III. La revelación del Padre en la historia de los hijos

Si intentamos recorrer, aunque sumariamente, las páginas de la revelación judeo-cristiana, nos encontramos realmente ante una primera constatación que conforta y confirma cuanto hemos expuesto.

1. EL AT - Una primera reflexión se impone con la fuerza de las realidades constatadas: en las páginas del AT, Dios es llamado padre sólo con extrema circunspección; ello es tanto más sorprendente cuanto que en las religiones de los pueblos circundantes el apelativo de padre se le da con mucha frecuencia a la divinidad. La paternidad de Yahvé se halla en el AT en forma cuantitativamente relativa y jamás prevaleciente; además, siempre en un contexto que no se puede entender en el sentido obvio de progenitor, presente masiva y universalmente en las mitologías religiosas desde la antigüedad. El término "padre", aplicado a Dios, está exclusivamente en el contexto de la elección, de la alianza y de la salvación histórica, no del origen del cosmos o de la generación de la humanidad. Esto hace que Dios sea llamado padre en sentido exclusivamente metafórico y sin particular insistencia. La relación que media entre Yahvé y el pueblo se expresa también con otros muchos términos de carácter metafórico al menos con la misma insistencia e importancia que el término "padre": Yahvé es "rey" de su pueblo, es "esposo" de Israel, es el "esposo prometido" de su juventud, es "pastor" de Israel. En el mismo plano es también padre de Israel. Sólo más tarde, y con claro influjo helenístico, la imagen padre-hijo es individualizada y pasa de la indicación del pueblo a la de la persona particular. En un contexto de este género es evidente que la filiación es exclusiva de Israel y el nombre mismo es sinónimo de "hijo" o de "hija", a los que corresponde la herencia del padre (Jer 3).

En suma, Israel adopta una actitud muy reservada con relación a la paternidad de Dios y a su propia filiación. Yahvé es un Dios único; no tiene hijos ni hijas, como en la religión cananea; es llamado padre sólo porque se ocupa de Israel, lo llama, lo libera, lo acompaña en su camino, sin ninguna implicación de cosmogonías o de genealogías divinas, propias de las religiones mitológicas contemporáneas. Por eso es padre, pastor, rey, esposo; e Israel es hijo, rebaño, súbdito, esposa de Yahvé. La experiencia primordial es la experiencia histórica de salvación y de alianza electiva y esa experiencia es la que produce la imagen de la paternidad. El uso de la terminología paterna es producto de la experiencia histórico-salvíflca, y no viceversa. Esto es de suma importancia, precisamente a la luz del recelo freudiano a que hemos aludido antes. Si fuera lo contrario, se caería inevitablemente en el reino de la ilusión y de la culpa paralizadora y alienante. Por esta razón la fórmula más densa del AT parte de la experiencia histórica y llega al uso discreto y metafórico del nombre de padre: "Tú, Yahvé, eres nuestro padre" (Is 83,18).

2. EL NT - a) Terminología y dato. Apenas pasamos al NT se impone con fuera una constatación: cuantitativamente, la indicación de Dios como padre está mucho más desarrollada, y cualitativamente reviste una serie de significados extremamente variables, situándose en contextos muy distintos y enriqueciéndose con los más diversos matices. Es evidente, en consecuencia, que se impone una notable circunspección y un claro sentido de prudencia en las reflexiones que siguen, conscientes de que se pueden dar ángulos diversos desde los cuales afrontar el problema. Nosotros empezamos desde el punto de vista del simple uso de los términos "padre", "hijo", "hijos" y otros semejantes.

Los textos kerigmáticos que se encuentran en los Hechos (2,14-41; 3,12-20; 10,34-43; 17,22-31) llaman a Dios Padre una sola vez (2,33), y no dan a Jesús el título de hijo de Dios. En el resto de los Hechos el nombre de Padre se da a Dios en otros pasajes (1,4-7; 9,20; 13,33), y en cada uno de ellos aparece claro el influjo de la teología de Pablo. En boca de Pablo mismo, siempre en los Hechos, se encuentran dos menciones de Jesús como Hijo de Dios (9,20; 15.33).

