DONACIÓN
DicPC


El término don proviene de donum: regalo, favor, dádiva, obsequio. El verbo donar implica la cesión gratuita del dominio sobre una cosa. Por tanto, a priori, y por la vía negativa, y obviamente, un don no es un intercambio, ni una reciprocidad, ni un derivado de la aplicación de la justicia retributiva. La misma raíz de la palabra nos marca un esquema interior para comprender su significado y su uso. La donación implica a una persona que da algo, implica la gratuidad de esa acción, e implica una aceptación libre o el rechazo de esa acción voluntaria, libre, gratuita. Más aún, el que da, dona lo que posee y que al otro le falta; por tanto se encuentra en una situación de superioridad, aunque sea tan sólo relativa a ese acto. Y, en el sujeto que recibe, una situación de carencia o indigencia relativa, aunque sólo sea en relación, también, a ese acto. Podríamos describir grados en la donación. No es lo mismo dar un poco del propio tiempo escuchando a otro, que dar los propios bienes, que sacrificar algo estimado, que hacer un acto heroico para salvar a otro, que dar la vida por otro, como hace una madre al dar a luz, o alguien que arriesga su vida por librar a otro de la muerte o de un riesgo manifiesto. También podríamos hacer un análisis de las causas o las motivaciones para la donación: no es lo mismo dar algo por una motivación intrínseca, que extrínseca, hacer algo interesadamente o por ser visto, que altruistamente y sin recompensa. Este nivel nos permite sacar una primera conclusión: la donación parece provocar la salud, el bien, el placer, el bienestar, el amor en el que la recibe. Y, su contrario, el egoísmo, el encerramiento en sí mismo, el enclaustramiento, la auto-fagocitación, la soledad.

I. DONACIÓN Y JUSTICIA.

Ricoeur, en su libro Amor y justicia, después de realizar una descripción exhaustiva del amor y de la justicia, y dejando bien clara la diferencia esencial entre ambos, trata de establecer un puente entre la poética del amor (lógica de la sobreabundancia, del don, de la gratuidad) y la prosa de la justicia (lógica de la equivalencia). Ambos son interdependientes: el amor necesita de la justicia para entrar en la praxis y expresarse en la ética; y la justicia necesita de la fuente del amor para salir del utilitarismo legalista. La Regla de oro se circunscribe en el ámbito de la filosofía a la fundamentación ética, desde el ámbito de la teología, a la perspectiva de la economía del don (sobreabundancia, sobrenaturalidad, que trasciende la equivalencia, la lógica, la prosaica ecuanimidad, el diálogo, la comunicación ideal). El don supera las perspectivas de la modesta /ética: desde Habermas a Rawls, pasando por Apel, Mclntyre, Arendt, etc. Estos están limitados al ámbito de la justicia, y no pueden escapar, o mejor, entrar en la dinámica de la gratuidad. Constreñidos por la lógica de la razón discursiva y los presupuestos de partida del diálogo y la reflexión ética, se pierden los beneficios del don, reservados para la inclusión de lo sobrenatural como una condición previa de la eticidad. El fundamento de la moral sigue siendo un escollo insalvable, una piedra de Sísifo, para los filósofos; ligera y traslúcida para los teólogos. La libertad es para Ricoeur el fundamento más allá de la ley o la prohibición ética. Libertad entroncada con el ser ético por excelencia: el carácter de la persona, que es definido como voluntad y, por tanto, responsabilidad. Para explicar la radicalidad de la persona, en tanto que sujeto que puede experimentar el don y hacerse don, no nos queda más remedio que trascendernos, llegarnos hasta el fundamento de la persona. Pero no se trata aquí de hacer una fenomenología del fundamento ontológico de un ser personal, sino de darlo por hecho para poder entender lo que es: la potencialidad de donación de ese ser, la capacidad de caridad, de hacer un gesto de amor autotrascendente.

