IDENTIDAD PERSONAL
DicPC
 

I. INTRODUCCIÓN.

Por identidad personal se puede entender: a) el hecho de que la persona se considere a sí misma como idéntica o siendo la misma en distintos momentos del tiempo y lugares del espacio; b) el hecho de que otras personas –cualquier otra persona– pueda considerar a la persona X como idéntica a sí misma en distintos tiempos y lugares; c) aquello que hace que la persona sea idéntica a sí misma y posibilita la identificación mencionada en a) y b), tanto la que de sí mismo lleva a cabo el propio sujeto, como la que sobre él pueden realizar los demás. Entendemos la identidad personal en el terreno del sentido c), ya que tanto la afirmación «me considero idéntico», como la afirmación «los demás me consideran idéntico» suponen, si son verdaderas, que en mí haya algo en virtud de lo cual sea el mismo o idéntico en los diferentes tiempos y lugares. Los planteamientos a) y b) son sin duda importantes, ineludibles incluso, si se pretende un desarrollo completo de la cuestión, pero son en cualquier caso secundarios, en cuanto que remiten, más allá de cómo la persona pueda ser psicológicamente considerada por sí misma o por otros, a lo que constitutivamente hace que la persona sea idéntica. Se trata de un principio constitutivo, de algo que la persona es y que no simplemente está en ella. De una parte se requiere que lo identificante sea permanente, ya que no se trata de la posibilidad de identificar a una persona como siendo de tal o cual forma en un momento dado, sino de la posibilidad de referirse a ella como siendo la misma en cualquier momento, tanto pasado como futuro.

Lo que identifica a una persona ha tenido que ser siempre y tendrá que ser siempre lo mismo, es decir, tiene que ser permanente; de otra forma sería arbitraria la consideración de que es la misma en los diferentes tiempos y lugares. Pero, por otra parte, no basta que el principio identificante sea permanente; es necesario que sea, además, constitutivo. Al hablar de identidad personal nos referimos no simplemente a un distintivo, que puede ser todo lo seguro y significativo que se quiera, como, por ejemplo, las huellas dactilares, sino a lo que verdaderamente es la /persona, por más que esto último sea muy difícil de alcanzar y tal vez nunca determinable satisfactoriamente.

II. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA.

El interés especial que tiene hoy plantear la cuestión de la identidad está en que es posible mantener los distintivos extrínsecos, de la índole del mencionado más arriba, mientras al mismo tiempo está en peligro la auténtica identidad personal. Esta puede, en efecto, desdibujarse hasta el borde de su extinción, a la vez que se mantiene, sin embargo, aquel tipo de distintivos que garantizan la identificación hasta mucho más allá de la muerte. Y puede también estimularse la conciencia del /individuo de forma que esté firmemente convencido de ser el mismo, a la vez que la identidad está corroída, o al menos puesta muy en peligro. Igualmente, ante los demás pueden las apariencias inducir a pensar que la persona es la misma, cuando ya su identidad está muy deteriorada. Es por ello falso, y frívolo a la vez, pretender plantear el tema de la identidad personal exclusivamente en términos científicos o psicológicos.

El planteamiento tiene que ser ontológico, más exigente por tanto, más ajustado a la realidad, pero menos acomodaticio. ¿Por qué razones viene exigido tal planteamiento'? Algunas son de ayer y de hoy, otras son más bien características de nuestra época, o al menos tienen en ella un especial relieve. Aquellas las podemos reducir a las siguientes: 1) las diferentes actividades mentales, teóricas o prácticas, sentimentales, volitivas o intelectivas remiten a un /sujeto que es dueño de las mismas y al que se le pueden atribuir, pero que es, en todo caso, distinto de ellas. ¿Existe tal sujeto? ¿De qué índole es? El principio identificante –sea el alma, sea la unidad de cuerpo y alma– tiene la función de aglutinar y articular, y de dar así continuidad a esas distintas actividades. Es decir, como la permanencia y la continuidad, que son fundamento de la identidad, no vienen garantizadas en y por una serie de actividades que, además de distintas, se suceden unas a otras, parece que ha de existir un algo de carácter permanente que se mantenga en medio de aquellas actividades. 2) En cuanto a la índole de ese algo, si bien la analogía con las cosas materiales sugiere que se trata del cuerpo humano, sin embargo los deseos de supervivencia y de inmortalidad han orientado la búsqueda en una dirección diferente y lo que en 1) se presenta simplemente como exigencia de un sujeto, como substrato subyacente, aparece ahora como exigencia de un sujeto espiritual. Esto mismo se acentúa bajo el punto de vista de que las actividades mentales son de una índole muy diferente de la que es propia de todo lo que tiene que ver con el ámbito espacial. La continuidad espacial no es suficiente para garantizar la continuidad que han de tener las actividades de la mente. Mente y extensión son realidades completamente distintas que, por tanto,'dan lugar a una concepción dualista. Y si la mente es la característica del hombre, es obvio que la continuidad espacial es del todo insuficiente para expresar la identidad personal.

