INDIVIDUO
DicPC


I. TERMINOLOGÍA.

El Diccionario de la Real Academia recoge, en lo esencial, seis usos del término: 1. Como sinónimo de átomo. 2. Como sinónimo de singularis, único, particular o irrepetible; es decir, como miembro singular de una determinada especie o género. 3. Cuando se habla del individuo como miembro de una determinada institución o como miembro de la sociedad. 4. Cuando se utiliza como sinónimo de mi persona. 5. Cuando, en sentido inverso, se utiliza para referirse a un sujeto humano, pero de un modo impersonal. 6. En un uso marcadamente peyorativo, como cuando nos referimos a alguien con la expresión: «¡Vaya individuo!». Cada uno de estos sentidos apunta a toda una tradición reflexiva.

II. PERSPECTIVA HISTÓRICA.

En la tradición platónico-aristotélica se estableció una escisión ontológica radical entre la esfera de lo individual singular y la de lo universal genérico o específico. Mientras que todo género o especie pertenece al dominio de lo universal, y es siempre divisible a través de una diferencia específica en una especie inferior; los individuos, que caen bajo la especie ínfima, no son el resultado de una nueva diferenciación de la especie, sino, justamente, de su individuación. Los caracteres estrictamente individuantes no caerían, pues, bajo ninguna forma o especie, serían lo radicalmente otro de toda forma o determinación genérica, y así, se sustraerían a toda ciencia (de lo particular, decía Aristóteles, no hay ciencia; lo individual como lo intangibile).

Desde la perspectiva del agustinismo platonizante no cabe identificar los caracteres individuantes con la materia, pues el /alma parece ser, ya de por sí, individual, independientemente del /cuerpo, persistiendo tras la corrupción de este. Lo constitutivo del individuo, lo que le da su irrepetible peculiaridad, no es aquí interpretado como base ontológica del individualismo egoísta, como fuente de pecado. Para el agustinismo, la materia, lo corpóreo, y las tendencias instintivas que le son propias, ocupan el lugar más bajo en la escala de perfección del ser, y representan un lastre para el alma del hombre terreno. El individuo humano es tanto más feliz cuanto más próximo a Dios, y tanto más próximo a Dios cuanto más replegado-en-/sí-mismo y apartado de los sentidos del cuerpo y del mundo1, pues en esta intimidad del alma consigo misma se hace posible el / diálogo con Dios. En cualquier caso, este repliegue al que san Agustín nos anima no es nunca de naturaleza narcisista, pues no se trata de un «complacerse en sí mismo», sino más bien de un «olvidarse de sí por el amor que se tiene a Dios»2. Este olvido de sí no es tampoco, empero, disolución de todo amor de sí, pues este amor propio sólo toma la vía del pecado cuando es negación del prójimo, y, sobre todo, de Dios. Por su parte, santo Tomás insiste en la comunicabilidad de lo universal, frente a la incomunicabilidad esencial a lo propiamente individual. La /persona humana vendría definida por tres dimensiones, siendo la individualidad una de ellas (las otras dos serían la subsistencia y la razón mezclada: intelecto apoyado en los sentidos)3. Lo que determina la individualidad de un individuo es siempre aquello irrepetible, rigurosamente suyo y, por lo tanto, insubsumible bajo ninguna forma genérica, lo estrictamente incomunicable, su materia: «Esta carne, estos huesos y esta alma»4.

Mas la materia es potencia, y por tal, imperfección, raíz ontológica, pues, del pecado, de la complacencia de sí. Por consiguiente, también para santo Tomás representaría el alma, en tanto que acto, el momento de perfección de la individualidad humana. No obstante, se nos dice que el alma, que es una sustancia simple, capaz de subsistir (existir) sin el cuerpo, «es más perfecta unida al cuerpo»5; es decir, la individualidad le es esencial al hombre y no puede ser ontológicamente mala. De ahí que el amor propio sea amor absoluto y el amor al prójimo un amor que enraíza en el amor propio6.

