NACIONALISMO
DicPC
 

En contra de lo que muchos teóricos habían pronosticado, el nacionalismo, como doctrina y como movimiento político, es uno de los factores determinantes de la vida cultural, política y social de este final de siglo, y una de las claves interpretativas decisivas para entender nuestro futuro más próximo. Su carácter específico hace que el nacionalismo se haya expresa-do como doctrina propia, o incorporado a las más variadas y opuestas /ideologías, como pueden ser la democrática y la fascista o comunista. De ahí que la opinión pública esté hoy dividida respecto a su consideración. Para unos, el nacionalismo es una amenaza para la /paz, un impedimento para el reconocimiento y respeto de los individuos, un enemigo declarado de los /derechos humanos, etc. Es causa directa o indirecta de la xenofobia, el /racismo y la intolerancia que han definido muchos de los escenarios de este siglo, desde la Alemania nazi hasta la limpieza étnica en la antigua Yugoslavia. Para otros, el nacionalismo es la expresión del derecho de autodeterminación de los pueblos, condición indispensable para disfrutar del derecho al reconocimiento y para el desarrollo de la /cultura e identidad propias. Ante la uniformización técnica y económica, el nacionalismo significa la última posibilidad de mantener la diversidad y pluralidad de las formas de vida.

I. ORÍGENES HISTÓRICOS.

Desconocido hasta el siglo XVIII, el nacionalismo tiene en la revolución francesa y americana sus primeras manifestaciones. Se desarrolla como ideología /política tras la revolución industrial, con el derrumbe de las viejas estructuras ligadas a la tradición y al mundo rural, por una parte, y ante la necesidad de legitimación que requieren los estados modernos, por otra. En este sentido, el nacionalismo, como conciencia de una nueva forma de organización social, es producto de las dinámicas de modernización económicas y sociales y, como tal, responde a la necesidad de crear un espacio público cohesionado, más allá de los lazos locales o de parentesco. Las definiciones tradicionales del nacionalismo como credo o doctrina política que relaciona nación y régimen político, o también, como defensor de la unidad entre la nación y el / Estado, parecen indicar que primero existía la idea de nación, y el nacionalismo lo que busca es su conversión en Estado. Sin embargo, no existe una separación tan tajante entre ambas exigencias. Es el propio nacionalismo el que ha ayudado a conformar la nación como espacio común que busca su propia estructura política, y esto precisamente bajo la presión de un Estado que necesita una nueva legitimación.

La palabra nación proviene del verbo latino nasci, nacer. Los romanos llamaban natio a la diosa del nacionamiento y del origen. En su concepción tradicional, las naciones eran comunidades de procedencia, que estaban integradas geográficamente y que compartían una lengua común y costumbres y tradiciones comunes. Pero este concepto nada nos dice del grado de complejidad que puede alcanzar su estructuración política. El nacionalismo se apoya en un hecho antropológico básico, ligado a estos rasgos comunes compartidos: la necesidad humana de identificación, de pertenencia a un grupo social. Alcanzamos nuestra propia identidad porque compartimos con otros una forma de vida, un mundo común con un pasado, presente y futuro. Ahora bien, esta necesidad de identidad colectiva ha estado durante muchas épocas asegurada por otro tipo de estructuras sociales, por ejemplo, por la familia, la tribu o la religión. La fuerza del nacionalismo depende de su esfuerzo y habilidad por construir un sentimiento de identidad entre personas, al margen, o por encima de otras lealtades colectivas tradicionales. De ahí se sigue que la nación no es algo natural. Los lazos comunes existían, pero es el nacionalismo el que se encarga de unificarlos y convertirlos en un nuevo modelo de racionalidad política, de justificación del poder político.