Estas tres razones, que llevan de por sí a la búsqueda de un principio identificante alejado de lo inmediato, vienen ya de muy atrás y remiten, prioritariamente y en términos generales, a las filosofías griega, medieval y moderna, respectivamente. Si la forma de plantear un problema sugiere ya su solución, esta vendría dada por el concepto de sustancia espiritual, que parece recoger los tres aspectos mencionados.

Pero hay otras razones que son también de índole ontológica, puesto que se refieren a lo que es y a lo que hay, pero que tienen que ver especialmente con nuestra época, y son al mismo tiempo muy diferentes de las anteriores. En este caso no se trata de que determinadas manifestaciones, en mayor o menor medida extrínsecas, nos remiten a un algo subyacente que garantiza la continuidad de la persona. Se trata de la llamada de la identidad personal por la toma de conciencia del vacío de la misma, sea porque se encuentra ya sometida a un deterioro progresivo, sea porque está en todo caso amenazada. Las razones que llevan a plantear aquí con especial urgencia el problema de la identidad y que sugieren su solución son las siguientes: 1) el mundo actual se caracteriza, entre otras cosas, por una reducción progresiva de actividades y manifestaciones a patrones de conducta y, por tanto, a modos de ser y de comportamiento homogéneos. Lo cual hace que se desdibuje y pierda vigor la individualidad y, con ello, la persona misma. 2) A la homogeneidad se une la inestabilidad, generada por la movilidad social, cada vez más intensa y azarosa, que lleva a que la persona se disuelva dramáticamente, por el desarraigo que ello comporta, en los roles correspondientes. 3) El progreso de la ciencia y de la técnica en el campo de la medicina posibilitan intervenciones especialmente audaces en el organismo humano, que se estima pueden poner en peligro la continuidad de la conciencia y, en ese sentido, la propia identidad personal. Nadie sabe, al parecer, hasta dónde es posible llegar ni hasta dónde se llegará de hecho en la manipulación genética o en operaciones que tienen que ver con partes muy sensibles del organismo, especialmente del cerebro. Lo cual muestra –y no simplemente permite conjeturar– que el cuerpo es, al menos, elemento integrante de la identidad personal. Y todo ello nos hace ver que el contenido concreto y el sentido de aquella va a depender de la forma como el hombre responda a los acontecimientos que en su vida se van produciendo, esto es, de su /responsabilidad.

Si ahora, en un tercer paso, intentamos concretar el significado de la identidad personal, podemos decir, recogiendo aspectos explícita o implícitamente mencionados, lo siguiente: la sustancia espiritual no es criterio de identidad personal por las siguientes razones: 1) No tenemos la certeza –racional– de que exista tal sustancia, ya que es de una índole completamente distinta de la que es propia de las actividades mentales, cuya cohesión pretende garantizar. Entre otras cosas, no se sabe de ninguna actividad mental que no muestre algún tipo de dependencia respecto del organismo. 2) Aun suponiendo que exista, nos remite a una cuestión no menos difícil que la que debería resolver: la de su propia identidad. ¿Cómo una sustancia espiritual, que se supone intemporal –si no eterna–, inmaterial y simple, podría ser principio identificante de modos de ser y actividades que son, en mayor o menor medida, compuestas, dependientes del organismo y, en todo caso, temporales? ¿Y qué características se pueden atribuir a la sustancia espiritual que no sea simple negación de algo que no es espiritual? 3) Cuando sabemos que la identidad personal está expuesta al peligro de la destrucción, la sustancia espiritual o bien se limita a garantizar la inmortalidad –lo cual es demasiado poco, si se tiene en cuenta que la identidad que buscamos es la que corresponde a actividades que son temporales y terrenales– o bien es ella misma vulnerable y destructible según lo dicho previamente, lo cual parece contradecir el concepto mismo de sustancia espiritual.

