INFINITO
DicPC


I. LO INFINITO: NEGATIVIDAD Y TRASCENDENCIA.

En términos generales, una imagen física y una significación negativa se han convertido en los referentes más socorridos de un pensamiento de lo Infinito. Un pensamiento que, puesto a pensar, se sentía en la obligación de dar cuenta de la desmesura que supone pensar lo que naturalmente le sobrepasa. Por eso, nada tiene de extraño que lo Infinito haya sido el telón de fondo, el marco, sobre el que se ha dibujado la obra del pensamiento occidental, empeñado en dar razón de todo.

El contexto ontológico en el que se ha situado la filosofía occidental, con su momento teológico o reflexión sobre el /Ser Supremo, pone de manifiesto la pertinencia de un concepto de lo Infinito que, como sugiere R. Mondolfo, posee un carácter poliédrico esencial. Desde los presocráticos, la noción de lo Infinito ha estado emparentada con nociones tales como lo indeterminado (el apeirón de Anaximandro), lo indefinido (pitagóricos), el eterno retorno (Heráclito), aspectos todos que preparan la posterior reflexión clásica sobre el ser de lo Infinito.

En Platón y Aristóteles, esta polisemia del término infinito se resuelve acentuando su negatividad. De manera que lo Infinito, en vez de significar plenitud, en tanto que positividad y realidad, connota inacabamiento, no-ser y, por ende, el mal. Por eso, cuando Platón habla de la unidad o de lo Uno, emparenta la noción de infinitud con eternidad para hablar de la participación de las cosas perecederas en las ideas imperecederas y eternas, en tanto que unidades no sujetas al nacimiento y a la muerte. Aquí infinito no es sino «la indefinida multiplicidad de cada una de las cosas a las que se aplica la unidad»1. Es, pues, lo ilimitado de esta multiplicidad indefinida lo que explica lo negativo de la participación, al ser esta lo propio de lo que deviene2. Lo ilimitado así, resulta ser imperfecto al ser múltiple, mientras que lo limitado es perfecto al ser Uno. En este sentido, el saber será saber de eternidad –ideas– cuando llegue a ser saber de lo no ilimitado, saber de lo Uno. Aristóteles va a ser, si cabe, más contundente. Lo infinito, será declarado como no-ser; es más, va a negársele actualidad física dejándolo sólo como potencia; bien sea como infinito potencial, como lo muestra el acto de la división (v.g., la línea infinitamente divisible), o bien como infinito potencial por adición, tal y como muestra la serie numérica. En ambos casos se trata de lo infinito tal y como lo tratan los matemáticos. Únicamente cuando habla del primer motor, puede hable infinitud en tanto que causa, pero sigue negando lo infinito respecto a su magnitud.

Curiosamente esta tematización negativa de lo Infinito con la que se cierra la época clásica de la filosofía griega, abre la puerta a una consideración en la que lo Infinito pasa a ser un tema de la filosofía. Dicho en positivo, lo Infinito puede ser tratado y comprehendido; bastaba con hacer una nueva relectura de los dos caracteres –ilimitado e indefinido– que denotaban el aspecto imperfecto de lo que no podía ser acto puro, que por definición excluye lo inacabado e indefinido. La cuestión es si dicho acto como presencia, que es el tema de la /ontología, agota el significado de todos los posibles; si el pensamiento termina en el conocimiento como saber de conceptos, o si no remite a una inteligibilidad a cuya luz el pensamiento capta.

