MUERTE
DicPC
 

Con la muerte está ocurriendo en nuestros días algo singular. En el plano sociológico, es objeto de una especie de censura previa, o de conjura de silencio; la sociedad tecnocrática se sabe impotente ante ella y entonces opta por ejercer a sus expensas el derecho de veto. Lo único que se le ocurre al respecto es invitar a sus sujetos pacientes a suscribir un seguro de vida (fórmula involuntariamente sarcástica donde las haya: tal seguro de vida es, en realidad, un seguro de muerte), o delegar su competencia en instancias especializadas que la tomen a su cargo con discreción y con el menor grado de perturbación para el mundo de los vivos.

Y sin embargo, en el plano reflexivo del pensamiento, incluso en la narrativa, la filmografía, etc., la muerte, desalojada por la fuerza de la sociedad tecnopolita, ostenta hoy un llamativo protagonismo, hasta el punto que ha podido decirse con verdad que el nuestro es un siglo de muerte. No sólo porque en él proliferan con una estremecedora regularidad las muertes violentamente inferidas, sino también (y quizá a resultas de este hecho) porque nuestra centuria ha pensado mucho y bien sobre la muerte. Objeto de estas páginas es exponer sumariamente lo que ha dado de sí esta intensa tarea de reflexión sobre el interrogante más radical e incisivo con el que tiene que vérselas la condición humana.

I. CONSIDERACIONES HISTÓRICAS.

En el patrimonio cultural que Occidente recibió de Grecia, figuraba –y por cierto en lugar destacado–la creencia en la inmortalidad del /alma, que dominó durante dieciocho siglos (salvo raras y secundarias excepciones) la entera temática de la muerte, en su doble vertiente filosófica y teológica. Tal creencia implicó de hecho una palmaria desatención al problema del en-sí de la muerte, que se sobrevolaba ágilmente para instalarse de golpe en el problema de la supervivencia. En vez de una tanatología propiamente dicha, el pensamiento filosófico tradicional confeccionó diversas variaciones sobre el tema athanasía.

Este consenso secular se rompe en el siglo XIX y la ruptura alcanza en nuestros días proporciones espectaculares: el hombre actual es prevalentemente escéptico en lo tocante a la posibilidad de sobrevivir a la muerte. Los sondeos demoscópicos son taxativos al respecto, y las cifras que nos ofrecen son aún más sorprendentes si se tiene en cuenta que muchos de los que confiesan creer en /Dios dicen no creer en la supervivencia.

De otro lado, empero, la crisis de la /creencia en la inmortalidad ha hecho posible, seguramente por primera vez en la historia cultural de Occidente, el surgimiento de un rico discurso sobre la muerte en sí misma; al desaparecer del binomio muerte-inmortalidad su segundo miembro, el primero ha saltado al primer plano de la atención especulativa. Pero, ¿por qué caminos se ha accedido a la quiebra de la idea de inmortalidad? Dos interpretaciones de este dato, sintomáticas en su polar diversidad, ofrecen un comienzo de respuesta y anticipan desarrollos posteriores.

Para Feuerbach, la tesis de la inmortalidad reposa sobre un dualismo ontológico /alma-cuerpo, inaceptable desde la óptica materialista, y más inaceptable todavía porque induce un paralelo dualismo ético: a la díada alma-cuerpo corresponde la díada cielo-tierra, con la consiguiente depreciación de esta en favor de aquel. Así pues, en Feuerbach el acento recae no tanto sobre una refutación teorética de los argumentos inmortalistas, cuanto sobre el interés pragmático de no desarraigar al hombre de su entorno; es en este mundo y esta historia, y no en la eternidad de un presunto más allá, donde el ser humano se logra o se malogra.

Max Scheler valora de modo bien distinto la pérdida de la /esperanza en una sobrevida. No se quiere saber de la propia inmortalidad porque no se quiere saber de la propia muerte. Lo que se está negando con la negación de la inmortalidad es «la entraña y la esencia de la muerte», pese a que ella atañe a «los elementos constitutivos de toda conciencia vital». Al descarnado «yo debo morir» se prefiere «un saber de carácter general» acerca de la muerte ajena. Los miembros de la sociedad utilitarista no saben que tienen que morir su propia muerte; saben únicamente que el duque de Wellington murió, que algunos hombres murieron, que el /otro muere. En consecuencia, se impone el estilo de morir como un otro, y entonces, a la pregunta sobre la inmortalidad se la desposee de apremio; deja de ser significativa.

