MAL
DicPC
 

«Se presentó un día Satán, el acusador, en la corte del Señor. Y el Señor le preguntó: "¿De dónde vienes?". Satán respondió al Señor: "De recorrer la tierra". Y el Señor dijo a Satán: "¿No te has fijado en mi siervo Job'? Nadie hay como él sobre la tierra. Es un hombre cabal, recto, que teme a Dios y se aparta del mal". Y Satán, con una mueca de ironía, replicó al Señor: "¿Acaso Job sirve a Dios de balde? Le tienes bien defendido, como con un muro; le has hecho prosperar y has multiplicado sus riquezas". Y añadió, como retando al Señor: "Pero ponle la mano encima y déjalo en la calle; verás cómo te maldice en tu propia cara". Entonces dijo el Señor a Satán: "Pongo en tus manos todos sus bienes; pero respeta su vida". Y Satán salió de la presencia del Señor» (cf Job 1,6-12).

El final de esta historia es bien conocido. Mas lo importante es su lección: el mal físico –/pobreza, /enfermedad, dolor, abandono, etc.– no es un resultado del pecado. Esta es la tesis del Libro bíblico de Job, contra lo que pensaban los amigos de este y siguen creyendo todavía muchos: Job había sido un hombre justo y cabal; sin embargo, hubo de pasar por la desgracia y sufrir la incomprensión de sus amigos. Y es que, ante el mal, lo único que parece interesarnos es su eliminación, sin más. Y para ello pensamos que lo mejor es conocer su origen, sus causas; para que así, anulada la causa, se anule el efecto. Es decir, buscamos rabiosamente conocer las causas del mal, en vez de intentar comprender su sentido. Es lo que han tratado de inculcarnos, ante este problema, los mitos de las diversas culturas: responder a la pregunta por las causas, en contra de lo que parece intentar la Biblia hebrea y el Evangelio cristiano; si bien, en la Biblia todavía hay resabios de mitologías orientales, como en el Génesis, según el cual los males humanos provienen del hecho de que el hombre fue arrojado del Paraíso, lugar de felicidad; y ello, por causa de su pecado de desobediencia a Dios1. Se hace, pues, preciso intentar una explicación del mal desde el punto de vista de su sentido. Y ello, desde una perspectiva personalista.

I. EL CONCEPTO DEL MAL.

El mal no es un concepto ni primario ni absoluto; no es algo que pueda explicarse sin relación a otras cosas. El mal implica siempre su opuesto, el /bien; de modo similar, sólo similar, a como el no-ser sólo puede entenderse en relación con el /ser. Es la experiencia, por la que conocemos el mal, la que lo muestra así; la experiencia que parece leer directamente en lo real.

Decir que el mal es algo abstracto y que lo que existe son las cosas o los acontecimientos o los actos malos, es una gran verdad; pero no aclara nada. Ya que recaemos en la pregunta: ¿por qué se dicen malos tales actos o tales acontecimientos o estados? ¿Por qué no son buenos? Así, la oposición entre bueno y malo, como algo primario, ha de ser también el camino inicial para fijar el concepto. Ahora bien, dos conceptos, o sus contenidos, pueden ser opuestos de varias maneras. Y según esas maneras, se han dado también diversas concepciones del mal.

Según unos, se trataría de dos realidades positivas y contrarias; como viviente y no viviente, como rojo y azul dentro de los colores, etc. Serían entidades contrarias, dentro de un género común, el ser. Este no sería esencialmente bueno, sino bueno o malo. Por lo que postulan también causas positivas y reales contrarias: un Principio esencialmente bueno y un Principio esencialmente malo. Es la concepción mazdeísta y maniquea; y similar a ella, la de los que juzgan a la /materia como esencialmente mala y origen de todos los males; lo que no parece ajeno a las concepciones platónicas, y otras bajo su influencia directa.

Pero resulta que el mal no es la simple negación del bien ni del ser. El no-ser o lo no-bien no significa que sean algo malo. Lo que no es, no es ni bueno ni malo. Y tampoco el bien y el mal son como dos opuestos bajo un género común: no hay nada común a ambos; a no ser que se considere común el sujeto común; pero este es siempre un bien.

