FAMILIA
DicEs


SUMARIO: I. Espiritualidad familiar y sacramento del matrimonio - II. El matrimonio cristiano entre "modelo sociológico" y "lugar teológico" - III. El camino de la espiritualidad familiar - IV. La tipicidad de la espiritualidad familiar: 1. Espiritualidad de pareja; 2. Espiritualidad laical; 3. Espiritualidad encarnada; 4. Espiritualidad eclesial - V. El alimento de la espiritualidad conyugal: 1. Palabra; 2. Penitencia; 3. Eucaristía - VI. Las bienaventuranzas y la vida de familia - VII. La espiritualidad familiar al servicio del mundo: el "ministerio" conyugal.


I. Espiritualidad familiar
y sacramento del matrimonio

En relación con la espiritualidad familiar y conyugal son posibles diversas aproximaciones y, consiguientemente, diversas definiciones de la misma. La perspectiva que adoptamos quiere ser esencialmente fenomenológica y existencial, por lo cual, más que a analizar en abstracto las características y las peculiaridades de tal espiritualidad, tiende a "describir" lo que es o debería ser el modo de vivir como cristianos el matrimonio y la familia. Es sobre todo a nivel de existencia cristiana donde más fácilmente emergen las afinidades y, al par, las divergencias de las diversas espiritualidades; las afinidades, porque todo estado de vida es.-tr "seguimiento" e "imitación" de Cristo; y también las divergencias, porque la forma de "seguimiento" y de "imitación" exigida a los esposos cristianos se sitúa en un nivel diferente y se expresa en formas peculiares. Basta pensar en la diversa relación que se establece en lo concerniente a la sexualidad; tanto los casados como los consagrados están llamados a vivir su sexualidad en Cristo; pero los primeros, por así decir, a través de ella; los otros, por encima de ella (si bien jamás contra ella, pues llegarían a la desintegración de su misma vida afectiva). También la dimensión comunitaria de la vida cristiana asume una tonalidad particular en la vida de familia, así como la invitación a vivir las bienaventuranzas evangélicas se encuadra en un contexto diverso y en una diversa situación existencial. Especificidad, pues, de la espiritualidad familiar, si bien en el contexto de un llamamiento universal a la santidad, que se dirige a todos los cristianos independientemente de su estado de vida.

A la luz de estas premisas, la espiritualidad familiar podría definirse como el camino por el que el hombre y la mujer unidos en el matrimonio-sacramento crecen juntos en la fe, en la esperanza y en la caridad y testimonian a los otros, a los hijos y al mundo, el amor de Cristo que salva.

Este proceso de crecimiento caracteriza la espiritualidad del matrimonio y de la vida de familia, la cual se sitúa sobre todo a nivel de experiencia, mientras que el fundamento teológico de esta espiritualidad ha de buscarse en la reflexión sobre el sentido del matrimonio en el ámbito general de la teología de los sacramentos.

En esta existencia cristiana dentro del matrimonio globalmente considerada pueden contemplarse dos ámbitos relativamente distintos, aunque habitualmente conexos entre sí: la espiritualidad conyugal o de pareja, que se realiza en la relación entre hombre y mujer en el matrimonio y que está caracterizada y marcada por el sentimiento amoroso y, en consecuencia, por la dimensión afectiva y por la recíproca integración en el plano de la sexualidad y de la vida común, mas sobre todo por el sacramento; la espiritualidad de la familia, que enlaza con la primera, pero que se extiende, a través de la paternidad y de la maternidad, a la relación entre padres e hijos, definida por la dimensión afectiva parental y filial y en consonancia con las diversas edades.

Una espiritualidad familiar entendida en sentido lato comienza ya con la espiritualidad del noviazgo, contemplada como itinerario de fe hacia el sacramento y la vida cristiana de pareja; y comprende también la espiritualidad de la viudez [>.muerte-resurrección V. 3], o, incluso, la de la soledad (cuando uno de los cónyuges se ve abandonado por el otro o se queda de hecho solo), puesto que también estas condiciones de vida —en algún modo marcadas, por anticipación o por prolongación, por el sacramento del matrimonio— son urgidas a realizarse en términos de espiritualidad, o sea de crecimiento en la fe y en el amor. Elemento constante de estos diversos modos de situarse ante el matrimonio es la capacidad de tender a la plenitud de la existencia cristiana hic et nunc, esto es, en la concreción de una determinada situación histórica, en la capacidad de leer lo que ocurre no simplemente como "suceso", sino como "acontecimiento"; no como tiempo cronológico, sino como kairós, es decir, como tiempo de gracia y de salvación.

Tal existencia cristiana dentro del matrimonio se basa en la fe, radica en la palabra de Dios, se coloca en una línea de continuidad con los otros sacramentos. De la oscura e implícita intuición de que amor, sexualidad y procreación dicen de algún modo relación a la esfera de lo sacro, se pasa, en el matrimonio cristiano, a la explícita conciencia de la estructura constitucionalmente religiosa de la relación entre hombre y mujer y, por ende, a la comprensión de su carácter específicamente sacramental, en virtud del cual los cónyuges cristianos no son sólo testimonio de un amor humano total y fiel, sino que también "significan el misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia" (Ef 5,32; LG 11) y participan del mismo, a tal punto que la ordenación de toda la vida conyugal a la santidad (LG 11) se presenta como el natural coronamiento de este nuevo modo de ser "como pareja" en la Iglesia. Modo "nuevo" no porque se dé un salto del amor del hombre al amor de Dios, sino porque es el mismo amor humano, en todas sus auténticas manifestaciones, el cual "es asumido en el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentorade Cristo y la acción salvífica de la Igle sia" (GS 48) hasta hacer del pacto nupcial un "sacramento" y de la vida conyugal una especie de "consagración"

