EUCARISTÍA
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SUMARIO - I. Espiritualidad de un misterio: 1. Eucaristía y memorial. 2. Eucaristía banquete. 3. Eucaristía sacrificio - II. Espiritualidad de una presencia: 1. Alogia cristiana, diálogo y diaconia. 2. Obediencia y misión - III. Espiritualidad de una celebración: 1. Celebración, culto y edificación. 2. Celebración, culto y caridad.


I. Espiritualidad de un misterio

1. EUCARISTÍA Y MEMORIAL - El lenguaje litúrgico, expresión de una tradición cristiana cualificada, habla de la eucaristía como del "mysterium fidei" por excelencia. Según una convicción fácil de encontrar también fuera del mundo de los simples fieles, la razón por la cual la eucaristía merece este apelativo se deriva del hecho de que, en su realidad profunda, trasciende desde todos los puntos de vista la capacidad de comprensión humana y la posibilidad de una simple explicación racional. En realidad, la razón más verdadera es otra: la eucaristía merece ser considerada como el "mysterium fidei", porque expresa en términos particularmente llamativos y realiza en una medida suprema la economía salvífica con que el Dios cristiano se manifiesta y obra en la historia. Desde este punto de vista, la tradición litúrgica, que centra su atención en la eucaristía, no está absolutamente en contraste con la tradición catequística, según la cual los principales misterios de la fe son: el de la Trinidad y el de la encarnación del Verbo. Las dos tradiciones son perfectamente convergentes, porque si es cierto que los misterios de la Trinidad y de la encarnación son la fuente y la estructura básica de la historia de la salvación, la eucaristía es el criterio hermenéutico más seguro del misterio de la encarnación y, por lógica consecuencia, del mismo misterio trinitario.

La indicación de que, para una lectura auténtica, global y unitaria de las verdades cristianas fundamentales, hay que seguir una trayectoria lógica única, que se remonta desde la eucaristía a la encarnación y, después, a la Trinidad, nos viene de la misma enseñanza neotestamentaria. La exégesis contemporánea hace observar justamente que todos los relatos sinópticos de la institución de la eucaristía pretenden hacernos ver en el gesto eucarístico la explicitación del significado del misterio pascual (desde la pasión a la muerte y a la resurrección) y de toda la lógica salvífica. Mas este intento es particularmente evidente en el relato de Lucas (cap. 22); en efecto, apartándose de Marcos y de Mateo, de acuerdo con un plan teológico bien preciso, coloca el episodio de la disputa entre los apóstoles, que querían establecer quién de ellos era el más grande, inmediatamente después del relato de la institución eucarística. La lección que Jesús da a todos es la clave interpretativa de la eucaristía: "Mas él les dijo: Los reyes de las naciones las tiranizan y sus príncipes reciben el nombre de bienhechores. Pero entre vosotros no ha de ser así, sino que el mayor entre vosotros será como el más joven, y el jefe como el que sirve. En efecto, ¿quién es mayor, el que se sienta a la mesa o el que sirve? ¿No es el que se sienta a la mesa? Pues bien, yo estoy en medio de vosotros como el que sirve" (22,25-27). En estas afirmaciones de Jesús, en las cuales podríamos sentirnos tentados a ver sólo una fuerte invitación al ejercicio de la humildad, tenemos en cambio la indicación de la lógica que llevó a Jesús a instituir la eucaristía y, mediante la eucaristía, a darnos el punto de vista desde el cual se debe leer el misterio de la encarnación y de Dios mismo.

Reflexionando a distancia de siglos sobre las raíces profundas de las que brotaron las más clamorosas herejías de los primeros siglos cristianos —como el docetismo y el arrianismo—, es posible darse cuenta de que todo proviene de una distorsión de perspectiva. Si se intenta interpretar el ser y el obrar de Dios desde un punto de vista puramente racional, no se puede menos de concluir que un "ser trascendente", como Dios, no puede entrar efectivamente en la historia y en el mundo hasta aceptar una auténtica dimensión humana sin dejar de ser él mismo. De lo cual se sigue que, si la Escritura habla de un Dios que se hace hombre, en realidad hay que concluir que es un Dios que finge ser hombre (docetismo) o, más lógicamente, que es sólo una criatura que ejerce las funciones de un Dios. En definitiva, cuando se usa la lógica humana como criterio interpretativo supremo y exclusivo de los misterios de la salvación, no se consigue aceptar, y menos aún comprender, lo que la palabra de Dios enseña y lo que la acción de Dios realiza en la historia. En consecuencia, se hace violencia a la palabra de Dios y se altera la historia con tal de hacerla entrar en los esquemas de nuestra racionalidad. De este modo la fe no es ya aceptación, sino dominio. El misterio eucarístico invierte esta perspectiva y pone de relieve que el Dios de Cristo afirma su trascendencia, no distanciándose de los hombres, sino ofreciéndoles su propia alianza; es un Dios que envía a su propio Hijo al mundo y a la historia, no para dominarla y hacerse servir, sino para servir a los hombres hasta hacerse su alimento y la fuente de su salvación. La eucaristía, pues. es el gesto supremo de fidelidad a una economía salvífica proveniente de un Dios que no se rige según la lógica del poder y del dominio, sino del servicio y de la donación.

Abordando el misterio eucarístico desde este ángulo de vista, es posible obtener de él indicaciones muy valiosas para establecer algunos aspectos específicos de la religiosidad y de la espiritualidad cristiana.

a) Ante todo, está la característica más típica y profunda de la fe cristiana. La fe cristiana, en efecto, a diferencia de cualquier otra fe religiosa, no consiste sólo en la aceptación de verdades que trascienden la capacidad de investigación racional y que, por tanto, no pueden nacer sino de una revelación divina; la fe cristiana es, ante todo, aceptación de una lógica nueva. También nuestra fe conlleva una apertura fundamental de la razón a la escucha y a la aceptación de informaciones que no se derivan de la experiencia y de la especulación humana; mas esta apertura, aunque necesaria, no es suficiente, porque, una vez aceptadas, las verdades reveladas podrían ser leídas e interpretadas según una lógica humana; es exactamente lo que hicieron las corrientes gnósticas de que se hablaba antes; aun aceptando las informaciones provenientes de la revelación, malinterpretaban su sentido y anulaban su valor salvífico. No siempre se reflexiona bastante sobre el hecho de que la conversión primera y más radical del cristiano es la de la fe y que la "metanoia" que conlleva no puede reducirse a la renovación del juicio y del comportamiento ético, sino que es antes incluso una inversión de perspectiva a la hora de leer e interpretar lo real.

b) Llegados a este punto, podemos advertir que la noción misma de "misterio", entendido sólo como "verdad superior no contraria a nuestra razón, verdad que creemos porque Dios nos la ha revelado", es una noción restrictiva, más en consonancia con la cultura helénica que con la mentalidad bíblica. Según esta aceptación, el misterio viene a ser el contexto de una colisión inevitable entre un Dios que no se deja descubrir y un hombre que quiere saber más sobre él; la teología, a su vez, corre el peligro de entender mal la verdadera naturaleza del servicio que debe prestar a la fe; en efecto, en lugar de proponerse desentrañar la nueva lógica salvífica y las nuevas perspectivas de vida de que son portadores los contenidos de la fe, presume de servir a la fe transformándose en una búsqueda curiosa, iluminista y absolutamente nada formativa. Precisamente la eucaristía es la que nos muestra que el "misterio", antes que una verdad sobre la que indagar, es un acontecimiento salvífico por el que hay que dejarse arrastrar; es el gesto de un Dios amigo, cuyo amor es tan grande que trastorna y supera los esquemas racionales del hombre, y no un "jeroglífico" ante el cual ha de rendirse la capacidad especulativa humana; el carácter misterioso de Dios suscita confianza, no competencia. La eucaristía nos dice que para llegar a un conocimiento verdadero y a una doctrina correcta sobre Dios, hay que partir de la historia de sus gestos de salvación, y no del intento de encerrar la historia salvífica en los esquemas de una doctrina prefabricada. Enlazando el misterio con la historia antes que con la doctrina, puede descubrirse la eucaristía también en su aspecto más importante, a saber, como el "memorial" por excelencia.

c) La importancia del papel de la "memoria" dentro de la religiosidad cristiana está ya implícitamente proclamada al afirmarse que nuestra fe se funda en una historia antes y más que en una doctrina; pero también aquí hemos de subrayar que la memoria cristiana responde a una lógica propia, que no encuentra correspondencia en otros contextos.