Según otros, se trataría de cosas contrarias, como lo real y lo imaginario, lo ilusorio: el mal sería algo ilusorio y subjetivo. Es la concepción oriental de la religión budista; similar a ella, la concepción de los filósofos estoicos, que tratan de superar el mal mediante la indiferencia (ataraxía) o la inapetencia absoluta de /felicidad.

En esta postura se niega, de hecho, la realidad de los males, se los reduce a la esfera de lo subjetivo o lo imaginario, como una realidad virtual o algo parecido. Mas es claro que los males existen realmente y hasta hay cosas que se derivan de los males: así nadie diría que un dolor de muelas es siempre algo subjetivo.

Entonces, según otros, el bien y el mal se oponen como una realidad positiva y otra negativa, en el sentido de privación: el mal es una privación real en un ente real, que es un bien. Esta perspectiva aparece ya levemente insinuada por Aristóteles2; pero ha sido desarrollada particularmente por filósofos de inspiración cristiana: Clemente de Alejandría, el Pseudo-Dionisio, san Basilio, y especialmente san Agustín3.

Se halla esta sentencia como equidistante, tanto del pesimismo, al que lógicamente conduce la primera postura, como de un optimismo ingenuo, al que propende la segunda. No se niega la existencia real del mal, no se lo volatiliza en la ilusión; pero tampoco se exagera su realismo, hasta llegar a sustantivarlo.

Privar significa despojar de algo que se poseía o a lo cual se tiene derecho por naturaleza. Presupone, pues, al menos, la posibilidad de una cualidad o actualidad –por lo que no es una negación absoluta: donde no hay siquiera posibilidad, no se puede hablar propiamente de privación–. Esto quiere decir que el mal, como privación, presupone un ser como sujeto de tal privación. En otras palabras, el mal, por grande que sea, no suprime totalmente al /ser.

Y dado que el ser, la cualidad óntica fundamental, resulta algo deseable, es como el acto básico y la perfección elemental a que todo aspira –ya que todo lo demás presupone esta cualidad básica–; se sigue de aquí que tener ser, el existir en el mundo, como tal, es ya un bien. Así, el mal no suprime ese bien fundamental (trascendental) que es el ser; antes bien, lo ha de presuponer en general. Como hemos dicho antes, la negación total del ser no es ni bien ni mal. Y por ello, no parece consistente la concepción del mal apoyada en el no-ser. Ni siquiera bajo el aspecto de negatividad dialéctica, esto es, en cuanto cada ser determinado es, por ello, un-no-ser-otro. Este no-ser-otro tampoco es un mal sin más. Lo será únicamente cuando el no-ser-otro implique no ser lo que se debe ser aquí y ahora; es decir, cuando implique privación de alguna cualidad que por naturaleza se debería poseer.

II. LA CAUSA DEL MAL.

Lo anterior no permite responder mejor a las clásicas preguntas por la causa del mal. El racionalismo de Leibniz puso en boga el llamado principio de razón suficiente, según el cual «todo ha de tener alguna razón suficiente en su existencia». Esto, dicho así en general, entendido como explicación o sentido de todo lo real, no parece discutible. Pero de ahí pasaron muchos a decir que «todo ha de tener causa suficiente para su existencia»; entendiendo, además, lo de causa como causa suficiente. Y esto ya no es ni evidente ni sostenible en general. Pues hay cosas que existen en el mundo real, al margen de una determinada causa eficiente, como son los hechos fortuitos, los que son mero resultado de una interferencia de líneas causales (por ejemplo, el encuentro fortuito de dos personas), o los llamados efectos coincidentales o preterintencionales (per accidens), los que acontecen como resultado no intentado de algo intentado de suyo (per se), como el que al arar la tierra se encuentra un tesoro. Tales hechos coincidentales (traducimos así la expresión latina per accidens, en lugar de accidentales, que resultaría equívoco), rigurosamente hablando, carecen de causa, como ya había indicado Aristóteles. Y ello porque causa propiamente tienen sólo aquellos efectos que han sido intentados per se. Lo que no equivale a decir que no tengan explicación o, si se prefiere, una razón suficiente de su existencia.

Si aplicamos esto al mal, nos encontramos que este ha de tener alguna explicación, alguna razón suficiente de su existencia. ¿Pero equivale esta a afirmar que ha de tener una causa eficiente o productiva?