En esta perspectiva, la espiritualidad conyugal y familiar se presenta como el camino por el que la vocación a la santidad, común a todos los fieles (LG 39ss), se realiza en la específica condición vital del matrimonio y de la familia; no por encima de ella, ni tampoco sólo través de ella, sino pura y simplemente en ella. La vida conyugal, el "aquí" y "ahora" constituido por el cónyuge, los hijos, la profesión, la casa, el barrio (en una palabra, todo el complejo de realidades humanas que constituyen la sustancia de la vida de familia), son el "lugar", mucho más teológico que sociológico, en el que Dios expresa su llamada a la santidad y se propone como "imangen" que la familia cristiana está de algún modo destinada a expresar y traducir en su ámbito específico (GS 4$). Precisamente por estar hechos ad imaginem Dei vivi, los cónyuges cristianos han de vivir "unidos" y están llamados a una santidad (GS 52) que es, al mismo tiempo, don de Dios y respuesta del hombre, tendencia escatológica y compromiso mundano, "fraternidad de caridad" (LG 41) dentro de la familia y servicio a los hermanos en la sociedad yen la Iglesia. El matrimonio supera de este modo su dimensión exclusivamente institucional, jurídica y social, para recuperar por entero toda su densidad teológica y sacramental.

II. El matrimonio cristiano,
entre "modelo sociológico" y "lugar teológico"

En la perspectiva existencial y dinámica que se acaba de exponer, la espiritualidad conyugal y familiar se constituye no sólo la relación a la objetividad del dato sacramental, sino también en relación a la historicidad de las situaciones. La "identidad cristiana" del matrimonio no puede, por consiguiente. buscarse sólo a nivel teológico, sino también en perspectiva histórica. Aquí se da, entre creyentes y no creyentes, el "salto cualitativo" dentro de la aparente identidad de situaciones. Es innegable que los cristianos "se casan como los otros, y como los otros tienen hijos" (Carta a Diogneto, V. 1-2); pero de lo que precisamente se trata es de captar en toda su intensidad el significado de este como. La vocación del cristiano, desde este punto de vista, es la de ser al mismo tiempo igual y diverso; mas precisamente por eso las modificaciones que afectan, por ejemplo, al ordenamiento jurídico y social de la familia, no le dejan indiferente, sobre todo cuando se trata de introducir en las estructuras normativas algunos valores fundamentales que tienen su origen e inspiración profundos en el mensaje cristiano, como es el caso del mismo reconocimiento jurídico de la fundamental igualdad en el ámbito de la familia entre hombre y mujer (Gál 3,28) o de la instauración entre padres e hijos de relaciones que se plantean en términos no de dominio, sino de servicio (Mt 20, 25ss), deparando así un punto esencial de referencia al necesario e ineludible ejercicio de la autoridad. La misma estructura jurídica de la familia no es. bajo este aspecto, indiferente, ya que puede favorecer u obstaculizar esa "cualidad humana" de la relación entre hombre y mujer y entre padres e hijos, que representa el contexto en que está llamada a realizarse también la espiritualidad familiar.

Toda la historia teológica del matrimonio puede explicarse a la luz de un tipo de doble ley, la de la alternancia de los modelos de la familia y la de la permanencia de una vocación sustancialmente única a la santidad. Flan sido las diversas generaciones cristianas, más que la teología (y, desde luego, no la palabra de Dios), las que a veces no han resistido a la tentación de "sacralizar" y, por ende, de hacer permanentes los modelos sociológicos de matrimonio, cargándoles de un significado teológico que no tenían ni podían tener. La espiritualidad familiar cristiana no está llamada a asumir como definitivo modelo alguno, sino a asumirlos y, al par, juzgarlos a todos. Así se establecen a lo largo de la historia diversas formas de existencia cristiana en el matrimonio, pero siempre en el ámbito de la misma "novedad" cristiana. Novedad que se sitúa no tanto ni sobre todo en el plano ético (valores como la unidad, la fidelidad y la fecundidad pueden ser, al menos en parte, acogidos e incluso vividos por el no cristiano), cuanto en el plano teológico. Comprender el valor de la fidelidad, de la unidad, de la fecundidad y del servicio a los demás, no es lo que caracteriza de suyo al matrimonio, sino la conciencia de que todo esto no es una conquista del hombre y de su razón, sea religiosa o laica, sino don de Dios y, por ende, gracia. Luego no se trata tanto de contraponer otros valores a los viejos, como si espiritualidad familiar cristiana quisiera decir en sustancia algo diverso al amor humano vivido en toda su plenitud y riqueza, cuanto de tomar conciencia de que lo antiguo del matrimonio, su milenario devenir, se hace nuevo en Cristo y con Cristo.

La absoluta novedad del mensaje cristiano del matrimonio, así como el hecho de que esté, por así decir, situada y fechada (comienza con la muerte y resurrección de Cristo), marca al par su absolutez e historicidad: absolutez, porque no hay ni habrá jamás otra "novedad" que no sea la de Cristo; historicidad, porque esta novedad está, de hecho, situada existencialmente y es percibida de manera distinta por cada pareja en las diversas épocas o en el curso de su existencia. De ahí el carácter definitivo y a la vez transitorio de toda forma de vida cristiana en el matrimonio, perenne en algunos sentidos, pasajera bajo otros aspectos. Constante de toda auténtica espiritualidad familiar cristiana —independientemente del condicionamiento ejercido sobre ella por el variar de los "modelos" sociológicos de familia patriarcal ayer, nuclear hoy, tal vez comunitaria mañana—, constantemente mantiene una radical relación con Cristo y se constituye en lugar de salvación, de gracia y de servicio, en la convicción de que este "constituirse" no es nunca sólo empeño y capacidad del hombre, sino ante todo y sobre todo don de Dios.