El neoplatonismo y Plotino inauguran esta dimensión positiva de lo Infinito, como aspiración y regreso a lo Uno, del que emanan la inteligencia y el conocimiento. De manera que la emanación como posibilidad de lo diverso, a partir de lo Uno, es posible, porque de lo Uno viene lo definido y lo infinito, que aseguran lo distinto. Por eso, pensar aquí es ya, por su tematización, pensar lo distinto de lo Uno, lo múltiple. Pero ya nada ni nadie podrá apagar esa aspiración, esa vía ascendente del pensamiento a lo Uno como ser en sí, mismidad absoluta3. Cabe preguntarse: ¿no es la nostalgia de lo Uno el referente del movimiento de la conciencia, de lo que hoy denominamos intencionalidad noético-noemática del saber? ¿No es el saber, por su propia dinámica, saber de lo múltiple aspirando a la Unidad y, en ese sentido, imposibilidad de adecuación y de reducción de lo inteligible a lo intelegido, del ver a lo visto y, así, aspiración a lo más allá que sí mismo? Pues esto es la trascendencia; y la filosofía como aspiración a la /sabiduría, no es sino amor a una sabiduría distinta a la de lo inteligible convertido en saber. Es más, la filosofía no es sino la trascendencia misma y una aspiración, esto es, la fusión con lo Uno. Cierto que esta trascendencia extática que conecta con el-más-allá-del-ser, al exigir la fusión, termina reivindicando la unidad de lo Uno como coincidencia del amante con lo amado y anulando los espacios para la diferencia, para lo /Otro. Esta idea de unidad consumada ofrecía al cristianismo, que aparecía por entonces, nuevas perspectivas. Bien es verdad que la tematización de lo Infinito se hace desde el supuesto de la creatio ex nihilo, de la idea de Dios como creador, en el que infinito y realidad se confunden. Esta positivación de lo Infinito positivo o de la infinitud actual en Dios, explica bien los dos planos de realidad: el del creador y el de lo creado; y pone de manifiesto, a su vez, que sólo Dios es infinitamente infinito, y lo demás se dirá sólo relativamente, pero se dirá. La trascendencia metafísica que pone de relieve esta idea de lo Infinito asegura un discurso sobre Dios en el plano del ser, pero introduce también una tensión, en la medida en que los demás seres se dicen por relación con el telón de fondo de lo Infinito, que es, a su vez, Dios. Esto explica el estudio escolástico de los diversos modos de hablar de infinitum o infinitas y la tendencia, cada vez más acentuada, a considerar el infinito in fieri de la realidad creada como infinito en acto, por cuanto desde la lógica y las matemáticas podía plantearse la posible realidad del mismo.

El paso dado por Nicolás de Cusa, empeñado en resolver esta tensión desde la propia idea de lo Infinito, es el puente hacia la consideración del mundo como infinito o, cuando menos, físicamente indefinido, que va a ser la imagen propuesta por la revolución galileana. De esta manera surge esa difícil cohabitación de dos infinitos –Dios y Universo– que da al traste con la idea griega de Cosmos como un todo cerrado, finito y bien ordenado, en favor de un universo indefinido, incluso infinito, que tiene sus propias leyes. Esta línea de pensamiento, que atraviesa en Descartes, Spinoza, Newton y Leibniz, culmina el paso del finitismo al infinitismo en la época moderna; un paso en el que está presente lo que ha dado en llamarse « pathos de lo Infinito» que tan determinante va a resultar en el giro antropológico de la filosofía.

II. LA FILOSOFÍA COMO SABER Y LA ALTERNATIVA INMANENTE.

La certeza, como seguridad de la verdad, que quiere ser el saber de la filosofía, y la indagación de un criterio que la validase, dan cuenta del giro antropológico de la misma en dos momentos cruciales. El momento del cogito y el momento de la razón. Para ambos es recurrente remitirse a la subjetividad para asegurar la certeza, pero mientras en el cogito el criterio me desborda, la /razón asume la carga de la prueba, al punto de convertirse en razón absoluta. La razón se basta a sí misma para dar cuenta de todo. La razón es creadora y tiene el poder de poner nombre a todo. Por eso, nada tiene de extraño que si el modelo clásico del pensamiento de lo Infinito había sido la trascendencia, el modelo de la filosofía moderna y contemporánea (Heidegger) sea el de la inmanencia; un modelo en el que las exigencias de absoluto y más allá se absorben en las estructuras trascendentales en las que la razón se expande y se repliega sobre sí, y se identifica siguiendo siempre el mismo esquema: reducción de lo Otro a lo Mismo. La idea base para poder llevar a cabo dicha tarea no es otra que la de entender la subjetividad como fundamento y autoposición; una subjetividad que tiene el monopolio de la /palabra porque es conciencia de sí, autoconciencia. La propia relación que podía sostener lo más allá, es descubierta como autorelación de un pensamiento consigo mismo, en la que se agota el significado y el sentido de ser sin otro. Ese poder del Yo de decirse a sí mismo, está en el origen de toda reducción de lo Otro y explica mejor que nada la legitimidad de la /violencia y de todas las versiones políticas del totalitarismo, que encuentran aquí su justificación filosófica.

