PATOLOGÍA ESPIRITUAL
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SUMARIO: I. Patología de la culpabilidad: 1. Experiencia de la obligación y experiencia del valor; 2. Vivencia de culpa y vivencia de pecado: 3. El escrúpulo y el delirio de culpa; 4. Perversión de la conciencia moral - II. Patología de la responsabilidad - III. Psicopatología y religiosidad:  Religiosidad auténtica y falsa.

I. Patología de la culpabilidad

El pecado, la ofensa hecha a Dios es, sin duda, un problema religioso que exige una solución religiosa' [Pecador-pecado]. Pero la vivencia del pecado es también un problema psicológico; por este motivo es necesario que la investigación psicológica del pecado tenga como punto de partida precisamente su significado de experiencia fundamentalmente religiosa.

Si se niega a priori el hecho religioso, reduciéndolo a fenómeno psíquico, el pecado deja automáticamente de ser comprensible. Si, además, para tranquilizarnos, reducimos todo comportamiento al dinamismo del inconsciente y privamos al hombre "de su carácter personal, elevándolo al rango de necesidad suprapersonal, se hará también imposible la vivencia individual de culpa y se perderá la tensión de la acción y de la vivencia éticas y personales".

Nadie excluye, obviamente, que exista una culpabilidad patológica; pero el sentido del pecado es un componente fundamental de la conciencia religiosa y como tal se interpreta. Quede bien claro que no se trata de traducir en términos psicológicos una exposición teológica, sino de llamar la atención sobre algunas analogías entre los datos de la psicología y las verdades teológicas, sin confundir los diversos órdenes del saber.

La conciencia de haber pecado o de poder pecar depende siempre de un juicio sobre la moralidad de la acción realizada o por realizar. Análogamente, la profunda convicción de ser pecador va ligada a la visión del hombre y de la vida que ha ido madurando paso a paso en el curso de la propia experiencia existencial.

La conciencia de pecado depende de la estructura de la conciencia moral, y la enfermedad mental entendida en sentido amplio, al alterar la conciencia moral, puede llevar a la formación de una culpabilidad injustificada o, por el contrario, puede impedir la formación de juicios morales y cualquier tipo de resonancia en el plano ético.

1. EXPERIENCIA DE LA OBLIGACIÓN Y EXPERIENCIA DEL VALOR - La conciencia moral no es distinta de la conciencia psicológica: más bien es una especificación de ella o, mejor dicho, su coronamiento, sin que con esto queramos decir que el orden psicológico coincida con el ético.

La conciencia psicológica puede entenderse como conocimiento de los contenidos psíquicos. Sin embargo, no se comporta nunca pasivamente, puesto que elabora los datos de la experiencia. Su función exquisitamente organizativa afecta a toda la existencia, ya que gracias a ella el hombre es al mismo tiempo recuerdo y proyecto.

Al transformarse en su totalidad en reflexión sobre los valores morales, la conciencia psicológica se hace conciencia moral. Al igual que la conciencia psicológica, la conciencia moral es creatividad, invención y organización de valores. De hecho no somos simplemente atraídos por el valor, sino que participamos de una manera activa en su dinamismo.

La conciencia moral se expresa, en definitiva, en un acto de juicio sobre el valor moral de la acción, pero es un juicio que presupone una experiencia. Por otra parte, el sentido del pecado es ciertamente consciencia del mal y, por tanto, conocimiento; pero un conocimiento que, por haberse vivido profundamente, no puede confinarse en el ámbito de la pura racionalidad y que, en cambio, tiene raíces profundas en la experiencia endotímica.

La experiencia ética es la propia de una obligación que se impone a la acción. Pero no se trata de una obligación cualquiera, como, por ejemplo, una obligación de naturaleza técnica, que reside en el acto mismo, por lo cual éste no puede realizarse sino de una forma muy determinada y concreta. La obligación moral no se capta directamente en el objeto: por el contrario, pretende que el objeto se conforme con el ideal incondicionado que propone.

Sin embargo, la experiencia de la obligación todavía no es la experiencia del valor: esta última exige un conocimiento que la primera ignora. Pero incluso cuando el juicio de valor viene dado sobre la base de un conocimiento adquirido racionalmente, se nos presenta sostenido por una experiencia originaria de la obligación, por un conocimiento irracional precedente.

Pensándolo bien, incluso las tendencias instintivas tienen carácter imperativo en orden a una finalidad que conseguir y presuponen, por tanto, la experiencia de una obligación. Esta obligación y esta finalidad tienen valor absoluto para los animales, pero cada vez más relativo para el hombre a medida que va evolucionando en su desarrollo. Lo mismo puede decirse de los imperativos sociales, empezando por los representados por la autoridad paterna. El hombre, al estructurarse conscientemente como ser moral, puede también prescindir por un bien mayor de lo que le proponen la naturaleza y la sociedad (es decir, lo que la naturaleza y la sociedad imponen al ser menos evolucionado): pero incluso las experiencias éticas dotadas de mayor madurez se fundan sobre las experiencias primitivas de la obligación.

Esto equivale a decir que al comienzo del desarrollo humano existen necesidades profundas (desde la necesidad de alimentarse hasta la necesidad del amor), que reclaman imperiosamente ser satisfechas mediante la consecución de una finalidad natural inconsciente, en virtud de lo cual el hombre soporta pasivamente una disciplina, rechaza otros contenidos y difiere satisfacciones diversas'. Pero cuanto más consciente se hace el hombre del valor, tanto más supera la experiencia de la obligación, que, sin embargo, continúa siendo el fundamento de su construcción ética, que ya en sus orígenes tiene que soportar de alguna forma el peso de la culpabilidad'.

Efectivamente, la culpabilidad es la tensión entre el ser y el deber ser: el desagrado que produce el incumplimiento de una ley. No nos referimos a una ley puramente exterior al yo, la cual sólo puede generar sentimientos de angustia o de miedo, pero no de culpa. Si existen vivencias de culpa es debido a que la ley es inherente al yo; forma parte integrante del mismo, ya sea que provenga de la profundidad de nuestro ser, ya que constituya (como el superyó freudiano) el producto de un proceso inconsciente de interiorización, ya que represente un principio que nos hemos apropiado creativamente y que es conscientemente operante. Cierto que la culpabilidad se da siempre frente a un tú: pero se trata de un tú que de alguna manera ha venido a formar parte de nosotros mismos. Esto tiene mayor validez si pasamos de la vivencia de la culpa a la vivencia del pecado.

Moral de la obligación, pues, y moral del valor. El filósofo Bergson habla de moral cerrada y moral abierta, estática la una y dinámica la otra. La primera, en la que habitualmente se piensa cuando se siente una obligación natural, se funda sobre la sociedad; la segunda es más típicamente humana, puesto que se realiza cuando, en su incontenible propulsión, el impulso vital se encarna en ciertos individuos y esta emoción espiritual, ciertamente creadora, los libera de los condicionamientos sociales, abriéndolos claramente a las intuiciones del amor.

También el psicoanálisis trata de la relación del individuo con la sociedad. Pero Freud, después de construir toda la moral sobre el superyó, heredero del complejo de Edipo, se detuvo en la premoral de la obligación, en un imperativo categórico que surge de la oscuridad de la experiencia infantil'. Sin embargo, los tipos caracterológicos derivados de la investigación psicoanalítica nos permiten distinguir diversas actitudes éticas, de las que se da una explicación en el plano dinámico: el paso de la oralidad a la genitalidad implica la adquisición de una dimensión oblativa, cuyo significado rebasa la esfera de la sexualidad y puede no estar confinado en el reino del inconsciente.