El Husserl de la primera etapa, y aquellos de sus discípulos que siempre prefirieron el enfoque ontologista de la fenomenología, desarrollaron el tema de la individualidad en la línea de la tradición. Destacan los análisis mereológicos de la Tercera Investigación lógica. Por un lado, es cierto que la individualidad de un ente reside en su singularidad, ió &í tí (da-sein) frente al etóoS (sosein), pero, más exactamente, individuo es sinónimo de concreto o todo real: todo aquel ente capaz de existir independientemente. El individuo no se reduce, pues, como en el atomismo a lo simple, sino que también lo complejo puede ser individuo, con tal que tenga capacidad de existir independientemente. No es, sin embargo, individuo todo lo que por esencia es incapaz de existir independientemente: las partes no-independientes en general. El giro trascendental de Husserl sitúa el problema del individuo en un plano radicalmente distinto. Como culminación del solipsismo metodológico cartesiano, el individuo humano es, por encima de todo, el yo trascendental, ese bastión absoluto de ser que constituye intencionalmente todo otro ser, incluidas ciertas perspectivas de sí mismo. El yo trascendental se hace concreto en sus vivencias intencionales, a través de las cuales constituye un mundo y se constituye a sí mismo como parte de él. Constituye, en primer lugar, el tiempo como la forma primordial de toda otra constitución (principio de individuación), y sobre esta proto-forma se constituye a sí mismo, primero como mónada —como una corriente de vivencias que se suceden temporalmente—; después, como parte de la naturaleza, como yo empírico: como psique y como psique encarnada (Leib); y, ulteriormente, en la endopatía (Einfühlung), como miembro de la comunidad de sujetos trascendentales que comparten un mundo cultural de valores y fines: como yo social.

Edith Stein desarrolló esta concepción fenomenológica del individuo en síntesis con el realismo tomista. El espíritu, aun siendo, como el yo trascendental husserliano, una entidad extranatural, con una cierta sustancialidad capaz de albergar habitualidades, posee una mayor densidad. Esta densidad, que se muestra opaca para el propio yo consciente, y que constituye el espacio interior donde este se mueve en el ejercicio de su libertad, es, justamente, la densidad ontológica de la individualidad. La individualidad del espíritu no reside, pues, en la singularidad corpórea (tomismo), ni en el yo trascendental husserliano, sino que es ese Zentrum en el que la persona se configura como individualidad libre, centro intangible, inefable y misterioso, incluso para sí mismo. Por ello Stein se sitúa en la línea de la tradición intimista de la mística española: el alma se aproxima a su ser misterioso centrándose en sí misma y no descentrándose en el mundo.

Para el /personalismo contemporáneo el individuo es considerado, o bien como un componente de la persona, pero ontológicamente inferior a ella, o bien como, incluso, una degradación de la persona. En toda esta línea de pensamiento se rechaza todo asomo de solipsismo o de sobrevaloración del individuo aislado, bien en la forma de las filosofías cartesianas, que desembocan en idealismo, bien en la forma del intimismo místico, o bien en la vertiente posmoderna de absolutización nihilista de la individualidad humana. Así, E. Mounier considera el individuo como persona irrealizada, que no ha activado su /vocación, que ha pervertido su naturaleza encarnada en un egoísmo posesivo que hace prevalecer el ?tener sobre el ser, abortando todo compromiso con sus ?prójimos, y que, en fin, renuncia a su carácter comunicativo rehusando toda entrega. El individualismo burgués contemporáneo no es más que el resultado de una cierta victoria de las fuerzas dispersivas de la individualidad frente a las fuerzas de concentración de la persona. En esta misma línea se mueven M. Nédoncelle o G. Marcelle, e incluso pensadores de inspiración judía como F. Rosenzweig, M. Buber o E. Lévinas, percibiéndose en estos autores la acentuación del carácter esencialmente social de la persona. Para Rosenzweig la persona es tanto más real cuanto mayor conciencia tome del carácter ilusorio de su individualidad. Su lema es: ¡disuelve tu individualidad en la voluntad absoluta!, «¡deja que Dios quiera en ti!».