En los textos paulinos, empero, la teología de la paternidad-filiación divina está desarrollada al máximo. La fórmula "Dios padre de nuestro Señor Jesucristo" aparece cinco veces (2 Cor 1,3; 11,31; Rom 15,6; Col 1,3; Ef 1,3). La paternidad de Dios respecto a los hombres es evocada treinta y dos veces, y ocho veces la común a Cristo y a nosotros (1 Cor 15,24; Gál 4.6; Rm, 6,4; 8,15; Col 3,17; Ef 1,17; 2,18; 5,20). Pablo presenta, además, diecisiete veces a Jesús como hijo de Dios, y trece veces atribuye a los hombres el título de hijos de Dios (Gál 3,26; 4,6.7; Rom 8,14.16. 17.19-21; 9,7.8.26; Flp 2,15; Ef 5,1). También otros textos, como el de Gál 4,28, en que se habla de "hijos de la promesa", pueden ser significativos. El término específico "yiothesia" (filiación) se encuentra cuatro veces con certeza (Gál 4,5; Rom 8,15; 9.4; Ef 1,5) y quizá también en otro texto (Rm, 8,23).

Pero la evocación de la paternidad de Dios no es ciertamente exclusiva de Pablo. Juan presenta ciento catorce veces a Dios como padre de Jesús y veintiocho veces a Jesús como hijo de Dios. Por lo que concierne a la atribución de l filiación a los hombres, es más prudente que Pablo y distingue entre el título "yios" (hijo) y el titulo "país", que tiene un sentido más difuminado, y que aparece con frecuencia en sus escritos (Jn 1,12; 11,52; 1 Jn 3,1.2.10; 5,2; etc.).

Los sinópticos son, sin duda, más discretos que Pablo y Juan en atribuir a Dios el título de padre de Jesucristo; sólo dos textos son comunes a los tres (Mc 8,38; 14,36 y par.). Un texto es común a Mt y Mc (Mc 13,32 y par. de Mt). Lucas tiene cinco menciones propias y Mateo trece. La paternidad de Dios respecto a los hombres es mencionada bastante raramente: un solo texto en Mc (11,25-28; común también a Mt). Mateo y Lucas tienen cuatro menciones comunes; Lucas tres propias y Mateo doce. En cuanto a la otra cara de la medalla, es decir, a la filiación, he aquí los datos principales: Jesús es llamado hijo de Dios en dieciocho pasajes, de los cuales seis son comunes a los tres, dos son comunes a Mt y Mc, dos a Mc y Lc, uno es propio de Mc, otro de Lc y seis son propios de Mt. En cuanto a la filiación divina de los hombres, Mc no la menciona nunca, Lc la recuerda tres veces (6,35; 15,11s; 20,36) y Mt cinco veces (5,9.45; 8,12; 13,38; 21,28-31)14.

b) Significado e importancia. La primera pregunta a la que hay que responder cuando queremos pasar del dato cuantitativo y filológico al sentido doctrinal y una vez establecido lo que hemos advertido en las observaciones anteriores y en la teología del AT, es la que demanda por qué el tema de la filiación divina es en el NT tan amplio, siendo tan escasa su presencia en el AT. El crecimiento cuantitativo del tema de la filiación divina, en efecto, implica también un cambio en el significado y en la importancia ideal del término mismo. A la idea de paternidad-filiación, que en el AT se sitúa de modo exclusivo en el plano metafórico, según hemos visto, con una fuerte preponderancia de temas jurídico-operativos, la sustituye en el NT la afirmación de una filiación bien precisa, que se coloca en un plano muy diverso del plano propio del AT. La verdadera razón de esta transformación de la paternidad y de la filiación en relación con Dios es la entrada, en la realidad de la vida bíblica, de la persona de Jesús de Nazaret. Jesús es llamado hijo de Dios de un modo decididamente nuevo respecto al sentido veterotestamentario. El no es un hijo, sino el hijo de Dios. No es sólo el heredero que el Padre ha enviado después de los profetas (Mc 12 6-7); tiene una unión especialísima de conocimiento y de amor con el Padre; conocimiento inmediato y pleno, amor total y totalmente correlativo (Mt 11.25-27). Esta filiación especial, total, hace que resulte clara la distinción entre él y nosotros. También los discípulos y los hombres son llamados hijos de Dios; pero el Padre es suyo de un modo profundamente original (Mt 7,21; Lc 2,49; Mc 1.11; 9,7), que indica la íntima estructura de su vida, su destino, su anhelo continuo, la fuente secreta de su obrar, de su orar, de su ser entero. El es verdaderamente una sola cosa con Dios, en unidad de vida, de operación, de gloria, de poder y de cualquier otra realidad. Bastará un solo texto, espléndido: "En verdad, en verdad os digo que el Hijo, de por sí, no puede hacer nada que no lo vea hacer al Padre; y lo que éste hace, lo hace igualmente el Hijo. Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todo cuanto hace... Pues como el Padre resucita y hace revivir a los muertos, así también el Hijo da la vida a los que quiere. El Padre no juzga a nadie, sino que ha entregado al Hijo toda potestad de juzgar, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo no honra al Padre que lo envió... Llega la hora, y es ésta, en que los muertos escucharán la voz del Hijo de Dios, y los que la escucharen vivirán. Porque como el Padre tiene vida en sí mismo, así ha dado al Hijo que tenga vida en sí mismo..." (Jn 5.19-28).

