Althusser, Louis (1918-1991)
DicFI


Filósofo marxista francés, nacido en Birmandréis, cerca de Argel. Hizo sus estudios en Argel, Marsella, Lyon y en la École Normal Supérieure de París. Hecho prisionero por los alemanes en la guerra, no llega a ser profesor de filosofía hasta 1948 y, el mismo año, se incorpora al partido comunista francés e ingresa como profesor encargado («caimán», en la terminología de la École) de preparar a los filósofos para sus oposiciones. A partir de los años setenta, tras publicar Pour Marx (1965) y algunos otros escritos, pasa a ser conocido como teórico marxista de tendencia estructuralista. Le proporciona la fama su oposición a la interpretación, en boga entonces en Francia, que de Marx hacen Garaudy, Sartre,
Gramsci, Lukács, Adorno y otros, presentándole desde la perspectiva del humanismo, el historicismo y el existencialismo, o el hegelianismo en general. Frente a esta interpretación, propone la que, en Para leer «El Capital» (1968), denomina lectura sintomática de Marx, no basada en las obras de juventud -el Marx de los Manuscritos de 1844-, sino fundamentalmente en El capital. Éste es, a su entender, el «Marx científico», descubridor del «continente de la historia», de la ciencia de la historia, igual como Tales es el descubridor del continente matemático y Galileo del físico. Para esta lectura sintomática de Marx, recurre Althusser a las teorías y técnicas del estructuralismo lingüístico y psicoanalítico. Así como en un texto debe captarse el discurso oculto e inconsciente, su núcleo invisible a través de la superficie visible, así también muchas de las afirmaciones de Marx deben entenderse como «síntomas» de un discurso real propiamente científico. Esta interpretación determina una «ruptura» o un «corte», a partir de 1945, entre la fase ideológica del marxismo que, en las primeras obras, se presenta como una filosofía humanista y hasta como un materialismo dialéctico, y una segunda fase científica del marxismo teórico. A la primera pertenecen los temas de «alienación», «sujeto», «trabajo», «esencia»,«historia», etc.; a la segunda, sobre todo la expresión y la temática de «modos de producción». El concepto de modos de producción y, en particular, los modos de producción del capitalismo (plusvalía, valor de cambio, etc.) constituyen la aportación verdaderamente científica del marxismo: la interpretación de la historia a través de los modos de producción y las relaciones reales que determinan. No hay otra ciencia que la que nos lleva al descubrimiento, en cada época, de los modos de producción: concepto eminentemente teórico, por un lado, porque no es inmediatamente visible en la experiencia; no es por tanto un concepto propiamente empírico, pero es concepto eminentemente práctico, porque el conocimiento de la historia no tiene otro objetivo que la transformación de la sociedad. Althusser rechaza una interpretación meramente economicista de los modos de producción, en el sentido de que constituyen un todo complejo y estructurado de relaciones económicas, políticas e ideológicas.


La ruptura epistemológica que lleva a tener por ideológica toda presentación de un marxismo humanista no significa que no deba considerarse el papel de la ideología dentro de la sociedad: la ideología no es mera «falsa conciencia», como sostenía el marxismo primitivo, sino que es parte integrante de toda sociedad, y forma parte de la práctica social. En una interpretación marxista científica, la ideología de la sociedad burguesa es el mecanismo de que se vale el Estado para reproducir las relaciones de producción y las relaciones sociales que derivan de ellas (ver texto ); no reconocerlo así es una forma de mala ideología. A diferencia de la ciencia que carece de sujeto, la ideología existe por y para los sujetos. Las teorías de Althusser tuvieron una honda repercusión en los planteamientos teóricos del marxismo de los años setenta, de
un modo especial entre los grupos de estudiantes denominados «maoístas». Su última obra autobiográfica, publicada en 1992, El porvenir es largo, narra el penoso acontecimiento de haber provocado por estrangulamiento, en 1980, la muerte de su mujer, la socióloga Hélène Rytmann, y su posterior ingreso en un psiquiátrico (ver texto ).

 

Louis Althusser: ideología y estado 


¿Qué son los Aparatos Ideológicos de Estado (AIE)? Estos no se confunden con el Aparato (represivo) de Estado. [...] Designamos por Aparatos Ideológicos de Estado cierto número de realidades que se presentan de modo inmediato al observador en forma de instituciones diferenciadas y especializadas. Proponemos una lista empírica de dichos aparatos, lista que, naturalmente, deberá ser examinada en detalle, sometida a pruebas, rectificada y recompuesta. Con todas las reservas que esta exigencia implica, podemos, de momento, considerar como Aparatos Ideológicos de Estado las instituciones siguientes:


El AIE religioso (el sistema de las diferentes iglesias); 
el AIE escolar (el sistema de las diferentes «Escuelas», públicas y privadas;
el AIE familiar;
el AIE jurídico;
el AIE político (el sistema político, con los diferentes partidos);
el AIE sindical; 
el AIE de la información (prensa, radio, televisión, etc.);
el AIE cultural (letras, bellas artes, deportes, etc.). 


Afirmamos: los AIE no se confunden con el Aparato (represivo) de Estado. ¿En qué consiste su diferencia? [...] 

Vayamos a lo esencial. Lo que distingue a los AIE del Aparato (represivo) de Estado es la diferencia fundamental siguiente: el Aparato represivo) de Estado «funciona mediante la violencia», mientras que los Aparatos Ideológicos de Estado funcionan «mediante la ideología».

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Sobre la ideología y el Estado, en Escritos, Laia, Barcelona 1974, p. 122-123.

 

Louis Althusser: autobiografía 


Dado que todo hombre que interviene mediante la acción -y por aquel entonces consideraba la intervención filosófica como una acción, en lo que no me equivocaba- interviene siempre en una coyuntura para modificar su curso, ¿en qué coyuntura filosófica me vi llevado pues a «intervenir»?