Pero cabe preguntarse: ¿todavía puede sostenerse, tras Freud y Nietzsche, que ese yo tiene en sus manos las claves de su interpretación? ¿No se ha perdido el sujeto entre las marañas de lo subconsciente, cuando no se le encuentra fenecido, atrapado en las mallas del sistema? El movimiento romántico ya había denunciado un cierto ambiente irrespirable en la manera exclusiva y excluyente de pensarse desde la razón. Pero ahora, parecía natural postular una salida a lo abierto –nueva versión de lo Infinito– que oxigenase un ambiente irrespirable para el Yo. De ello se percatan, antes y mejor que nadie, Husserl y Heidegger. Su alternativa, no obstante, es una nueva vuelta de tuerca al modelo griego de filosofía, consistente en la tarea de expurgar obstáculos hasta llegar a la visión pura y a la revelación del ser que aseguran el máximo saber: Por fin, un saber de todo y del Todo, un saber infinito. Una certeza total, alcanzada en la feliz identificación de todo consigo mismo –conciencia intencional–, o consumada en la plena consagración a la escucha de la voz del Ser.

Pero entonces, ¿dónde queda esa cuasi disposición natural del pensamiento a lo abierto? Desde luego, bastante malparada en las propuestas de ambos. En Husserl, porque la recurrencia a lo abierto se resuelve en la infinita apertura de la intencionalidad de una conciencia capaz de interpretar toda trascendencia, toda /alteridad. No es que lo de afuera no exista, lo determinante es que no tiene sentido, salvo que pueda ser sabido. Por eso, la intencionalidad, que es la vía de acceso para dar cuenta de todo a través de la presencia en persona de todo, testimonia la realidad de lo dado como dato. Tal es el sentido de la satisfacción, que no se reduce sólo a la adecuación abstracta de lo percibido con la percepción, sino que es disfrute o gozo de una identidad que se complace en sí misma, reduciendo lo Otro a sí mismo. La intencionalidad de la conciencia, pues, tiene un fin, es teleológica 4; es un yo quiero y un yo puedo o yo me represento. En realidad, ¿no es este el ideal de hombre occidental poderoso y satisfecho, a quien le está permitido todo lo posible, traducción de la expresión de Dostoiesvki «si Dios ha muerto, todo está permitido»? Pero, entonces, ¿no debe ser denunciada esta capacidad de conocer como una actividad inmoral, cuando este pensamiento encarnado quiere y puede dar cuenta del otro, de los demás, sin rendir cuentas de nada ante nadie salvo ante sí mismo? Sin duda que sí.

Pero aun dentro del sistema husserliano, no es ocioso preguntarse si la trascendencia apuntada en la intencionalidad de la conciencia, queda agotada en el acto de conocimiento, en la identificación en acto. Dicho de otra manera, si lo percibido coincide y se agota en la percepción y la noesis en el noema; si no podemos sospechar, con razón, que la conciencia tiene rincones oscuros a los que el Yo no termina de reducir. Es más, pensado hasta el fin, el modelo de la evidencia, como movimiento del conocimiento, ¿no requiere para ser tal la vigilancia del yo, como «presencia viva del Yo para sí mismo»5, presto siempre a despertarse, asegurando así un yo trascendente en la inmanencia? De ser así, estaríamos ante la superación de un modelo de la identidad y de la presencia como modelos de conocimiento. Pues bien, esta mala conciencia de la no coincidencia de la conciencia consigo misma, que debería haber llevado a su crisis, se invierte en conciencia sospechosa de todo lo que no sea coincidencia entre pensar y ser. Aquí comienza el desafío de Heidegger: recomponer los estados afectivos de conciencia para comprehenderlos desde el ser, de manera que la tensión aperturista generada en la intencionalidad, se recupere identificando pensamiento del ser y ser del pensamiento. Es verdad, sostendrá Heidegger, que la afectividad es la caja de resonancia en la que primero el ente (yo) reconoce el ser, pero no debe olvidarse que esta tiene como trasunto a la pura fenomenalidad, a cuya luz el Da-sein descubre el sentido del ser.