Todas las religiones positivas conceden un notable valor a la memoria; también su fe apela a la enseñanza de un fundador o de un profeta, a los gestos realizados por ellos y a los documentos escritos, en los cuales sus enseñanzas y gestos están contenidos, se transmiten y se consideran sagrados y normativos. En algunas religiones primitivas la memoria constituye la base de la actividadculto-ritual, y en el ámbito de la religiosidad mágica, la fidelidad a la tradición en la repetición de los gestos rituales es absolutamente condición indispensable para su eficacia salvífica. Por lo demás, cada civilización tiene sus epopeyas, en las cuales lila figuras y los gestos de los héroes se han conservado y transmitido como un patrimonio que es preciso custodiar celosamente y al que no es posible renunciar. No obstante, de un análisis atento se desprende que en estos contextos el papel atribuido a la memoria no es nunca un gesto de verdadera fidelidad a la historia. Incluso cuando esta memoria no se reduce a una actitud nostálgica con la que nos consolamos frente a un presente decepcionante trayendo al recuerdo tiempos felices y gloriosos ya irremediablemente pasados, se trata en todo caso de una memoria cuya función es de pura conservación de algunos valores irrenunciables en cuanto insuperables bajo todos los aspectos. Resumiendo: en los contextos indicados la memoria, o tiene una función alienante, como puede serlo el intento de hacer aceptable el presente con el recuerdo del pasado, o tiene la función de cerrarle a la historia cualquier apertura al futuro, por estimar que el único camino para gozar de un hoy y un mañana satisfactorios es regular el hoy y el mañana sobre la base de la experiencia de ayer.

El memorial cristiano se sitúa fuera de esta óptica por más de una razón; ante todo, no es sólo un recuerdo nostálgico, sino una representación efectiva del acontecimiento salvífico, de suerte que implica en el acontecimiento mismo a los que hacen memoria de él; en segundo lugar, lo que se trae a la memoria no es simplemente una experiencia humana merecedora de ser recordada por considerarla válida, sino la experiencia de un encuentro entre Dios y el hombre cuya validez no puede apreciarse en un nivel puramente fenomenológico; en tercer lugar, porque el memorial cristiano no es un retorno al pasado sólo para imitarlo, sino para hacer desde él un juicio salvífico del presente, en orden a una programación válida del futuro. Todos los sacramentos cristianos son un memorial; pero los sinópticos y san Pablo vinculan la memoria cristiana particularmente a la eucaristía; y la razón es la aludida antes: la eucaristía explícita la economía de encarnación y de salvación más que ningún otro misterio, en virtud de lo cual se convierte en la norma por la que todo discípulo debe configurarse para poderse insertar en la directriz salvífica trazada por Cristo. Ya santo Tomás, que en armonía con la enseñanza teológica más corriente en su tiempo veía en todo signo sacramental una apertura al pasado (signum rememorativum), al presente (signum indicativum) y al futuro (signum prognosticum), enseñaba que esta triple significación es particularmente evidente en la eucaristía, en la cual se hace memoria de la pasión de Cristo ("recolitur memoria passionis eius"), se alcanza la justicia cristiana ("mens impletur gratia") y nos ponemos en camino hacia la escatología ("et futurae gloriae nobis pignus datur"). Pero con mayor autoridad que santo Tomás —si bien de él toma los textos—, la misma liturgia nos presenta el misterio eucarístico como el clásico ejemplo de "memorial cristiano". Lo importante, sin embargo, es darse cuenta de que el memorial no es nunca sólo un instrumento ofrecido al individuo para permitirle comprobar su justa inserción en la obra salvífica, sino que es antes todavía un momento constitutivo de la misma comunidad de salvación. Al mandar celebrar la eucaristía en memoria suya, Cristo mismo pretendió ofrecer a la comunidad de sus discípulos la mejor ocasión para someterse al juicio salvífco de Dios; quiso dotarla del criterio más válido para comprobar hasta qué punto se edifica y obra según la lógica salvífica que Dios ha introducido en la historia.

Mas en este punto es preciso analizar en detalle los contenidos de la memoria eucarística para ver bajo qué aspectos verifica Dios y juzga la autenticidad de la colaboración histórica de la Iglesia y de los cristianos individualmente.

2. EUCARISTÍA BANQUETE - De lo que se hace memoria en todos los sacramentos es de los misterios de la vida de Cristo; sin embargo, la diversidad de los signos sacramentales especifica los aspectos particulares bajo los cuales se conmemoran y representan los misterios de Cristo. Es de fundamental importancia a este propósito darse cuenta de que el memorial eucarístico se celebra en forma de convite.

La reflexión teológica y la misma piedad de los fieles no han olvidado jamás el papel significativo que representan el pan y el vino en el ámbito de la celebración eucarística; sin embargo, desde mucho tiempo a esta parte la significación de estos elementos se ha teorizado sobre todo en relación con la presencia real de Cristo y con su condición de alimento espiritual para nosotros, dejando en la sombra el hecho de que el pan y el vino hacen de la celebración eucarística ante todo un banquete. Indudablemente no hay banquete sin alimento; pero el significado de un banquete no puede reducirse al gesto de tomar un alimento para asegurar la subsistencia. El comer humano es algo diverso al alimentarse de un animal; comer alcanza su forma humana haciéndose banquete y la dimensión humana del comer sólo se pone de manifiesto cuando se realiza en común. La mesa expresa y crea comunión ante todo entre los comensales; pero a través del alimento servido establece un vínculo de solidaridad con la realidad infrahumana en todos aquellos aspectos (sabor, aroma, color, forma, etcétera) de que el hombre puede posesionarse y hacerse intérprete para afirmar valores mucho más altos que los que son propios de la realidad misma. A esto se debe que el altísimo valor simbólico de la mesa haya sido utilizado en todos los contextos religiosos para expresar, junto con la comunión de los hombres con las cosas y de los hombres entre sí, la comunión de los hombres con Dios.

El banquete eucarístico conserva toda esta carga simbólica humano-cósmico-religiosa, y el nuevo rito de la misa lo expresa magníficamente cuando, haciéndose eco de la "berakah" judía, nos hace decir: "Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan (vino), fruto de la tierra (vid) y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos; él será para nosotros pan de vida y bebida de salvación". Por otra parte, el simbolismo del banquete eucarístico trasciende con mucho el ya rico simbolismo natural. Prescindiendo de la cuestión de si la última cena fue o no un banquete pascual, lo cierto es en todo caso que los relatos neotestamentarios de la institución leen el banquete eucarístico en la perspectiva del misterio pascual de Cristo, que es la verdadera realización de todos los valores preanunciados en la pascua judía. Si la pascua judía era la memoria ritual de la epopeya del éxodo, la cual, además de la liberación en la esclavitud, había contemplado el nacimiento del pueblo de Dios y sobre todo la estipulación de la alianza, la eucaristía es la celebraciónde la nueva y eterna alianza, pactada con la sangre de Cristo. Desde este punto de vista, la dimensión convival es, sin lugar a dudas, el aspecto más determinante del memorial eucarístico; expresa el efecto primero y más fundamental de la acción salvífica divina, que es la convocación en Cristo de los hombres nuevos a la única gran familia, de la que Dios es padre y Cristo el primogénito de muchos hermanos.

El banquete eucarístico es ante todo memoria de este misterio de convocación comunitaria que Dios ha realizado en Cristo; pero, en el mismo momento en que el convite eucarístico es memoria actualizadora del acontecimiento de ayer, se convierte en criterio verificador de la comunión eclesial de hoy. Leyendo los Hechos de los Apóstoles nos damos cuenta de que los discípulos de los primeros tiempos, firmemente convencidos de haber sido convocados por Dios a una comunidad única, estaban igualmente persuadidos de que la forma más significativa para testimoniar su seguimiento de Cristo y su compromiso de dar gloria a Dios, consistía precisamente en hacer fraternidad y comunión. Como era inevitable, esta determinación suya no careció de tentaciones: y los mismos Hechos nos hacen saber que algunos, en lugar de construir su comunidad en torno a Cristo, es decir, en torno a una realidad que no consiente discriminaciones de ningún tipo, intentaron construirla sobre la base de un clan familiar (los parientes de Jesús) o bien sobre la base racial (cristianos de origen judío en oposición a los cristianos de origen helenístico) (He 6). Mas, para el propósito de nuestro estudio, es particularmente interesante examinar la tentación que, según el testimonio de Pablo (1 Cor 11,17-34), se manifestaba dentro de la misma celebración eucarística. Al reunirse en nombre de la misma fe en Cristo para el mismo fin de rememorar su muerte, los cristianos de Corinto se encuentran juntos en una misma celebración y ello les parece suficiente. Creen que su comunidad-comunión queda debidamente expresada y realizada por la convergencia en una unidad estructural, aunque su vida esté dividida. Sus discriminaciones durante la agape fraterna (unos comen demasiado y otros demasiado poco), ya inconvenientes porque desmienten el significado del gesto ritual realizado, lo son aún mucho más porque constituyen el signo evidente de una división más profunda existente ya en la vida cotidiana. La unidad ritual y la misma unidad en la fe no son todavía la comunidad-comunión cristiana; por eso el banquete eucarístico se convierte en un juicio sobre la iglesia de Corinto, la cual, comiendo del único pan y bebiendo del único cáliz, sin ser una comunidad fraterna efectiva, come y bebe su propia condenación.