Cuando la familia cristiana adopta esta perspectiva, su espiritualidad supera la tentación del sociologismo, escapa al peligro de dar en algún modo un revestimiento teológico a una realidad sociológica y efectúa el paso decisivo de la categoría humana de "modelo" a la teología de imagen. Aquí está el sentido del "giro teológico" al que la espiritualidad cristiana se siente incitada frente a la realidad antropológica en la que se halla inmersa, tomando cada vez más clara conciencia de que el amor humano corre constantemente el riesgo de partir del hombre y acabar en el hombre, de encontrar siempre y sólo al hombre, cuando su destino es partir del hombre para encontrar la "imagen" de Dios en la existencia cristiana de la pareja. Vivir como cristianos el matrimonio termina entonces coincidiendo con la capacidad de vivir la experiencia de la vida de familia en el doble y a la vez único horizonte de la historia y de la fe.

III. El camino de la espiritualidad familiar

La búsqueda de la santidad en el matrimonio no constituye ciertamente una novedad en la vida de la Iglesia, sino que es una constante suya, porque en cada época histórica y en cada ambiente cultural y social ha habido cónyuges cristianos que han experimentado su existencia como dimensión de fe, de amor, de servicio a Dios. Lo que sí parece relativamente nuevo es la reflexión crítica que la teología y la espiritualidad han ido elaborando sobre esta experiencia, hasta el punto de inducir a afirmar que la "espiritualidad familiar" no como praxis, sino como elaboración sistemática, es una realidad bastante reciente, que coincide casi con las vicisitudes del último medio siglo'. Esto no ha de ser motivo de estupor, porque el fallido desarrollo de la espiritualidad familiar, después de las primeras intuiciones de la edad patrística, no es otra cosa que un aspecto de la insuficiente profundización del tema de la existencia cristiana bajo el perfil de la espiritualidad de los laicos, en general y en particular (espiritualidad del trabajo, de la profesión, de la vida social). Junto a estas razones de orden general pueden apreciarse algunas específicas, vinculables a condicionamientos que no han cesado de influir negativamente en la vida de la comunidad eclesial y que explican en parte el dificil camino de la espiritualidad familiar, incluso en nuestros días.

La primera y fundamental razón de tal retraso ha de buscarse en la acentuación de la dimensión monástica y clerical, en sentido lato, que se efectuó sobre todo a partir del medioevo. De resultas ha tenido lugar un tipo de transferencia de modelos de la espiritualidad monacal a la laical en general, y a la familiar en particular. En lugar de profundizar las líneas generales comunes a cada forma de existencia cristiana (tanto en la virginidad como en el matrimonio), se ha considerado la vida consagrada como una especie de modelo con el cual debía confrontarse y en base al cual debía juzgarse la vida conyugal, a la que se tenía por válida en la medida en que era capaz de adecuarse a la virginidad y en algún modo de reproducirla. De ahí la inevitable infravaloración de la dimensión específicamente nupcial de la vida laical; si el modelo de la vida cristiana no es el amor, sino la continencia, una espiritualidad que excluye, más aún, que debe necesariamente excluir de manera permanente la forma virginal de la castidad, es por fuerza una forma de vida marginal, perteneciente incluso a un nivel inferior. Análogamente, si el modelo de vida cristiana no es la ordenación de los bienes materiales a Dios, sino la pobreza entendida como renuncia, la vida familiar, que no puede prescindir del uso de los bienes, se convierte por necesidad en el pálido reflejo de un ideal de perfección que sólo puede buscarse en otra parte. El hecho, nada infrecuente, de que en los siglos pasados esposos y esposas, y sobre todo viudos (las listas de la santidad canónica están llenas de ejemplos), se refugiasen en el convento, es índice de esta irreflexiva identificación entre vida conventual y "estado de perfección", como si la vida laical fuera necesariamente una forma subalterna de existencia cristiana. En el mismo contexto debe subrayarse el hecho de que hasta época relativamente reciente, sobre todo en el mundo católico, los maestros y los escritores de espiritualidad, y ante todo los teólogos, vivieran como norma su existencia fuera de la condición conyugal, de modo que con mucha frecuencia tenían una imagen sustancialmente desenfocada (cuando no incluso deformada por ese punto de escucha de la patología conyugal, y no de su fisiología. que ha sido y sigue siendo en muchos aspectos el confesonario). Es preciso saltar casi desde los primeros siglos a la edad contemporánea para encontrar una espiritualidad familiar no sólo vivida, sino críticamente analizada, en una palabra, consciente.

La segunda razón del retraso de la reflexión sobre la espiritualidad conyugal es su insuficiente elaboración teológica a nivel de eclesiología y de teología de los sacramentos. En una eclesiología que antes del Vaticano II miraba como categoría fundamental la de la jerarquía y como estructura sustentadora la obediencia, debía quedar poco margen para una espiritualidad que tiene que ser de participación, de condivisión, de comunión (mientras que en el pasado los esposos cristianos, como el resto de los laicos, parecían ser en la comunidad cristiana esencialmente mero lugar de escucha, y no un pueblo de Dios que sabe a la vez hablar y escuchar). Y en una teología del matrimonio proclive a desarrollar, sobre todo, las categorías jurídicas de la contractualidad, de la indisolubilidad, de la obligatoriedad (más que las bíblicas de pacto, de amor y de alegría), era natural que prevaleciese una consideración abstracta sobre la "esencia" y sobre los "fines" del matrimonio, o sobre las condiciones en que se instaura o deja de existir, más bien que sobre aquello que lo constituye como cristiano en la perspectiva de la salvación. De ahí una atención privilegiada prestada a la relación entre sacramento y sociedad civil, especialmente en lo relativo a la disputa sobre el control de la institución, más bien que a la relación entre sacramento y comunidad eclesial. Este es el defecto de muchas, por otra parte ricas, construcciones teológicas, mientras que algunas intuiciones de pensadores como A. Rosmini y M. J. Scheeben no serían reconsideradas hasta un siglo después, en la línea de una nueva comprensión del matrimonio como sacramento y de la Iglesia en cuanto comunión.

