ÉTICA (SISTEMAS DE)
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I. TEORÍAS O SISTEMAS.

Solemos llamar sistemas éticos o teorías éticas (ambas expresiones prácticamente sinónimas) a doctrinas filosóficas de carácter global, que pretenden exponer el sentido último de los juicios morales, y ofrecer en consecuencia un criterio de su legitimidad. Ejemplos de tales sistemas o teorías (en adelante utilizaremos indistintamente cualquiera de estas expresiones) son el eudemonismo, el /hedonismo, el /utilitarismo, etc.

Esta doble denominación apunta al intento de asimilar la estructuración del discurso ético a las dos grandes formas de estructuración del discurso teórico: el sistema y la teoría, características respectivamente de las ciencias formales y de las empíricas. En su forma ideal (o al menos en su estilización teórica) el sistema parte de ciertos principios o axiomas establecidos sin discusión (y que pueden, como sucede en las geometrías no euclídeas, estar muy lejos de resultar evidentes), y procede de manera deductiva a establecer ciertas proposiciones; la teoría intenta, por mediodel procedimiento hipótesis/comprobación, reducir diversas regularidades observadas de los hechos, y regularidades más extensas, menos observables, pero en cierta manera más comprensibles.

En su aplicación al discurso teórico, ambas formas de estructuración han tenido sus practicantes y sus teóricos conocidos. En el caso del discurso práctico, sin embargo, la situación es más confusa. Tan sólo en el caso de Spinoza encontramos una voluntad consciente de elaborar una ética more geometrico, a la manera de un sistema formal. Si las consideramos de manera superficial, podría también pensarse que las éticas de la antigüedad clásica, en la medida en que adoptan el modelo aristotélico de theoria, constituyen, o intentan constituir, sistemas deductivos, en cuanto en apariencia no pretenden sino extraer de manera deductiva las exigencias prácticas de la idea de la naturaleza racional del hombre: la ley natural, en consecuencia, no sería sino un conjunto de teoremas deducibles de la idea de racionalidad humana. En realidad, las cosas han sido muy diferentes. El pensador antiguo tiene en el punto de partida una idea muy clara de quae erant demonstranda, a saber, las normas e ideales morales vigentes en la sociedad antigua (incluida la desigualdad), y su apelación a la naturaleza racional del hombre, tiene más de realzamiento retórico que de establecimiento de un principio o axioma teórico.

Un caso opuesto es el de la ética anglosajona, a partir de Shaftesbury. La idea que se hace sobre su propia metodología es registrada memorablemente por Hume1: se trata de registrar las valoraciones que están, por así decir, encarnadas en el lenguaje con que describimos las conductas y caracteres de los hombres, y encontrar el factor o los factores comunes a esas valoraciones. Ese factor común constituirá el criterio con que podremos enjuiciar ya, desde un punto de vista moral, las acciones, los caracteres y las instituciones humanas reales. Si, por ejemplo, hallamos que la utilidad social es el factor único o completamente dominante en nuestras valoraciones, tendremos la piedra de toque para examinar, teniendo en cuenta por supuesto los elementos histórico-culturales que intervienen en la idea de utilidad social, la legitimidad o ilegitimidad de nuestras normas sociales o juicios de valor. Una norma social que no condujera a la mayor utilidad (/ felicidad) social posible quedaría ipso facto deslegitimada.

Desde luego, con este intento de asimilación de las teorías éticas a las teorías científicas (aparte las dificultades suscitadas recientemente por la idea misma de teoría científica), el problema es que su punto de partida no son un conjunto de hechos objetivos e independientes de nuestros deseos y valoraciones, sino una clase de hechos, los juicios morales (o, si preferimos, las normas morales), que consisten precisamente en esas valoraciones y que están, por lo tanto, afectados al menos de una doble relatividad: a) relatividad individual, en el sentido que es posible (seguramente dentro de ciertos límites) la discrepancia entre individuos pertenecientes a la misma /cultura o época histórica acerca de la legitimidad de ciertas normas o juicios de valor; b) la aún más importante relatividad cultural o histórica, que aun teniendo sin duda los límites de los prerrequisitos funcionales de cualquier sociedad2, alcanza límites tan considerables como para sostener razonablemente que ninguna teoría ética puede considerarse como intemporal, por encima de cualquier cultura.

II. LA LIMITACIÓN DE LOS SISTEMAS ÉTICOS.

Estas consideraciones elementales sugieren la idea de que no puede existir la teoría ética verdadera, en el sentido de la apelación a un principio (la felicidad, la utilidad social, el cumplimiento del deber...) que explicara por completo la legitimidad de todos aquellos juicios de valor morales que estamos dispuestos a respaldar. Muy probablemente la adopción (sea individual o colectiva) de una determinada teoría ética entrañe necesariamente la pérdida o la desestima de ciertos conceptos de valor3 que pueden ser muy importantes para la vida moral. No todo tiene que ser ganancia en el progreso moral, individual o social (si es que se da tal progreso). Puede ser incluso dudoso que haya de haber una ganancia neta. En todo caso, la adopción de una teoría implica dar preeminencia a ciertos valores, dentro de los que conforman la vida individual y las relaciones sociales.