El fenómeno al que apunta el propio lema de la fenomenología –a las cosas mismas– es justamente ese: manifestación o revelación de lo que la cosa misma es en su ser en sí. La crisis de la conciencia estriba en que hasta ahora, a través de la intencionalidad, dicha conciencia creía tener el poder de nombrar al objeto al que tenía encerrado como en una caja. No se había percatado de que la propia condición de objeto exigía la capacidad para manifestarse, condición de su esencia libre, para lo que había que postular un afuera primordial que no puede reducir. Se quebraba así la inmanencia de la conciencia, pero el modelo de trascendencia de este infinito se resuelve en la luminosidad que todo lo envuelve y lo desvela. Y lo que manifiesta o desvela no es sino lo que es en su ser en sí, trasunto de la definición de Dios –ego sum qui sum–, en el que se resumen la eternidad y la infinitud de un Ser inmanente, a cuya luz se desvela el ente como el ente que es (Da-sein), en una especie de consagración o de ek-tasis. Por eso la tarea de pensar no puede ser sino la de pensar el ser para «dejar que el ser sea» (Heidegger). Pero es, sorprendentemente, un Ser que no dice nada, que no manda nada; es decir, que no es moral (J. L. Marion).

III. LA FILOSOFÍA COMO PENSAMIENTO DE LA TRASCENDENCIA.

El carácter relacional de la verdad ha sido resuelto en la filosofía occidental en términos de relaciones entre los seres, o en términos de /relación en y con el ser. Y la tarea del conocimiento ha sido intentar dar cuenta de él, según modelos de presencialización e identidad en los que la tensión generada por la relación se atemperaba por la comprehensión. Pero ha sido un proyecto que se ha ido construyendo contra el telón de fondo de un más allá, que precisamente ese carácter relacional se encargaba de poner delante. Por eso, la tarea de pensar era una tarea in-finita, sin fin; pero, a su vez, esto mostraba que el modelo de la reducción y de la adecuación, de la inmanencia, jamás se ha llevado a cabo del todo; lo que es distinto a decir que no haya resultado terriblemente efectivo. Si esto es así, ¿por qué no decir que la historia de la filosofía no ha sido sino el esfuerzo del pensamiento por explicitar la trascendencia?

Este carácter latente de la trascendencia en la filosofía, obedecía a que el modelo que primaba en la explicitación de la misma era un modelo religioso, contra el que siempre se estampaba el pensamiento como saber. De ahí el predominio de los términos negativos para expresarla, salvo cuando se le reconocía habitando otro mundo o se la reinterpretaba desde el propio yo. Haría falta esperar a Heidegger para escuchar la insólita proclamación de que la tarea del pensamiento era pensar la trascendencia. El pensamiento no se agota en lo pensable, pues más allá de lo pensable está lo que da que pensar; y esto permanece como lo impensado de un pensamiento de lo pensable. Esta es la tarea de un pensamiento futuro que requiere un comienzo distinto al de los griegos. Pero es un nuevo comienzo con el ser, cuyo modelo es el de la trascendencia en la inmanencia o la trascendencia inmanente –/ ateísmo–.