Estamos, pues, ante un doble diagnóstico: la idea de inmortalidad ha cesado de tener vigencia, porque el hombre ha despertado a la llamada para construir su mundo, el de este espacio y este tiempo (Feuerbach); la inmortalidad ha caído en el olvido porque se ha dado en olvidar que yo tengo que morir una muerte intrasferiblemente mía (Scheler). Merece notarse, en fin, que Feuerbach parece acreditar la conjetura de Scheler: la negación de la inmortalidad se empareja en el autor de La esencia del cristianismo con una volatilización de la realidad de la muerte. Que no se trate, sin embargo, de un maridaje inevitable lo mostrarán los pensadores existencialistas, en los que la reflexión sobre la muerte, muy detenida y penetrante, no se alía (salvo en Marcel y quizá en Jaspers) con la tesis de la inmortalidad. Es factible, por tanto, como se sugirió antes, una tanatología desligada de la persuasión de una supervivencia; puede ensayarse un esclarecimiento de la muerte sin saltar de inmediato a lo que eventualmente se oculte tras ella.

Heidegger ha popularizado la definición del /hombre como ser-para-la-muerte (Sein zum Tode); esta es algo más que un suceso óntico-puntual, acantonado en el límite postrero de la vida. Es una posibilidad perpetuamente presente, «un modo de ser, que el hombre asume tan pronto como es». Como Scheler había advertido (y no es esta la única coincidencia de Heidegger con él), el hombre trata de distraerse de esta realidad de su ser, con la tranquilizante opinión pública del se (man): se muere, uno ha de morir alguna vez, mas todavía no. Se coarta así, en esta huida encubridora, la posibilidad más propia y auténtica del existente humano, la única que le deja ser en su poder ser total y acabadamente. Sólo quien encara la muerte con libertad y lucidez cobra la autenticidad, cumple su destino. Desde este punto de vista, la muerte no es pura negatividad; es la llave hermenéutica para la comprensión de la existencia; es momento estructural, no puro evento final, de la /vida; vivida anticipadamente en su permanente inminencia, obliga al ser humano a estrellarse ante su fin, provocando de rebote su autoasunción, recogiéndolo sobre su propia raíz. La muerte, en suma, es a la vez término (Ende) y consumación (Vollendung) de la trayectoria existencial humana.

De esta suerte Heidegger ha llevado a su clímax el proceso de interiorización de la muerte iniciado por Scheler. Ha amortizado su carácter destructor, operando en ella una intrépida metamorfosis, de contradicción a definición de la vida. Y ello sin apelar a la idea de inmortalidad; la muerte en sí cobra ya un sentido. Mas a cambio de erigirse ella misma en el sentido (el fin y la finalidad) de la entera existencia. ¿No será este un precio demasiado alto?

La crítica a la tanatología heideggeriana ha sido hecha —a veces con cáustica incisividad— por Sartre. Según él, el vicio de la construcción de Heidegger estriba en individualizar primero la muerte de cada uno, como algo absolutamente propio, para esgrimir luego tal individualidad incomparable como singularizadora del existente concreto. El círculo vicioso —nota Sartre— es palmario. En realidad, añade, «no hay ninguna virtud personalizante que sea particular a mi muerte». Todavía más; si tras la muerte no hay nada y el hombre es ser-para-la-muerte, ello sólo significa que es-para-la-nada. Ella supone mi «total expropiación»; hace que mi ser se cosifique, es «el triunfo del otro sobre mí», me trasmuta en «botín de los supervivientes».

A la interiorización de la muerte sucede, pues, ahora, una exteriorización radical, que permite concluir al pensador francés que el hombre es una pasión inútil: «Es absurdo que hayamos nacido y es /absurdo que muramos».