Es esencial, en mi opinión, tener siempre presente este carácter necesariamente incompleto del discurso y de las teorías éticas, que –no hace falta decirlo– poco tiene que ver con el relativismo estricto. Sin duda, es conveniente, por razones políticas y culturales, que los valores realzados por determinadas teorías sean subrayados en una determinada situación histórica (pensamos, por ejemplo, en la teoría de los derechos humanos). Desde otro punto de vista, hay que tener en cuenta la diferencia de realizabilidad de las teorías éticas4, y ello no sólo por razones de práctica política, sino también por coherencia teórica. Pero estas consideraciones no sugieren la idea de que exista una teoría definitiva. Incluso aquellas teorías que, como el intuicionismo, resultan definitivamente pobres desde el punto de vista teórico, recogen seguramente ciertos aspectos del discurso moral que sería imprudente subvalorar.

Por todas estas razones es dudosa la interpretación de las teorías o sistemas éticos como códigos morales, a la manera de códigos jurídicos. Las relaciones de principios y reglas en las teorías éticas no es la relación de lo general (no hacer daño) a lo particular (no matar), sino más bien la relación entre el sentido y la expresión lingüística. Un mismo principio moral (hacer el bien) puede expresarse en reglas y decisiones muy distintas, según las circunstancias.

Las teorías éticas no sólo pueden diferir por sus conclusiones prácticas, sino que también pueden ofrecer explicaciones muy distintas de lo que sea la razón práctica (compárense, por ejemplo, la explicación de la racionalidad práctica que ofrece Kant con la que ofrece Hobbes) y de aquello en que consista la mejora global del hombre5. En ambos puntos están sumamente influenciadas por lo que constituye el horizonte cultural de la época. Es imposible, por ejemplo, que un pensador antiguo, sumergido en una concepción biologista y organicista de la realidad humana, ofrezca una interpretación instrumentatista de la razón, ni una visión liberal de lo que constituye el bien del hombre. Ello justifica que, en principio, establezcamos una cesura entre el discurso ético de la antigüedad clásica y el de la modernidad, lo que no entraña, desde luego, que no existan entre ellos, en cuestiones importantes, grandes homologías, ni mucho menos que las ideas antiguas, por ejemplo acerca de la felicidad o la excelencia humanas, resulten irrelevantes para el pensamiento moderno.

Nos centraremos, por tanto, en los sistemas éticos característicos de la /modernidad. Restringiremos aún más la cuestión, adoptando (y adaptando) una definición de B. Williams: una teoría ética (o un sistema ético) es una explicación teórica de en qué consisten el pensamiento y la práctica morales, explicación que implica un criterio general para establecer la legitimidad de las /creencias y principios éticos básicos6. Esta definición, que no hace sino explicitar la noción ética de teorías (o sistema) que hemos venido utilizando, deja fuera del campo de nuestro estudio las llamadas teorías meta-éticas, tales como el objetivismo, el subjetivismo y sus diversas variantes: descriptivismo, emotivismo, etc. No creemos, desde luego, que las cuestiones a las que tales teorías meta-éticas intentan responder sean completamente independientes de aquellas que provocan el surgimiento de las teorías éticas normativas, ni tampoco que sea posible un tratamiento completo de la ética que no aborde aquellas cuestiones y que no examine aquellas teorías. Sin embargo, existe una relativa independencia entre los campos de estudio de la meta-ética y de la ética normativa; y ello, unido a la limitación de espacio, justifica nuestra restricción.

III. LAS CONSIDERACIONES ÉTICAS FUNDAMENTALES.

Una clasificación detallada de las teorías (o sistemas) éticas podría prolongarse de manera indefinida hasta coincidir, de manera casi completa, con los distintos pensadores7. Es usual agrupar estas teorías en dos grandes grupos: deontologistas y teleologistas. La terminología varía aquí mucho: por deontologistas es frecuente emplear hoy contractualistas, mientras que por teleologista se usa hoy generalmente consecuencialista o –species per genus– utilitarista. Los matices implícitos en la elección de la terminología son, naturalmente, importantes; pero se nos permitirá que los pasemos por alto. La distinción, que si se examinan sobre todo las formas más moderadas de ambas tendencias puede parecer fútil, puesto que, en los casos concretos, suelen llevar a las mismas conclusiones, tiene, sin embargo, importancia no sólo lógica, sino cultural y casi antropológica. Una visión deontologista de la moral está estrechamente ligada con las ideas de /derecho y de /democracia: la doctrina popular de los /derechos humanos es precisamente el mejor ejemplo de doctrina deontologista. Por el contrario, el punto de vista teleologista en la moral, guarda gran semejanza (como lo muestra la historia del utilitarismo) con el del hombre práctico, el que busca resultados, el hombre de la actividad económica. No es conveniente pasar por alto estas homologías de las actitudes éticas con las instituciones centrales de nuestras sociedades, la democracia y el mercado competitivo, puesto que resultan reveladores de la naturaleza compleja de la reflexión filosófica. Se nos permitirá, sin embargo, puesto que de esto se trata aquí, que nos ciñamos a los aspectos lógicos de la distinción.