P. Ricoeur realiza un análisis del amor que se fija en los «rasgos que marcan lo que yo llamaría la extrañeza o la rareza del discurso del amor...»1. Estos rasgos suponen: a) el vínculo entre el amor y la alabanza, en el que puede apreciarse cómo el lenguaje del amor, supera las posibilidades de expresión de la razón ética, se hace himno, poesía; se resiste al análisis (véase el Cantar de los cantares); b) el vínculo del discurso del amor con el empleo del imperativo: «Amarás al Señor tu Dios»... «y al prójimo como a ti mismo...» etc., que no pertenece al estatuto de la obligación, sino del mandato. «El mandamiento que precede a toda ley es la palabra que el amante dirige al amado: ¡ámame! Esta distinción inesperada entre orden y ley sólo tiene sentido si se admite que el mandato de amar es el amor mismo, mandándose a sí mismo, como si el genitivo contenido en la orden fuera a la vez el genitivo objetivo y genitivo sujeto; el amor es objeto y sujeto del mandato; o, en otros términos, es un mandato que contiene las condiciones de su propia obediencia por la ternura de su reproche: ¡Ámame!»2; c) el vínculo entre el amor y el /"sentimiento. «El poder de metaforización que se vincula a las expresiones del amor»3. Vínculo que permite relacionar todos los sentidos posibles del amor en una espiral autoenglobante: el éros se transforma en agápe, y el agápe en éros, el amor que sale de sí mismo, puede retornar a sí mismo fortalecido para volver a salir, la donación encuentra su retribución, aunque su condición original haya sido no buscarla. Pero hay un punto más de vinculación del amor con otra de sus rarezas. Más que el sentimiento, es el don el que vehicula la explosión, allende la ética, del amor. ¿Qué duda cabe que es a este al que se refiere Ricoeur cuando habla del amor al enemigo?: «El mandato de amar a los enemigos no se sostiene por sí mismo: él es la expresión supraética de una amplia economía del don... la economía del don desborda por todas partes a la ética»4.

II. DONACIÓN Y EVANGELIO.

Ético, el don, sí. Supraético, también. Porque, ya que todo ha sido dado, todo gravita bajo la economía del don: la creación, en primer lugar, y luego el simbolismo, la ley y la justificación. El mandato de dar tiene sentido como tal, porque previamente has recibido: porque nos ha sido dado, demos nosotros. Es decir, porque el origen del don es supraético, se hace posible la ética: da de lo que se te ha dado. La primera donación es sobreabundante, porque el mandato de donación también lo es. Este es el fundamento sobrenatural de la lógica del amor al enemigo, el máximo acto de donación posible.

La Regla de oro queda superada como una forma rudimentaria, primitiva, por el Sermón del Monte, y el del Reino, que no dejan lugar a la ambigüedad; la Ley es imposible de cumplir para el hombre -o desde el nivel ético-, porque hacerlo, lo cual implica el advenimiento del Reino, tiene que experimentarse como un don que viene de lo alto, como Nicodemo, como Pedro, como todos los que lo han experimentado saben. Si la Ley se lleva hasta el extremo, no parece que sea con el afán de un bufón sádico que quiere reírse de nosotros, sino, tal vez, con el ánimo de manifestar la imposibilidad de cumplirla por medios naturales. Santiago (1,17) nos dice: «Toda dádiva perfecta... desciende del Padre de las luces». Dios aparece como el que toma siempre la iniciativa en todos los órdenes: desde la creación, hasta en sus intervenciones en la vida de los hombres. Dios regala la vida, crea, promete y cumple: «A tu posteridad yo doy este país» dice Yavé a Abrahán (Gén 15,18). Pero previendo la posibilidad de la infidelidad, que se encuentra en lo íntimo de la máxima donación de Dios (crear a un ser libre, como él es libérrimo, con el que poder relacionarse de tú a tú, y que le puede despreciar, blasfemar, matar...), Yavé les otorga otro don necesario: la circuncisión del corazón (Dt 29,21; 30,6), condición del retorno (la teshuvá, el retorno, que según el midrash es anterior a la misma creación, previendo que la criatura libre iba a ser infiel). La Ley es un don excelente (Sal 147,19), que habla de la sabiduría de Dios (Si 24,23), pero para cuya aceptación y cumplimiento también hace falta otro don, un ,/corazón nuevo. El hombre es impotente para llevarla a cabal cumplimiento. Por eso Dios sale siempre en ayuda del pueblo débil e infiel, y les saca de la esclavitud con su brazo fuerte, les hace cruzar el Mar Rojo, les protege del sol, de la sed, y del hambre en el desierto, y después les libra de sus enemigos en la tierra prometida. Sus dones son inagotables, condescendientes hasta con los caprichos de su pueblo. Aun cuando la reciprocidad se manifieste como un pacto entre amigos, Dios siempre se anticipa y siempre perdona las deudas de esa reciprocidad. La retribución es clara en el AT, pero también la sobreabundancia de Dios, que puede pasar por encima de las deudas contraídas por la infidelidad del pueblo. El NT supera la ley de la retribución, y la generosidad no menos importante en el AT, se desmanda. Dios es un manirroto. Se inaugura el tiempo del don exhaustivo de Dios, que hasta se dará a sí mismo. «¡Si conocieras el don de Dios!» (Jn 4,10). Primero Dios da a su propio Hijo (Jn 3,16), dándose, por tanto, él mismo, pues Jesús mismo es Dios, heredero de los dones de Dios (Jn 17). Jesús mismo es donación, «se da a sí mismo en expiación», «da su vida» (Mt 20,28); «su carne por la vida del mundo» (Jn 6,32.51); «Esto es mi cuerpo que se da por vosotros» (Lc 22,19). Por la donación de sí mismo, de su vida, se nos regala el Espíritu. Del hombre sólo se pide que deje actuar a Dios y se abra a su voluntad, a su don (Mc 10,15). Esta iniciativa de Dios acaba sugiriendo que el hombre que recibe ese don de lo alto se done a su vez a los otros hombres, inaugurando una cadena de donaciones, unos vasos comunicantes (san Bernardo) que regresan hasta Dios mismo, que se complace en que sus hijos se amen.

