NARCISISMO
DicPC
 

Los griegos sabían mucho. El mito helénico de Narciso ha llegado hasta nosotros con múltiples variantes, conforme a la costumbre griega de recrear popularmente sus convicciones básicas a lo largo de los siglos, plasmándolas al fin en versiones muy distintas, e incluso contradictorias en ocasiones. La variante más popular en la actualidad es la que nos presenta a Narciso como un hermoso varón, tan hermoso que, por considerarse colmado de perfecciones, se hallaba enamorado de sí mismo, de forma que no tenía oídos ni ojos para nadie más que para él. Nada de dioses, nada de héroes, él mismo se autoendiosaba y agigantaba ante sus propios ojos; ninguna realidad le resultaba ajena a un Narciso autocomplacido, que encontraba en sí mismo la omnitud de lo real, de modo y manera que mejor que ningún otro caracol hubiera podido gritar: Omnia mecum porto, lo llevo todo conmigo. Así que este jovencito, bello por antonomasia, ni siquiera atendía los requerimientos de la hermosa Ninfa Eco, quien, «debido al castigo que le había impuesto Hera, no podía comunicar a Narciso sus sentimientos, ya que era incapaz de hablar la primera, y sólo le estaba permitido repetir los últimos sonidos de lo que oía. Cuando al fin consiguió dar a entender sus sentimientos al amado, fue rechazada. La conducta de Narciso acabó por atraer el castigo divino: el joven se enamoró de sí mismo al contemplar su imagen reflejada en las aguas y, desesperado al no poder alcanzar el objeto de su amor ni satisfacer su pasión, permaneció junto al arroyo hasta consumirse. Se decía que el cuerpo de Narciso había sido transformado en el río que llevaba su nombre, y también que había dado lugar al nacimiento de la flor así llamada»1.

I. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA.

El narcisismo, de todos modos, se nos presenta como una realidad al menos tetradimensional, cuya fragancia sutil resulta muy difícil de detectar, sobre todo cuando impregna al propio ego adormecido. Examinemos rápidamente esas cuatro dimensiones.

1. A partir de la mitología clásica, los psicólogos designaron con el nombre de narcisista a quien se complace en su propio ego, tomado como ombligo cósmico, a quien adora su propio yo con toda clase de entretenimientos y de fabulaciones, al egoísta refinado que, incapaz de salir realmente fuera de sí y de asumir la realidad para comprometerse con el mundo y con los demás, se aísla minusvalorando lo ajeno, y procura llamar siempre la atención con las excusas más refinadas, a fin de que el mundo entero se dé cuenta de que él se encuentra allí, nada menos que Su Majestad El, novio en la boda, niño en el bautizo, y, si es menester hasta muerto en el entierro. De tal guisa, el autocentrismo devora a Narciso, que nunca tiene bastante con ser amado, loado, admirado, y siempre quiere más, insaciablemente más. Este autismo devorador conduce, con frecuencia, a una somnolencia irrealista que, en su delirio, no distingue ya el mundo verdadero del mundo autoidealizado y que deforma sistemáticamente los hechos por mor de una imaginación tan autocéntrica como eternamente calenturienta, siempre retornarte hacia el ego que permanentemente reclama luz y taquígrafos, dada su ansia de primer plano. Con frecuencia, el narcisista embriagado sufre porque, aun creyendo haber alcanzado él mismo la cumbre de todas las cumbres, oh Narciso olímpico, en el fondo sabe perfectamente que presume de lo que carece; se irrita muchísimo con el ciudadano que le dice que se equivoca, con quien se atreva a recordarle que el camino hacia el yo humano no es el de la boa constrictora, y no soporta a aquel que le hace ver que a la gente se la quiere no sólo por lo supuestamente augusta y excelsa que fuere o pudiere haber sido, sino que se la quiere lisa y llanamente porque se la quiere, en la medida en que el querer es querer gratuito, pues «ni se compra ni se vende el cariño verdadero» según canta la hermosa copla del pueblo llano.