Ch. Baudouin, en su intento de conciliar a Freud con Jung, nos ofrece un modelo interpretativo más convincente cuando afirma que cada instancia de lapersonalidad tiene su "moral". Esto puede decirse también de las instancias más profundas (el autómata y el primitivo); hasta el punto de que si éstas no son satisfechas, se verifica en el niño un cierto malestar, una tensión entre el ser s, el deber ser, que es la primera expresión tosca de un sentimiento de culpa.

Cuando, hacia el tercer año de edad. se empieza a sentir la presión social, surge la instancia de la persona (en el sentido latino de máscara y personaje), nacida de la tendencia de la imitación y del deseo de conformarse con la opinión que los demás se han formado de nosotros: el conformismo es precisamente el imperativo "moral" de esta instancia. El yo se esfuerza por resolver la oposición entre las instancias instintivas y las de la persona, reprimiendo cuanto no es socialmente aceptable. Pero, dado que los contenidos rechazados (la sombra) tienden a salir a flote suscitando la angustia, el yo se remite a la autoridad del superyó. Este adopta inicialmente un carácter autoritario y amenazador: si bien, cuando de opresor se convierte en guía, se transforma en ideal del yo, en el sí mismo (Selbst) del que habla Jung. El yo es entonces suficientemente fuerte como para recuperar los elementos rechazados por la persona y reprimirlos por el superyó. El proceso termina con la conclusión de la autonomía por parte del yo; pero sería un proceso peligroso si se desarrollara sin guía y sin control, es decir, sin que para nada interviniera el superyó.

Mientras la moral de la persona es la moral de los fariseos (la moral del conformismo) y la del superyó es la moral de los escribas (es decir, la simple observancia de la ley), la moral del ideal del yo es la moral abierta de la que habla Bergson. Sin embargo, son necesarias todas las etapas: "La autonomía del sí mismo nos viene prometida como una recompensa y un fin que corona los brotes inferiores, pero necesarios, de la persona y del superyó"

La experiencia de la obligación es, por tanto, solamente un momento en la maduración de la conciencia moral, la cual se contradice por lo demás a sí misma cuando es oscura y pasiva. En realidad, la conciencia moral es creatividad y expone al riesgo del ansia, de una tensión que se renueva en un proceso dialéctico que establece continuamente sus tesis y sus antítesis; la paz se produce únicamente en el momento sintético, en la recuperación de cuantoen un primer momento se ha debido rechazar".

El proceso sintético y de integración puede presentar por causas patológicas un estasis (estancamiento) o bien sufrir regresiones: es lo que podríamos llamar desestructuración de la conciencia moral. Pero, incluso fuera del estado de inmadurez o enfermedad mental, en condiciones psicológicas particulares pueden hacer su aparición ciertas dificultades que afectan a la vida moral. El sentido de responsabilidad, de ser los artífices del propio destino, va acompañado del sentido de culpabilidad, y cuando el yo en el momento de la adolescencia o en cualquier otro momento del crecimiento o incluso de la edad adulta, intenta conseguir su originalidad propia desvinculándose de los diversos condicionamientos que lo retienen en niveles de desarrollo inferiores, se ve gravado con un oscuro sentido de culpa, como si faltase a una obligación y a un deber. Esto se percibe aún mejor en cierta crisis de perfeccionamiento espiritual: piénsese en los escrúpulos de santa Teresa de Avila o de san Ignacio de Loyola. ¿Por qué este sentido de culpa, si se trata de alcanzar un grado más alto de vida moral? Porque. en realidad, "se desobedece" a la regla general, es decir, a aquella premoral que la experiencia de la obligación nos había hecho adquirir de manera pasiva. Es, por decirlo así, la "transgresión" de lo que es impersonal en orden a lo que es personal, la asunción plena de la propia responsabilidad, superando la protección, tranquilizante pero "castradora", de una ley impuesta ".

2. VIVENCLA DE CULPA Y VIVENCIA DE PECADO - La vivencia de la culpa presenta. en la investigación fenomenológica, tres componentes por lo menos: conciencia de la culpa, remordimiento, arrepentimiento. Se puede referir a la temática del presente, es decir, ser la respuesta a un acontecimiento particular, o bien a la temática del pasado. es decir, ser el resultado, o como la sedimentación, de una experiencia existencial. En el primer caso, aparece más acentuado el carácter de emoción del contenido de la conciencia; en el segundo, el carácter del sentimiento. Pero siempre hay implícito un juicio por parte del hombre acerca de la propia personalidad, ya se trate —como escribe Háfner— de una culpa "factual", ya de una culpa "existencial", la cual se funda en la circunstancia de que el hombre maduro e independiente sabe que es también responsable de lo que ha llegado a ser, de su propio carácter"

Así pues, la conciencia de culpa afecta directamente al individuo y a su responsabilidad; se refiere a la ofensa de un valor causada por él mismo. Tal contenido se impone inmediatamente, es decir, no es fruto de reflexión, sino que tiene el carácter de la evidencia; no admite discusión.

El sujeto siente que se encuentra frente a un juez y que está "solo" frente a este juez. La condena de su acción, que escucha, posee una connotación sensorial hasta el punto de que el lenguaje popular habla de "la voz" de la conciencia. Una voz de la que no es amo el yo; por la que incluso se siente influido.

El malestar que regular, aunque no necesariamente, acompaña a la conciencia de culpa, recibe denominaciones diversas; disgusto, remordimiento, arrepentimiento. En realidad, es necesario distinguir, puesto que el simple disgusto por las consecuencias de la culpa es algo muy distinto del remordimiento, que se sitúa sobre un plano moral.

En un análisis más profundo, podemos captar la ambivalencia que caracteriza a la conducta del yo frente a esta angustia, A primera vista puede tratarse de un intento de fuga frente a la responsabilidad; fuga en sentido psíquico, que tiene lugar en cualquier reacción de defensa; y. eventualmente, también en sentido físico, del lugar o de las personas. Además, la conciencia moral exige un movimiento de retorno, que se expresa no sólo en la necesidad de reparar el daño ocasionado, sino también de una expiación; de ahí los comportamientos de autoacusación y de autopunición, que pueden rayar en lo patológico. Es el remordimiento lo que sitúa constantemente la culpa ante los ojos de la conciencia moral, mientras que el simple disgusto por las consecuencias de la culpa suscita más fácilmente mecanismos de defensa.

El sentimiento de culpa en general, y particularmente el remordimiento, se considera como una señal ante el peligro. En el plano psíquico tiene la misma función que la fatiga o el dolor en el plano físico. De ahí se desprende lo equivocado que es, en orden a una malentendida psicoterapia, suprimir los sentimientos justificados de culpa con el sentimiento morboso de culpabilidad.

El arrepentimiento, igual que el remordimiento, presupone una conciencia de culpa y, por lo tanto, cierto tipo de juicio, pero dirigido más bien al sujeto de la acción que a la acción en sí misma. mientras que el sentimiento habitualmente vinculado a él se refiere precisamente al valor individual; lo que está en discusión en el arrepentimiento es la temática de la autovaloración, Scheler, citando a Schopenhauer, advierte que la posición más profunda del arrepentimiento no es la que expresa la fórmula: "¡Ay de mí, qué he hecho!", sino mejor la fórmula radical: "¡Ay de mí, qué clase de persona soy!"