Mas para que podamos explicarnos el desarrollo pleno, cuantitativo y cualitativo, del tema paternidad-filiación en el NT, falta aún algo, a saber, el vinculo entre Jesús hijo de Dios y nosotros, hijos del hombre. Entonces emerge la figura de Jesús como hijo del hombre, como hombre entre los hombres. La expresión "hijo del hombre", aplicada a Jesús, se halla casi exclusivamente en los evangelios, y siempre en boca de Jesús. Esta terminología se concentra sobre todo en el contexto de aquellos momentos en que Jesús experimenta hasta el fondo que es igual a los hombres en la pobreza, el sufrimiento y la debilidad (Mt 8,20; 11,19; 20,28; Mc 8,31 y par.), o en el contexto de la promesa de aquellas perspectivas en que la realidad humana será definitivamente glorificada (Mt 24,27 24,30; Mc 18,27; 13,41). Por eso humildad y sufrimiento se equiparan con plenitud y gloria; el texto más sintético es el texto decisivo del proceso ante el sanedrín, en que las dos dimensiones se unifican dramáticamente: "El Pontífice les dijo: '¡Te conjuro por el Dios vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios!' Díjole Jesús: `Tú lo has dicho. Y os declaro que desde ahora veréis al hijo del hombre sentado a la diestra del Padre y venir sobre las nubes del cielo"' (Mt 28,83-84). Esta real identificación del Hijo de Dios con el hijo del hombre, y del hijo del hombre con la real condición humana de todos los hijos de los hombres, es la verdadera razón, histórica y no ilusoria, gratuita y no exigible, inesperada y no solicitada, de la filiación divina aplicada a los hombres en todos los textos del NT y, consiguientemente, en toda la tradición cristiana (padres, doctrinas conciliares, teología). La iniciativa es siempre del Padre (Gál 4,4-5) y se realiza en la mediación real, histórica, vivida y experimentada de la vida de Jesús de Nazaret. Al enviar al Hijo, que se hace hombre entre los hombres y hermano de los hombres, y al dar el Espíritu Santo (Rom 5,5; 2 Cor 1,22; 5.5; 1 Tes 4.8), el Padre hace de los hombres hijos suyos. En Jesús, pues, es donde Dios se da y recibe el nombre de padre, padre suyo y padre nuestro, en la experiencia precisa de una nominación que no deriva de la ilusión, de la exigencia del deseo, sino de la revelación inesperada y gratuita de un hecho vivido y anunciado a quien jamás habría podido soñar algo semejante. "El Hijo nos trae el mensaje de la paternidad divina, nos hace conocer al Padre y nos revela nuestra verdadera condición de hijos; pero, sobre todo, con su venida, nos aporta el don mismo de nuestra filiación. El se ha hecho carne para que nosotros pudiéramos convertirnos en hijos del Padre. A través de él -afirma Juan- nos viene la gracia (Jn 1,17) y el poder de convertirnos en hijos de Dios y de nacer una segunda vez de Dios (Jn 1; 3.3-5). A todos los que le reciben les da el ser hijos de Dios; él, que no nació ni de la sangre ni de la carne, sino de Dios (Jn 1,12-13)"Por eso la Escritura habla de nosotros como hijos de Dios. Jesús nos enseña a dirigirnos a Dios como padre (Mt 8,9), llama hijos a los pacíficos (Mt 5,9), a aquellos que aman plenamente (Lc 8,35), a los que han resucitado a vida eterna (Lc 20,35-38). Esta filiación implica perfeccionamiento sin limites, cumplimiento de la voluntad del Padre, imitación de la bondad, de la misericordia y del amor universal que está presente en la experiencia salvífica. Es claramente, sobre todo en Pablo, una extensión a los hombrea de la filiación divina y única de Jesús (Rom 8,29-30), en virtud de la relación única que se ha venido a crear entre Jesús y los hijos de los hombres. La elección de Dios transforma el ser mismo del hombre, que se hace vivo con su misma vida, gracias a la presencia vital en él del principio mismo de la vida divina, que es el Espíritu (Gál 4,5-8). Así pues, el nuevo "nacimiento" (Juan) o la nueva "creación" (Pablo) hacen que el hombre llegue a ser verdaderamente hijo de Dios, es decir, participe de la vida de Dios, animado y vivificado por la acción del Espíritu: "Pero vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, porque el Espíritu de Dios habita en vosotros... En efecto, cuantos son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios, porque no recibisteis el espíritu de esclavitud para recaer de nuevo en el temor, sino que recibisteis el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar. ¡Abba! ¡Padre! El mismo Espíritu da testimonio juntamente con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios" (Rom 8,9.14-16). Por eso somos verdaderamente hijos de Dios, y Jesús, permaneciendo hijo del Padre en modo absolutamente especial, puede ser verdaderamente llamado "primogénito entre muchos hermanos" (Rom 8,29). Por eso la vida de hijos de Dios es realidad de nuestra historia, si bien para verla y vivirla conscientemente es necesaria la luz de la fe, y su manifestación plena es vivida en la esperanza del reino. El nombre de hijos, que se nos ha dado, es nombre que corresponde a la realidad: "Ved qué grande amor nos ha dado el Padre al hacer que nos llamemos hijos de Dios y en efecto lo seamos. Si el mundo no nos comprende es porque no le ha comprendido a él. Queridísimos, desde ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste seremos semejantes a él, porque le veremos tal y como es" (1 Jn 3,1-2).