Así pues, desde la perspectiva puramente psicológica, cabe afirmar del narcisista esto: «Es una personalidad pasiva, dominada por la necesidad de ser vista; la reivindicación egocéntrica es siempre receptiva: el egocéntrico aparece entonces como un niño que quiere verlo todo, oírlo todo, formar parte de todo lo que ocurre o se dice a su lado, ser siempre escuchado, servido, admirado, el primero; en una conversación se encuentra impaciente por anteponer sus propios recuerdos, las experiencias en las que ha participado, las pruebas que le han convencido; corta la palabra, se adelanta indiscretamente allí donde no ha sido solicitado; es intransigente en sus hábitos, en sus manías, en sus creencias, pero más flexible que nadie ante los hábitos, las manías y las creencias de otro. En cualquier asunto, se muestra impaciente ante toda situación nacida fuera de él e independiente de él. Es que la conciencia reflexiva se desarrolla hasta el extremo, bajo el influjo de una cultura de invernadero, y el tema del Narciso se introduce en estas vidas replegadas sobre la contemplación voluptuosa del yo... Un conservadurismo tenaz, hostil a todo cambio, reemplaza entonces a la explosión anárquica. Se podría decir que hay dos clases de hombres: los hombres que están a favor, y los hombres que están en contra, a favor o en contra del mundo en general, a favor y en contra de lo que viene de fuera, de los hombres, de las cosas o de los acontecimientos. Es un yo enroscado como un erizo sobre su propia conservación el que forma los segundos, y este negativismo se produce casi siempre por los desaciertos de la formación»2.

2. Desde luego nuestra formación habitual no parece la más adecuada, en modo alguno, para exorcizar los demonios derivados del propio narcisismo académico. No sé si narcisista se nace, pero desde luego sé muy bien que narcisista se hace, y que una de las formas más habituales de facturar una mentalidad narcisista es la escolarización, la enseñanza, tanto más narcisista cuanto más académica. En efecto, lo más frecuente desde el ingreso en la universidad (y aun antes, en el momento mismo de elegir la carrera de ciencias, con más prestigio) es el despertar de un redomado narcisismo profesional, que insensiblemente se prolonga en un gregario espíritu de cuerpo, en un corporalismo sin alma y en un gremialismo sin sociedad, por mor del cual a cada uno se le hace creer, durante los años de aprendizaje, que la profesión que ha elegido, ¡la suya!, es ¡por supuesto!, la más digna de las posibles y que, en consecuencia, merece más crédito y mayor retribución, con lo cual se genera un inevitable orgullo de casta entre el consorcio de profesionales, siendo el resultado final la pérdida del prójimo, la ignorancia de la dimensión social, la ajenidad respecto al servicio a los demás seres humanos, por medio de nuestra habilidad o destreza o cualificación, todo ello a cambio –eso sí– de un prurito academicista, deformado (veneno presente asimismo hasta en los currículos de los pobres filósofos que carecen de aceptación social), pero muy difícilmente detectable cuando se está dentro del ambiente que lo exuda, y que E. Mounier desenmascara con su brillante lucidez habitual, del modo que sigue: «Es fácil ironizar sobre los cortadores de cabellos en el aire. Existen, en efecto, maníacos de la navaja. Pero, si la verdad psíquica se mide en milésimas de milímetro, sucede también que la verdad psicológica o moral reposa sobre una punta más fina que la de un cabello. También el sentido crítico aparece, ante el rapto emotivo y la obtusión del instinto bruto, como una de las principales técnicas del dominio de sí mismo. Y concita contra sí el coro unánime de la imbecilidad satisfecha. Pero cuando no está sostenido por un pensamiento fuerte y atento a lo real, vuelve a la manía de la distinción, al manierismo revelador de las actitudes de ruptura con lo real. Junto a la necedad primaria, que confunde las ideas para comprometerlas, está una necedad meticulosa, ataviada con aspavientos del espíritu, que divide para reinar. Tal es el espectáculo que nos ha ofrecido el hipercrítico en el mundo moderno. Tomad un texto viviente, una persona viviente, pasadles por el tamiz de una erudición sin perspectivas, y los aniquilaréis bajo su explicación en menos tiempo del que se necesita para aprender el método»3.

