoría que se debate entre criterios extra-lingüísticos (sociológicos, psicológicos, éticos, políticos...) y unos enunciados que sólo tienen significado en un sistema de oposiciones morfológicas como son las de los pronombres personales.

2. El todo en la parte. En esta entrelazada desconstrucción del sujeto y descomposición de la persona –cuando el individuo se inmensifica y se diluye la posibilidad de una cierta relación consigo mismo, que no esté permanentemente exteriorizada en el acontecimiento de todos–, se agudiza la inquietud por una cierta maestría de sí En este contexto adquiere un significado decisivo el /personalismo.

Ante todo, habría que preguntarse si la acepción técnica que adquiere el término con C. Renouvier (El personalismo, 1903) no conserva, bajo su estricta delimitación teórica, gran parte del campo semántico con que aparece en 1737: egoísmo. No en cuanto inclinación del individuo a subordinar el bien común a su interés particular, sino como núcleo de un sistema de pensamiento que, por razones lógicas y morales, hace girar toda posibilidad de constitución significativa egocéntricamente: «El conocimiento de la persona, en tanto que esta es /conciencia y voluntad, es el fundamento de todos los conocimientos humanos». El presupuesto kantiano se prolonga en un horizonte espiritualista como único recinto para enfrentarse al impersonalismo. Un humanismo forjado como «una religión laica (...), una religión filosófica, cuyo objeto sería resolver el problema del / mal»: el materialismo positivista que lo fundamenta y el individualismo social que lo justifica. Con E. Mounier, y la revista Esprit (1932), este pensamiento adquiere una pertinente y polémica actualidad. Aunque se mantiene la bipolaridad entre persona incorpórea y naturaleza material, zanjada con la tensión bien/ mal, el análisis de las estructuras del universo personal acentúan la relación con el otro a través de la comunicación y del compromiso (engagement), conjugando la dimensión espiritual y el objeto de la acción, el valor y la mundaneidad, en una filosofía práctica, cuya principal preocupación es establecer una noción de persona, como resistencia de la singularidad y la dignidad a cualquier anulación totalitaria o control colectivo. Pero la misma imprecisión teórica de esa estructura –o sus fisuras frente a otros conocimientos de lo humano–, su carácter reactivo frente a lo social, preventivo ante lo psicológico y antagónico con la naturaleza, hace estallar al personalismo en diferentes ejes: una identidad trascendental, una estructura dinámica, un núcleo ético o un supuesto jurídico-político (C. Díaz y M. Maceiras).

El personalismo se inscribe en un espacio indiscutible: detecta y asume un problema. Desde el momento en que el conocimiento humano se objetiva en la masa numérica (pueblo, sociedad u hombre tipo), crece una inquietud inevitable para la tradición cultural europea: la necesidad de reconstruir el sujeto como identidad y dignidad personal. No obstante, los más recientes planteamientos sobre la intersubjetividad (desde la socio-génesis hasta la relación afectiva), así como las nuevas perspectivas sobre la dinámica de los sistemas naturales, exigen una integración de niveles entre lo físico y lo espiritual que, en la elaboración del personalismo, han sido desconsiderados. Aquí es donde la fecundidad conceptual, procedente de las ciencias naturales para pensar las fluctuaciones y los intersticios, serviría de apoyo para situar la inquietud por la persona en una multiplicidad de planos convergentes. Una tertia via entre determinismo y libertad.

