HOMBRE (VARÓN-MUJER)
DicPC


I. CONSTANTES CULTURALES.

El Diccionario de la Real Academia es tajante en la distribución de diferencias. De un lado la totalidad: «Hombre (horno,-inis) Animal racional. Bajo esta acepción se comprende todo el género humano». De otro lado, la parte: «Mujer (mulier,-eris) Persona del sexo femenino». No hay proporcionalidad relacional entre los significados; hay inclusión de un concepto en otro. De tal forma, que sólo en el interior del hombre tiene significado la especificidad de la mujer. La simetría es amputada en su misma condición de posibilidad representativa. Y sin embargo, este desajuste básico entre lo masculino y lo femenino (una plenitud-una carencia) sustenta la normalidad de nuestro sentido común. Es la línea interminable que en nuestro interior resiste a que modifiquemos el mundo que está a la mano, aunque teóricamente nos sumemos con entusiasmo a las grandes proclamaciones que exigen un cambio no muy lejano. La lexicografía naturaliza la historia; y su entramado produce una inercia mental que condena nuestras esperanzas de simetría a ser permanentemente póstumas.

Desde la cultura griega —en su misma conformación representativa—, la excelencia humana, la plenitud de la existencia, significada con el término areté, se identifica con la andreía, con el hecho de ser plenamente hombre. Todo el género humano está contenido en el concepto de hombre; y por esa coincidencia básica, sólo el modo-de-ser (el ethos) del hombre puede lograr la plenitud existencial. La mujer sólo tiene significado humano referida a la representación que el hombre proyecta de sí mismo; y esa misma referencia le muestra permanentemente que, por el hecho de no-ser-hombre, nunca podrá lograr la plenitud humana. No es un ser marginal o adicional; nunca ha estado fuera. Ha sido una realidad residual de lo que el hombre debía dejar de ser para alcanzar la excelencia humana. Este ha sido el eje de su integración psicosocial. Esta descompensación ha sido variable en los contornos producidos por su desenvolvimiento histórico, pero se ha mantenido uniforme en su pretensión radical y en su operatividad más fundativa: en las distinciones masculino-femenino, en su distancia funcional o en su interacción individual. Una /cultura siempre piensa, anticipadamente, haber trazado sus primeros y más elementales límites internos, y desde ahí distribuye molecularmente el soporte de sus estructuras: del poder y de la /sexualidad, de la /religión y de la economía, de la /propiedad y del lenguaje..., de los símbolos, del saber de sí y de la diferencia del otro en su expresión más concisa e inapelable. El sistema puede así pensarse como natural. Por eso, cuando una sociedad —y es nuestro caso— se enfrenta a la redistribución de los límites de su femenino y de su masculino, no está procediendo a un simple cálculo de compensaciones prácticas en diferentes campos de actividad; está pensándose a sí misma en los límites más íntimos de su producción de verdad y de su reconocimiento de humanidad.

Si se pudiera proceder a una química de las representaciones —como exigía Nietzsche—, nos toparíamos con un subsuelo muy antiguo, sedimentado por el peso de innumerables capas, pero cuyos precarios restos tienen, paradójicamente, una elocuencia inquietante para nuestra actualidad: «...la distancia que separa al cazador de su compañera que recolecta, que cosecha, es comparable a la distancia que separa a una especie humana de una especie protohumana o no humana» (S. Moscovici). Lo que contiene de abismal esta afirmación no es el tiempo en que nos sitúa: el comienzo de la caza de grandes animales (hace ± 700.000 años), sino la resistencia que este desnivel ha tenido ante cualquier otra elaboración cultural. O quizás haya que empezar por asumir, siendo más responsables del deficiente estado de nuestro pensamiento de lo humano, que la cultura ha trabajado haciendo imposible la disminución de esa diferencia. Somos aún cazadores y recolectoras. No sólo en «la biología, psicología y costumbres que nos separan de los monos —todo esto se lo debemos a los cazadores de antaño—» (S. L. Washburn y C. S. Lancaster), o en «nuestros más recientes genes [que] proceden indudablemente de esta era» (B. A. Hamburg), sino en la misma lógica cultural de posibilitación de lo humano.

Hay una constante más raigal que las formas de parentesco o las estructuras lingüísticas, que las antecede conformándolas: la reducción de la mujer a la irrealidad de no ser hombre. La historia, en este caso, sólo ha sido el enriquecimiento por repetición de una situación coyuntural de la especie. También se puede afirmar algo similar de las sociedades más complejas, aunque la multiplicación de las funciones y su segmentación institucional puedan ocultar las suturas más sutiles de las estructuras elementales que las soportan, y, sobre todo, aunque las recientes adquisiciones -parciales, pero inmensas- de las luchas / feministas puedan crear el espejismo del deseo y hacernos olvidar cómo ha sido nuestra historia y cómo aún hoy son reales otras sociedades.