Y Lersch explica que cuando el acto realizado suscita disgusto por las consecuencias que pueden derivarse de él, no se trata del arrepentimiento, sino de una irritación consigo mismo, que tiene su fundamento en la decepción del egoísmo, de la manía de poder o de la necesidad de ser estimado. El verdadero arrepentimiento se refiere a la autoestima y no a la estima que los demás tengan de nosotros; el yo siente haber fallado las posibilidades del propio valor.

Pero esto no es todo. "El arrepentimiento, cuanto más se desplaza del simple arrepentimiento de acción hacia el arrepentimiento de ser, tanto más comprende la reconocida culpa en su raíz, para arrojarla de la persona y devolverle así su libertad para el bien". Así pues, el arrepentimiento no es el simple disgusto o sentimiento de culpa que se deriva del conocimiento de la acción reprobable que se ha realizado o de la vida frustrada. Tampoco es el propósito de reparación, que puede ser imposible. Es más bien reflexión y voluntad de renovación.

El aspecto emocional, sin duda importante, no es esencial para el arrepentimiento. "Arrepentirse significa ante todo, al detenerse sobre una parte pasada de nuestra vida, imponerle un nuevo sentido y un nuevo valor parcial". Se comprenderá entonces lo escasamente capaces de arrepentimiento que son los soberbios, ya que el arrepentimiento exige necesariamente una actitud de humildad.

Naturalmente, también el arrepentimiento expone al peligro de la angustia; pero se trata, por así decirlo, de una angustia productora y no destructora, integrada precisamente en la voluntad de renovación. Esto no tiene nada que ver con la experiencia morbosa de la culpa, expresión de una conciencia que queda a pesar de todo adherida a los valores exteriores, prisionera de un egocentrismo exasperado. "Hay una cosa de la que podemos estar seguros: que sólo cuando el miedo y la angustia de la culpa reconocida quedan cancelados por el olvido o por el amor, podemos evitar los efectos psicológicos negativos".

El sentido del pecado tiene en común con cualquier otra vivencia de culpa estos caracteres formales y de contenido; pero la perspectiva religiosa confiere a la culpabilidad una dimensión realmente peculiar, cual es la ofensa hecha a Dios; ofensa que rompe un lazo, establece una enemistad, puesto que el valor ofendido es personal, es un Tú.

El tema de la enemistad del pecador con Dios corre todo a lo largo de la historia de las religiones; no sólo de las religiones históricas, sino también de las primitivas. En algunas el pecado no puede aparecer a la conciencia religiosa como una simple desobediencia a la ley, sirvo como una oposición a Dios. Existe, por tanto, una vinculación esencial entre el sentido de Dios y el sentido del pecado". Cuanto más elevado es el sentido de Dios, cuanto más profunda es la fe en su santidad, tanto más experimenta el sujeto su propia culpabilidad. Esto puede suceder también independientemente de la realización de una acción pecaminosa particular. Es entonces la toma de conciencia de ser pecador ante el que es santo. Es la expresión de la distancia insalvable entre Dios y el hombre, entre la absoluta sacralidad de; Creador y la total profanidad de la criatura (Salmo 50,7; 29,3). Es la situación del hombre "vendido al poder del pecado", del que nos habla san Pablo (Rom 7,14)". Es, en definitiva, la angustia de Lutero y de Kierkegaard, cuando la fe en Cristo no acude a rescatarla.

La angustia que acompaña a la vivencia de pecado es expresión del sentido de abandono en que la culpa ha arrojado al hombre y del hecho de haberse constituido en objeto de la cólera de Dios. Quede bien claro que no se trata simplemente del miedo del castigo, sino de la pérdida del amor de Dios. Vale la pena advertir que nos encontramos aquí ante un mecanismo de defensa, puesto que el hombre refiere a Dios lo que es acción suya propia, es decir, "proyecta" sobre Dios, refiriéndolo a él, su propio abandono. Sin duda, esto puede ser fuente de agresividad no sólo contra los demás, sino también contra sí mismo. Queda, en todo caso, la conciencia de que ha sido destruido el lazo, es decir, aquello de lo que la religión extrae su sentido etimológico. El hombre está realmente solo. El pecado ha cavado un abismo (Is 59,2; Job 19,13-22), respecto al Tú divino y a cualquier otro tú. La interferencia del pecado en las relaciones interpersonales —comenzando por la relación interpersonal con Dios— merecería un estudio más profundo. El examen de los sujetos melancólicos nos ofrece la caricatura patológica de una experiencia que conoce bien el hombre religioso. "Quien está gravado con el sentimiento de culpa accede al mismo tiempo a una experiencia de devaluación, ya que se ve impedido de realizarse en coexistencia... Los diversos tú se alejan de él con una lejanía que los hace anónimos en cierto sentido... También Dios se aleja y se hace inaccesible en la vivencia delirante de culpabilidad".

Pero la conciencia de enemistad con Dios y el sentido de ser abandonado por él es sólo un momento de la experiencia religiosa de la culpa. "El maravilloso secreto de la culpabilidad, del pecado, de la enemistad con Dios, radica en que en ellos el hombre descubre a Dios". No es el pecado, sino la conciencia de haberlo cometido, lo que sitúa bruscamente al hombre frente a Dios, al sentir haberle ofendido. He ahí el arrepentimiento: "Mi pecado yo lo reconozco. mi falta sin cesar está ante mí. Contra Ti solo he pecado" (Sal 50,5-6). El lamento de David establece el primer término en ese proceso dialéctico que lleva al hombre a reconciliarse con Dios. La culpabilidad emocional puede perdurar; pero el arrepentimiento es un acto de voluntad, y lo que se pone en discusión es la voluntad misma.

Santo Tomás distingue bien, a propósito de la contrición, el dolor in parte sensitiva, que es pasión, y el dolor in voluntate, que es virtud (S. Th., Suppl., q. 1, a. 2, ad 1). Se trata de la virtud de la penitencia, que marca la radical distinción entre la experiencia cristiana y cualquier otra experiencia de culpabilidad.

Naturalmente, el yo puede oponer resistencia al Dios que se revela. Es el acto de orgullo realizado por el hombre, que considera una vileza el someterse al amor de Dios, cuando no se embriaga ya con su pecado, considerándolo expresión de la propia libertad.

Ahora comprendernos cómo el arrepentimiento adquiere su pleno significado en el plano religioso. Una culpa "laica", un simple error de comportamiento, exige todo lo más ser reparado, mientras que un pecado tiene que ser perdonado; el primero es un hecho exterior, lo segundo pertenece al hombre como una cualidad negativa. expresión de una voluntad de oposición al plan de amor de Dios.

Todo proceso de arrepentimiento que sea auténtico es una crisis de identidad personal: se trata de eliminar el principio de oposición, que es la voluntad de pecado anidada en el corazón del hombre.