3. De esos polvos salen luego los lodos del narcisismo histórico, aquel que aqueja a una época donde se abandonan los proyectos teleológicos, donde se niega la ilusión por lo venidero, en cuyo lugar el coro de ranas croa en la charca de las inmundicias, presumiendo paradójicamente de espíritu musical y de exquisita limpieza. El narcisismo histórico se traduce en períodos de estancamiento, de manierismo, de autolatría, de confusión, de pereza, de incuria: en otras palabras, de pensamiento débil, aunque los que más presumen de debilidad no tienen otro remedio que defenderlo con fuerza, con fuerza y –faltaría más– con el auxilio de los poderosos medios de masa, a quienes les encanta la ajena impotencia para comerte mejor, Caperucita. Por ese narcisismo se parlotea de fin de la historia con gesto desmayado, pero lo que en realidad se está vendiendo en tamaño mensaje, no es en absoluto el fin de la historia, sino la perversa exclusión de los pobres de eso que llaman historia, y que no es historia sino fábula, cuento y mentira: que no es sino el Jardín de Epicuro, donde una cuarta parte de la humanidad devora las vísceras de las tres cuartas partes restantes, lo cual no es metáfora, desgraciadamente. De nuevo damos la palabra a Mounier: «Los períodos de escepticismo, históricamente se han injertado siempre en los momentos en que el impulso espiritual, agotado transitoriamente por un amplio esfuerzo de pensamiento creador, se hacía polvo en sociedades discordantes, sin motivación, habiendo perdido el sentido de la vida. "Tal vez se es ateo, dice Renan, para no ver lo bastante lejos". Siempre se es escéptico para no ver con bastante amplitud»4.

4. Pero los narcisismos acechan con rostro perverso y polimorfo, de modo que, junto a ese narcisismo fácilmente localizable (a decir verdad, con frecuencia no tan fácilmente localizable, pues más de una vez Narciso es el que llama narcisista al otro), cabe distinguir todavía un narcisismo individual y social de segundo grado, que emerge cuando, en el día a día de la convivencia, la otra persona es utilizada al servicio del yo y, en consecuencia, resultaría muy difícil arrojar sobre el prójimo el narcisismo que encontramos en nosotros mismos, cosificadores, instrumentalizadores, manipuladores, explotadores, cada vez que tomamos al otro como un simple medio para la satisfacción de nuestros propios egoísmos, más o menos refinada o torpemente.

II. CONCLUSIONES PARA LA VIDA PRÁCTICA.

Sólo existe un antídoto contra el narcisismo: el /personalismo comunitario, dicho esto sin espíritu de casta alguna y sin la menor voluntad narcisista, toda vez que no se agota en un solo autor, ni se reclama de ningún gurú, ni se cierra a ningún hombre de buena voluntad, ni se niega a cualesquiera aportaciones provenientes de los más recónditos ámbitos del saber y del vivir. No puede ser de otro modo, porque el personalismo se presenta como una encrucijada pneumática abierta a todos los seres humanos de buena voluntad, que afirman la radical /dignidad del ser humano como fin en sí. El personalista se siente obligado a la inevitable autorreflexión, a la permanente intususcepción, con objeto de reconocer en /sí mismo la carga de egoísmo y de disimetría que puede llevarle a mirar la realidad, no desde el plano de la igualdad debida, sino desde el plano de la desigualdad que me otorga privilegio. Por eso se encuentra inexcusablemente precisado de una mirada analítica, capaz de descubrir el pecado de narcisismo en el propio interior, pecado tan mutante, tan viscoso, tan proteico, tan hiperbólico como hinchado de soberbia luciferina (es decir, vaciada de projimidad y embotada de acusación). El personalista sabe bien que el reconocimiento de esa finitud y de esa culpabilidad únicamente se cura con la conversión, la cual se enraíza en el esfuerzo de cada cual, pero se agradece como una / gracia, porque sin ella ni siquiera bastaría el esfuerzo. Y finalmente, el personalista comunitario tiene muy claro que la conversión consiste exactamente en eso: en el paso de la cerrazón individualista a la comunión.

NOTAS: 1 AA.VV., Diccionario de la Mitología Clásica II, Alianza, Madrid 1980, 446. — 2 E. MOUNIER, Tratado del Carácter, en Obras completas 11, Sígueme, Salamanca 1993, 567-569. — 3 ID, 697. — 4 ID, 697-698.

BIBL.: AA.VV., Diccionario de la Mitología Clásica, Alianza, Madrid 1980; DE MIGUEL A., Los narcisos. El radicalismo cultural de los jóvenes, Kairós, Barcelona 1979; DíAz C., Valores del futuro que viene, Madre Tierra, Móstoles 1995; ID, Nihilismo y estética. Filosofía de fin de milenio, Cincel, Madrid 1987; MOUNIER E., Tratado del Carácter, en Obras completas II, Sígueme, Salamanca 1993.

C. Díaz