II. HISTORIA, AUSENCIA, DESCONSTRUCCIÓN.

Lo advertía M. Mauss: «Podemos decir [...] que no hemos hecho más que la sociología de los hombres, y no la sociología de las mujeres o la de los dos sexos». Lo mismo se podría decir de todas las ciencias humanas. Hoy estamos incluyéndonos en una variación de la perspectiva. Cualquier esbozo histórico del hombre ya se inscribe en la interacción hombre-mujer y trabaja sobre ese desnivel límite que sustenta las formas del espacio humano. Puntear esas formas exige seguir un trazado bifaz. Por un lado se trata de recortar los ejes de las representaciones donde los varones han deseado pensar su identificación humana, y, descompensadamente, el territorio que abandonaban a su no-ser, la mujer.

Lo decisivo de esta aproximación es resaltar que las estrategias discursivas utilizadas por los varones para naturalizar ese desdoblamiento ideal de sí mismos, esa instancia de su deber de realidad, ha estado presidida por una constante psicosocial: mantener la necesidad de que el grupo se reconozca en el éxito del varón. Un círculo de coherencias: al tener como único referente su capacidad de producción de sí mismo, el varón ha podido cambiar los límites genéricos de las prácticas sociales en función del interés de sus realizaciones personales (económicas, políticas, psicológicas...). La mujer ha acompañado el proceso; pero sólo la encontraríamos como contrastación del círculo. Este ha sido el continuum de naturalización de un orden de las representaciones. «En todas las sociedades humanas conocidas se manifiesta la necesidad del éxito del varón. El hombre puede dedicarse a la cocina o a tejer o a vestir muñecos o a cazar pájaros cantores; pero si estas actividades resultan ocupaciones adecuadas para el hombre, entonces toda la sociedad, lo mismo los hombres que las mujeres, las consideran importantes. Cuando las mismas ocupaciones son desempeñadas por mujeres, se consideran menos importantes» (M. Mead). El más y el menos han fijado el límite entre ser persona por /sí mismo (autorreferencial) o ser /persona por procuración.

Por otro lado consiste en situar los procesos de domesticación del deseo interindividual hombreo-.mujer (una pulsión instintiva, una necesidad de la especie...) para humanizarlo (= hominizarlo). De nuevo incrustándose en la lógica del círculo anterior una ausencia radical: el deseo del /otro sólo ha sido reconocido en el varón; la mujer ha tenido una presencia aceptable amputada de la creatividad de ese deseo. En el /deseo del otro empieza la honda e interminable fisura cultura/naturaleza. El hombre ha deseado a la mujer; y la mujer, a través de ese deseo del hombre, ha deseado la expresión de su propia naturaleza: la maternidad. De ahí que el hombre se trabajara a través de la cultura y que la mujer fuera retenida por la cultura en el recinto de su naturalidad. Una ficción exorbitante, pero que mantenía como efecto permanente de realidad la dislocación de los deseos hombre-mujer y su control asimétrico. Los excesos de parte y parte no eran proporcionados; no sólo por los efectos, sino más aún, por la aleatoriedad que podían introducir en la misma posibilidad de su expresión simétrica.

Así se podría detectar un doble movimiento compensatorio. De un lado se naturaliza un ideal del ser humano (identificado con la representación del varón). De otro lado se idealiza una naturaleza de la mujer (limitada a su capacidad reproductora: orgánica o simbólica). En el cruce de ambas líneas se comprime el deseo de realidad y se explican las desviaciones. Esta situación intersticial de la mujer (no ser referente de sí / ser en el deseo del otro que la naturaliza desde su propio ideal) se ha expresado como una constante cultural: en su deficiencia de realidad, la mujer produce una plusvalía social determinante del orden humano. Otro continuum representativo.

En todas las sociedades, las mujeres son un bien de intercambio de los hombres (C. Lévi-Strauss). Lo que la ha constituido como tal no es su escasez, sino su representación: es el deseo del hombre lo que la realiza. Y los hombres intercambian el derecho a practicar ese deseo. Ahí, en esa transacción, la mujer, anticipadamente, ya ha perdido su posibilidad de ser y de desear: circula como signo. Y sin embargo, en esa pérdida, la transferencia de la mujer produce la plusvalía del vínculo social, una reglamentación intergrupal que se expresa en el parentesco y las alianzas. Paradójicamente, esa realidad humana devaluada a nivel individual produce un excedente de orden a nivel social que envuelve a los individuos que la determinan como bien de cambio. La bipolaridad se reduplica: la mujer es el soporte de una lógica que tiende a expulsar el desorden al mismo tiempo que arrastra simbólicamente la sospecha de aleatoriedad y desorden (Eva, Pandora, Circe...). En el interior de esa doble dualidad superpuesta se ajustan las prácticas humanas (afectivas, sexuales, educativas, económicas...) que entrelazan la realidad concreta hombre-mujer en la esfera familiar.