Como cualquier otro acto de arrepentimiento. también la contrición expone al hombre al riesgo de la angustia, puesto que presupone haberse dado cuenta de la propia condición de pecador y expresa la negación de sí mismo. Y como cualquier otro acto de arrepentimiento. también la contrición organiza esta angustia en una voluntad de renovación'". Pero el proceso se realiza de forma más radical: arrepentirse en el plano religioso significa creer en Dios y no en la propia suficiencia, dej rse vencer por su amor. Esto es. en definitiva, un acto de fe en el amor de Dios. que nos salva de la angustia del pecado y asegura la conversión"

El mysterium iniquitatis encuentra su solución no en la angustia, sino en el arrepentimiento. La angustia, nacida de la conciencia de culpa, lleva por sí misma a la desesperación; la aventura de Judas es a este propósito un ejemplo dramático. El arrepentimiento, nacido de la confianza en Dios, rescata la culpa y abre felizmente la vía de la salvación.

Para la conciencia religiosa. éste es realmente un momento de gracia; es un reencontrarse en el abrazo de Dios. Como cualquier otra experiencia religiosa, también la del arrepentimiento posee el carácter de la gratuidad. "Al principio este movimiento de amor nos parece amor nuestro. Después veremos que era ya amor correspondido".

3. EL ESCRÚPULO Y EL DELIRIO DE CULPA - No es fácil definir el escrúpulo. Es una duda, dicen los tomistas; no es una duda, sino un temor, escribe Rosmini. ¿Qué decir? ¿Enfermedad del entendimiento o del sentimiento? ¿Una y otra al mismo tiempo? Cualquier tipo de duda es realmente a la vez una dificultad de juicio y un tormento del ánimo. Y la duda de poder pecar o de haber pecado no es una excepción.

No es exacto, pues, pensar simplemente en un sentimiento de culpa injustificado, puesto que el escrúpulo, como cualquier otro tipo de duda, se refiere a un objeto del conocimiento. Podríamos preguntarnos si de esta dificultad en que se debate el pensamiento se deriva el sentido de incertidumbre o si no se trata más bien de una inseguridad profunda que turba el curso del pensamiento. Pero. en realidad, no existe tal alternativa; la duda, sea cual fuere, revela que "el pensamiento y el juicio tienen raíces en el sustrato endotímico"3° y que, por lo tanto, nos remite a la integración entre la supraestructura racional y la afectividad.

La duda será tanto más intensamente vivida cuanto más el objeto del conocimiento al que se refiere afecte directa o indirectamente a la vida íntima. Se comprende entonces que la duda atormentada de poder pecar o de haber pecado represente una viva experiencia interior para el hombre sinceramente religioso, experiencia conexa con el mismo temor de ofender a Dios".

Igual que existe una duda normal existe también un escrúpulo normal, y ya nos hemos referido a él. Pero lo que interesa más al confesor es el escrúpulo patológico, es decir, aquel que se incluye en el cuadro de las obsesiones o, mejor. de los procesos forzados. Son éstos unos procesos psíquicos (ideas, representaciones, impulsos, etc.) contra cuya existencia se defiende el individuo y cuyo contenido se le antoja insensato e incomprensible en todo o en parte ie. Las características principales de su contenido son, por lo tanto, la coacción y la extrañeza, con notable matiz afectivo; de ellas es consciente el sujeto. Se trata, en suma, de una especie de cuerpo extraño, que suscita una lucha entre el psiquismo huésped y el psiquismo parasitario.

Pues bien, podemos hablar de escrúpulo patológico cuando al sujeto se le impone como verdadera una realidad opuesta a su propia convicción, es decir, cuando existe la conciencia de que una determinada cosa es verdadera, captando al mismo tiempo su imposibilidad. La distinción fundamental de esta coacción de validez respecto a la duda normal la señala el "contraste permanente entre conciencia de la verdad y conciencia del error. Ambas presionan una contra otra, pero ninguna se impone, mientras que en el juicio de la duda normal no se experimenta ni justeza ni falsedad, sino que en este acto unitario para el sujeto el hecho permanece indeciso.

El confesor tiene menos ocasión de encontrarse con el penitente delirante de culpa. El delirio se distingue del escrúpulo no tanto por la insistencia en el tema de la culpa o por la gravedad de la angustia cuanto por la presencia de un juicio de absoluta certeza y la falta de cualquier tipo de conciencia de enfermedad mental. El sujeto siente su vitalidad abrumada por el pecado; posee una experiencia casi física del peso de la culpa; se siente perdido, abandonado; su horizonte queda sumido en total oscuridad; espera el castigo inminente, la condenación eterna. Tal vez el castigo se anticipa: aparecen entonces los comportamientos agresivos contra sí mismo, desde las mutilaciones al suicidio.

Tanto en el caso del escrupuloso como en el caso del delirante de culpa se da la expresión de una culpabilidad inconsciente. Ciertamente, el primero sufre a sabiendas por su propia duda y el segundo se acusa de todos los pecados posibles, pero en el comportamiento del uno y del otro aflora simbólicamente una antigua y primordial culpabilidad, que frecuentemente va ligada a fantasmas infantiles.

En estos casos viene a cuento la afirmación de A. Bergé: "Sin duda, no es la idea del pecado lo que genera el sentimiento de culpabilidad, sino que más bien el sentimiento de culpabilidad genera la noción de pecado por una exigencia inherente al espíritu humano siempre proclive a racionalizar y codificar los datos de la sensibilidad"".

Aquí se realiza verdaderamente ese mundo morboso de la culpa, de que nos habla Hesnard", cuyas raíces se hunden en una especie de moral primitiva, o mejor, de premoral; exactamente la que se identifica con el superyó freudiano, rígidamente opresor. Es precisamente la estructura arcaica, automática e inconsciente lo que distingue a la premoral de la moral, y hace que la culpabilidad patológica sea fatal y artificiosa, es decir, fuerte en la emoción y débil en la motivación".

La ambigüedad de la "moral sin pecado" reside propiamente en el hecho de haber confundido el sentimiento neurótico de culpa con la culpabilidad religiosa. El enfermo se encuentra anteuna ley impersonal. enclaustrado en el cerco de sus complicaciones egocéntricas e impotente. El pecador cristiano se encuentra ante Dios, y lo que le libera de la culpabilidad no es la simple adaptación de la conducta a la regla (o la adaptación de la regla a sus posibilidades), sino el perdón proveniente de un amor infinito".

Vale aquí la pena referirnos al tratamiento de los escrupulosos; creemos. en efecto, que ciertas reglas, aunque consagradas por el uso, no están siempre justificadas. Ante todo, nos parece inadecuado impedir rigurosamente al escrupuloso que exprese sus propias preocupaciones morales, no permitiéndole descargar así mediante la comunicación su propia angustia. Con esto no se quiere decir que sea necesario dejar al escrupuloso total libertad para repetir infinitas veces las mismas palabras.