Los dones que reciben los hombres dóciles a la acción del Espíritu -don de Dios por excelencia (He 8,20; 11,7)- les potencian para todo tipo de /carismas (lCor 12), al igual que las gracias de Cristo resucitado que les sobreabundan (Ef 4,7-12; Rom 5,1521), y que les hacen tener en arras el don más preciado de todos: la vida eterna, «don gratuito de Dios» (Rom 6,23). Ahora bien, todos estos dones no son para la contemplación narcisista, sino para hacerlos fructificar (Jn 15), y, además, desinteresadamente. La retribución, o la reciprocidad, no tienen lugar en la economía del don: «Dad gratis lo que gratis habéis recibido» (Mt 10,8). Es más, es bueno procurar evitar la búsqueda de retribución, como es bueno procurar que el ejercicio de esa donación sea secreto, en la medida de lo posible (Lc 14,12ss). Pues, «toda forma de recompensa constituye una degradación de energía. La autosatisfacción después de realizar una buena acción (o una obra de arte) es una degradación de energía superior. Por eso la mano derecha debe ignorar»5.

Esta donación sugerida al discípulo es posterior a la ejercida por el Maestro. Se trata de donar hasta la propia vida. Todo lo recibido está en función de los otros (1 Pe 4,1Os). Ante esta donación es poco dar todos los bienes, es poco entregar el cuerpo a las llamas, o tener una fe que mueva montañas. El discípulo ha de amar «como Él amó primero», nos dice la primera carta de Juan, así como: «Él ofreció su vida por nosotros», el don de Dios nos llama a «ofrecer nosotros nuestra vida por los hermanos» (Un 3,16). «Hay más gozo en dar que en recibir» (He 20,35) y «no hay mayor amor» (Jn 15,13) que dar la vida gratis, como gratis se ha recibido. Ahora bien, ¿hasta dónde hay que dar la vida? ¿Es una forma metafórica de hablar? ¿Habría que plantear aquí un límite racional para las desmesuras de la donación? El Sermón del Monte viene en nuestra ayuda: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto no le niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames» (Lc 6,27-30). «Estos son los compromisos singulares y extremos que han asumido san Francisco, Gandhi, Luther King. Y no obstante, ¿qué ley penal y, en general, qué regla de justicia podría ser extraída de una máxima de acción que erigiera la no-equivalencia en regla general? ¿En el espíritu de la justicia distributiva, si la máxima de prestar sin esperar nada a cambio fuera erigida en regla universal?»6.

La donación provoca un escándalo, una crisis, pues obliga al hombre a tomar partido. «O conmigo o contra mí». No hay términos medios; sólo dos alternativas y ambas decisivas: aceptar y ponerse en marcha, o rechazar y trabajar en contra. Por el solo hecho de aparecer públicamente, la caridad no puede no imponer un escándalo y suscitar una crisis. De ahí una doble paradoja. Primero, que sólo la crisis que abre la palabra de Dios, dicha por Cristo, me ofrece el libre acceso a mi propio autojuicio y me posibilita decidirme en el sentido que fuere, lo que sin duda quiere decir que ningún hombre alcanza su crisis -y por ende su verdad última- si no se pone ante Cristo. Después, la crisis deja crecer su escándalo a la medida del poder incondicionado, pero sin la violencia de la cruz: «por el solo hecho de que la caridad se muestra, ella se ofrece; y por el hecho de que se ofrece, solicita encarecidamente ser recibida»7. Pero puesto que la muerte de Cristo significa algo más que los consabidos tópicos como el de la «muerte de un inocente», a saber, que «declara inocentes a los culpables» -nos dice Jean Luc Marion-, esa muerte reclama la fe (H. U. von Balthasar) y por eso precisamente provoca la crisis. Esa decisión crítica es el equivalente prosaico de la espada que trae Cristo con su venida a la tierra. Al hombre sólo le queda enfrentarse a la crisis crucial de la caridad, que nosotros podríamos retraducir: o morir por el otro con sentido (/caridad), o morir todos sin sentido. Es un trato sórdido, pero no se puede esquivar esta tesitura a la que nos arrastran los mismos acontecimientos de nuestra historia: la mentira, la hipocresía, la vacuidad de todos nuestros intentos de reconciliación, la impotencia ante la violencia, el desánimo que cunde hasta en los optimistas. La crisis de la humanidad, del hombre, implica una falta de confianza en su propia humanidad. Pero la crisis crucial ha tenido ya un desenlace: «La Ascensión... (que) marca la conversión pascual de toda presencia al don: bendición, sumisión al Espíritu que nos hace actuar como y en Cristo, misión en totalidad, constituyen las tres dimensiones del don de la presencia en distancia. Pues si el Verbo se ha hecho carne es menester que en nosotros, después de la Ascensión, "la carne se haga verbo y el verbo se precipite" (Octavio Paz). Nuestra carne se hace verbo para bendecir el don trinitario de la presencia del Verbo y cumplir nuestra incorporación a Él»8.