No es, pues, aventurado fechar el movimiento de espiritualidad conyugal a partir de la Casti connubii, de Pío XI (1930), con la cual empieza una nueva fase de la reflexión del magisterio. Este es, en efecto, el punto de partida de un vasto movimiento de espiritualidad familiar, que se extiende bien pronto a todo el mundo católico y que se afirma en conexión con una serie de fenómenos internos y externos a la Iglesia, desde la laicización del matrimonio como institución a la secularización de la vida; desde la difusión de las prácticas neomaltusianas hasta el cambio de actitud frente a la sexualidad; desde el establecimiento de regímenes totalitarios que pretenden sustituir a la familia en su función educativa hasta la agudización de la tensión entre las generaciones. En este contexto, la Iglesia se somete a sí misma a un amplio proceso de revisión crítica, que hallará en la doctrina sobre el matrimonio del Vat. II un punto de referencia fundamental y en las diversas asociaciones y movimientos de espiritualidad conyugal el lugar natural en que el tema de la espiritualidad conyugal se convierte de andamiaje teológico, a veces abstracto, en concreta praxis de vida.

Todo esto sucede debido a los rápidos cambios sociales y culturales, que obligan a recuperar sin demora la originalidad cristiana del matrimonio, y ello, más que en antítesis, en dialéctica con una imagen sociológica de matrimonio hoy ya en crisis en el ámbito de Occidente. En el momento en que antiguas estructuras caen o están para caer, la comunidad cristiana parece redescubrir el matrimonio y la familia, no tanto como última trinchera que defender cuanto como pequeño grupo capaz de reestructurar sobre bases nuevas todo el tejido eclesial y de ayudar al laico a vivir como cristiano la realidad secular en que está inserto. De ahí el vasto proceso de revisión crítica a que se someten las estructuras pastorales, a instancias precisamente del redescubrimiento de los valores de la espiritualidad cristiana, para ver si siguen o no siendo aptas para formar cristianos adultos, capaces de vivir fielmente su vocación, asumida no como realidad sociológica condicionante, sino como apremiante realidad de gracia. A una comunidad polarizada únicamente en torno al carisma de la virginidad consagrada, le sucede una comunidad que va redescubriendo la pluralidad de vocaciones, carismas y ministerios eclesiales en el cuadro de la llamada única y fundamental de los cristianos a la santidad.

No debe olvidarse, por fin, la aportación de los hermanos separados a esta renovada reflexión sobre el matrimonio, de acuerdo con el progreso del movimiento ecuménico y la renovada toma de contacto con la espiritualidad protestante y oriental'.

IV. La tipicldad de la espiritualidad familiar

Algunas características fundamentales definen la espiritualidad de la familia y evidencian su originalidad y novedad.

1. ESPIRITUALIDAD DE PAREJA - Ante todo, es una espiritualidad de pareja; no ya en el sentido de que excluya de su horizonte a los otros miembros de la familia, cuando los hay (en particular, los hijos), sino porque, entre los bautizados que constituyen esa comunidad que es la familia cristiana, sólo los esposos hacen el pacto sacramental que los convierte en una entidad nueva. Por eso la espiritualidad conyugal se define sobre todo como tendencia hacia la unidad, entendida como elemento al par constitutivo y dinámico del sacramento del matrimonio y como llamamiento a una plenitud que obtendrá su perfección sólo en el horizonte de las últimas realidades. A esta luz, el matrimonio no es un evento que se realiza de una vez por todas, sino el instrumento de una vocación a ser cada más "los dos una sola carne" (Gén 2,24). Aquí se descubre el sentido profundo de la "descripción" que Pablo hace del matrimonio como "misterio grande en orden a Cristo y a la Iglesia" (Ef 5,32); el matrimonio de los cristianos es compromiso de testimoniar existencialmente entre los hombres el vínculo, de otro modo indescifrable, mediante el cual Cristo e Iglesia son asimismo "dos en uno". Caminar hacia una unidad cada vez más profunda, en la certeza de que Cristo es el autor y la plenitud de esta unidad, constituye el itinerario fundamental de la espiritualidad conyugal.

En este camino emergen algunos valores que son al par humanos y cristianos:

• la fidelidad.. fidelidad al otro significa también fidelidad al proyecto de Dios sobre ambos;

• la solidaridad, entendida como un "sobrellevar mutuamente las cargas" (Gál 6,2), incluso en el plano espiritual, cuando el cónyuge inocente "se hace" pecador con el cónyuge pecador y el cónyuge arrepentido ofrece al otro la oportunidad de participar con él en la alegría de la conversión;

• la originalidad, en el sentido de que, en la común vocación a la unidad y al crecimiento en Cristo propios de todos los esposos bautizados, cada pareja es llamada a un itinerario propio de crecimiento, a través de los acontecimientos, las opciones cotidianas y cualquier otro medio del que el Espíritu se sirva para indicar el camino.