El otro error es el que consiste en tranquilizar de forma expeditiva al penitente declarando su incapacidad de pecar. De este modo se corre el riesgo de privar al sujeto de su sentido de la responsabilidad; y no se olvide que casi siempre el escrúpulo se refiere a un ámbito particular de la acción humana, mientras que en los demás se verifica quizá una especie de endurecimiento de la conciencia moral; no es raro que el escrúpulo afecte a faltas pequeñas en relación con normas u obligaciones que se agigantan, mientras que parece existir una actitud de despreocupación respecto a la justicia y la caridad, etc. Es evidente, pues, que se debe tranquilizar y desdramatizar, pero también poner cierto orden en la escala de los valores aa

4. PERVERSIÓN DE LA CONCIENCIA MORAL - Las vivencias de culpa injustificadas no agotan la patología de la conciencia moral. Existe también la condición contraria: la falta de resonancia ética de comportamientos objetivamente reprobables o, directamente, la búsqueda de su actuación en cuanto fuente de gratificación. Se trata de la perversión de la conciencia moral. Pero, atención, decimos conciencia y no sentimiento o emoción. Lo que en realidad sufre una distorsión no es simplemente componente afectivo, sino la conciencia moral en su conjunto y, por tanto, también la capacidad de juicio en el plano ético, sin que por esto se deba afirmar necesariamente que se da una anomalía de la inteligencia o ignorancia de una ley moral.

En el individuo adulto lo que cuenta, en definitiva, es propiamente el juicio de la acción, aun en el caso de que la experiencia endotímica haya tenido en el curso de la edad evolutiva un peso determinante en la estructuración de la conciencia moral. Es esta conciencia moral lo que nosotros debernos tener presente, y no sólo su componente afectivo, es decir, el remordimiento, que. como cualquier otro sentimiento, está sujeto a fluctuaciones y atenuaciones. Está claro que, cuando existe, el remordimiento imprime fuerza al juicio, pero no añade nada a su validez; igualmente puede sostener la acción de la voluntad, sin que por eso se deba afirmar que sea necesario su ejercicio.

Los sujetos de que vamos a tratar no sólo no sienten, sino que sobre todo no saben juzgar según la norma de valor moral, ya que no reconocen este valor, aunque conozcan la norma.

No son raras las veces en que la perversión de la conciencia moral se inserta en el cuadro de desestructuración de la conciencia psicológica misma o de la decadencia psíquica global o de la inmadurez personal. Podemos afirmar que todos los capítulos de la psiquiatría se ocupan del comportamiento moral y que la decadencia ética es una de las señales más precoces de toda enfermedad mental.

Sin embargo, existe una forma de inmoralidad en la quc la perversión de la conciencia moral se encuentra, por así decirlo, en estado puro. Los textos clásicos hacen incluso de estos casos una entidad nosográfica y hablan de inmoralidad constitucional o de moral insanity. Quizá se adecua más a la realidad clínica el ver en ella la caricatura de una variación particular del ser psíquico (personalidad psicopática), caracterizada por la agresividad desenfrenada, completa insensibilidad respecto a la justicia, cinismo, crueldad, a menudo hermanada con una extraña delicadeza de ánimo. asocialidad, placer por el delito y conciencia inquebrantable de la propia fuerza y del propio valor".

Son más frecuentes las formas francamente sintomáticas de afecciones mentales. Es evidente que los dementes, por un lado, y los deficientes mentales, por otro, han perdido o, respectivamente, no han alcanzado jamás la capacidad de integrar las pulsiones profundas en la esfera de la moral y no saben reprimirlas; su comportamiento es la expresión de actividades automáticas o instintivas. Así pues, cuando existe la disolución de la conciencia psicológica, como en el caso de las psicosis esquizofrénicas, la perversión de la conciencia moral se inscribe en el mosaico de una existencia patológica. En los estados de excitación maniática o en las depresiones melancólicas, la dimensión transitiva de la personalidad queda distorsionada o amputada; los sentimientos altruistas parece a veces que se oscurecen o extinguen.

Pero incluso en las formas menos graves, en las neurosis, podemos asistir a un embotamiento de la conciencia moral, e incluso a una búsqueda perversa del mal; piénsese en la repetición obsesiva de ciertos comportamientos típicos del sujeto anancástico y en las sugestiones de que es víctima el histérico necesitado de darse a valer.

En todos estos casos se puede realizar un comportamiento no sólo extraño a las normas morales, sino incluso contrario a ellas. En lenguaje freudiano se podría decir que si el superyó es responsable de las vivencias injustificadas de culpa, en la perversidad patológica el "es" (la pulsión instintiva) toma el puesto del superyó: consecuentemente se realiza lo que está prohibido, pero como si en ello se realizara el deber ser de la persona. La desestructuración de la conciencia moral permite así la tiranía de los fantasmas del inconsciente.

Fuera de la perversidad patológica existen otros eclipses de la conciencia moral, debidos, por ejemplo, al acatamiento prestado a ciertos modelos sociales estereotipados o al hecho de que en condiciones particulares los sentimientos se transformen en instancias que se justifican por sí mismas.

II. Patología de la responsabilidad

Allí donde la conciencia moral no hace sentir su llamada faltarán las inhibiciones necesarias y, por tanto, se reducirá o se eliminará la responsabilidad, especialmente cuando la enfermedad haya creado una perversidad verdadera y propia al desestructurar la conciencia moral. Sin embargo, vale la pena aclarar que no todo comportamiento perverso es patológico. Existe también una perversidad que, con Ey, podríamos denominar normal. Es decir, existe el perverso "que realiza el mal exactamente como los demás realizan el bien. La estructura de la concienciamoral continúa siendo la misma en ambos casos; cambia solamente de sentido, pero de una forma libre".

La libertad marca, por tanto, los límites entre enfermedad y normalidad. He aquí cuándo se puede hablar de perversidad normal: cuando existe la voluntad de hacer el mal en virtud de una elección llevada a cabo libremente. En la perversidad patológica, por el contrario, existe la impotencia de actuar de otra forma, la imposibilidad de acceder a las reglas morales; entonces el mal viene impuesto más que elegido. Entonces el hombre es realmente un ser práctico, a pesar de que pueda tener un sentimiento ilusorio de la propia responsabilidad.

La psicología nos enseña a no hablar del hombre en sentido abstracto, sino de "este hombre", considerado en su particular situación personal y existencial. Frente a este hombre concreto nos preguntamos si puede siempre él hacer uso de su libertad y en qué medida. Porque la responsabilidad moral presupone la capacidad de una libre elección.

Ahora bien, el sentimiento de la libertad de los propios actos es una experiencia común; la conciencia de vivir va ligada a la conciencia de libertad, de ser de alguna forma los artífices responsables del propio destino. Pero ¿es el hombre verdaderamente siempre libre para elegir entre el bien y el mal o, por el contrario, está impedido por una fatalidad genética, por el condicionamiento ambiental, por el determinismo inconsciente o por un juego de reflejos? ¿Y qué queda de la libertad del enfermo mental?

Lógicamente, el problema de la libertad se plantea en términos de relatividad; si establecemos que la libertad es un valor absoluto y que el determinismo es otro valor absoluto, el problema no tiene solución. Existe en el obrar humano un cierto determinismo (de orden físico, biológico, psicológico y social), que, sin embargo, no es incompatible con la existencia de una cierta libertad. Evidentemente, nuestra libertad no es una libertad absoluta, como la de Dios, sino la propia de una criatura; una libertad creada y, por tanto, limitada. Es decir, existen obligaciones y solicitaciones; pero, independientemente de la acción exterior, que puede ser coartada, el paso de la obligación al convencimiento y de la solicitación al deseo está marcado por la experiencia de la libertad.

No faltan pruebas de que se debe considerar libre al hombre (sería superfluo enumerarlas e ilustrarlas en este contexto); pero el hombre es libre relativamente a una situación particularmente suya 48. Precisamente esta situación, que puede estar definida también por una enfermedad, determina el grado de libertad. Un juicio a este propósito es siempre difícil, y a veces imposible.