Muy diversa es la tanatología de otro pensador existencialista, K. Jaspers, quien ve en la muerte una de las situaciones límite de la existencia humana; en cuanto tal, puede ser apertura a la /trascendencia. Así se nos muestra en la muerte del /prójimo, aquel con quien establecí una /comunicación que lo convierte en el bienamado, y que puede ser tan profunda, que incluso su término en el morir aparezca como su manifestación, de suerte que la comunicación misma conserva su ser como realidad eterna. Así pues, a través de la muerte del otro, el hombre se abre a la trascendencia como a su propio hogar: «Lo que la muerte destruye es apariencia, y no el ser mismo».

II. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA.

Con el llamado /marxismo humanista, la reflexión sobre la muerte describe un nuevo e inesperado sesgo. El marxismo clásico desdeñó altivamente la problemática tanatológica, siguiendo en esto las directrices de Marx y Engels, quienes, a su vez, se inspiraron en Feuerbach: la humanidad (el hombre-especie) es potencialmente inmortal; la mortalidad es un fenómeno secundario, por cuanto aparece únicamente cuando la realidad humana se singulariza en el /individuo. Pero esa muerte individual deja intacto al Hombre (a la especie); más aún, es el resorte del que se vale la especie para afirmarse en la historia.

La emergencia de un marxismo de rostro humano señala el comienzo de un giro copernicano en la actitud sobre nuestro tema de la teoría marxista más evolucionada. Buen ejemplo de ello son los casos de Bloch y Garaudy.

Non omnis confundar; absorta est mors in victoria; ambas frases, de inequívoca ascendencia bíblica, se repiten a menudo en la meditación de E. Bloch sobre la muerte. No es fácil reducir a unidad los múltiples elementos que confluyen en su tanatología. Por un lado, y desde una perspectiva rigurosamente científica, la dialéctica muerte-inmortalidad ha de dejarse, a su juicio, especulativamente abierta. La razón es que no contamos, hoy por hoy, con argumentos perentorios, en favor o en contra, para dirimirla. Sólo cabe, en consecuencia, «el gran peut-étre del escéptico Montaigne». La negación dogmática de la inmortalidad es tan poco científica, por el momento, como su afirmación.

Mas de otro lado —prosigue Bloch—, si el saber dialéctico no posee aún suficientes elementos de juicio para sustanciar la alternativa, la esperanza utópica propende a la afirmación de un porvenir en el que «la mejor parte del hombre, su esencia encontrada, será, a la vez el último y mejor fruto de la historia». Es la tesis de la extraterritorialidad del núcleo humano: el germen auténtico del hombre no es alcanzado por la muerte, puesto que todavía no ha llegado a la existencia. Cuando llegue, cuando asome finalmente el horno absconditus que se gesta en la trascendencia del proceso histórico, la muerte resultará eludida y matada, y el /Ser comenzará a existir, según un modo de duración nuevo, en un nuevo topos exento de todo asomo de caducidad y contradicción: la patria de la identidad.

También Garaudy está persuadido de que hay algo en el hombre «inaccesible a la muerte». Si es cierto que el hombre-individuo (constituido por sus propiedades y posesiones) muere, y muere totalmente, también lo es que el hombre-persona (definido por las notas de la trascendencia y el / amor) «goza del privilegio de la eternidad». La opción revolucionaria incluye «el postulado de la resurrección», porque ser revolucionario significa creer que la vida tiene sentido para todos. Esta opción ha de aspirar, por tanto, a «una realidad nueva que contenga a todos», lo que sólo es posible si todos resucitan en ella.

Sea cual fuere el juicio que merezcan estas apreciaciones del marxismo humanista, al menos procede levantar acta de que late en ellas una intuición sugestiva y susceptible de ulteriores desarrollos: todo proyecto utópico de transformación de la realidad, todo ensayo de acreditación de lo humano como valor absoluto, ha de vérselas, si no quiere errar su objetivo, con el misterio inquietante de esa antiutopía que es la muerte.

III. CONSIDERACIONES FINALES.

La muerte es algo demasiado importante para ser un fenómeno antropológicamente irrelevante o neutro. Así lo han puesto de relieve las tanatologías que acabamos de reseñar, y que permiten extraer, a modo de conclusión, las consideraciones siguientes.