Siendo el mal, como hemos visto, un defecto o privación, parece claro que no puede constituirse en un fin u objetivo, en algo per se intentado. Y de hecho, el mal por el mal no parece que sea deseado por nadie. En consecuencia, si no es algo intentado o deseado de suyo, será algo preterintencionado, algo coincidental, un ser per accidens. En consecuencia, a nadie debe escandalizar decir que el mal, en sí, carece de causa eficiente o per se. Lo que no equivale a decir que no sea algo real, como defecto o privación.

Mas por ello mismo debemos rechazar otras expresiones desafortunadas. Como la que dice que el mal «tiene causa suficiente». Este juego de palabras es una paradoja. No hay ninguna causa deficiente, en cuanto causa eficiente, sino en cuanto dejar de causar, en cuanto no-causa; luego tampoco se puede hablar propiamente de causas eficientes deficientes, sino de causas más o menos potentes, pero eficientes. Y además, ello lleva a plantear el pseudoproblema del origen de esas pretendidas causas deficientes. Las causas per accidens no tienen por qué ser deficientes, ni tampoco se debe preguntar de quién dependen, si son causas per accidens.

Por lo que tampoco tiene sentido la expresión de causa permisiva del mal, sobre todo aplicada a /Dios. Quien positivamente permite el mal es que, o no puede evitarlo o simplemente no quiere, pudiendo evitarlo. En ambos casos se salva mal la responsabilidad de la causa permisiva. Y no vale decir que no siempre quien puede evitar un mal está obligado a evitarlo. Esto quizás sirva para un ser de responsabilidades limitadas. Mas no vale para el Ser que es Bondad Suma. Por tanto, simplemente no se puede decir con propiedad que hay una causa permisiva del mal; ya que tal causa sería una causa per se; y el mal carece de causa per se, como se dijo antes.

Entonces, ¿el mal existe sin explicación alguna? Ya hemos dicho que no tener causa eficiente no equivale a carecer de explicación o de sentido. Pero esto es otro problema, que intentaremos despejar brevemente a continuación, desde una perspectiva personalista.

III. EL SENTIDO DEL MAL.

Dado que es el hombre quien toma conciencia refleja y quien se plantea acerca del sentido de mal, parece que es desde el hombre desde donde debemos intentar comprender ese sentido. Incluso si alguien pretende, desde su fe cristiana, comprender este sentido desde Jesucristo, como Paciente y Redentor, lo ha de vislumbrar justamente en cuanto Hombre, en cuanto asume la naturaleza humana. Ahora bien, el hombre que reflexiona y plantea el problema del mal no es un ser más en la escala zoológica; es el hombre como ser personal, consciente y libre o responsable de sus actos. Ello significa para nosotros, que no sólo es persona (personeidad: eidos o esencia de persona), sino también que actúa como persona, como ser reflexivo y responsable (/personalidad: realización de actos personales), en la afortunada distinción zubiriana4.

Justamente el mal, no atañe propiamente a la esfera de la personeidad, que se halla en un nivel ontológico trascendental y que es un valor positivo; sino a la esfera de la personalidad, de la vivencia y realización de la persona. Y ello puede verse en los dos sectores en los que clásicamente se venía dividiendo el mal, esto es, en cuanto mal físico (dolor, sufrimiento, destrucción, muerte...) y en cuanto al mal moral (culpabilidad, pecado).

Así tenemos que el pecado del mal físico ha de verse en la integración de este tipo de mal con los valores positivos en la evolución física de los seres, especialmente de los vivientes. En otras palabras, la evolución implica necesariamente cambio, mutación. Un ser inmutable no evoluciona. Pero tal mutación implica que a veces pueda ser involutiva o retrógrada; y que siempre ha de llevar a la destrucción anterior. Así, por ejemplo, si una planta evolucionara solamente a nivel individual, a base de crecimiento continuo, llegaría el momento en que ocuparía todo el espacio y todas las fuentes de energía; y además impediría la evolución propiamente trans-específica. Luego en algún momento la evolución de los vivientes implica necesariamente su destrucción. La expresión de los antiguos: «La generación de una cosa implica la destrucción de otra», puede expresarse más positivamente: «La corrupción de unos vivientes es condición de la generación de otros vivientes». Así, pues, el mal físico, incluyendo hasta la destrucción o /muerte de la vida precedente, es una condición necesaria de la evolución de los vivientes o de su conservación. Y visto así, ya no es un mal absoluto, sino muy relativizado; incluso se halla integrado positivamente en el engranaje evolutivo del cosmos.