Sucedía en Francia, como siempre ignorante de todo lo que se hace más allá de sus fronteras. Y yo, ignorante total, tanto de Carnap, Russell, Frege, en consecuencia del positivismo lógico, como de Wittgenstein, y de la filosofía analítica inglesa. De Heidegger, sólo leí muy tardíamente la Carta a Jean Beaufret sobre el humanismo que no dejó influir mis tesis sobre el antihumanismo teórico de Marx. Me veía pues confrontado a lo que se leía en Francia, es decir Sartre, Merleau-Ponty, Bachelard e infinitamente más tarde Foucault, pero en especial Cavaillès y Canguilhem. Luego un poco de Husserl que nos transmitían tanto Desanti (marxista husserliano) como Tran Duc Thao, cuya tesis de licenciatura me deslumbraba. De Husserl, nunca leí más que las Meditaciones cartesianas y la Crisis.

Nunca he pensado como Sartre, por mil razones que explicaré un día, que el marxismo pudiera ser «la filosofía insuperable de nuestro tiempo», a causa de una buena razón que sigo conservando. Siempre he creído que Sartre, ese espíritu brillante, autor de prodigiosas «novelas filosóficas» como El ser y la nada y la Crítica de la razón dialéctica, no comprendió nunca nada de Hegel ni de Marx ni, claro está, de Freud. Veía en él, en el mejor de los casos, a uno de aquellos «filósofos de la historia» poscartesianos y poshegelianos que horrorizaban a Marx.

Ciertamente, sabía por qué vías Hegel y Marx habían sido introducidos en Francia: por Kojevenikov (Kojève), emigrado ruso encargado de altas responsabilidades en el ministerio de economía. Un día fui a verle en su despacho ministerial para invitarle a dar una conferencia en la École. Vino: era un hombre de cara y pelo negro lleno de picardías teóricas infantiles. Leí todo cuanto había escrito y muy pronto me convencí de que él -a quien todos, incluido Lacan, habían escuchado apasionadamente antes de la guerra- no había comprendido nada, estrictamente, ni de Hegel ni de Marx. [...]

No comprendí cómo, si no es por la total ignorancia francesa de Hegel, Kojève había podido fascinar hasta aquel punto a sus oyentes: Lacan, Bataille, Queneau y tantos otros. Por el contrario, concebí una estima infinita por el trabajo erudito y valeroso de un Hyppolite quien, en vez de interpretar a Hegel, se contentaba con darle la palabra en su admirable traducción de La fenomenología del espíritu.

He aquí, pues, en qué coyuntura filosófica me encontraba para deber «pensar». Redactaba, como ya he dicho, una tesis sobre Hegel [...]. Me di cuenta fácilmente de que los «hegelianos» franceses discípulos de Kojève no habían comprendido nada de Hegel. Para convencerse bastaba con leer al propio Hegel. Todos ellos se habían quedado con la lucha del amo y del esclavo y en el absurdo total de una «dialéctica de la Naturaleza». Incluso Bachelard, me di cuenta por la observación de la que he hablado anteriormente, no había comprendido nada. Por otra parte él no tenía a este respecto pretensión alguna: no había tenido tiempo de leerlo. Sobre Hegel, cuando menos en Francia, todo estaba por comprender y explicar.

Por el contrario Husserl había penetrado un poco entre nosotros, a través de Sartre y Merleau. Es sabida la célebre anécdota contada por Castor [Simone de Beauvoir]. Raymond Aron, el «gran amigo y compañero» de Sartre, había pasado de 1928 a 1929 un año de estudios en Berlín que le había instruido sobre el auge del nazismo, pero donde había digerido la pálida filosofía y la sociología alemanas subjetivistas de la historia. Aron vuelve a París y va a ver a Sartre y al Castor en su bistrot de guardia. Sartre está bebiendo un gran zumo de albaricoque. Y Aron que le dice: «Mi querido compañero, he encontrado en Alemania una filosofía que te hará comprender por qué estás sentado en este bistrot, y bebes un zumo de albaricoque, y por qué esto te gusta». Aquella filosofía, era la de Husserl, naturalmente, cuyo antepredicativo podía dar cuenta de todo, comprendido el zumo de albaricoque. Parece que Sartre se quedó estupefacto y se puso a devorar a Husserl, y después el primer Heidegger. Ya se puede ver lo que pasó en su obra: una apología subjetivista y cartesiana del sujeto de la existencia contra el objeto de la esencia, la primacía de la existencia sobre la esencia, etc. Pero poco que ver con la inspiración profunda de Husserl, ni de Heidegger, quien muy pronto tomaría sus distancias con relación a Sartre. Era más bien una teoría cartesiana del cogito en el campo de una fenomenología generalizada y por tanto totalmente deformada. Merleau, filósofo de una profundidad muy distinta, sería por contra más fiel a Husserl, en especial cuando descubrió las obras del final, en especial Experiencia y juicio, [...].

Merleau, a diferencia de Sartre, este novelista filosófico a la manera de Voltaire pero con intransigencia personal a la manera de Rousseau, era verdaderamente un gran filósofo, el último en Francia antes del gigante que es Derrida, pero no era en absoluto esclarecedor ni sobre Hegel ni sobre Marx. [...] 

Por esta razón no tuve en filosofía, como escribí en el prólogo de La revolución teórica de Marx, ningún auténtico maestro a excepción de Thao, que nos dejó muy pronto para volver a Vietnam y finalmente pudrirse allí en trabajos de barrendero y en la enfermedad, sin medicamentos.

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El porvenir es largo, Ediciones Destino, Barcelona 1992, p. 235-241.