Algo, sin embargo, debería quedar de tal concepto, aunque en un nivel que no es exactamente el mismo: por una parte, el principio identificante, para poder garantizar la continuidad de la serie de actos que son propios de la persona, debe estar dotado de un carácter permanente; por otra parte, en tal principio debe jugar un papel muy importante la actividad mental, en razón de la exigencia de responsabilidad, a la que nos hemos referido antes.

Otro principio identificante, de signo opuesto al anterior, es el /cuerpo. De hecho, se presenta como un criterio dotado de una considerable solidez. Todos recurrimos consciente o inconscientemente a él, y lo hacemos, además, convencidos de que proporciona en la mayoría de los casos –en principio, siempre– una certeza indudable. No ya cuando nos encontramos con alguien frente a frente, sinocuando lo vemos a distancia y observamos sus movimientos, oímos su voz o entrevemos sus gestos, sabemos que es tal o cual persona. Es un conocimiento que no se debe a deducciones más o menos problemáticas, sino que se funda en una especie de instinto animal, el más certero y firme. Hasta tal punto, que si, como muy rara vez ocurre, nos dirigimos a una persona tomándola, desde el punto de vista corporal, por otra distinta, tenemos una sensación muy extraña de sentirnos no sólo confundidos, sino, sobre todo, perdidos. Tiene ese criterio, además, por su certeza originaria, el carácter de la sencillez, presupuesto básico en nuestra búsqueda de orientación. Y, sin embargo, es este también un criterio insuficiente. Incluso cuando nos atenemos a él, advertimos que en el cuerpo hay dimensiones que le exceden esencialmente. En la expresión de un /rostro humano percibimos, por ejemplo, una cierta forma de ser y estar ante el mundo y lo que en él acontece: inquietud o serenidad, / alegría o angustia, miedo o /esperanza, etc. Podemos percibir igualmente una especie de absorción en algún tipo de pensamiento o una actitud de desesperación más o menos permanente.

Todos estos son fenómenos que se dan en el cuerpo o a través del cuerpo; que no son, si se quiere, sin el cuerpo, pero que no son el cuerpo. Y hay, además, en tales fenómenos otros dos rasgos. No se trata de cosas que están ya, sino de actos que son lo que expresan o en cuanto que se expresan en la realidad. Por otro lado, tales expresiones pasan a formar parte integrante de un mundo, son modos de ser en los que el sujeto se encuentra y se reconoce. Sin esa proyección de sí mismo en la expresión y en la praxis no resulta concebible la identidad de una persona. Lo cual significa que tanto la dimensión espiritual como la dimensión corpórea se dan ciertamente, pero en cuanto que se conjuntan en un tipo de expresión inconfundible, aunque no fácilmente definible, que mantiene su continuidad a lo largo de la vida. A la altura del tiempo en que nos encontramos y ante los peligros que la acosan, la identidad personal es, además, una tarea que la persona tiene que asumir desde su irreductible /mismidad.

La identidad personal es una cuestión muy debatida en la filosofía angloamericana contemporánea. Las posiciones fundamentales se reducen a las dos siguientes: 1) la identidad personal consiste en la continuidad de los recuerdos. Este es un criterio necesario y suficiente, no siendo necesario recurrir al concepto de un substrato permanente o sustancia. La influencia de Locke y de Hume es, en este punto, manifiesta. 2) La identidad personal la proporciona el hecho de que el cuerpo se mantenga el mismo en el tiempo, y a pesar de los cambios. Esta segunda posición se ha fijado, en parte, debido a la dificultad de garantizar la continuidad de la persona en virtud únicamente de actividades mentales. Pero a su vez, las discusiones surgidas en torno a transferencias o trasplantes cerebrales han llevado a tener de nuevo en cuenta las actividades mentales como elemento importante de la identidad personal, junto con la realidad corporal.

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M. Álvarez Gómez