Pero la originalidad más profunda del significado del banquete eucarístico no se agota en este punto. Al subrayar que la comunidad nace, no tanto de la convergencia de los hombres en una ideología religiosa única o en una tradición ritual común, sino de la común aceptación de una vida fraterna que debe establecerse inevitablemente entre quienes aceptan a Dios como padre común y a Cristo como hermano primogénito, no hemos establecido todavía los criterios últimos en que esta comunidad se inspira y por los cuales se rige. Si el banquete eucarístico fuese sólo una invitación a transformar la comunidad religiosa en una comunión efectiva de vida de los hombres con Dios y de los hombres entre sí, nos daría una información ciertamente valiosa, pero no sustancialmente diversa de la que pueden transmitir los gestos cultuales de otras religiosidades evolucionadas. También en este caso la originalidad de la fe cristiana, más aun que en la novedad de la información, está en la originalidad de la lógica con que se debe interpretar la información. Los valores de la "comunidad", además de en un contexto religioso, son claramente admisibles también en la simple consideración racional; las instancias de lo social jamás han sido tan teorizadas —por la filosofía, por las ciencias del hombre y, sobre todo, por la política—como en nuestros días. Sin embargo, en estos contextos la comunidad es a lo más un valor en cierto modo instrumental: hacer comunidad "para" conseguir algo que de otra manera no se puede conseguir, aunque sea un valor más alto, como podría ser una justicia mejor: en otras palabras, se trata de una comunidad que se afirma y se rige por la lógica del tener más para ser más.

El banquete eucarístico echa abajo esta lógica, al menos bajo dos aspectos; ante todo, porque estructura la comunidad no sobre la lógica del tener para ser, sino del dar para ser; en segundo lugar, porque no proyecta la comunidad como el medio más eficaz para realizar una mayor justicia, sino que nos informa de que el mejor medio de ser justos, según el plan de Dios, consiste en hacer comunidad. En la perspectiva eucarística, no es la justicia la que regula la comunidad, sino la comunidad la que regula la justicia. La comunidad, por tanto, no es algo que se puede perseguir y querer dentro de unos términos mínimos —es decir, tanto cuanto baste para conseguir un fin—, sino en términos máximos, porque la comunidad es la justicia del hombre y la gloria de Dios ya presente en el mundo y en la historia.

Sin embargo, para comprender mejor esta verdad hay que pasar de la consideración de la eucaristía-banquete a la de eucaristía-sacrificio.

3. EUCARISTÍA SACRIFICIO - En la reflexión teológica occidental, la consideración de la eucaristía-sacrificio prevaleció ciertamente sobre la consideración de la eucaristía-banquete y, en todo caso, las dos consideraciones se desarrollaron en forma excesivamente autónoma, como si se tratase de dos aspectos no necesariamente interdependientes o, a lo sumo, relacionables sólo extrínsecamente. Sin embargo, el hecho de que el aspecto sacrificial haya sido tenido en mayor consideración, si bien no del todo justificable, resulta muy comprensible; en realidad, los relatos neotestamentarios de la institución resaltan la estrechísima relación existente entre el gesto eucarístico y la muerte de Cristo y, desde los orígenes, la celebración eucarística fue siempre considerada el "memorial" del sacrificio del Calvario. La formulación de una noción no específicamente cristiana de sacrificio, además de hacer problemática la demostración de que la celebración eucarística es ella misma un sacrificio y no sólo el recuerdo de un sacrificio, hizo difícil percibir el profundo lazo que une la dimensión sacrificial con la convival de la eucaristía.

Este dato se destaca particularmente en la reflexión teológica posterior a la época de la reforma protestante. Frente a la impugnación de la naturaleza sacrificial de la eucaristía, propugnada por el protestantismo de los orígenes, la teología católica insistió en que la manera mejor de desmantelar toda opinión contraria era la de precisar la noción de sacrificio, para pasar luego a demostrar su aplícabílidad a la celebración eucarística. Prescindiendo de toda consideración sobre si era o no oportuno este modo de proceder, subsiste el hecho de que la reflexión teológica, en el supuesto de que la noción de sacrificio fuese sustancialmente homogénea en todos los contextos religiosos, en vez de obtener ésta del contexto bíblico la sacó de la historia de las religiones; involuntariamente se cedía una vez más a la tentación de interpretar un dato de fe con una lógica no del todo conforme a la lógica de la fe. De ahí se derivaron innumerables discusiones para establecer si el elemento más específico del sacrificio era la oblación o la inmolación. Estas discusiones están hoy en buena medida superadas y carecen de interés para el propósito de nuestro estudio; pero, entretanto, por haber dejado en la sombra la enseñanza bíblica, que hace de todo sacrificio siempre y ante todo un gesto de alianza, el valor expiatorio y propiciatorio del sacrificio se impuso a otros valores no menos importantes.

Al acentuar el aspecto expiatorio del sacrificio del Calvario, la reflexión feo• lógica pudo creer que daba un justo relieve a la economía de la alianza destacando cómo el Hijo de Dios y hermano nuestro, que expía en la cruz todos nuestros pecados, es simultáneamente el mayor signo del amor de Dios por nosotros (1 Jn 4,9-10) y el testimonio más excelso del amor del hombre a Dios. Mas si nos limitamos a ver en la cruz un hecho de expiación, resulta notablemente difícil entenderla también como el signo más grande del amor de Dios por su Cristo; respecto a él, el Padre más que amor parece mostrar una justicia inflexible y, al menos bajo este aspecto, la cruz parece incapaz de conciliar las exigencias del amor con las de la justicia.

En realidad, la perspectiva cambia completamente si se lee el misterio del Calvario según la lógica puesta ya de manifiesto por la eucaristía: la lógica de hacerse grande haciéndose pequeño y de realizarse dándose. Puesto que ésta es la lógica a la que corresponde el ser mismo y toda actuación de Dios, la cruz es verdaderamente la "gloria" de Dios en el mundo y la crucifixión es la máxima exaltación que el Padre puede hacer del Hijo en la historia. La cruz no es sólo el gran signo del amor de Dios y de Cristo por nosotros y del amor de Cristo al Padre, sino también el mayor signo de amor del Padre a Cristo. Pues bien, la relación profunda que une indisolublemente el aspecto sacrificial con el convival de la eucaristía es dada por esta lógica de la cruz; además de ser el principio de vida fundamental en que debe anclarse todo cristiano, la lógica de la cruz se convierte en la estructura sustentadora de la comunidad cristiana y en el criterio comprobador de su autenticidad. Si la eucaristía-banquete proclama que la salvación está en hacer comunidad, la eucaristía-sacrificio enseña cómo debe hacerse esta comunidad para poder ser salvífica.

En esta perspectiva, el sacrificio de Cristo se convierte en una verdadera fuente de liberación para la comunidad misma, así como para los respectivos individuos. Las comunidades humanas, incluso cuando nacen de convicciones nobles y profundas, como, por ejemplo, de la voluntad sincera de recíproca aceptación de los semejantes, no pueden regularse más que sobre la base del compromiso; no sabiendo cómo conciliar el bien común con la libertad individual, la racionalidad humana impone límites a la libertad de los individuos para garantizar un espacio indispensable a la libertad de todos. En cambio, la comunidad cristiana resuelve el problema de la aparente inconciliabilidad entre las exigencias del bien común y la exigencia de la autoafirmación del individuo, construyéndose según la enseñanza y el ejemplo de Cristo, que señala en la suprema donación de sí al prójimo por amor de Dios la única vía que se puede recorrer para alcanzar las cimas de la autoafirmación. Las comunidades humanas para salvar una situación de compromiso que se rige por un equilibrio notablemente inestable, tienen necesidad de protegerla con leyes y estructuras que, incluso cuando no son represivas, resultan de todas formas limitadoras. La comunidad cristiana, en la medida en que es verdaderamente ella misma y se construye en torno a Cristo, es soberanamente libre, porque se regula sólo por el amor de donación. Es altamente indicativo el hecho de que el apóstol Pablo en la primera carta a los Corintios, después de haber hablado del significado comunitario de la memoria eucarística de la muerte de Cristo (c.11) y de haber deducido que los diversos carismas superan la dialéctica de competencia, aceptando e intentando ser masivamente ellos mismos para poder prestar en términos óptimos su servicio a los demás y a la comunidad (c.12), concluya con su magnifico himno al amor (c.13). Quizá ningún documento neotestamentario ha sabido captar con tanto acierto la relación entre eucaristía-sacrificio y eucaristía-banquete para deducir de ahí el dinamismo vital de la comunidad cristiana.