2. ESPIRITUALIDAD LAICAL - La espiritualidad familiar es. por otra parte, típicamente laical, en el sentido de que se expresa en las realidades mundanas y seculares (LG 31), las cuales son, por un lado, los instrumentos a través de los cuales el Espíritu llama incesantemente a los esposos a caminar juntos hacia el Amor, y, por otro, la "materia" de un ofertorio cotidiano, de una "liturgia de la vida" que asume y rescata en la persona de Cristo la "mundanidad" de los eventos y de los sentimientos humanos. Estas realidades son, por un lado, el amor, la sexualidad y la fecundidad, y, por otro, la casa, que es el lugar donde se viven estas dimensiones; el trabajo, entendido no sólo como derecho personal y servicio que se presta en general a la sociedad, sino como esfuerzo y servicio de amor a los familiares; la política, entendida como el contexto en que la familia es llamada a colaborar por la sociedad. Lo es igualmente la alegría, que, en la plenitud del amor, en la dulzura de la comprensión recíproca, en el estupor de la vida que se renueva, es instrumento de participación común en el gozo pascual de Cristo, ocasión de agradecimiento y de alabanza; y también el dolor, componente ineludible de la experiencia humana, que se traduce en adhesión de la familia al misterio de la cruz; no sólo los grandes dolores, efemérides de la existencia, sino también los menores e incluso los más pequeños de la vida diaria, las molestias, la fatiga del vivir juntos, la experiencia del límite en el corazón del amor, son hechos constructivos de una unidad espiritual dirigida hacia los horizontes de una caridad que "no tendrá fin" (1 Cor 13,8).

3. ESPIRITUALIDAD ENCARNADA - Entre las realidades en que se expresa la espiritualidad familiar y conyugal, ocupan un puesto singular el amor y la sexualidad, puesto que definen la esencia humana del matrimonio y, precisamente por ello, son también el instrumento de su misma sustancia sacramental.

Comprender que la participación en el misterio pascual de Cristo, el crecimiento común en la fe, en la esperanza y en la caridad, la común respuesta al Espíritu, que incesantemente hace resonar su llamamiento en el corazón de los esposos, pasan también a través de las dimensiones tan humildes y terrenas del amor conyugal y del don sexual no es siempre fácil, especialmente a nivel de experiencia, por la misma pobreza de los signos, que, pese a la densidad de su significado, parecen inadecuados en comparación con el "gran misterio" que deben expresar y representar. Tal inadecuación, perceptible también, y quizá más, en los momentos del abandono amoroso humanamente total y perfecto, descubre en cierto modo el "vacío" que debe ser colmado por la fe; la fe exige que la pobreza humana sea rescatada por la riqueza de Cristo, quela aspiración a la plenitud del amor sea asumida por el Espíritu, que invita a elevarse; que la rigidez de los limites psicológicos y fisiológicos, a veces insuperables, sea rota por la esperanza de la unidad perfecta en la caridad, que encontrará cumplimiento en el reino del Padre.

Y, sin embargo, el don sexual en el amor es. también para los esposos cristianos, factor de alegría, momento determinante y constructivo de la realidad de pareja a que asimismo el sacramento los llama (GS 49), elemento fundamental, si bien no único y quizá caduco a la larga de su comunión de vida. Por eso es de suma importancia, para la existencia cristiana de la pareja, caminar con claridad y paciencia incluso en el plano de la experiencia sexual: con claridad, para no supervalorar, ni tampoco subvalorar, este ámbito de la vida conyugal; con paciencia, porque la castidad conyugal es también una larga conquista, como cualquier otra dimensión moral de la existencia entre dos, que pasa por altibajos, retrocesos y magníficas recuperaciones. Lo que importa es que en este camino la pareja no confíe sobre todo en sí misma, sino que tenga la lúcida conciencia de que Cristo llama y sostiene, y de que a la oscuridad de la crucifixión sigue la alegría de la resurrección. Este llamamiento a la paciencia y esta promesa de plenitud están, por lo demás, contenidos de modo transparente en el desemboque normal de la intimidad sexual, que es el hijo. La fecundidad constituye, sin duda, un valor en el plano humano; es intrínsecamente un gesto constructivo, un acto de fe en el hombre, una mirada más al fondo y por encima del sufrimiento y de los errores del pasado y del presente, un puente tendido hacia el futuro. En la perspectiva de la espiritualidad conyugal, la fecundidad es también llamada del Padre a salir del mundo a dos de la pareja para hacerse don común al mundo. Esta "vocación" está claramente ya presente en el don sexual, en cuanto instrumento de la procreación; por eso es una vocación que concierne a todas las parejas cristianas, incluso a las que no tienen hijos. En efecto, no puede darse esterilidad en el matrimonio cristiano, llamado a hacerse servicio de amor a todos los pequeños, los pobres y los marginados; destinado a convertir en "padre" y "madre" a los esposos, tengan o no hijos, a través de las opciones de generosa disponibilidad que ellos pueden efectuar en la Iglesia y en la sociedad (AA 11).

4. ESPIRITUALIDAD ECLESIAL - La orientación a la fecundidad funda así la cuarta y fundamental característica de la espiritualidad conyugal: su eclesialidad. Es relativamente reciente, como la historia de la espiritualidad conyugal lo evidencia, la intuición de que a la espiritualidad de la pareja le hace falta un respiro eclesial, so pena de perder, a la larga. fuerza y vitalidad, cuando no de llegar incluso a la esterilidad. Tal conciencia forma parte del camino recorrido por la comunidad cristiana con la ayuda tanto de la reflexión teológica como de la experiencia concreta de la vida de las parejas cristianas. Se trata de la toma de conciencia de que la espiritualidad familiar no afecta sólo a la pareja y a la familia, sino que es una realidad eclesial; no separa, sino que inserta cada vez más profundamente en el contexto de las relaciones eclesiales a los cristianos que viven el matrimonio y la familia. No podría ser de otro modo. si el matrimonio es "signo" de Iglesia (Ef 5,32) y la familia "experiencia de Iglesia" (LG 11; AA 11). En el signo de la eclesialidad se verifica continuamente el paso y la interacción entre espiritualidad conyugal y familiar. La familia es iglesia en cuanto comunidad de bautizados; lugar abierto a la acogida y a la escucha de todas las personas y de todos los carismas; "pequeña iglesia" (tamquam domesticum sanctuarium Ecclesiae: AA 11) que, no obstante, se abre al mundo y que, pese a estar físicamente circunscrita por los muros domésticos (velut Ecclesia domestica; LG 11), no por ello está menos disponible a las necesidades de todo el pueblo de Dios, precisamente porque se siente partícipe del mismo y de alguna manera responsable.