Sin repetir cuanto hemos expuesto a propósito de la perversión de la conciencia moral, recordemos que los estados de insuficiencia mental, las psicosis y las demencias limitan en gran medida o en su totalidad el ejercicio de su libertad. También las neurosis, ciertas faltas de madurez emocional (como las que se verifican, por ejemplo, en la adolescencia), las faltas de armonía personal, e incluso el asentimiento más o menos inconsciente que prestamos a nuestros hábitos, imponen toda una serie de condicionamientos a nuestro obrar. Sin embargo, no podemos dar por descontado que quien elige el mal no es libre. Lo que cuenta es evitar las posiciones unilaterales y una generalización superficial que lleva a descuidar la singularidad de los casos. En particular, no podemos detenernos jamás en la valoración del acto por sí mismo, sino que es necesario indagar el valor que adquiere el acto en la economía de la personalidad entera.

Veamos algunos ejemplos. La capacidad de entender y de querer queda por lo regular gravemente impedida en las psicosis, que alteran las relaciones con la realidad. Sin embargo, en los períodos intermedios entre episodios psicóticos se imponen ciertas distinciones, puesto que los llamados intervalos lúcidos de la psicosis maníaco-depresiva, que por sus manifestaciones debemos considerar como una psicosis aguda, tienen un significado muy distinto al de los períodos lúcidos de una psicosis crónica, como es la esquizofrenia; si para esta última debemos hablar frecuentemente de un defecto residual. dada la incompleta desaparición de los síntomas, para la primera la desaparición es muchas veces completa.

Para el confesor es útil recordar que las neurosis comprometen ciertamente la libertad, pero sólo en determinados sectores del obrar; concretamente, los que se ven afectados por la enfermedad. En ciertos casos de exuberancia afectiva (incluso en personas normales), el sentimiento puede ser una instancia que se justifica por sí sola, y, por lo tanto, el juicio moral de la acción puede faltar, pudiendo resultar deficitarias las inhibiciones. El hábito, especialmente cuando es inveterado, limita el ejercicio de la libertad, lo que no excluye una posible "responsabilidad en causa". En las perversiones sexuales suele suceder que el impulso profundo sea más fuerte de lo normal: no es raro que se trate de una verdadera y profunda "tempestad", que quita al sujeto toda posibilidad de resistencia.

Por último. una culpa material puede ser la expresión de la frustración de una necesidad que no se encuentra por fuerza en el mismo plano: es el caso, por ejemplo, de la masturbación a causa de un fracaso académico, profesional, etc. Esto responde. por así decirlo, a un principio de economía del organismo psíquico. Efectivamente, una vez que se ha descubierto un medio para la gratificación de una necesidad, se utiliza este medio para calmar el ansia que nace de conflictos diversos. En el ejemplo citado, la masturbación tiene carácter compensatorio de la frustración de una necesidad (la afirmación de sí mismo) muy distinta de la sexual.

Los abusos de la psicología no son, por tanto, más graves que su ignorancia. Incluso en el caso de que las normas morales queden sin modificar, no se puede hacer caso omiso de una realidad psíquica en el juicio moral y en la educación de la conciencia.

Los ejemplos podrían continuar, pero no creemos necesario insistir en ello. Nos basta con haber subrayado que el confesor debe evitar dos posiciones extremas: imputárselo todo al condicionamiento psicológico, por un lado, y descuidar cualquier otro factor personal y existencial, por otro. Tarea nada fácil.

Los conocimientos de psicología sitúan al moralista ante lo ilógico del comportamiento del hombre, ante el absurdo pirandeliano, que define bien la humanidad. El pecado participa de esta ilogicidad del horno sapiens". Entonces las fórmulas sólo sirven como punto de referencia y los principios deben ser interpretados a la luz de un realismo antropológico.

III. Psicopatología y religiosidad

Una psicopatología del espíritu no se da —según la expresión de Jasperssino en tanto en cuanto "la enfermedad de la existencia tiene consecuenciaspara la realización del espíritu, que puede estar inhibido, diferido o turbado o también quizá favorecido en forma única""

1. RELIGIOSIDAD AUTÉNTICA Y FALSA - La psicología y la patología son ciencias que se ocupan de lo relativo, del fenómeno. Cuando se dan explicaciones, éstas deben necesariamente limitarse a lo que les es propio, es decir, a lo que en filosofía se llaman causas segundas. Emitir un juicio de valor en el campo de la religión según el parámetro "verdadero-falso" no es competencia de estas ciencias. las cuales aplican un método empírico y someten a examen únicamente un polo de la religión. Su valoración afecta a la realidad psicológica, y no a la verdad ontológica. Efectivamente, nada pueden decir sobre la existencia de Dios y sobre su acción en el hombre.

La autenticidad de la experiencia religiosa se sitúa en lo trascendente. Por ello un juicio de valor requiere criterios teológicos y metafísicos, que escapan al alcance de la experiencia en sí. Desde el punto de vista de la fe, Dios puede revelarse también a un enfermo mental y servirse incluso de la enfermedad para mayor confusión nuestra.

Por otra parte, lo sagrado interesa inmediatamente a la conciencia y se impone al individuo con el carácter de la realidad primaria. Es un dato que se capta intuitivamente con significación teofánica. Se trata de "ver" lo que está escondido, de "entender" lo que no está claramente expresado en la realidad de las cosas. l.a experiencia religiosa no es, por otra parte, sino la respuesta a la palabra escuchada. Se puede discutir sobre el nombre que el ser humano da a la potencia que se le revela y cuáles son los deseos que esta potencia significa y satisface; pero el dato primitivo no tiene motivaciones; es irreducible. Se trata realmente de una vivencia relacional íntimamente vinculada a la misma condición existencial del ser humano. Escribe muy acertadamente Jaspers: "La experiencia religiosa permanece lo que es tanto si se produce en un santo como en un enfermo mental, o si la persona que la tiene es ambas cosas a la vez"

En cambio, el psicopatólogo puede aportar una contribución al estudio de la personalidad del sujeto y valorar las motivaciones de su comportamiento. La autenticidad de la vida religiosa depende, en efecto, de la validez de las motivaciones que la sustentan o, si se prefiere, de la actitud interior entendida como organización de la personalidad. Así, fenómenos iguales en el plano descriptivo pueden tener en realidad un significado completamente distinto; y, por el contrario, comportamientos muy dispares pueden resultar análogos en un análisis profundo.

Por otro lado, la religión puede mezclarse con elementos que no le son específicos: mezcla de lo sagrado y lo cósmico, lo sagrado y lo erótico, lo sagrado y lo demoníaco" [Diablo-exorcismo]; y la religiosidad, en su amplio abanico de manifestaciones, se matiza con la experiencia individual, cargándose también con todas las ambigüedades propias de la existencia.

Pero téngase muy en cuenta que el significado psicológico, y todavía más la esencia espiritual de un fenómeno, no coinciden con su mecanismo de realización. Así, por ejemplo, decir que el acto religioso utiliza la energía de unas fuerzas vitales profundas que son puestas al servicio de modos superiores de vida, es muy diverso de afirmar que la vida religiosa es una especie de sexualidad camuflada.