Avanzando, según este orden de ideas, es más fácil comprender también el verdadero significado del aspecto expiatorio del sacrificio de Cristo. En la cultura ampliamente dominante hasta hace algún tiempo, la pena se consideraba fuente de expiación por corresponder a la ley del talión: quien se equivoca debe desandar el camino recorrido y volver a empezarlo; un abuso de libertad ha de sanarse mediante determinada coartación de la libertad, así como la búsqueda desordenada de la propia satisfacción ha de saldarse aceptando y soportando un sufrimiento. Actualmente el valor educativo de este procedimiento se impugna con razón, bien porque la pena tiene muchas veces sólo una función vindicativa, bien porque sólo podría conminarse en orden al restablecimiento de un orden preconstituido al margen de un juicio valorativo sobre la bondad del orden mismo. En cualquier caso, en este contexto cultural se corre el peligro de reconocer un valor a la pena y al sufrimiento en cuanto tales. El misterio eucarístico, al poner de relieve la relación sacrificio-convite, da a la pena y a la expiación un significado radicalmente diverso. El sufrimiento y la pena que acompañan al sacrificio de la cruz son un hecho de expiación, porque son, en cualquier caso, un gesto de amor oblativo a Dios y de servicio amoroso a la comunidad; una cruz que implicase un sufrimiento ilimitado y que no se resolviese efectivamente en un hecho de amor y de servicio, no sería cristiana. Desde este punto de vista, la relación sacrificio-convite del misterio eucarístico destaca también la línea de continuidad existente entre la economía salvífica histórica y la escatológica. Dentro de la historia, la lógica de la cruz va normalmente acompañada del sufrimiento, pero no se identifica con el sufrimiento; si esta identificación fuese absolutamente inevitable, la lógica de la cruz se agotaría en la historia y no podría prolongarse en la escatología. En realidad, aunque en la escatología quede eliminado todo dolor, llanto y muerte, la lógica de la cruz seguirá y encontrará su máxima exaltación; en efecto, al estar la comunidad escatológica totalmente regulada por el principio cristiano de afirmarse dándose, nunca como en la escatología será la cruz la "gloria de Dios".

Pero además de estas indicaciones, que, por otra parte, nos permiten afirmar que una espiritualidad eucarística rectamente entendida puede procurarle a la ascesis y a la búsqueda de la perfección cristiana una justa perspectiva eclesial e histórica, además de individual y escatológica, nos urge subrayar que en una visión más completa de la eucaristía-misterio es más fácil distinguir el significado salvífico de la misma presencia real.

II. Espiritualidad de una presencia

Ya desde la época de la controversia berengariana (s. xl) y, por tanto, mucho antes de la reforma protestante, el tema de la presencia real, en cuerpo, alma y divinidad, de Cristo en la eucaristía gozó de una situación privilegiada, tanto en las enseñanzas del magisterio de la Iglesia como en la teología. El hecho resulta comprensible, puesto que esta verdad, rica y constantemente documentada por toda la tradición litúrgica y doctrinal de la Iglesia, tiene un significado y una función salvífica de primer orden. Hay que reconocer, sin embargo, que la exigencia de defender íntegramente el dogma frente a reiterados ataques impulsó no sólo a la teología, sino también a la liturgia y a la misma piedad de los fieles, a subrayar la realidad de la presencia más en su objetividad que en su dimensión de presencia personal. La historia del nacimiento o del desarrollo de algunas formas de culto solemne a la eucaristía —por ejemplo, la práctica de elevar la hostia y el cáliz después de la consagración (principios del s. xm), la fiesta del Corpus Domini (.Historia de la espiritualidad III, 13], las procesiones, las cuarenta horas, las horas de adoración, etc.— demuestra el florecimiento y los efectos benéficos de la piedad eucarística que ha alimentado durante siglos a la comunidad cristiana; pero da también la impresión de que la finalidad dominante de esta actividad cultual es la de afirmar la preciosa realidad de la presencia del cuerpo de Cristo. La piedad eucarística se ha expresado excelentemente en la adoración y en la alabanza, en la acción de gracias y también en la reparación de eventuales ofensas o profanaciones inferidas a la eucaristía; pero menos excelentemente en un clima de encuentro y en formas donde la eucaristía no es sólo objeto de culto, sino fuente de diálogo y promotora del mismo. Para numerosos fieles, en especial para los menos apercibidos, la misma comunidad eucarística asume la apariencia de posesión y casi de captura del cuerpo de Cristo más que de encuentro de personas o, al menos, de un encuentro donde Cristo no sólo tiene la función de escuchar. Pero lo más sorprendente es que algunos grandes maestros de espiritualidad, al presentar la contemplación como la vía maestra para conseguir la experiencia mística, han omitido la vía sacramental y, en especial, la eucarística. Con sorpresa descubrieron algunos centros de espiritualidad, siguiendo las indicaciones de san.. Buenaventura, y sobre todo a través de, los tratados de Tomás de Jesús (1564 1627) y de sus discípulos, la vía eucarística como la segunda fuente de experiencia mística. Sin embargo, resulta más sorprendente aún el que "...los teóricos de la contemplación ignoren la, eucaristía"; porque si es cierto que puede haber diversos caminos para conseguir la experiencia mística, lo es igualmente que la espiritualidad eucarística no puede separarse de la contemplación. Más aún: si existe un misterio que, además de ser objeto de contemplación, puede ayudarnos a comprender la verdadera naturaleza de la contemplación cristiana, la cual no puede reducirse jamás a una pura admiración estética o estática, sino que es siempre coparticipación dialogal, ese misterio es justamente la eucaristía.

Quizá una de las razones que podrían explicar el que la presencia real haya podido ser creída y teológicamente interpretada incluso sin recurrir a la analogía del encuentro intersubjetivo y personal, estriba en el hecho de que se haya considerado la presencia eucarística como una presencia muda, como si Cristo eucarístico fuese alguien a quien se puede hablar pero que no se puede escuchar. Todo esto proviene, a su vez. de una limitada capacidad de lectura de los signos sacramentales y, más aún, de una interpretación no correcta de la función de la teología, a la que se le encomienda el cometido de indagar y de desentrañar el misterio más que de escuchar el mensaje y traducirlo en servicio a la fe.

1. ALOGIA CRISTIANA. DIÁLOGO Y DIACONÍA - En las observaciones precedentemente formuladas sobre la verdadera naturaleza de los misterios cristianos se destacaba que son acontecimientos por los que hay que dejarse arrastrar más que verdades sobre las cuales indagar. Por desgracia la mente humana, especialmente en nuestro contexto cultural, incluso cuando no especula sobre verdades abstractas, no deja de considerar la realidad con preocupaciones de eficiencia. Incluso cuando el hombre no se pregunta brutalmente: "¿Para qué sirve?", y se contenta con decir más sencillamente: "¿Qué es?", subsiste el hecho de que, frente a una realidad cualquiera, prefiere adoptar la actitud de la investigación y no de la contemplación gratuita y de la admiración. La realidad no le interesa por sí misma, sino por la ventaja que procura o por la utilización que de ella puede hacerse o, a lo sumo, por la explicación que se le puede dar. Es, en definitiva, una actitud de dominio y no de simple aceptación y de solidaridad. De esta tendencia y manera casi exclusiva de abordar la realidad sale comprometida la misma capacidad de diálogo.

A menudo es difícil establecer si entre dos personas que se hablan prevalece la voluntad de escucha recíproca, la necesidad de conocerse y de aceptarse o, más bien, la voluntad de imponer las propias ideas y de hacer prevalecer las razones propias como las más justas y válidas. También la mayor o menor parte de escucha que una persona presta a otra, se encuentra a veces contagiada por el deseo de sorprender sólo los puntos débiles de las palabras ajenas o, más fácilmente, los puntos de convergencia con las convicciones de uno. Se sigue de ahí que, frecuentemente, la capacidad y el deseo de búsqueda del hombre se resuelven en un pésimo servicio a la verdad y en una fuente de divisiones entre los hombres, sobre todo cuando se trata de búsqueda y de formación religiosa.