El individualismo moderno (posmoderno) es, ante todo, soberbia de la vida, rebelión del yo finito que pretende absolutizarse. M. Buber subraya —como Nédoncelle— que no es la individualidad lo que especifica al hombre, sino su carácter personal. El yo personal sólo existe como versión dialógica al tú. Sólo en el amor relacional surge la persona y toma contacto con lo absoluto. E. Lévinas cree que el yo se constituye esencialmente en su compromiso originario (anárquico) con el bien del otro, y se disuelve en el egoísmo que tiende a reducir lo otro a mismidad. La filosofía occidental, esencialmente individualista, habría traicionado este carácter intrínsecamente relacional y ético de la persona, habría antepuesto la ontología a la ética y abstraído el presente del pasado y del futuro. En la línea de Mounier, pero intentando sintetizar múltiples corrientes del pensamiento contemporáneo (fenomenología, giro lingüístico, hermenéutica, etc.), Ricoeur se refiere al individuo como una dimensión de la persona, soporte de la estima de sí y del yo que se expresa en toda praxis (yo declaro, yo prometo). Ese momento de mismidad (sustrato personal de permanencia) y de identidad en el decurso narrativo de una vida (la identidad que entra en juego en el cumplimiento de la promesa). Todas estas diversas aproximaciones al problema de la individualidad personal constituyen más bien perspectivas distintas que posiciones inconciliables.

Por otra parte, para X. Zubiri individuo es todo lo real; o, mejor, cuanto es real, o bien es individuo, o bien es algo sustentado en uno o múltiples individuos. Realidad es ser de suyo lo que se es, poseer en propio sus notas y actuar sobre las demás cosas en virtud de ellas. Lo específico de la aprehensión intelectiva humana es, justamente, aprehender cosas reales. Todo lo real tiene así un doble momento estructural. Por un lado, toda cosa real es ella misma, no se confunde con ninguna otra realidad, posee sus caracteres peculiares como formando una cierta clausura, es sí-misma (suidad) entre las demás realidades. Mas, por otro lado, la talidad de la cosa (su peculiaridad) está traspasada de una apertura estructural a las demás cosas del mundo, está en comunicación esencial con ellas, pues el momento de realidad que le es intrínseco (su-realidad) la desborda, no se agota en ella, sino que la trasciende. Es su inespecífico momento trascendental. Talidad y realidad (trascendentalidad) son, pues, dos momentos físicos de la cosa individual, sólo separables en el logos metafísico. Lo trascendental no es lo tras-físico —allende lo físico—, común a las múltiples cosas físicas, sino lo físico mismo de la cosa en trans, desbordando la cosa en la cosa (realidad en trans). Por consiguiente, hablar ya de principio de individuación es un modo absurdo de plantear el problema. No se trata de individuación de especies tras-físicas (ideales), ya que la realidad individual es lo originario y primordial (no se individúa la especie, sino que se especia el individuo). También resulta absurdo absolutizar en la cosa cualquiera de sus dos momentos, en detrimento del complementario, pues la cosa es a la par, mientras es cosa, individualidad talificada y realidad. Toda cosa mundana está, desde su individualidad, en esencial comunicación con las demás cosas del mundo e incluso con Dios, pues la realidad late en todas ellas.

III. FORMAS DE INDIVIDUALIDAD.

Mas hay sentidos y tipos diversos de individualidad. Un primer sentido de individualidad hace referencia a la singularidad de lo real, al momento propio de realidad intransferible que hace de la cosa una, esta cosa y no otra, al margen de su especificidad de notas. No obstante, la singularidad es sólo un momento del individuo; el individuo en sentido estricto (individualidad cualificada) no es un mero singular vacío de contenido, sino una sustantividad que encierra en sí una esencia, que tiene una determinada constitución: ese mínimo de notas constitutivas, que en su unidad sistemática clausurada tienen ya de por sí suficiente riqueza y coherencia (solidez) como para que el individuo esté siendo, dure. Pero tampoco la esencia, a pesar de ser ya el núcleo primordial del individuo, es el individuo pleno. Desde el punto de vista de su constitución, el individuo es él mismo desde que surge como realidad hasta que desaparece como tal; sin embargo, mientras permanece real nunca es lo mismo desde el punto de vista de su concreción. El individuo en la plenitud de su concreción es mucho más que su esencia. La esencia determina el ámbito de sus posibles notas concretas –formales y causales, necesarias y no necesarias, naturales y apropiadas–; pero estas notas concretas se van adquiriendo en el curso de la existencia, y sólo transcurrida esta podremos saber qué ha sido tal individuo en su plena concreción. Además, los individuos, por razón de su esencia constitutiva, pertenecen a tipos distintos de individualidad, tienen diversas formas de realidad, así como, en función de ellas, diversas maneras de estar en el mundo.