Uno de los ejemplos más claros de esta construcción de una nueva forma política, lo constituye la Revolución Francesa de 1789. El Artículo III de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano decía: «El origen de toda soberanía reside esencialmente en la nación; ningún individuo o grupo de hombres está facultado para ejercer ninguna autoridad que no derive expresamente de ella». Este concepto republicano de nación hace referencia explícita a la soberanía popular, al consentimiento de todos, como nueva forma de legitimación del Estado. No es una comunidad de procedencia, sino un contrato, una nación de ciudadanos. Nación se entiende como un conjunto de individuos capaces de participar en la vida política común, es decir, personas gobernadas por la misma ley y representadas por la misma asamblea legislativa. No se trata necesariamente de una identidad cultural, sino de una identidad de derechos. Lo que define a la nación es el reconocimiento recíproco de estos derechos. En definitiva, nación como una asociación de ciudadanos libres e iguales, fundada en el contrato social.

Frente a este concepto de nación, y en parte como reacción a su cosmopolitismo, surge un concepto cultural, romántico, de nación, que pronto se incorporará al anterior. Las ideas del romanticismo alemán añadieron un nuevo carácter y fuerza al nacionalismo, intentando centrar todo su interés en el papel de la lengua, los lazos de sangre y el territorio. Ahora la nación tiene su propia y específica personalidad, un espíritu del pueblo que se refleja en su unidad lingüística, étnica y cultural. Los valores básicos no son la adhesión voluntaria sino la pertenencia, el arraigo. No es la identidad lo que se busca, sino la diferencia. Los derechos no van de los ciudadanos a la nación, sino viceversa, de la nación a los /individuos, definidos por su origen común. Ambos conceptos de nación se mezclan en la actualidad, y definen el nacionalismo como político y cultural al mismo tiempo.

Según J. Breuilly, podemos definir el nacionalismo como un movimiento político que busca obtener o ejercer el poder del Estado, y que justifica sus acciones con argumentos del siguiente orden: existe una nación con un carácter explícito y peculiar, los intereses y valores de esa nación tienen prioridad sobre todos los demás intereses y valores, y esa nación debe ser todo lo independiente que sea posible, esto es, debe obtener su soberanía política.

La Sociedad de Naciones se encargó de dar el toque final a esta mezcla, al identificar nación y Estado, denominando naciones a todos los estados soberanos. Pero esta afirmación no debe hacernos olvidar que son conceptos diferentes, como muestra el hecho de que hay naciones sin Estado y Estados compuestos por varias nacionalidades.

Al igual que no debemos olvidar que la formación de los Estados nacionales se llevó a cabo, generalmente, al precio de la represión y exclusión de minorías nacionales. De esta forma, «al someter a las minorías a su administración central, el Estado nacional se pone a sí mismo en contradicción con las premisas de autodeterminación a las que él mismo apela» (Habermas).

II. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA.

Existen diferentes tipos de movimientos nacionalistas, que suelen agruparse en tres fases históricas diferentes: a) La formación de los Estados nación en Europa y EE.UU., en la segunda mitad del siglo XVIII y comienzos del XIX; b) el período de entreguerras, que afecta a los países del tercer mundo y al proceso de descolonización; c) finales de los sesenta, en contra de los Estados nacionales occidentales ya establecidos.