Hasta qué punto esta actitud está en contraste con la lógica de la "alianza" y de la fe, lo enseñaba ya elocuentemente el epílogo del libro de Job. A Job y al grupo de amigos que se habían esforzado de mil modos, pero inútilmente, por ver cómo la justicia de Dios podía conciliarse con las calamidades y los sufrimientos de un justo, Dios les dirige sus preguntas con sutil sarcasmo: "¿Quién es ese que enturbia mi consejo con palabras insensatas?" (38,2); "¿Aún disputará el censor con el Omnipotente? El que critica a Dios, ¿va a replicar?" (40,2). Job comprenderá la lección y exclamará: "Heme aquí, mezquino soy; ¿qué puedo responderte? Pongo la mano en la boca" (40,4); "Así, he hablado sin cordura de maravillas difíciles para mí, y que no comprendo" (42,3).

A veces, en particular cuando se trata de la presencia real, se tiene la impresión de que también la reflexión teológica es responsable de una presunción como la de Job. Preocupada por establecer la naturaleza, el modo y el cuándo, ha descuidado demasiado manifiestamente describir el "porqué"; los mismos signos sacramentales (el pan y el vino para un banquete), que cualifican la presencia de Cristo como presencia para un encuentro, para un diálogo salvífico y, en consecuencia, para un servicio, han sido utilizados preferentemente sólo para señalar el "dónde" de la presencia real.

Que la actitud de escucha tiene una importancia fundamental para toda la religión revelada es bastante evidente; pero en el caso de la religiosidad bíblica lo es de manera particular. Entre las experiencias religiosas del pueblo de Israel, una de las más relevantes fue la de haber encontrado un Dios que habla; mientras que, por una parte, los judíos estaban justamente orgullosos de confrontar la grandeza de su Dios con la nulidad de los "dioses mudos" de las demás naciones, por otra, eran profundamente conscientes de que el silencio de Dios era el castigo más grande que se les podía imponer. En efecto, en la palabra de Dios se contiene la promesa de la salvación; y puesto que la palabra divina es fiel y eficaz, el hombre encuentra en ella no sólo luz, sostén y guía, sino la prenda de la salvación; por el contrario, el silencio de Dios significa ruptura y, por tanto, condena.

Todo esto, sin embargo, parece hacer problemática e ilógica la presencia silenciosa de Cristo eucarístico; pero esta problemática desaparece cuando se tiene presente que Cristo es el amén del Padre, la última palabra que, además de dar sentido cumplido a todo el proceso salvífico precedente, se convierte en su criterio hermenéutico. Después de Cristo no es ya posible ningún discurso salvífico más rico o diverso que el que se nos ha propuesto en él, y su mismo silencio es elocuente y sintomático al menos por dos motivos. Ante todo, porque se convierte en un silencio que interpela; Cristo es una palabra definitiva e irrevocablemente pronunciada, que incita al hombre a una respuesta de asentimiento o de rechazo; en segundo lugar, porque crea el único espacio dentro del cual puede situarse el diálogo del hombre con su Dios; Cristo es el único verdadero objeto del diálogo religioso, y cualquier tema que, directa o indirectamente, no enlace con él, no sería un tema pertinente. El Cristo silencioso de la eucaristía es, en definitiva, una propuesta salvífica que el cristiano debe sopesar y profundizar en todo su contenido, porque, al aceptarla para establecer comunión con Cristo, debe explicitarla y actualizarla en cada momento y en cada lugar.

La alogia (silencio) eucarística, que podemos considerar también como gesto supremo de fidelidad por parte de Cristo a la lógica de la cruz, se convierte, pues, en un servicio ulterior a la comunidad creyente, para indicarle la modalidad con que también ella debe realizar su servicio en beneficio de todos los hombres. Si el diálogo silencioso entre el creyente y el Cristo eucarístico indica que el hombre puede encontrarse verdaderamente con su Salvador sólo en una actitud de aceptación recíproca "gratuita" (Cristo debe ser aceptado por lo que es antes incluso que por lo que dice o por lo que hace, lo mismo que Cristo ha aceptado a los hombres), se convierte por ello también en la norma última a que los creyentes deben atenerse en el desarrollo de su misión salvífica en el mundo.

La razón de ser de la Iglesia en el mundo es indudablemente la de significar la presencia de la acción salvífica divina en el tiempo y en el espacio, y de orientar al mundo a abrirse a la acción de Dios; pero justamente la presencia eucarística enseña que el punto de partida de la significación y de la orientación salvífica es la aceptación gratuita, amorosa, de todo hombre y de toda realidad. El cristiano, de la afirmación de que existe un solo y único Dios, saca la convicción de que todos los hombres son hermanos, por encima de toda distinción de raza o de sexo, de clase social o de cultura; pero esta convicción se ve ulteriormente confirmada y especificada por el misterio eucarístico. La diaconía que la Iglesia y, por consiguiente, todo cristiano, debe ejercer en el mundo es ante todo un servicio de acogida y de escucha de las necesidades de todos y, en particular, de los que no tienen voz para hacerse escuchar o peso político para hacerse valer. El tema de la pobreza de la Iglesia encuentra en la eucaristía su significado más profundo; educada a escuchar a su Salvador silencioso, la Iglesia, más aún que en la pobreza de riquezas o de medios, expresa su pobreza en la capacidad de escucha de toda invocación humana, aún la más débil. La primera salvación que puede ofrecer al mundo es la de garantizar a todos los débiles, en el espíritu y en el cuerpo, la posibilidad liberadora de ser escuchados. La condición misionera de la Iglesia, antes que en hablar, se realiza en escuchar; antes que en un anuncio, se cumple en una aceptación.

2. OBEDIENCIA Y MISIÓN - En el lenguaje cristiano es insistente la justa afirmación de que Jesucristo es el Señor y el Hijo de Dios hecho hombre; no obstante, si quisiéramos destacar el aspecto con el que Jesús mismo gustaba de calificarse, habría que buscarlo en el hecho de presentarse como el "enviado" del Padre. En efecto, se trata del aspecto más expresivo tanto de la función como de la personalidad de Cristo; en última instancia, la reflexión cristiana logra captar en Cristo la verdadera dignidad de Hijo de Dios sólo partiendo de la noción de "misión".

Jesús pone gran cuidado en subrayar que su razón de ser en el mundo y por el mundo está en hacer la voluntad del Padre (In 4,34). Cristo no administra como propia ni su existencia ni su actividad; y todos los misterios de su vida, desde la encarnación a la pasión y muerte, son un gesto de auténtica obediencia al Padre. En esta perspectiva, el misterio eucarístico no es otra cosa que la última consecuencia de la misión-obediencia, que da sentido al ser y al obrar de Jesús. Enviado como supremo signo de amor del Padre a toda la humanidad, Jesús expresa y realiza totalmente en la eucaristía esta lógica de donación.

Mas no es esto todo. La fe cristiana transfiere íntegramente la noción de "misión" a la de "apostolado"; ahora bien, si apóstol significa enviado, Cristo es apóstol antes y más que ningún otro; y puesto que la razón fundamental por la que ha sido enviado es la de dar testimonio del Padre, es lógico concluir que lo que Cristo es, junto con lo que hace y enseña, es sustancialmente un testimonio de la persona, de la obra y de la palabra del Padre. En Cristo apostolado y testimonio están en estrechísima conexión y mantienen una referencia mutua constante; en él, el apostolado más que obra de proselitismo es profetismo, y su testimonio no es sólo coherencia sino anticipación.

Se sigue de ahí que la eucaristía, en su entidad de gesto sumo de misión y de obediencia, se convierte también en forma suprema de testimonio profético y anticipador; profético, porque anuncia y encierra en sí toda la promesa salvífica del Padre; anticipador, porque da un gusto anticipado de la salvación escatológica, la cual habrá de consistir en la perfecta comunión, en Cristo, de los hombres con Dios y entre sí.

Así, la eucaristía da una ulterior información paradigmática sobre la vocación misionera de la Iglesia. Mientras que el Cristo silencioso compromete a la Iglesia a ser misionera con una actitud de acogida gratuita y de escucha amorosa de todos los hombres, el Cristo apóstol-testigo obliga a la Iglesia a desarrollar su misión en el mundo en términos de apostolado-testimonio.