En la última mitad del s. XIX se produce una catástrofe representativa que desplaza estas constantes históricas. En el cruce de diferentes ejes del saber (medicina, economía, sociología, pedagogía, historia...) se consolida una forma de procesar el pensamiento que descentra otras determinaciones del conocimiento hasta hacerlas impracticables. Es el período de transición del yo a la sociedad, la emergencia del pueblo como resolución del conflicto entre naturaleza y sociedad, el desplazamiento del determinismo esencial por el determinismo social, la tensión entre lo normal y lo patológico... Se impone una nueva línea de figurar la realidad humana: el «hombre promedio» o el «hombre tipo» (A. Quetelet). Su sombra comprime un acontecimiento bifaz: muere el hombre (Nietzsche) y nace la Antropología (Bachofen, Main, McLennan, Tylor, Morgan). Un movimiento compensatorio que sólo se concreta desplazando los límites de lo pensable y lo impensable: se diluye la humanidad central, esa esencia que contenía previamente todas las posibilidades humanas, y se hacen visibles los hombres en su misma multiplicidad descolocada, una fluctuación de prácticas y discursos que habían sido catalogados como deficientes o patológicos para la dignidad ideal de lo humano. Se fisura el perímetro definitivo de el hombre y se abre el movimiento inabarcable de una pluralidad cultural por recorrer y comprender. La pregunta antropológica por excelencia: ¿qué es el hombre? (Kant), se desplaza y se fragmenta: ¿cómo son los hombres? En esta proliferación de una alteridad imposible de reducir a una unidad irrecuperable, se filtra la posibilidad de inquietarse por «hacer visible a la mujer» (B. M. Thurén).

Aunque la inercia histórica siga considerando a la mujer como una realización humana insuficiente, la fisura ya está abierta para cambiar la representación de lo humano. Con la disolución de el hombre también se diluye la mujer; con la emergencia de los hombres también se hacen visibles las mujeres: el deseo se variabiliza y la posibilidad de verdad se fragmenta. Desde entonces se han impuesto dos frentes de conocimiento. Uno, leer la historia como poder de verdad del varón. Genealógico o arqueológico, socio-económico o simbólico, el recorrido consiste en desconstruir un saber de sí masculino como referencia de la especie; y, ahí, desentrañar las estrategias de ocultamiento o desviación de la posibilidad de ser de la mujer. Otro, la canalización de un deseo prospectivo; es la posibilidad de impedir el futuro como repetición. Aquí es donde, quizás, el problema impide la visibilidad. La exigencia parece claramente asumida: llenar de realidad el deseo de la mujer a coincidir con ella misma. No obstante, el mismo rigor desconstructor de los procesos de masculinización de la especie ha puesto de manifiesto la paradoja del momento terminal en que nos situamos: la mujer quiere ser como el hombre, y se corre el riesgo de masculinizar más aún la especie, de reproducir los esquemas que se denuncian en el otro exigiendo una compensación para hacerlos propios, conduciendo así el futuro a una nivelación del deseo, del saber y del poder por anulación de lo que la mujer podría ser. La desconstrucción ha servido para prolongar los mecanismos por expansión, no para crear nuevos procesos por desviación. Se sigue en la prisión del mito cultural que ha identificado la excelencia humana con los valores del hombre. De ahí que el punto de fluctuación en la desconstrucción que nos sostiene en nuestra actualidad consista, fundativamente, en una decisión: feminizar la especie. Ahí puede empezar la voluntad de saber de sí que hay que atreverse a inventar, que sólo será posible si suponemos que podemos crear nuevas formas de pensarnos humanamente.