La idea de lo Infinito adquiere un lugar central para pensar la trascendencia. En ella se rompe el modelo de la identidad al poner de relieve la capacidad de un pensamiento para pensar más de lo que piensa. Pero se necesita una nueva ruptura: salir del ser (Lévinas), como único camino que garantice la exterioridad no invadida, en tanto que lugar de la trascendencia; y un tiempo que no sea mi tiempo, un tiempo del Yo. El modelo es el modelo cartesiano de la relación que el yo establece con lo Infinito, en la que ambos términos se mantienen sin posibilidad de reducción. Pero el exceso o desmesura que una relación así comporta, ni es ocasión para el desvarío o la locura de un Yo hasta perderse, ni tampoco es una excusa para la contemplación capaz de llegar a la fusión; ni siquiera una prueba para la demostración de la existencia de Dios. La figura de esta relación es el /Deseo6 de lo Otro, que los diversos deseos no colman. De ahí que ponerse a desear como estructura antropológica, es reconocerse ya inmerso en la vía real de acceso hacia lo Otro. Justamente esa pasividad de la afectividad en la que el Yo se halla como recostado, como des-inter-esado, es lo que asegura una proximidad primordial con lo de afuera de sí mismo. Ahora bien, ¿cómo se levanta el Yo de ese estado de postración en el que se encuentra? ¿Cómo comienza a ser yo? Desde luego, no a través de un acto de conocimiento de un pensamiento. Uno sabe de sí cuando, en su feliz deambular por lo Otro, nota que hay algo que se le resiste y le hace frente. Hasta este momento, el Yo ha ido chocándose con lo Otro; ahora se encuentra con uno igual a él. Este es el acontecimiento primero, el que da que pensar, pero no por su relación con el ser, como quería Heidegger, sino por su relación con el otro, en la propia moralidad del /encuentro. La propia palabra, pronunciada en estas circunstancias, es una palabra cargada, moralmente hablando, y no indiferente; lo que hace que la modalidad del conocer y del saber de sí, no sea la de la interrogación, sino la de la respuesta: tener que justificarse ante el otro; y el modelo de ser no sea el de la autonomía sino el de la heteronomía. Un tiempo como ocasión para tener que responder de mí ante los demás. Nada, ni nadie, puede asegurar que este requerimiento del pensamiento para pensarse, garantice unas actuaciones morales; pero nada impide que este pensamiento pueda sospechar que gracias a esta arqueología de sentido trasluce la idea de lo Infinito, por lo que la cuestión ética es, de entrada, la cuestión primera.

NOTAS: 1 PLATÓN, Filebo, 17 E. – 2 Filebo, 15 B. – 3 PLOTINO, Ennéadas VI, IX, 6. – 4 Cf E. HUSSERL, La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología transcendental, § 47. – 5 ID, Meditaciones cartesianas, § 9. – 6 E. LÉVINAS, Totalidad e Infinito, 3ss.

BIBL.: GARCÍA BACCA J. D., Infinito, transfinito, finito, Anthropos, Barcelona 1984; GONZÁLEZ R.-ARNÁIZ G. (ed.), Ética y subjetividad, Universidad Complutense, Madrid 1994; HEIDEGGER M., El ser y el tiempo, FCE, México 1968'; ID, ¿Qué significa pensar?, Nova, Buenos Aires 1958; HUSSERL E., Meditaciones Cartesianas. Introducción a la fenomenología, FCE, México 1985; ID, La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología transcendental, Crítica, Barcelona 1991; KOYRÉ A., Del mundo cerrado al Universo in-finito, Siglo XXI, Madrid 1979; LÉVINAS E., Totalidad e Infinito, Sígueme, Salamanca 1977; ID, De Dios que viene a la idea, Caparrós, Madrid 1995; ID, En découvrant l'existence avec Husserl et Heidegger, Vrin, París 1974; MARION J. L., Dieu .sans l'étre, Fayard, París 1982; ID, Réduction et donation, PUF, París 1989; MONDOLFO R., El infinito en el pensamiento de la antigüedad clásica, Eudeba, Buenos Aires 1971'-.

G. González R. Arnáiz