Por desgracia, en el decurso de los siglos la noción y, en consecuencia, el compromiso de apostolado y de testimonio han sido indebidamente separados y casi fatalmente empobrecidos; mientras que, por un lado, el testimonio quedó a menudo reducido a la simple coherencia en virtud de la cual se intenta obrar en conformidad con cuanto se piensa, por otro, el apostolado se convirtió preferentemente en una forma de proselitismo religioso. Aun prescindiendo del hecho de que, entendidos de ese modo, el testimonio y sobre todo el apostolado han perdido al menos parcialmente la fisonomía de un servicio, se han derivado de ello dos consecuencias desagradables. Mientras se siguió pidiendo a todos el compromiso del testimonio, el apostolado fue visto como una misión que podía limitarse a algunos. En segundo lugar, mientras el testimonio, entendido como coherencia y buen ejemplo, se convertía sólo en testimonio de uno mismo —es decir, de las convicciones que uno tenía y de su capacidad de traducir en hechos lo que pensaba— en lugar de testimonio del Padre y de su Cristo, el apostolado se convirtió tan sólo en "difusión de un mensaje" en vez de oferta de una anticipación profética de la salvación hasta el punto de permitir la experiencia histórica real, aunque parcial, de la belleza y de la validez del plan y de la lógica salvífica divina.

Desde este punto de vista, la celebración eucarística no es sólo un juicio de Dios sobre la autenticidad cristiana de los individuos (1 Cor 11,28-34), sino ya antes sobre la fidelidad con que la Iglesia cumple su misión. Después de todo, la eucaristía enseña a la Iglesia y a cada uno de los fieles que la obediencia cristiana no es tanto la aceptación pasiva de una voluntad superior que obligue a renunciar incluso a los valores más grandes de la propia personalidad, cuanto la implicación en un plan salvífico que obliga a ser en grado sumo uno mismo, para ser también en grado sumo testigo de Aquel que nos ha enviado.

III. Espiritualidad de la celebración

No obstante la riqueza de su contenido, la eucaristía es siempre una celebración y, al menos desde este punto de vista, parece que se la puede equiparar a las celebraciones que encuentran amplio espacio en todo contexto religioso. Indudablemente, como lo hemos ya destacado cuando hablamos de la eucaristía-banquete, las celebraciones cristianas no repudian, sino que los asumen, todos los valores positivos intrínsecos a los gestos simbólicos con que los hombres entienden y expresan los principios fundamentales de la existencia y las múltiples relaciones que enlazan al hombre con la trascendencia y la realidad infrahumana. Sin embargo, la eucaristía, vértice de: toda celebración cristiana, tiene una originalidad propia innegable que no, puede reducirse sólo al carácter específico de sus significados, sino que se extiende a su eficacia formativa particular.

1. CELEBRACIÓN. CULTO Y EDIFICACIÓN - La celebración cultual, en cualquier contexto religiosa, sirve de base siempre y simultáneamente a una doble intencionalidad: una es la voluntad de tributar un obligado homenaje a la divinidad, y otra la de expresar uno concepción global y orgánica de la realidad; de hecho, en esta concepción es donde está implícitamente inscrita toda norma útil para una gestión salvífica de la historia. Por lo mismo, en la celebración religiosa se encuentran inevitablemente mito y gnosis, y el gesto cultual es a la vez aceptación de una realidad trascendental inexpresable fuera de un lenguaje mítico-ritual, y proyección de una historia que no puede construirse en términos positivos si no es en relación con la tradición misma. Mas en este punto comienza ya la celebración cristiana a especificarse frente a las otras celebraciones religiosas.

Si se tiene presente que también el mito, aunque configurable de suyo como género cultural y literario, es en todo caso una forma de gnosis, no resulta difícil concluir que, detrás de la actividad cultual de las religiosidades no cristianas (no bíblicas), sólo está el esfuerzo humano por encontrar una situación óptima, ya sea ante la divinidad, ya ante la historia. La eficacia salvífica atribuible a la gnosis que sustenta la actividad cultual es, pues, resultado del empeño humano; es un intento de dar una disposición ordenada a la realidad y a la existencia vinculando una y otra a las fuentes del ser. En estas actividades cultuales existe siempre el deseo de establecer una situación de solidaridad con la divinidad y con el cosmos, pero se trata de una solidaridad buscada y no ofrecida; es una solidaridad que corresponde a una aspiración humana profunda, pero que, sin embargo, no puede convertirse en esperanza efectiva, al menos en la medida en que no tiepe en frente de parte de la divinidad una promesa igualmente efectiva. Se trata, en suma, de una actividad que, al no nacer en un clima de alianza declarada y profunda, sólo puede crear una actitud de dependencia y, en último análisis, de competición. En este contexto se forma y crece la exasperada noción de "sagrado" (separado, destinado exclusivamente a la divinidad) y una animación sacralizante que, además de apartar del compromiso histórico, introduce en la historia un principio de notable discriminación entre hombres sagrados y no sagrados, entre realidades sagradas y realidades profanas.

Por el contrario, la eucaristía —que, como se decía, es el vértice de toda celebración cristiana— da la visión exacta y más exhaustiva de la capacidad edificante de la actividad cultual de la Iglesia. Es sabido que para una larga y ya consolidada tradición teológica y catequética, la comunidad cristiana dice claramente pretender cuatro fines en la celebración eucarística: la adoración, la acción de gracias, la propiciación y la impetración. No es éste el momento de hacer una valoración crítica de este esquema cuaternario, ni de indagar el verdadero sentido de una celebración eucarística con tales fines; baste poner de relieve que cada uno de éstos crea una situación de alianza y no de competencia.

a) Entre las distintas actitudes religiosas, la adoración es la que expresa con mayor evidencia la total dependencia del hombre frente a Dios, cuya absoluta soberanía se afirma. Ya el AT había proclamado con insistencia que el culto de adoración no debe tributarse a nadie que no sea el único verdadero Dios, y en esta perspectiva la Biblia nos habla frecuentemente de los celos de Dios. Sin embargo, es también el AT, adelantándose al NT, el que nos proporciona el significado antropológico de este mandamiento primero y fundamental del. decálogo. Los celos de Dios no nacen de una voluntad hegemónica o del deseo egoísta de no compartir con otros un homenaje que quiere recibir de manera exclusiva, sino de una actitud de fidelidad al hombre y del deseo de liberar al hombre de dependencias humillantes y, en consecuencia, no promocionantes. Al fabricarse ídolos y adorarlos, el hombre se convertiría en esclavo, bien de criaturas que en realidad deben estar sometidas a él, bien de personas humanas, cuya dignidad y ser no son superiores ni distintos a los de cualquier otra. Dios nos ha enseñado desde el principio a rechazar el "culto de la personalidad".

Mas el culto cristiano de adoración se construye y promociona al hombre por una razón aún más profunda. Adorar a Dios significa glorificarlo; también el mundo cristiano, siguiendo las enseñanzas bíblicas, ha comprendido y afirmado siempre que la gloria de Dios es la grandeza del hombre: "Gloria Dei, vivens homo". En este sentido, la adoración eucarística es paradigmática; pues, teniendo como objeto la persona única del Hijo de Dios hecho hombre, el cual afirma su señorío en su actitud de total donación al hombre, se convierte en la expresión más clara de la síntesis gloria de Dios-liberación y promoción humana. En sustancia, el misterio eucarístico nos enseña que aquello por lo que Dios debe ser glorificado se entrelaza admirablemente con aquello por lo que Dios debe ser objeto de gratitud; gloria y acción de gracias son como la urdimbre y la trama de un único tejido religioso salvífico, y no sin motivo el lenguaje cristiano ha creído que el apelativo "eucaristía" (acción de gracias) es el más apto para expresar uno de los aspectos más específicos del misterio y, en última instancia, todo el misterio en su globalidad.

b) Mas, a propósito de este aspecto de la celebración eucarística, también hay que poner de relieve sus puntos constructivos y promocionantes. Aunque la gratitud es un sentimiento y una actitud que implica cierta dependencia del beneficiado respecto al benefactor, ciertamente no se la ha de considerar como una actitud humillante, pues, muy al contrario, honra al hombre que la profesa. No obstante, la "acción de gracias" del lenguaje litúrgico cristiano expresa mucho más que el simple "agradecimiento"; en efecto, subraya una vez más y bajo un aspecto nuevo la dialogicidad del encuentro salvífico Dios-hombre. Si, por una parte, el creyente tiene la profunda convicción de vivir como esfumado en un mundo de gratuidad (todo es gracia porque todo es don del Padre de todo bien), por otra, es consciente de que el Padre lo llama a liberar de cada realidad recibida todos los valores positivos que encierra, a fin de testimoniar y evidenciar la bondad y la gratuidad de los dones divinos. Para hacerlo así, el hombre debe usar y realizar los dones recibidos con la misma lógica de gratuidad con que Dios los ha ofrecido. El hombre que utiliza y se sirve de las cosas con un talante posesivo y egoísta y según una lógica eficientista, además de no dar gracias a Dios, falta al respeto a las personas y a las cosas, impidiéndoles manifestar su origen gracioso. Si la humanidad viviera una espiritualidad eucarística, sería una humanidad fraternalmente mucho más justa y eliminaría de raíz todo problema ecológico. La liturgia eucarística lo proclama de modo excelente cuando, al comienzo mismo de la gran oración eucológica, nos hace decir que dar gracias siempre y en todo lugar al Señor, Padre santo, Dios omnipotente y eterno, no sólo es nuestro deber, sino verdaderamente cosa buena y justa y fuente de salvación.