III. DEL HOMBRE A NOSOTROS.

Por primera vez desde la caza de grandes animales, estamos inscritos en la posibilidad de pensar lo humano sin identificarlo con el modo-de-ser del varón. Habría que prolongar la pregunta post-antropológica de M. Foucault: ¿quiénes somos?, en una pulsión prospectiva: ¿quiénes podemos ser? nosotros, hombres<-->mujeres apoyados en la travesía de un deseo de reconfiguración de lo humano. En esta inquietud ya se ha intercalado una perspectiva de /antropología evolutiva con una fuerza anteriormente impracticable: «... el cerebro humano puede hacer que casi cualquier sistema parezca natural» (S. L. Washburn y E. R. McCown). ¿Qué determina que tal mundo (masculino/femenino) sea realmente natural? Una decisión. Y esta no puede ser sino /ética (en sentido etimológico). Y esta ética no puede ser operativa sino como voluntad de 7 verdad. Toda decisión-de mundo está contenida entre un excedente de posibles y una deficiencia de realidad. ¿Cómo superar la incertidumbre de existencia? Hay que suponer naturalidad; esto es: acortar la distancia entre los posibles y lo real, crear el parecer natural. Así la pregunta: ¿quiénes podemos ser? se desdobla en: ¿cómo acortar la distancia entre los posibles y la realidad, cómo hacernos parecer a nosotros mismos naturales, hoy, cuando el espacio de normalización de lo humano no está limitado por el saber de sí del varón, ni por el poder de verdad de su éxito? Hay que negociar realidad humana.

Si la mujer y el hombre existieran, si la /naturaleza humana fuera real, si las constantes históricas de tipificación de las funciones hombre/mujer agotaran las posibilidades del cerebro humano, entonces la negociación sería impracticable. Como no es así, ¿qué se negocia? y ¿quién negocia? Se negocian las diferencias mismas mujer/hombre; los límites más primarios y extensos de reconocimiento de humanidad. No el sexo, sino la identidad sexuada de las prácticas de mundo. No el /individuo biológico, sino los espacios de decisión de la persona entre los posibles y lo real. Y negocian hombres y mujeres que están en el borde de su propia irrealidad. Pero esta negociación impone una condición previa —atrofiada por tanta repetición histórica de escisión de la persona—, un dintel mínimo para que la transacción misma sea posible: no partir del individuo, del yo, sino del nosotros, de «el otro yo en el yo» (Feuerbach). Decidir desde una analítica de la persona (trascendental, lingüística o psicoanalítica) es anteponer la división a la unidad, el deber al ser. Así nos suponemos necesarios. Antropológica, social o existencialmente, lo humano es el nosotros. Todos somos reales en y por los otros. La alteridad nos antecede para hacernos la identidad. Ahí nos reconocemos probables. Una fenomenología del nosotros muestra que nuestra fragilidad no proviene del otro: es en él donde nos inmensificamos ante ella; nuestro inacabamiento no lo produce el otro: es su presencia la que puede ofrecernos un cumplimiento. Y el primer nosotros es esaconjunción insecable hombre•-•mujer. Hay que transitar de una ética del deber a una ética de la felicidad. Pero entonces esta perspectiva nos obligaría a un proceso artesanal al que se resiste nuestro sólido sentido común, una transvaloración minuciosa de nuestro masivo mundo familiar: un nomadismo simbólico. Los símbolos que tenemos a la mano están tan sujetos a nuestro temor a los posibles, que operan como señales de lo imposible. Nuestra imaginación está atávicamente atada a una geometría de formas que sigue el modelo de la mecánica de los sólidos. Una consistencia por homogeneidad, una cohesión por limitación: la variabilidad es negación y la diferencia irrealidad. Es el modelo del ser de Parménides o de la idea de Platón.

En la actualidad, los procesos de conocimiento del mundo están ligados a las secuencias de los acontecimientos, al desplazamiento de los intersticios. Un pensamiento de fluctuaciones, inestable en sus límites, continuamente inacabado. No es un pensamiento de estados, sino de procesos (I. Prigogine e I. Stengers). Y nos encontramos con una paradoja atrayente: ese espacio está ocupado por la irrealidad de la mujer. Su misma condición biológica, que la prepara para acoger al otro, al hijo, en su mismo ser, la determina psicosomáticamente al nosotros; es mucho más nosotros que el hombre. Esta inclusión del yo en el nosotros le da a la mujer una experiencia existencial de la inestabilidad de los límites y del inacabamiento del propio ser que la dispone a abordar las nuevas formas de pensamiento de manera privilegiada. Al mismo tiempo, prolongando enespiral esta condición corporal, su situación histórica de acompañante, de ser por referencia al hombre, la ha dispuesto epistemológicamente —en su misma voluntad de verdad— para un nomadismo simbólico del que carece el hombre. La mujer ha sido permanentemente procesiva, y sabe en sí misma lo que es poder ser en el inacabamiento. Esto si no se deja subyugar o dominar por la voluntad de verdad del hombre y revierte su deseo de realidad a ser como el hombre.

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J. Lorite Mena