La definición de nacionalismo antes dicha, y el uso posterior de nación para referirse a los Estados soberanos, parecen olvidar dos cuestiones básicas. En primer lugar, la dificultad de definir los rasgos definitorios de lo nacional y, en consecuencia, de establecer las fronteras de separación, es decir, los criterios de pertenencia y de exclusión. En segundo lugar, la legitimación de los Estados de derecho se apoya básicamente en el /consenso o contrato social entre todos sus miembros, esto es, en el reconocimiento de la libertad e igualdad de todos, y en los principios de /justicia que derivan de este reconocimiento. Estos olvidos son la causa de la ambigüedad que arrastran los nacionalismos, y de las reservas que la opinión pública tiene ante ellos. Hoy en día, asistimos a una nueva situación que, si bien ha elevado a los primeros planos las exigencias nacionalistas, también ha explicitado con toda su crudeza la ambigüedad descrita. Por una parte, el derrumbe de los Estados comunistas ha producido un resurgimiento de las identidades nacionales en contextos políticos sin apenas tradición democrática. Por otra, las emigraciones masivas de estos países y de las zonas africanas y asiáticas, está propiciando un tejido social multirracial y multicultural y, con ello, difuminando la rigidez de las identidades nacionales. Pero además, existe un tercer factor clave en la definición de esta nueva situación: la pérdida de soberanía estatal. Al igual que la economía había sido una de las causas decisivas en la formación de los Estados nacionales, es también ahora la presión económica la causante de la ruptura de los límites de los Estados y de su integración en estructuras políticas supraestatales. Los Estados ya no son autosuticientes para enfrentarse a las cuestiones económicas, pero tampoco lo son para controlar los procesos de información, ni para atajar los problemas ecológicos. El concepto de soberanía que Bodino concibiera como «la capacidad de legislar sin consentimiento de mayor, igual o inferior», está dejando de tener sentido para muchos Estados. Un ejemplo claro de ello lo constituye la Unión Europea.

En la actualidad, la forma de evitar los peligros derivados de la ambigüedad descrita, sin renunciar por ello a los derechos básicos de la autodeterminación y del reconocimiento, pasa necesariamente por un nacionalismo que sepa deslindar la cuestión política de la cuestión cultural. Un nacionalismo que acepte que la /persona es el lugar propio de los derechos y que, en consecuencia, no puede haber más fronteras que las libremente establecidas por el acuerdo, por el contrato social. No hay ninguna entidad natural que nos determine el orden político que debemos establecer, ni puede haber valores disfrutados por las naciones y no por los individuos que las componen. En el nacionalismo se mezclan dos lógicas diferentes: la lógica de la identidad y la lógica del poder. Las dos son esenciales y las dos deben guardar relación. De la lógica de la identidad depende la propia autorrealización, el desarrollo individual y colectivo. Es la encargada de proporcionar una comunidad de valores e ideales y, con ellos, una cohesión interna, un marco de referencia común, sin el que no es posible entender después la solidaridad. La lógica del poder, sin embargo, se encarga de los procesos de formación de la voluntad colectiva, de la organización de la vida en común y, por lo tanto, de los mecanismos institucionales, con el Estado en primer lugar, necesarios para su realización. En esta esfera se produce la distribución del poder político, de la capacidad de decisión sobre lo que nos afecta. Aquí el principio democrático exige que, como norma, todos los afectados por las decisiones puedan tomar parte en ellas.

En definitiva, un nacionalismo que quisiera dar razón de ambas lógicas tendría su lugar propio en la sociedad civil, como puente entre las formas particulares de vida y la necesaria abstracción de los principios universalistas del sistema democrático. Un nacionalismo mediado por esta exigencia de universalidad supondría, por una parte, la afirmación de los propios intereses y valores, pero, por otra, la renuncia a su prioridad sobre las «pretensiones legítimas de las demás formas de vida» (Habermas). En otras palabras, la soberanía nacional debería dar paso a una soberanía democrática, donde fuera la voluntad de los afectados el criterio único para el establecimiento de las fronteras.

BIBL.: BREUILLY J., Nacionalismo y estado, Pomares, Barcelona 1990; CASTIÑEIRA A. (dir.), Comunitat i nació, CETC, Barcelona 1995; DELANNOI G.-TAGUIEFF P. A. (ed.), Teorías del nacionalismo, Paidós, Barcelona 1993; GELLNER E., Naciones y nacionalismo, Alianza, Madrid 1988; HABERMAS J., Identidades nacionales y posnacionales, Tecnos, Madrid 1989; KEDOURIE E., Nacionalismo, CEC, Madrid 1985; KoHN H., Historia del nacionalismo, FCE, Madrid 1984; LÓPEZ CALERA N., El nacionalismo: ¿culpable o inocente?, Tecnos, Madrid 1995.

D. García Marzá