Las teorías deontologistas señalan la obediencia a la ley como elemento esencial de la acción moral: sólo obramos moralmente cuando obedecemos a la ley y porque obedecemos a la ley. Naturalmente los deontologistas no toman la palabra ley en el sentido del derecho positivo, pero tampoco en el sentido de la antigua ley natural, cargada de contenidos concretos. En la forma más simple, la propuesta por Kant, la /obediencia se debe a aquellas normas que puedan resultar universalizables, es decir, que reúnan las condiciones formales (imparcialidad, utilidad general...) para ser leyes.

El deontologismo kantiano era indudablemente demasiado abstracto; el actual suele expresarse en un estilo contractualista. De acuerdo con él, son malas aquellas acciones que resultarían rechazadas bajo un sistema de regulación de la conducta, que nadie, en situación de /igualdad y /libertad, rechazaría como base de común acuerdo. Como esa situación de igualdad y libertad completas sólo puede darse en una situación hipotética, la de estado de naturaleza, los (hipotéticos) acuerdos en el estado original de naturaleza constituían así las leyes o las instituciones morales.

Las teorías deontológicas son particularmente populares entre juristas, que favorecen por razones obvias los comportamientos de obediencia a la ley (basadas, en última instancia, en los derechos humanos). Sin embargo, no hay ninguna razón para adoptarlas como definitivas. Aunque recogen bien el elemento de imparcialidad que, sin duda, es parte esencial del juicio y del comportamiento morales, prescinden, o al menos desconsideran, la idea de consecuencias en términos de bien humano que puede suponer la observancia a ultranza de las leyes. Por ello cualquier teoría deontologista necesita ser completada, y en cierto modo fundada, en una teoría consecuencialista (no diremos utilitarista, porque el utilitarismo sensu stricto presenta notables problemas de definición). Es la mejora de la condición humana lo que constituye el sentido último de lo que desde el siglo XVIII llamamos la moral: son las consecuencias en términos de felicidad humana las que, en último término, definen la calidad moral de una acción. Las leyes morales son útiles como señalizadores del camino, que normalmente conducen al mayor bienestar humano. Algunos autores8 han señalado que, aunque teóricamente las leyes no sean sino medios para el bien humano, en la práctica han de considerarse inviolables, pues nunca podremos estar seguros de que su violación no engendrará males mayores que los derivados de su cumplimiento. Pero tal consideración es exagerada si pensamos en casos verdaderamente extremos. Hay posturas intermedias que prácticamente coincidirán a efectos de la práctica. La consideración de los casos extremos, sin embargo, es interesante, no sólo como instrumento de análisis cultural de la época, sino como alternativa de solución de problemas graves.

NOTAS: 1 En la sección 1 de su Enquiry sobre los principios de la moral. — 2 H. L. A. HART, The Concept of Law, 181-194. — 3 C. DIAMOND, Losing Your Concepts, 255-277. – 4 Cf J. BARRAGÁN, La realizabilidad de los sistemas éticos. – 5 S. HAMPSHIRE, Two Theories of Morality. –6 B. WILLIAMS, Ethics and Me Limits of Philosophy, 71-74. — 7 Puede verse un intento casi exhaustivo en H. REINER, Die philosophische Ethik. — 8 Como G. E. MOORE, Principia Ethica, 150-158.

BIBL.: BARRAGÁN J., La realizabilidad de los sistemas éticos, Télos (Revista Iberoamericana de Estudios Utilitaristas) IV (1995) 115-143; DIAMOND C., Losing Your Concepts, Ethics 98 (1988) 255-277; GUTIÉRREZ G., La decisión moral: principios universales, reglas generales y casos particulares, Revista de tilosofía 1 (1988) 127-155; HAMPSHIRE S., Two Theories of Morality, Oxford University Press, 1977; HART H. L. A., The Concept of Law, Clarendon, Oxford 1975; MONTOYA J.-GONZÁLEZ P., Reflexión moral y formas de comunicación, Letras de Deusto 62 (1994) 11-21; MOORE G. E., Principia Ethica, Cambridge University Press, 1962; REINER H., Die philosophische Ethik, Quelle & Meyer, Heidelberg 1964; SIDGwICK H., The Methods of Ethics, MacMillan, Londres 1963; SINGER M. G., Moral Rule.s and Principies, en MELDEN A. 1. (ed.), Essays in Moral Philosophy, University of Washington Press, Seattle/Londres 1958; WILLIAMS B., Ethics and the Limits of Philosophy, Collins, Londres 1985.

J. Montoya Sáenz