Para una exacta valoración, debemos considerar siempre, por lo tanto, el significado que asume la experiencia en la economía de la personalidad, las motivaciones del comportamiento y la continuidad de sentido que existe entre las manifestaciones religiosas y la vida real.

a) En un importante trabajo, G. W. Allport ha distinguido dos formas de religiosidad: la religiosidad extrínseca y la intrínseca, que en un cierto sentido corresponden con la religión social y mistica, respectivamente, de Bergson. En el primer caso, la religión se utiliza en función instrumental, al servicio de fines egocéntricos para dominar los miedos, defenderse de una realidad, satisfacer un deseo; en el segundo, en cambio, es vivida con profundidad y se convierte en principio de unificación de la vida. Cuando es extrínseca, la religión sirve a la persona; cuando es intrínseca es la persona quien la sirve a ella".

Las motivaciones que empujan a un cierto comportamiento, cualquiera que sea y con independencia del plano en que se desenvuelva, son muy variadas y complejas. Un comportamiento puede orientarse a satisfacer una necesidadprofunda, bien sea biológica (alimentación, apareamiento, etc.), o psicológica (afirmación de sí mismo, integración social, etc.), o bien orientada a la consecución de un valor. Existe una graduación en las motivaciones; cuanto más madura esté la personalidad, tanto más se mueve con vistas a un valor. Valga a este propósito lo que hemos dicho ya al ocuparnos de la maduración de la conciencia moral.

Los desvaríos del inconsciente son siempre posibles. Es fácil, por ejemplo, confundir la virtud de la obediencia con la pasividad, con la necesidad infantil de seguridad y de protección, con la renuncia a asumir las propias responsabilidades. La caridad puede ser expresión de un erotismo larvado. Un comportamiento casto puede tener el significado de un miedo a la sexualidad. Ciertas prácticas de piedad están sostenidas por ceremoniales obsesivos. Ciertas devociones esconden sublimaciones inconscientes de necesidades profundas. Ciertos heroísmos tienen su origen en represiones neuróticas, en una negación morbosa de sí muy distinta de la disponibilidad evangélica por amor a Dios y al prójimo. Ciertas ansias de santidad ostentadas y saboreadas con complacencia delatan la manía de darse a valer. Podríamos continuar y siempre encontraríamos que se trata de grados inferiores de motivación; el sujeto pone la mira más o menos inconscientemente en sí mismo, y no en el bien absoluto.

Por esto es necesaria una constante obra de purificación, con el fin de que la fe adulta encuentre su apoyo en una afectividad equilibrada. En oposición a la opinión freudiana, pensamos "que el creyente puede experimentar una evolución de su fe, de su esperanza y de su caridad que le permita acceder, como creyente, a la madurez afectiva y buscar su felicidad de una manera purificada""

b) Feuerbach interpretaba la religión como una forma de alienación de las perfecciones ideales de la naturaleza no expresadas en lo concreto de las vicisitudes históricas del hombre y que por ello se transfieren a un hipotético ente trascendente, concebido como la síntesis de las perfecciones mismas. Marx sostenía que la alienación religiosa es un fenómeno secundario de la alienación económica. Para Freud la religión era una realidad simbólica que representaba la sublimación de los contenidos inconscientes. Para Nietzsche. en fin, es el cansancio del vencido lo que ha creado la religión y los dioses, es decir, una ley universal, en la que se nivela toda individualidad. El tema hegeliano de la alienación, que se contrapone al tema agustiniano de la insuprimible tensión natural del alma hacia Dios. reaparece también en el ateísmo moderno en todas sus formas y variedades. Pero la experiencia religiosa. ¿es verdaderamente fuente de mortificación, y no más bien de desarrollo de la personalidad?

Si consideramos las tendencias profundas del hombre, podríamos reunirlas en dos grupos: las orientadas a la afirmación y a la defensa de la individualidad y las de carácter transitivo, que tienden a la integración y a la superación del yo. Estas son las que dirigen la vida psíquica, los parámetros a lo largo de los cuales se desarrolla la dinámica de la personalidad; y una tendencia integra a la otra, de manera que el equilibrio nace de su composición armónica. Cuanto más profundiza el hombre normal en la propia vida íntima. tanto más siente la necesidad de apoyar sobre otros su propia insuficiencia. Si nos movemos en una sola dirección, padeceremos desequilibrios. Es conocido de sobra el importante papel que desempeña el repliegue sobre sí mismo en los trastornos neuróticos; y no son menores los daños que produce el desequilibrio contrario. tal como aparece en ciertas "quiebras nerviosas" de tipos humanos que han construido su éxito a costa de aniquilar su propia vida interior".

Pues bien, la religión procede sobre los mismos parámetros de la dinámica de la personalidad. El hombre religioso, por la profundización de su propia vida íntima, por la experiencia existencial de la finitud del propio yo, afirma el absoluto sin que de ello se aperciba en forma genérica la conciencia: ante todo, por el significado de presencia, y luego de presencia para mí. La estructura de la experiencia religiosa es, efectivamente. personal en grado exquisito. Lo divino trascendente es aquello de cuya radical diferencia me percato; pero también es un Tú, el término de un diálogo: interesa a mi persona y tiene un significado para mi vida. El encuentro de sí mismo que se realiza en la experiencia religiosa se percibe perfectamente en ciertas crisis espirituales; el fenómeno de la conversión exige primero. en efecto, un reencuentro de la unidad personal precisamente porque la conciencia pueda "cambiar" en su totalidad. La religión procede, además, a lo largo del parámetro horizontal de la personalidad, ya que la participación en el Ser implica la comunicación y la comunión con todos cuantos participan de este mismo ser; de esta forma, el vínculo personal (religio) limita con el vínculo universal.

No hace falta, por supuesto, recordar que el cristianismo es sensible a la exigencia comunitaria incluso en la formulación del dogma; aun manteniendo el principio de que las criaturas están directamente ordenadas al creador. "Las verdades fundamentales que ha formulado dogmáticamente la Iglesia cristiana, escribe C. G. Jung, expresan de manera casi perfecta la naturaleza de la experiencia interim."'" En la religión el hombre expresa, por lo tanto, cumplidamente la capacidad de trascenderse a sí mismo; ésta es la esencia peculiar del hombre, que precisamente por ello es un ser religioso".

La intencionalidad de la experiencia religiosa, dado que coincide con la intencionalidad de la persona, no soporta ningún tipo de frustración. Es interesante descubrir y analizar las diversas compensaciones a que da lugar la frustración de la necesidad de absoluto: será sucesivamente el fenómeno estético, la teoría filosófica o la investigación científica, el fanatismo en todas sus formas. el pensamiento mágico y la superstición con todos sus matices, el misticismo sin Dios.

Un interesante campo de investigación a este respecto es el que se ocupa del problema del mito y del rito. El mito es la cristalización de una experiencia común, en la que el hombre refleja su propia situación y constata el alivio que no es un caso aisladoB2; es la historia verdadera, expresada simbólicamente. de una realidad totalmente particular: la realidad sagrada de los orígenes. Cuando perdió su sabor de misterio y su carácter de modelo ejemplar, cuando fue desacralizado, el mito se redujo a fábula y la mitología se convirtió en literatura. No obstante, ciertas categorías míticas son insuprimibles en el hombre, igual que es insuprimible su dimensión religiosa. Tampoco la revelación cristiana ha eliminado, aunque la ha superado, la revelación cósmica; es más, ciertas categorías míticas han sobrevivido y se han prolongado por obra del cristianismo. Y nuestra época, a pesar de la aireada desmitificación, es en realidad una época extraordinariamente creadora de mitos, que nada tienen de la pureza religiosa de los orígenes y que, sin embargo, expresan la necesidad de un modelo y la afirmación de un destino común que infunda seguridad.