No se trata, por tanto, de que el mal físico, todo mal físico, sea un castigo del pecado; ni siquiera para el hombre: es condición de la vida material, tal como la conocemos en el cosmos. Con todo, el mal físico es integrable también en la esfera de lo personal, en cuanto es aceptado libremente. Adquiere así varias formas: de preservación o dietética (ayuno de ciertos placeres), de penosidad en el trabajo, de compensación por la injusticia hecha a otros, de redención y entrega por el /prójimo.

Aunque más difícil de comprender, algo similar puede decirse acerca del mal moral. Este presupone ciertamente un sujeto personal; no sólo que sea /persona (personeidad), sino que actúe como tal (personalidad). Es decir, un sujeto que, por una parte, es responsable de sus actos; lo que implica conciencia reflexiva y /libertad electiva. Por otra parte, implica que es un sujeto progresivo, racional, que adquiere la perfección moral gradualmente y no de una vez para siempre; es un sujeto que va realizándose como persona. Tenemos, pues, que al aplicar el carácter de perfectible o progresivo a la conciencia reflexiva y a la capacidad electiva, estas deben cambiar justamente para perfeccionarse. Ello supone estadios anteriores más imperfectos: o sea, privados temporalmente de una perfección a la que pueden aspirar. Los actos, pues, en estos estadios imperfectos, siendo esencialmente, físicamente, buenos en calidad de actos, acusarán, sin embargo, algún tipo de imperfección psicológica y moral, de conciencia y de elección. El error no es un pecado; pero es la condición previa de una mala elección, en lo que consiste el pecado.

¿Puede haber un ser moralmente perfecto desde el principio de su existencia, de modo que no pueda cometer ningún error ni pecado alguno? Sin duda, eso no es algo absurdo. Pero tal ser ya no sería humano; no sería un ser perfectible. Con lo que, si todos los seres fueran así, el universo carecería de ese tipo de bondad, que es la bondad progresiva o perfectible5. Un universo absolutamente perfecto desde el principio, no progresivo ni mutable, sería un universo acabado; pero monocorde y unilateral, monótono y esencialmente inferior en grados de bondad. En consecuencia, el mal moral se integra igualmente y adquiere su sentido positivo, a través de la perfectividad de los entes personales.

NOTAS: 1 P. RICOEUR, El escándalo del vial, Revista de Filosofía 5 (Madrid 1991) 191-197. – 2 Cf Metaphy.s., IX, c. 9; 1051 a 1-20; Et. Nic., 11 c. 5; 11061) 20ss. – 3 Malum est privatio boni debiti: SAN AGUSTÍN, Enchiridion, e. I I; PL 40, 236. – 4 X. ZUBIRI, Sobre el hombre, Sociedad de Estudios y Publicaciones-Alianza, Madrid 1986, 113, 127, etc. — 5 Cf SANTO TOMÁS DE AQUINO, Contra Gentes, 111, cc. 10 y 71; SAN AGUSTÍN, Enchiridion, c . I I ; PL 40, 236.

BIBL.: BORNE E., Le probléme du mal, PUF, París 1958; CARDONA C., Metafísica del bien y del mal, Eunsa, Pamplona 1987; DUQUE F. (ed.), El mal: irradiación y fascinación, Serbal-Universidad de Murcia, Murcia 1993; HAAG H., El problema del mal, Herder, Barcelona 1981; JOURNET C., El mal, Rialp, Madrid 1965; NABERT J., Essai sur le mal, París 1955; NEMO P., Job y el exceso del mal, Caparrós, Madrid 1995; PÉREZ RUIZ F., Metgfísicn del mal, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 1982; ROSCHINI G., tl problema del mole, Jonica, Roma 1959; SERTILLANGES M. D., El problema del mal, 2 vols., Epesa, Madrid 1951; VERNEAUX R., Probléme.s et my.stére.s du mal, La Colombe, París 1956; WAELHENS A., Pen.sée mytique el philosophie du mal, RevPhLouv 59 (1961) 315-347.

L. Vicente Burgoa