De aquí nace una espiritualidad eclesial, y más propiamente de comunión, que puede hallar en la espiritualidad típica de la vida de familia (común, si bien en formas diversas, al niño y al muchacho, al joven y al anciano, al hombre y a la mujer) su momento de actualización y verificación.

En la línea de esta reflexión se puede intentar poner en marcha un tratado sobre la espiritualidad de las comunidades interfamiliares, que a menudo comprenden sea núcleos familiares, sea personas particulares o jóvenes no casados. Se trata de experiencias iniciales que aún están buscando una fisonomía precisa, pero que, cuando nacen por opción meditada, con espíritu de servicio a los otros y como estímulo para la superación de estructuras consideradas ya vacías de contenido cristiano, son ricas de generosidad y de fe. El ideal de "iglesia doméstica" puede asumir, en estas tentativas comunitarias, un peso de gran importancia, si la inteligencia pastoral de quien tiene la responsabilidad en las iglesias locales se empeña en que experiencias nacientes y en búsqueda no sean aisladas y separadas del contexto eclesial y se preocupa por crear instrumentos y ocasiones que ayuden a que florezca una espiritualidad original (familiar, pero también conyugal; comunitaria, pero no conventual), que podrá dar frutos impensados de fe y de caridad para todo el pueblo de Dios.

Los grupos de espiritualidad conyugal y familiar constituyen también una experiencia de iglesia muy válida para las parejas de esposos. El grupo, en efecto, puede ser un espacio ideal para los esposos en la comunidad eclesial, en el cual concienciarse y madurar sus específicos valores conyugales. El método del encuentro fraterno, del intercambio generoso de los dones de cada uno, de la recíproca disponibilidad, determina una experiencia de comunión que induce al grupo y a quien en él se alimenta a abrirse a la comunidad local, más amplia, y a hacerse cargo de sus problemas.

V. El alimento de la espiritualidad conyugal

La espiritualidad conyugal nace de la fe, vive en la esperanza y se expresa en la caridad. Fundamento de toda espiritualidad cristiana, la fe, la esperanza y la caridad son acogidas como don del Espíritu y vividas en modo peculiar en el ámbito de la vida de familia. La fe se torna confianza y fidelidad a Dios y al otro; la esperanza, empeño por la construcción del reino y por la realización de la justicia a través del testimonio y de la presencia de la familia; la caridad, don recibido y aceptado del Espíritu y difundido entre los hermanos y en la comunidad. La palabra de Dios alimenta la fe; la conversión y el arrepentimiento sostienen la esperanza; la experiencia del amor restituye su sentido profundo a la eucaristía y la convierte realmente en acción de gracias.

1. PALABRA - La palabra es, pues, alimento de la fe. En la palabra de Dios, la familia cristiana adquiere claridad, confronta con ella su vida y opciones, por ella se convierte y reemprende el camino cotidiano. Existe, por consiguiente, en la vida de las familias y de los esposos cristianos un "momento de la palabra", que es factor constructivo de la "pequeña iglesia" doméstica. Tal momento puede asumir diversa extensión; puede consistir simplemente en el empeño por escuchar atenta y reflexiva-mente la palabra proclamada en las liturgias dominicales (empeño a cumplir-se fiel y responsablemente); o puede desplegarse en formas más amplias, en las cuales, aun atribuyendo un valor fundamental a la palabra proclamada, se practica también una lectura doméstica de la palabra, lectura sugerida por hechos ocasionales, como los tiempos litúrgicos o aniversarios familiares particulares. La reflexión sobre la palabra, leída o escuchada, lleva a la familia a una actitud común de agradecimiento, de oración, de humildad ante Dios, a una espera confiada del perdón.

2. PENITENCIA - La palabra mueve a la familia a la penitencia cristiana, a reconocerse pecadores, a poner su confianza en el amor del Padre y, en este amor, a recomenzar la tarea y la alegría de vivir. En particular, en el plano de la espiritualidad conyugal, la penitencia puede recobrar su significado comunitario pleno, por encima de ese proceso reductivo de privatización que lo había oscurecido en no pequeña medida. En las celebraciones penitenciales comunitarias los esposos entran con su identidad de pareja: portadores, como todos, de sus pecados personales y sociales, pero también de faltas que les afectan específicamente en cuanto pareja y comunidad familiar; mas al mismo tiempo disponibles para saborear juntos la alegría del perdón y del retorno a la casa del Padre. Convencidos de que las culpas personales se reflejan en su realidad conyugal como y más que en todo el cuerpo de la Iglesia, los cónyuges cristianos piden perdón también a los otros y, en primer lugar, al "otro" por excelencia, el esposo o la esposa. A esta luz asume un significado particular el intercambio de la paz en la celebración eucarística, en la cual los esposos,al participar juntos, son signo de la reconciliación alcanzada y, al mismo tiempo, interpelación a una constante conversión.