Partiendo de una exigencia análoga de integración, surge el rito, para el que se podría formular la hipótesis inversa a la freudiana; no es ya el rito lo asimilable a la obsesión, sino que la obsesión se inspira en el rito, tomando de él su significado propiciatorio. El hombre tiene necesidad de la acción del rito, como tiene necesidad de ligarse a cualquier cosa que esté por encima de él; si rechaza el rito religioso, deberá escogerse otro rito; si rehusa la vinculación religiosa, eligirá otras vinculaciones, por ejemplo, las del nacionalismo o del deporte de masas". Evidentemente, el rito puede ser un hecho tan sólo exterior y, por lo tanto, desprovisto de toda eficacia; pero un empobrecimiento del rito en función de una religiosidad totalmente interior no representa una conquista espiritual, porque una religión fundada en la pura palabra o en la pura acción moral ha dejado de ser una religión a la medida del hombre. Queremos recordar —siguiendo a Guardinilos dos peligros opuestos con que puede encontrarse la religiosidad: la religiosidad puede ser rebasada por las cosas del mundo o, al contrario, excluir al mundo. En el primer caso, el hombre cae, incluso religiosamente, bajo el dominio de las cosas bien por el deseo o por el miedo, y nacen así los dioses. En el segundo caso, el acto religioso tiene lugar al margen de la vida o incluso la obstaculiza directamente, y entonces el ateísmo puede sentirse como una liberación".

En este punto nuestra exposición debería prolongarse a la experiencia simbólica, de la que son expresión el mito y el rito. Pero sólo es posible una ligera alusión". Como susceptible de interpretaciones sin fin, el símbolo se sitúa como mediador entre lo conocido y lo desconocido, lo natural y lo sobrenatural, lo temporal y lo eterno. En la dialéctica sagrado-profano, el símbolo desarrolla una función de liberación y de salvación, precisamente por su carácter sintético, es decir, reunificador. En el hombre moderno asistimos a la reducción más o menos completa del símboloa la categoría de signo o alegoría y, consecuentemente, a la incapacidad del símbolo para abrir la conciencia a la experiencia cósmica. También el símbolo religioso debe redescubrirse, si no queremos ser víctimas de sus sucedáneos, signos vicarios de una experiencia religiosa fallida; porque, en efecto, la intuición arquetípica de lo absoluto no puede ser extirpada de lo profundo del hombre, sino que sólo puede degradarse" [>Símbolos espirituales].

c) Todavía, por lo que afecta al tema de la autenticidad del comportamiento religioso, es necesario añadir algunas observaciones sobre la experiencia mística. La contemplación, que es esencialmente un acto de conocimiento y de amor, escapa a la investigación psicológica. Sin embargo, podemos buscar su significado. Además, tenemos acceso a las manifestaciones extraordinarias —éxtasis, visiones, etc.—, que pueden acompañar a la oración contemplativa y que no son esenciales ni exclusivas de la experiencia mística, ya que se encuentran también en el ámbito profano y pueden ser provocadas artificialmente"

No faltan, ciertamente, semejanzas entre la experiencia mística y algunos fenómenos que se verifican en enfermos mentales. La psicosis maníacodepresiva, la paranoia, la epilepsia, los delirios alucinantes crónicos, la esquizofrenia, la histeria pueden ofrecer abundantes ejemplos de fenómenos que. desde el punto de vista descriptivo, no se distinguen mucho de las experiencias místicas auténticas. Particularmente se ha recurrido muchas veces a la histeria para interpretar el misticismo en el plano psicopatológico. Y a veces no existen diferencias tampoco en cuanto al mecanismo nervioso con que se producen estos fenómenos en el enfermo y en el místico. La misma argumentación puede aplicarse a los éxtasis y a las "visiones" provocadas artificialmente. Pero, prescindiendo de la causa primera, es el sentido mismo de la experiencia lo que cambia radicalmente (...'"Vidente]. Esto no significa que los fenómenos paramísticos carezcan de las resonancias propias de la humanidad del místico. Al contrario, la unión contemplativa la concede Dios a quien quiere, mientras que los fenómenos paramísticos son el contrapunto psicosomático de tal gracia y en ellos desempeñan un papel prominente las disposiciones individuales.

Algunos ejemplos clarificarán estas afirmaciones. En la experiencia religiosa de los primitivos y en el delirio psicodélico, el éxtasis es provocado por la embriaguez que comporta, por la inmersión que produce en una vitalidad primordial indiferenciada, a la cual se atribuye el significado mágico de posesión de la potencia, de liberación o de iluminación. Así queda gratificado el deseo de participación del alma humana individual en el alma cósmica, y el componente vitalista se une al componente soteriológico, como una forma paradigmática sucedió en el culto de Dionisios. Las cosas son muy distintas cuando es el amor lo que "arranca" el alma del cuerpo. Un vacío —tal es de suyo el trance— puede hacer emerger contenidos inconscientes de significado religioso, pero no puede generar un amor espiritual; es más bien el amor lo que por su exclusividad crea el vacío a su alrededor. El sentido de la experiencia es el opuesto en el testimonio de los místicos; no es el alma la que se pierde en el objeto del amor, sino que el Amor une al alma con él, y todo lo demás es nada.

El éxtasis provocado comporta, además, una estructuración de la conciencia, que no se da en el místico. Y lleva consigo también una serie de modificaciones biológicas objetivamente mensurables, distintas de las que se pueden hallar en la experiencia mística". Por lo que atañe a las anestesias de los sujetos en estado de hipnosis, a los momentos extáticos de los epilépticos y de los maniáticos y al "desinterés" de los esquizofrénicos, existe siempre una desorganización más o menos profunda del yo, mientras que en el misticismo nunca aparece un yo desorganizado. Casi todos los psiquiatras que se han ocupado de este tema afirman actualmente con unanimidad que el estado de conciencia místico es totalmente específico".

Más difícil puede resultarnos la distinción respecto a las manifestaciones relacionadas con la histeria. Sin embargo, puede valer el criterio siguiente: el místico reviste con su propio deseo una auténtica experiencia religiosa y ésta se traduce así en términos humanos, muchas veces con un significado simbólico; en cambio, el histérico reviste con las modalidades de la experiencia religiosa su propio fantasma, y de esta forma lo humano queda gratificado con el pretexto inconsciente de favores divinos. Por otra parte, el místico auténtico mira los fenómenos extraordinarios como acontecimientos poco considerables, y frecuentemente muestra el disgusto por ellos; en cambio, el misticismo patológico vive de lo extraordinario y a esto debe su fuerza sugestiva; sus características son la monotonía y la repetitividad, un no sé qué de ostentación, de copia y de falsedad".

Pero sobre todo, y en todo caso, recuérdese que las experiencias místicas auténticas se acompañan generalmente de una rigurosa ascesis y representan una continuidad de sentido con la existencia total y producen verdaderos frutos espirituales. Lo que cuenta no son los hechos extraordinarios, sino lo que san Francisco de Sales denominaba el éxtasis de la vida.

G. F. Zuanazzi