1. La pregunta sobre la muerte es una variante de la pregunta sobre la persona; sobre la irrepetibilidad y (eventual) validez absoluta del sujeto que la sufre y sobre el sentido o sin-sentido de su existencia. Por ello, la trivialización de la muerte equivale a la del individuo mortal, y viceversa; a la tácita negación de la singularidad y realidad de este corresponde siempre la expresa negación de la singularidad y realidad de aquella. Esto es lo que parece suceder en Feuerbach y en el marxismo ortodoxo; a la muerte se la puede tildar de entidad fantasmagórica, de hecho, porque antes se ha despojado a su protagonista, el hombre concreto, de relevancia ontológica e histórica, al convertirlo en mera función de la especie.

2. Por eso era de esperar que la recuperación de la idea de subjetividad en el /existencialismo y el neomarxismo condujera a la de la cuestión-muerte. Y es sumamente significativo que tal recuperación se oriente en algunos pensadores hacia el postulado de la trascendencia, bien entendida como concepto-cifra (Jaspers), bien expresada en el dictum blochiano del non omnis confundan, o en la homologación garaudiana entre opción revolucionaria y /fe en la resurrección. Adviértase, además, que es la ausencia de un postulado de este género el que funda la sagaz refutación que Sartre hace de la tanatología de Heidegger. Pese a las aportaciones decisivas de este en el análisis del fenómeno que nos ocupa, acaba imponiéndose la consideración sartreana: de poco,sirve que la muerte otorgue al existente humano su consumación (Vollendung) si, a la vez, lo desposee de su ser.

3. Así pues, o se admite en el hombre una cierta (?) apertura constitutiva a la trascendencia, o resulta sumamente arduo esquivar la hipótesis del sin-sentido: o el hombre es / valor absoluto y, como tal, irreductible a la /nada (cuando menos en su identidad más medular, sea esta cual fuere), o la muerte significa la victoria de la nada misma, y entonces sólo resta la lógica sartreana de la arbitrariedad y el voluntarismo subjetivista. El posible tertium quid (no el hombre-individuo, sino el hombre-humanidad es valor absoluto) ha sido descartado, al desembocar anacrónicamente en la proverbial deformación idealista que priva de realidad al ser más real (el concreto singular), en beneficio de la entidad menos real (el abstracto universal: la especie, la humanidad).

4. Una vez admitida, en principio, esta exigencia de trascendencia, es el momento de reconocer cuanto de verdad hay en la crítica de Feuerbach a la idea de inmortalidad. La trascendencia, en efecto, no puede funcionar como mecanismo evasionista o alienante. Importa preguntarse si Feuerbach, y con él toda la tradición marxista, habría negado tan resueltamente la inmortalidad si no se hubiese topado con un modelo de inmortalidad individualista, acósmico, desencarnado, espiritualista en suma, en el sentido peyorativo del término.

5. En todo caso, quien sostenga que el hombre muere para quedar muerto, ha de admitir a trámite, por un elemental deber de honestidad intelectual, una cascada de no leves interrogantes: los que versan sobre el sentido de la vida, el significado de la historia, la consistencia de los imperativos éticos absolutos (/ libertad, /justicia, /dignidad), y en fin, la singularidad, irrepetibilidad y validez absoluta de la persona. Haber puesto de relieve este real espesor de la pregunta sobre la muerte, dejando al descubierto el resto de las que en ella se alojan, es sin duda uno de los grandes logros del pensamiento contemporáneo.

BIBL.: AA.VV., Sociología de la muerte, Madrid 1974; ID, Grenzerfahrung Tod, Graz 1976; ARIÉS P., El hombre ante la muerte, Taurus, Madrid 19873; JANKÉLÉVITCH V., La mort, París 1966; LANDSBEG P. L., Ensayo sobre la experiencia de la muerte. El problema moral del suicidio, Caparrón, Madrid 1995; Ruiz DE LA PEÑA J. L., El hombre y su muerte, Aldecoa, Burgos 1971; ID, Muerte y marxismo humanista, Sígueme, Salamanca 1978; THIELICKE H., Vivir con la muerte, Herder, Barcelona 1984.

J. L. Ruiz de la Peña