3. EUCARISTÍA - En la espiritualidad conyugal, como en cualquier otra forma de espiritualidad, la eucaristía constituye el momento central y constructivo; la eucaristía edifica el matrimonio cristiano en su dimensión histórica, concreta, dinámica. Recibiendo el cuerpo de Cristo, que se reparte, y su sangre, derramada por todos, los esposos se hacen el uno al otro el don irrevocable de si mismos y, al par, el don común a todos los hermanos; y confirman asimismo en Cristo el don total de su ser conyugal, de su conyugalidad. A través de la eucaristía se recapitulan en Cristo (Col 1,19) todos esos valores sagrados y seculares que forman el tejido de la vida de la pareja; es Cristo, en efecto, no la buena voluntad de los esposos, el que redime continuamente las realidades humanas y las hace capaces de convertirse en instrumento de crecimiento sobrenatural. El es, en la eucaristía, el "Dios con nosotros" (Mt 1,23) continuamente entregado por la salvación del mundo; es también el Dios que llama mediante el Espíritu; por eso en la eucaristía la pareja recoge el llamamiento a caminar hacia una dimensión conyugal que sea una participación cada vez más plena y signo cada vez más transparente del amor CristoIglesia. En este sentido, la condición conyugal se convierte también, de algún modo, en una eucaristía, en un memorial perenne y viviente del amor fiel y sacrificial de Cristo por el hombre (1 Cor 11,25ss). Pero la eucaristía edifica también, al par que la comunión conyugal, la comunión familiar: fundamenta en la Iglesia la iglesia doméstica. Los diversos momentos de la vida doméstica, las ocasiones de vivir juntos pueden convertirse entonces en una prolongación y un anuncio, a nivel humano y educativo, de la fiesta, de la cena, del encuentro con los hermanos, a quienes el Señor llama a su eucaristía. Esta densidad evocativa y significativa de los gestos habituales de la vida en familia resulta más evidente en la inminencia de la "preparación" a los sacramentos de la iniciación cristiana', que no podría, si es verdaderamente tal, dejar de implicar a toda la familia. En el ámbito de la fecunda relación entre eucaristía y espiritualidad familiar, se sitúa asimismo la experiencia de las "misas domésticas", destinadas, por cierto, no a separar a las familias del cuerpo eclesial, sino más bien a hacerles experimentar el sentido y el valor de su entidad de pequeñas comunidades de iglesia.

Palabra, penitencia, eucaristía forman el tejido de la plegaria conyugal y familiar que, precisamente en cuanto comunitaria, no puede dejar de arraigar profundamente en estas realidades. En momentos específicos y más reposados (retiros, ejercicios espirituales, encuentros de reflexión y de revisión de vida), la plegaria conyugal adquiere vigor y frescura; mientras que en las ocasiones recurrentes en la vida cotidiana (las comidas, el domingo, las grandes fiestas litúrgicas, los dolores, las alegrías, los acontecimientos del mundo) recibe el estímulo para hacer presente en la comunidad familiar a Cristo, que escucha, ama y perdona.

VI. Las bienaventuranzas y la vida de familia

Palabra, penitencia y eucaristía acompañan a la familia cristiana en su caminar peculiar a través de las realidades mundanas hacia la santidad, y la llevan a comprender el sentido profundo de las bienaventuranzas evangélicas (Mt 5,3ss; Lc 6,20ss), las cuales tienen que ser vividas por los esposos en clave conyugal y por la familia entera en la dimensión laical específica de la espiritualidad familiar.

• La paz es aspiración constante de la vida conyugal y familiar: una paz entendida no tanto como ausencia de contrastes (éstos son inevitables en el plano humano), sino como conciliación de las diversidades personales en la comunión profunda, que es don del Espíritu. Esta paz es también misericordia, por ser fruto de una actitud interior de humildad, que hace que cada uno se reconozca limitado, pecador, necesitado del perdón de Dios y de los hermanos. En virtud de esta actitud, se perdonan las ofensas del prójimo, en la seguridad de que, a quien perdona y en la medida en que perdona, Dios le perdona.

• La justicia, ideal al que tan sensible es el hombre contemporáneo, encuentra en el ámbito conyugal y familiar una singular posibilidad de que sea vivida en el plano de la espiritualidad. La justicia consiste, ante todo, en una actitud de respeto, profundo y convencido, a la diversidad de las personas; un respeto que tiene su raíz en la conciencia de que Dios es la fuente y la riqueza de toda diversidad. El reconocimiento de la personalidad de la mujer en el ámbito familiar se basa en la justicia; de aquí deriva el empeño concreto por una equitativa división de las tareas y de los deberes, en una variedad y elasticidad de servicios y de roles, de suerte que en el ámbito de la pareja conyugal no se registren jamás formas de opresión del uno sobre el otro ni continuas confrontaciones polémicas, sino que se arreglen las diferencias en dinámica armonía, que nace del respeto y halla su plenitud en el amor. La justicia es guía indispensable de la vida familiar y punto de referencia de un amor parental. que el instinto y las limitaciones humanas podrían hacer posesivo, oprimente, contrastante con las reales exigencias de crecimiento de las personas.

• Las persecuciones y el sufrimiento tampoco son extrañas al horizonte de la familia. Existe un tipo de "persecución" que todos los cristianos experimentan en diversa medida: el de la incomprensión y a veces el desprecio o la calumnia. La pareja cristiana, precisamente por los valores que trata de destacar con sus opciones y su vida, es a menudo blanco de esta sutil persecución, que va en los casos concretos desde la marginación social de hecho de las familias numerosas hasta las insinuaciones infamantes por la resistencia a faltar a los propios principios en el plano de la moral sexual y de la fidelidad. Estas y otras actitudes abierta o sutilmente persecutorias son el banco de prueba de la fortaleza y de la fe de las parejas cristianas y el "lugar" en el que experimentan el llamamiento universal a las bienaventuranzas.