Estas formas de individualidad se sitúan jerárquicamente en una escala que va desde las realidades de esencia más pobre (como son las meras partículas elementales de materia, que apenas si gozan de dureza ontológica –son sumamente inestables–), pasando por las diversas especies de seres vivos que, a medida que avanzamos en la escala biológica, van ganando en autoposesión (en independencia y control sobre el medio), hasta alcanzar la única verdadera sustantividad intramundana en sentido estricto: la sustantividad abierta humana, la forma personal de individualidad. El hombre, por su inteligencia (que modula su afectividad en sentimientos, así como su tensión vital en voluntad), esto es, en tanto que persona, no es una realidad más /entre las otras, sujeta a las leyes naturales cósmicas, sino que es una realidad absoluta, absuelta del determinismo natural en la medida en que está situada frente a lo demás real y frente a /sí mismo como realidad, lo cual le pone en la inalienable situación de tener que adoptar determinadas posibilidades entre las múltiples que la realidad le ofrece, es decir, de tener que conformar libremente su propia figura personal. La persona es la única realidad abierta a su propia figura de realidad, abierta a la autodeterminación de su propia concreción sustantiva (no es substante, sujeto – (hipokeiménon–, sino supra-stante -hiperkeiménon–).

Desde esta posición metafísica, ni el individualismo burgués, ni el individualismo nihilista posmoderno, ni ningún tipo de holismo que disuelva la persona en todos supuestamente superiores, y ni siquiera una mística de enclaustramiento individual, pueden alcanzar carta de naturaleza. La individualidad humana, por el mero hecho de ser real, está en respectividad esencial con todo lo real. Es vano, pues, todo intento de enclaustramiento en la identidad individual; y, en la medida que él no se ha dado a sí mismo su realidad, no es nunca un absoluto-absoluto. Tampoco parece viable un acceso a Dios que no esté mediado por el mundo, pues el repliegue sobre sí para dialogar con Dios, en sí es ya un repliegue en y desde el mundo, apropiación de una posibilidad entre las múltiples que el mundo nos ofrece. Pero aún hay más, pues, en la medida que todo individuo humano posee como una parte de su esencia constitutiva la esencia quidditativa (el esquema humano), que puede transmitir a un nuevo individuo de la especie en un acto de replicación, lleva en sí a los otros humanos, está talitativamente de un modo esencial y físico vertido a ellos (la individualidad personal como diversidad).

Esta versión se completa, además, con la dimensión sociocultural del hombre, pues el yo individual humano se constituye socialmente en un proceso en que los otros humanos que me preceden, física y culturalmente, humanizan mi persona. Ayudándome, educándome, haciéndome compañía, los /otros humanos me proveen de un bagaje de humanidad que me permite reconstruir mi campo perceptivo e interpretar las situaciones en que me encuentro, que me posibilita como yoidad humana independiente, ahora ya capaz de refluir autónomamente sobre la sociedad mediante mi actividad libre. En el marco de esta dimensión social de mi individualidad, yo puedo entrar en relaciones diversas con mis prójimos. Puedo convivir en la forma de una relación impersonal en que mi yo íntimo y su yo íntimo permanecen subterráneos (intelecciones, sentimientos y voliciones íntimas quedan al margen), supeditándose a pautas conductuales de carácter institucional. Es el ámbito de lo público. Pero puedo también entrar en una relación comunitaria con mis prójimos, de intimidad a intimidad, de /yo a tú. Entonces el otro es para mí una persona en el ejercicio íntegro de su aperturalidad. Es el ámbito de lo privado en que vamos forjando nuestra personalidad concreta.

NOTAS: 1 SAN AGUSTÍN, Del orden, 1, c. 1, 280-283. — 2 ID, Del libre arbitrio, 111, 15, 423. - 3 SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario a las Sentencias de P. Lombardo, Distinción III, C. 2, art. 2. — 4 S. Th., R 1, C. 29, art. 4. — 5 Sobre las creaturas, a. 2, 2569. — 6 S. Th., Il, y. 26, a. 4.

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V. M. Tirado San Juan