Situemos el problema en un espacio: el de los sistemas auto-organizativos. Estructuras complejas que, por su constitución lejos del equilibrio, deben integrar permanentemente las perturbaciones (internas y externas: el ruido) en una direccionalidad redundante. El sistema humano integra tres niveles que, en una analítica de los elementos, parecen obedecer a dinámicas diferentes: la especie, la sociedad y el individuo. Si la especificidad de los sistemas vivientes está determinada por principios de organización, ¿cuáles son los principios organizativos específicos de los sistemas humanos –la organización de su diferencia–? Los símbolos y su integración: la manera de establecer una relación entre la variedad de las informaciones-perturbaciones, la variedad de las respuestas posibles y la variedad de estados aceptables. Su eficacia reside en que marca una direccionalidad reproducible. Su novedad, en que la redundancia no está determinada genéticamente, sino que debe ser aprendida. Ser humano es ese permanente aprendizaje auto-organizativo especie-sociedad-individuo. Este proceso es el nosotros –una manera de dar sentido a la existencia conjuntadamente–. La voluntad es la direccionalidad de esa decisión de sentido. El nosotros precede al /yo filogenética y ontogenéticamente; lo hace posible en una doble dirección. En primer lugar, estructuralmente, el nosotros hace a cada ser humano un individuo, un componente activo de la cohesión del grupo y de la integración de este en la naturaleza. En esta relación básica, la realidad social neutraliza las decisiones del individuo, canaliza su capacidad creativa y limita sus posibilidades de error, para unificarlas en el orden de todos. En segundo lugar, dinámicamente, en el interior del nosotros, la célula familiar es el ámbito de posibilitación de la unicidad en el individuo: la relación de / amor materno (el núcleo fundativo de la consistencia social: madre-hijo) y paterno marca una diferencia inalienable en cada ser humano.

En esta inmanencia primigenia y vital, se ancla la posibilidad del auto-reconocimiento y de la trascendencia del individuo por sí mismo, la distinción entre la lógica colectiva y el pensamiento individual. Cuanto menos compleja es la sociedad, más tiende el grupo a la «variedad indispensable mínima» (A. Ashby) –y así son las sociedades míticas–, más tenderá el aprendizaje del individuo a absorber la posibilidad de la persona, más natural será integrar la creatividad y la dignidad personal –la capacidad de decisión– en la redundancia del grupo. La persona, en este sentido, se identifica con el todo, y su expresión se concentra en el jefe. Es el eje del totemismo. Sólo la creciente complejidad de la sociedad permite la distinción de niveles en el individuo: como elemento componente de la intersubjetividad, dominado por el alineamiento del orden, y como capacidad de compromiso consigo mismo, como autonomía. Es la tensión que se formaliza en la emergencia misma de la filosofía (pitagorismo) y con la constitución de la pólis (el voto): un sujeto en el conjunto/una cierta imagen de sí. Así, inmediatamente, con Sócrates, se plantea la tensión entre ethos (daímón: la voz interior) y pólis (nómos: la decisión común). Las relaciones entre los dos niveles han cambiado históricamente, pero una constante los atraviesa: cuanto más compleja es la sociedad, más capacidad decisoria se le reconoce al individuo, más se acentúa su necesidad de establecer su convivencia con el otro por amor, más la relación hombre mujer se apoya en la capacidad de decisión de los individuos. Como si de un extremo a otro del arco vital se expresara una misma línea vital: el yo en el nosotros sólo se personaliza en la práctica del amor. Amistad-amor en el sentido aristotélico de la philía: una necesidad y una liberación que supera el binomio /dependencia-autonomía. «En este sentido, el amor es la verdadera religión –en el sentido original del término: lo que religa– de la hipercomplejidad: lo que religa las individualidades egocéntricas en sus caracteres más íntima e intensamente subjetivos» (E. Morin).

BIBL.: ATLAN H., Con razón y sin ella, Tusquets, Barcelona 1991; BALANDIER G., El desorden. La teoría del caos y las ciencias sociales. Elogio de la fecundidad del movimiento, Gedisa, Barcelona 1989; CORTINA A., Ética aplicada y democracia radical, Tecnos, Madrid 1993; DÍAZ C.-MACEIRAS M., Introducción al personalismo actual, Gredos, Madrid 1975; GÓMEZ RODRÍGUEZ A., Sobre actores y tramoyas, Anthropos, Barcelona 1992; HACKING 1., La domesticación del azar. La erosión del determinismo y el nacimiento de las ciencias sociales, Gedisa, Barcelona 1991; HEISENBERG W., La imagen de la naturaleza en la física actual, Orbis, Barcelona 1986; MoRIN E., El método 1, Cátedra, Madrid 1981; PRIGOGINE I.-STENGERS 1., Entre el tiempo y la eternidad, Alianza, Madrid 1990.

J. Lorite Mena