Es posible la donación, como le es posible a un rico ser generoso, pues la herencia del Espíritu derramado es total y completa. Derrama sus dones, nos habilita, nos defiende, nos impulsa en las pequeñas donaciones, tanto como en la donación definitiva, a la que somos llamados desde antes de la creación del mundo (Mt 13,35). El primer perfecto modelo de donación ya ha sido presentado: la Pasión; el segundo, se nos revela en la comunión trinitaria (/trinidad). El Padre se vacía en el Hijo, el Hijo en el Espíritu. Ambos tres son modelo de comunión, modelo de donación, y, por tanto, iluminan el fin al que conduce esta: donarse es hacerse uno con el otro, entregarse hasta fundirse en él. Es el amor-fusión del que nos habla J. P. Dupuy: «Si yo soy el Otro, sus victorias serán siempre mis victorias y jamás mis derrotas»9.

III. CONCLUSIONES.

¿Con quién hacerse uno? No parece ser difícil de responder en cualquier tiempo. «La piedra que desecharon los arquitectos se ha convertido en la piedra angular». Recojamos las piedras desechadas por los arquitectos de nuestra sociedad y encontraremos de inmediato las piedras angulares, con cuya fusión podrá construirse un nuevo edificio. Donarse, hacerse uno con el otro es una tarea urgente. No hay tiempo, ni espacio privilegiado, no hay compás de espera ni planificación; requiere acción inmediata. El amor no sopesa, ni pondera; su razón no es mesura, sino desmesura. Cada momento, cada ocasión, cada acción, es excusa suficiente para ejercer el don. No exige grandilocuencia, ni proyectos que nunca empiezan esperando la optimización de la energía para poner en marcha el don; no admite el cálculo, ni la colaboración -aunque esta pueda ser idónea para las grandes empresas del don-, sino la simple determinación de devolver gratis lo que gratis se ha recibido. «En efecto, la caridad se pone en juego en el presente: para saber si amo, no tengo ninguna necesidad de esperar, tengo que amar y sé perfectamente bien cuándo amo, cuándo no amo, cuándo odio; (...) la caridad no espera nada, comienza inmediatamente y se realiza sin demora. La caridad administra el presente. Y justamente el presente, visto desde la óptica de la caridad, significa también, ante todo, el don. La caridad hace presente el don, ofrece el presente como un don. Hace don al presente y don del presente en el presente; (...) a propósito de ella no vale ninguna excusa, ninguna escapatoria, ningún discurso de excusa. Amo o no amo, doy o no doy»10

NOTAS: 1 P. RICOEUR, Amor y justicia, 15. - 2 ID, 18.- 3 ID, 19. - 4 ID, 27. -5 S. WEIL, La gravedad y la gracia, 29. 6 P. RICOEUR, 0. C., 31. - 7 J. L. MARION, Prolegómenos a la caridad, 137. - 8 ID, 169. - 9 J. P. DUPUY-P DuMOUCHEL, L'enfer des choses, 123. - 10 J. L. MARION, El conocimiento de la caridad, Communio XVI (Madrid 1994) 385.

BIBL.: DUPUY J. P.-DUMOUCHEL P., L enfer des choses, Seuil, París 1982; MARION J. L., Prolegómenos a la caridad, Caparrós, Madrid 1993; PASCAL B., Pensamientos, Alianza, Madrid 1981; RICOEUR P., Amor y justicia, Caparrós, Madrid 1993; WEIL S., La gravedad y la gracia, Caparrós, Madrid 1994.

A. Barahona