c) Siguiendo en este orden de consideraciones, el misterio eucarístico también da sentido claramente promocional al fin propiciatorio. Para constatarlo basta con que nos remitamos a cuanto se ha dicho sobre la eucaristía-sacrificio; sin embargo es obligado recordar que la eucaristía no nos permite reducir la propiciación a un mero gesto de expiación o a una súplica de perdón, dirigida a una divinidad justamente enojada por alguna ofensa. Al poner de relieve la estrechísima relación existente entre la gloria de Dios y la realización de toda la realidad creada, la eucaristía, además de confirmar la idea cristiana de que el pecado tiene siempre y simultáneamente una dimensión vertical (ofensa de Dios) y otra horizontal (desorden cósmico), enseña que la propiciación implica, junto con el justo reconocimiento de la soberanía divina, una reordenación del mundo y de la historia. La justicia divina, al aceptar un sacrificio como expiación del pecado, no se atiene a la lógica de la ley del talión, sino que pretende mostrar la exigencia del amor de donación como único camino para superar el egoísmo y construir un mundo justo. Además, el hecho de que la celebración eucarística implique en una actitud de propiciación no sólo a los pecadores sino también a los justos, dice claramente que la penitencia cristiana y el compromiso de reordenamiento, además de exigir la eliminación del mal, requiere un esfuerzo constante por adelantar en el bien.

d) Mas esta observación abre también una nueva consideración sobre el significado que el cristianismo da a la oración de impetración. Los datos que el misterio eucarístico nos ofrece acerca de este tema son numerosos y ricos; ante la dificultad de elegir, baste subrayar algunos de los más importantes. Una de las objeciones más frecuentes concernientes a la oración de petición proviene del hecho de que parece favorecer una concepción mitológica de Dios. La petición que el hombre dirige a su Dios parece fundarse en la insostenible doble presunción de que la oración del hombre es suficiente para mejorar la historia y, sobre todo, de que ello es posible porque el hombre consigue con su oración hacer que Dios cambie sus planes. Pero la impetración eucarística camina decididamente en direcciones diversas. Si, por un lado, la oración eucarística funda y legitima la petición del hombre porque le obliga a profesar la certeza de su fe de que todo es gracia y don de Dios, por otro, le fuerza a reconocer que todo nos ha sido ya dado en Cristo. Cualquier otra gracia que el creyente pida al Padre no puede ser más que una prolongación y una actualización de lo que hace de Cristo la plenitud y la totalidad de la gracia. En otras palabras, pedir nuevas gracias a Dios no significa proponerle un cambio de acción, sino la prolongación —para el aquí y el ahora— de la perenne economía de la encarnación. La renovación cotidiana de la impetración eucarística no tiene como fin plegar la voluntad divina a la insistencia de nuestra súplica, sino abrir pacientemente nuestra inteligencia a una progresiva comprensión del gran don que es Cristo e inclinar nuestra voluntad a amar y a querer lo que Dios amó y quiso en Cristo. En este sentido, la impetración eucarística, lejos de ser una tentativa alienante de descargar en la omnipotencia divina la solución de nuestros problemas, es asunción de responsabilidades.

2. CELEBRACIÓN, CULTO Y CARIDAD - Por lo menos durante diez siglos, la comunidad cristiana no reconoció otra forma de culto eucarístico diversa o distinta de la celebración sacrificial: la misa. El hecho de que las especies eucarísticas fuesen devotamente conservadas para administrar el viático a los enfermos o que fuesen a veces enviadas de una iglesia local a otra, como signo de unidad y de comunión de vida, no había suscitado actividades cultuales comunitarias particulares o formas devocionales individuales en relación con la eucaristía. La práctica de conservar las especies consagradas, incluso después de la celebración eucarística, es una prueba irrefutable de la convicción tradicional de fe en que la presencia real perdura también después de la celebración de la misa; pero esta presencia real no era objeto de culto. En el fondo, esta práctica testimonia que la comunidad cristiana no sentía la necesidad de nuevas formas de culto eucarístico, porque en la misa se veía una síntesis suficientemente rica y, por tanto, omnicomprensiva de cualquier significado religioso y de cualquier eficacia formativa que el culto eucarístico puede y debe tener. Aunque hay opiniones divergentes sobre las circunstancias que dieron origen al nacimiento y al desarrollo de múltiples actividades cultuales eucarísticas, en el plano histórico es cierto que la aparición de un culto eucarístico distinto de la misa coincide con el despuntar de las primeras controversias en torno a la realidad de la presencia de Cristo en la eucaristía.

No es éste el lugar adecuado para analizar detalladamente la historia y la naturaleza de las formas más conocidas de culto y de piedad eucarística; baste recordar que, desde las primeras "ostensiones" del pan consagrado durante la misa, se pasó a las "exposiciones" y a las adoraciones solemnes de la eucaristía fuera de la misa; de éstas se derivan tanto las actividades culturales públicas y comunitarias (fiesta del Corpus Christi, bendiciones eucarísticas, procesiones eucarísticas, cuarenta horas y, más recientemente, congresos eucarísticos), como las formas de culto y de piedad privada (horas de adoración, visita al SS. Sacramento, comunión espiritual, etcétera). Es indudable que estas actividades cultuales, favorecidas e incrementadas por la autoridad eclesial, se han convertido en otras tantas fuentes de espiritualidad y de vida cristiana, lo mismo individual que asociada. Muchos santos pudieron estructurar su vida ascética, orientar su camino de perfección y alcanzar la experiencia mística ejercitando este culto; además, muchas asociaciones de inspiración eucarística (cofradías del SS. Sacramento, congregaciones religiosas, ligas eucarísticas, etcétera) han sido auténticas escuelas de formación cristiana.

Con todo, es cierto que la coincidencia entre la necesidad de subrayar la fe en la presencia real y el nacimiento de las nuevas formas de culto eucarístico ha podido condicionar en forma no del todo positiva la piedad cristiana. Entre los condicionamientos de mayor relieve debemos recordar el proceso de objetivación de la presencia real, transformada casi en fin en sí misma, y, en consecuencia, la afirmación de un cierto triunfalismo eucarístico y de algunas formas de piedad inspiradas en el sentimentalismo más que en las grandes verdades de la fe. En la exposición solemne eucarística, por ejemplo, se ve el equivalente de un "Cristo entronizado en los altares"; en las procesiones, una marcha triunfal de Cristo; las horas de adoración y las visitas al SS. Sacramento fueron sugeridas a veces con la intención de arrancar al "Divino Prisionero" de los altares de una soledad grande y deprimente. En este lenguaje, al presente superado, de algunos libros de piedad o de cierta oratoria, podría advertirse al menos una buena dosis de intemperancia verbal, que no compromete en modo alguno la nobleza de las intenciones o el impulso de una fe sincera; pero es innegable que con ello la piedad eucarística quedaba alterada de alguna forma, así como incapacitada para captar el significado más profundo y formativo de la presencia real. Tanto más que este hecho ha permitido, en tiempos más recientes, que se confundiese la justa impugnación de las deformaciones pietistas con la menos justa impugnación de actividades cultuales y de prácticas de piedad que en sí mismas conservan su validez educativa.

Las exposiciones solemnes, las procesiones y las adoraciones privadas son legítimamente recuperables en la medida en que no implican contradicción alguna con la economía salvífica, a la cual corresponde la institución de la eucaristía, y en la medida en que se mantengan abiertas a un justo énfasis antropológico. Si, por una parte, hay que devolver a estas actividades cultuales la debida relación con la misa —análogamente a lo que se establece en la instrucción Eucharisticum Mysterium (1967) a propósito de la comunión sacramental hecha "extra Missam"—, por otra, es preciso desentrañar con mucha claridad el mensaje salvífico que incluye para nuestro presente. Así como la comunión sacramental, en cualquier momento que se haga, es siempre una implicación en la acción sacrificial eucarística, y no se la puede instrumentalizar para fines puramente privados, por más nobles que puedan ser, de la misma manera toda actividad cultual y toda práctica de piedad eucarística deben ser una prolongación del encuentro dialogal, cuyos contenidos han quedado ya fijados por Cristo al instituir la eucaristía. En este sentido, la exposición y la adoración solemnes deben significar para los que toman parte en ellas reconocimiento y exaltación de la lógica que llevó a Cristo a hacerse presente en la eucaristía: la lógica de hacerse grande volviéndose pequeño, de afirmarse dándose, de ganar la propia vida perdiéndola. Las procesiones eucarísticas deben ser, a su vez, una proclamación de nuestra voluntad de adaptar a la lógica de Cristo, no sólo nuestras opciones y nuestras actividades, sino también nuestras estructuras y nuestros contextos de vida, como las calles, las plazas, los ambientes de trabajo, etcétera, a los cuales se lleva a Cristo. En una palabra, hay que devolver a toda forma de culto eucarístico la posibilidad de transformarse en un juicio salvífico sobre nosotros, sobre nuestro tiempo, sobre nuestro mundo, sobre nuestra realidad cotidiana.