VII. La espiritualidad familiar
al servicio del mundo: el "ministerio"
conyugal

El camino de la familia cristiana por la vía de la profundización de la propia espiritualidad, como seguimiento del Señor en su específico estado de vida, sólo es posible si la pareja conyugal, gozne de la familia, no se aísla, sino que con una clara y viva conciencia eclesial, como se ha visto, se arraiga vitalmente en la Iglesia, en la cual se basa y sobre la cual constantemente reconstruye su identidad cristiana. En esta perspectiva, la espiritualidad conyugal alcanza cumplidamente su dimensión de "carisma", de "servicio", de "ministerio", en la línea doctrinal indicada por el Vaticano II y recogida por el magisterio episcopal s. Se trata de un "ministerio" típicamente laical, no propia o técnicamente "ordenado", que siempre es fecundo y que nace como respuesta a la llamada que Dios continuamente dirige a la pareja para que crezca en la gracia y se dé generosamente.

Ministerio del signo: los esposos son signo de amor, de unidad, de tensión escatológica, de fidelidad a la alianza, en relación con todos los grandes temas bíblicos del amor y del matrimonio.

Ministerio de la vida, física (procreación) y espiritual (educación, adopción, hospitalidad, servicio). Si la transmisión de la vida entra en el ámbito de la "naturalidad" del matrimonio como institución, el anuncio del evangelio en la familia supera ese ámbito y asume un significado auténticamente eclesial.

Ministerio del servicio al mundo: en la comunidad civil (escuela, barrio, asociaciones de padres) lo mismo que en la comunidad eclesial (ayuda a los casados, catequesis a los niños y muchachos, compromiso con los otros cónyuges y especialmente con las parejas que pasan momentos difíciles).

Sobre todo debe recuperarse el sentido profundo del "ministerio educativo" de la familia cristiana, dirigido al crecimiento global de las personas, a promoverlas, a ofrecer el ambiente y los instrumentos idóneos para guiarlas a la madurez en la autonomía, en la capacidad crítica y en la libertad de los hijos de Dios. La pareja cristiana es instada a ser la estructura sustentadora de una familia capaz de hallar en su interior esa libertad radical, esa novedad de relaciones no dictadas por la carne ni la sangre, sino por la "vida nueva" (In 3,5) que Cristo da mediante el bautismo. Por esta vía, mediante el esfuerzo cotidiano y tenaz por reducir el propio egoísmo para que crezca la caridad, don del Espíritu, la familia se realiza velut Ecclesia domestica. En tal perspectiva, el servicio educativo ya no es sólo el que prestan los padres a los hijos en el período de la edad evolutiva, sino que es el empeño reciproco y global de la familia, en un continuo intercambio de dones y de relaciones, para que todos y cada uno alcancen la "medida de la plenitud de Cristo" (Ef 4,13). Este es también el significado y el valor del servicio que pueden prestar a la comunidad eclesial las parejas de esposos conscientes de su original carisma de casados, que las hace idóneas para el ejercicio de un ministerio especifico, que sólo parcial e imperfectamente podrían cumplir quienes en la Iglesia son portadores de otros dones y de otros carismas.

A través de la comprensión de su rol en la comunidad cristiana, la familia, explicitando al máximo las características de su espiritualidad, redescubre su vocación misionera. La pareja se hace consciente de estar en el mundo, mejor, de ser mundo, para orientarlo a Dios. Toda la espiritualidad conyugal y familiar adquiere así sentido a la luz de una categoría esencial, auténticamente evangélica, que resume todo el sentido de la misión de Cristo: el "ser para los otros". La pareja cristiana no es para sí, sino para los otros; no sólo los otros más directos y cercanos (el cónyuge y los hijos), sino todos los hombres. Precisamente por ser consciente de que Dios la ama)( la enriquece con el don precioso del matrimonio-sacramento, la pareja cristiana es instada a hacerse testigo y anunciadora en el mundo del amor de Dios en la forma particular que ella lo vive y experimenta, la del amor nupcial y parental. En este sentido, la familia es el lugar en que el amor de Dios, encarnado y, por así decir, verificado en el amor entre el hombre y la mujer, es no sólo acogido en uno mismo, sino dado a los otros, a través del testimonio de vida, la entrega a la evangelización y el compromiso apostólico (AA 11). Precisamente por ser capaces de vivir su existencia dentro del horizonte de la fe, los cónyuges cristianos están llamados no sólo a ser dignos de su vocación, sino a ser testigos ante el mundo de la perenne validez del mensaje evangélico, como fuerza capaz de fermentar desde dentro todas las realidades temporales y realizarlas en su doble dimensión histórica y escatológica.

En la vida de la familia cristiana, la categoría de misión asume así un rol de decisiva importancia. El "ir", el "anunciar", el "bautizar", el "testimoniar" (Mi 28,19) no son sólo cometido de la Iglesia jerárquica, sino tarea de todos los cristianos. Una espiritualidad familiar adulta y madura no puede dejar de redescubrir esta su íntima orientación misionera, y no solamente en el ámbito de los muros domésticos. La dimensión misionera de la existencia se convierte así en el constante punto de referencia de una vida familiar vivida en toda su plenitud y riqueza, en la obediencia al Padre, en el seguimiento del Hijo y en la fidelidad del Espíritu, que la anima y sostiene. Por esta vía, la familia cristiana elude el riesgo de una lectura intimista de la propia espiritualidad y se hace compromiso en la historia, lugar donde la Iglesia se hace mundo para asumirlo y para hacerlo "nueva criatura" en Cristo (2 Cor 5,17).

Gianna y Giorgio Campanini

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