3. TRADICIÓN Y TEOLOGÍA - Si de la sumaria consideración de la realidad de la filiación adoptiva presente en la Escritura pasamos a examinar lo que de esta filiación han enseñado los padres de la Iglesia y han dicho el magisterio eclesiástico y la teología, nos encontraremos ante un material inmenso y difícil de sintetizar. Mas lo que es absolutamente esencial precisar es que, salvo particulares excepciones, se mantiene siempre clarísimo el sentido de la relatividad del discurso, del carácter sustancialmente metafórico de la atribución de la filiación, que precisamente por eso es llamada adoptiva (haciéndose eco de la misma Escritura), y de la inserción de todo el tema de la filiación en el gran discurso de la "justificación". Quiero decir que la filiación adoptiva no es jamás entendida en sentido realista generativo, sino que es siempre referida a Cristo y a la presencia del Espíritu y vista como uno de los posibles modos de describir el gran hecho de la liberación del mal y de la llamada a la participación de la naturaleza divina. Esta participación de la naturaleza divina es llamada ora justificación, ora santificación, ora gracia, ora divinización, ora precisamente filiación adoptiva.

En la descripción teológica de esta filiación en general, se nos coloca a medio camino entre la natural, propia de quien es realmente engendrado por el padre, y la filiación jurídica adoptiva, que consiste en la atribución gratuita exterior de derechos a un extraño. La filiación adoptiva sobrenatural, afirman los teólogos y padres, es gratuita, pero no puramente exterior, ya que implica una modificación real del ser mismo del adoptado. En cuanto a las explicaciones teológicas, el tema se haría casi interminable y englobaría a todos los otros temas antedichos (gracia, herencia, santificación, divinización, etc.), pudiendo reducirse útilmente al único gran tema de la inhabitación divina en el hombre justificado, es decir, de la presencia dada y operante del Espíritu Santo en la vida del hombre, que ya en la condición terrena permite vivir realmente la misma vida de Dios, es decir, poseer ya desde ahora y verdaderamente el don increado 19. Obviamente esta voz no puede pretender abordar cumplidamente estos temas. Lo que deseo intentar aquí es exponer, en términos culturalmente modernos y sobre todo sintéticos, los resultados de los estímulos documentarios y de contenido que se han reseñado hasta ahora.