Para alcanzar este fin será preciso, sin embargo, recordar que la eucarística no es la presencia real exclusiva y única de Cristo en su Iglesia. Refiriéndose a cuanto se había enseñado en la constitución "Sacrosanctum concilium" (c. 1, n. 7) del Vat.II, la encíclica Mysterium ftdei (1965), de Pablo VI, afirma que la presencia real de Cristo en su Iglesia es múltiple: está realmente presente en la oración de la Iglesia, en su ejercicio de 'las obras de misericordia, en su tendencia escatológica, animada por la fe y por la acción del Espíritu de caridad, en el anuncio de la palabra, en la acción de gobierno y de guía del pueblo de Dios mediante la jerarquía, en la celebración de los sacramentos y, en particular, en la eucaristía. La peculiaridad de la presencia eucarística no quita nada a la realidad de las otras presencias, las cuales si, por una parte, sirven de ayuda para explicitar la verdadera razón de la presencia realeucarística, por otra, encuentran su fin en la celebración eucarística, que sellará el encuentro comunitario, no sólo de todos los hijos de Dios, sino de todas las vocaciones cristianas y de su testimonio histórico.

Más arriba se hacía observar que, al acentuar de manera exasperada la realidad de la presencia eucarística hasta hacerla casi fin en sí misma, se da al culto y a la piedad eucarísticos un tono triunfalista que está en contradicción con la economía salvifica, de la que el misterio de la eucaristía forma parte. La teología contemporánea, al profundizar y ensanchar la comprensión de la que se ha convenido en llamar la "vía de la presencia real", o sea, la transustanciación, ha puesto con razón de relieve que la mutación real del pan y del vino en cuerpo y sangre de Cristo implica necesariamente también una mutación real del significado (transignificación) y del fin (transfinalización) de los elementos que constituyen el signo sacramental. Si exponer la fe se limitase aquí a destacar la dimensión ontológica de la mutación misteriosa que tiene lugar en el sacramento eucarístico, se haría de forma incompleta y no formativa. Por otra parte, no es posible hablar de manera constructiva de transignificación y de transfinalización, si no se dan contenidos efectivos al nuevo significado y al nuevo fin atribuible al pan y al vino eucarístico.

Estos contenidos, que no pueden ser producto de la fe subjetiva, están indicados precisamente por las diversas formas de presencia real que Cristo establece en su Iglesia. Jesucristo está presente en alma y cuerpo en la eucaristía para significarnos que nuestras obras de misericordia le hacen verdaderamente presente en la historia cuando no se agotan en el cuidado de las necesidades del espíritu, sino que se extienden a la realización del hombre integral; para significarnos que el anuncio de su palabra le hace realmente presente cuando consiente, junto a la escucha de la promesa de salvación, una experiencia parcial, pero efectiva de la salvación, que él ha venido a traer; y lo que se ha dicho a manera de ejemplo de la presencia real en las obras de misericordia y en el anuncio de evangelización puede aplicarse fácilmente a la presencia real en la acción pastoral de la jerarquía y en la tendencia escatológica de todo el pueblo de Dios. Mas, puesto que las diversas presencias reales de Cristo en la vida de la Iglesia se extienden, en definitiva, a todas las formas de auténtica vida cristiana con que los bautizados introducen la salvación en la historia, es decir, a todas las vocaciones cristianas que actualizan, cada una según la moción específica del Espíritu y en comunión entre sí, la riqueza del misterio de Cristo salvador, se sigue de ahí que la presencia real eucarística, al dar a cada vocación su justo significado, expresa también el fin al que cada una está orientada. La estructura de la iniciación cristiana', que coloca a la eucaristía en el vértice, es ya una clara indicación en este sentido. El Espíritu de Cristo, que hace de cada bautizado un hombre nuevo y suscita en la confirmación los gérmenes de la vocación con que cada uno ha de desempeñar su papel de testigo de la salvación en la historia, es un Espíritu de unidad que orienta a cada vocación hacia la comunidad-comunión. La eucaristía es la celebración de esta convergencia y, al paso que enseña que cada vocación debe ser ella misma para expresar la máxima fidelidad al Espíritu, proclama que el único camino abierto a la realización suprema del propio carisma es hacer de él un servicio a los otros carismas.

Desde este punto de vista, la eucaristía nos ayuda a comprender mejor dos características fundamentales de las diversas vocaciones cristianas: una —la más evidente— es la que exige de toda vocación una apertura eclesial radical: la multiplicidad de las vocaciones espara la unidad de la Iglesia; otra, la que obliga a toda vocación a ser un signo de la catolicidad dentro de su misma condición específica; es decir, a dar un testimonio que, si bien consiste en la afirmación de determinados valores que son propios y exclusivos de una vocación, es, sin embargo, evocativa también de los valores que son propios de las otras.

El ejemplo más fácil puede verse en dos vocaciones aparentemente tan dispares como la virginidad y el matrimonio. La afirmación de que la virginidad y el matrimonio deben ser un momento de la edificación de la Iglesia parece del todo pacífica; pero en realidad es preciso subrayar que ni la virginidad ni el matrimonio dan un testimonio cristiano efectivo cuando se afirman sólo como fidelidad al ideal de una vida que una y otro implican. El matrimonio es verdaderamente cristiano cuando, además de realizar la unión conyugal según el proyecto cristiano, mantiene a la pareja abierta a las exigencias de toda la comunidad eclesial y no sólo a las de la comunidad conyugal o familiar; la virginidad es verdaderamente cristiana cuando, además de no implicar ninguna infidelidad al ideal virginal, no se cierra en sí misma, sino que se convierte en un servicio eclesial. En esta apertura eclesial de las vocaciones particulares se injerta luego su catolicidad: la virginidad, aun distinguiéndose del matrimonio en ser renuncia al amor conyugal, debe hacerse evocativa de la vocación matrimonial, situándose como actitud amorosa capaz de actuar, si bien en forma diversa, todos los valores positivos encerrados en el amor conyugal; a su vez, el amor conyugal, aunque en su modalidad específica, debe ser capaz de significar todos los valores positivos que están implícitos en la vocación virginal [>Celibato y virginidad; >Familia; >Celebración litúrgica II, 2, b].

Por desgracia, estas indicaciones que se siguen para las vocaciones cristianas de su finalización eucarística, no siempre se han tomado en la debida consideración y, como en el caso de la virginidad y del matrimonio, se ha derivado de ello una lectura contrapuesta y casi antagónica, que legitima más de lo necesario la afirmación de la una como estado de perfección de santidad privilegiada y hace del otro sólo una situación, ciertamente honesta y salvífica, pero de perfección deficiente. Sin embargo, el ejemplo más apropiado para demostrar las consecuencias negativas que se siguen de no hacer el suficiente hincapié en la ordenación de todas las vocaciones a la eucaristía, es otro. Es sabido que el sacerdocio ministerial (más exactamente habría que decir el ministerio sacerdotal) ha sido considerado durante mucho tiempo como la única forma verdadera de sacerdocio en la Iglesia, mientras que el común a todo el pueblo de Dios se miró como un sacerdocio casi sólo metafórico. No es improbable que estas convicciones se derivaran de una reacción polémica contra las tesis de los reformadores más que de una reflexión de fe; el hecho es que la presidencia eucarística —justamente reservada a los sacerdotes ministros— pudo teorizarse independientemente del sacerdocio que todo fiel ejerce actuando la propia vocación; lo cual contribuyó a establecer ulteriormente una indebida ruptura entre clero y laicado, que el Vat. II ha intentado remediar. Si en la eucaristía no convergieran los testimonios de todas las vocaciones cristianas, a la celebración eucarística le faltaría lo que hace de ella el sacrificio de la Iglesia junto con el sacrificio de Cristo. La presidencia eucarística es ciertamente "un" carisma; pero lo es como servicio a los otros carismas, que en la celebración eucarística dan gloria a Dios realizando el misterio de la Iglesia "una en la multiplicidad".

E. Ruffini

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