PALABRA Y SACRAMENTO CONSTRUYEN LA IGLESIA
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«La Iglesia bajo la palabra de Dios (sub Verbo Dei) celebra los misterios de Cristo (celebrans mysteria Christi) para la salvación del mundo». Con este título significativo comenzaba la relación final del Sínodo extraordinario sobre el concilio Vaticano II de 1985, como síntesis de la articulación entre las cuatro constituciones conciliares y corno expresión de la «recepción» que representó este sínodo celebrado con motivo del XX aniversario del concilio. Esta formulación manifiesta con claridad cómo la Iglesia para realizar su misión salvadora en el mundo se constituye con dos elementos: el estar bajo palabra de Dios y el celebrar los misterios de Cristo, es decir, los sacramentos. Nótese el matiz diferenciador de su función en la construcción de la Iglesia: así, por un lado, la situación de la Iglesia en relación con la Palabra —su estar bajo ella—, evoca la prioridad existencial e histórica de la Palabra en la Iglesia, y por otro lado, el único verbo de la frase —celebrar— se refiere a los sacramentos y, por tanto, enuncia la primacía lógica y ontológica de la realidad sacramental en la Iglesia.

De hecho, la Iglesia en el Antiguo Testamento surge según el modelo de la «asamblea congregada» y es la comunidad de los llamados y reunidos por la palabra de Dios. La palabra griega >ekklésia de los LXX, de la cual procede la latina ecclesia, traduce habitualmente la expresión hebrea qahal. Esta palabra se introduce en la época del deuteronomista, hacia el siglo VII a.C., con una fórmula significativa: «el día de la asamblea (ekklésia)» (Dt 4,10; 9,10; 18,16) puesta en labios de Moisés cuando recuerda el día en que Yavé le ordenó convocar al pueblo en asamblea para la celebración de la alianza. Esta asamblea, además, aparece con el determinativo «del Señor» (23,1-8). En esta línea se encuentra en el discurso de Esteban de He 7,38 para indicar la asamblea del Sinaí. Siempre se trata, pues, de una asamblea que recibe su convocatoria gracias a la palabra de Dios.

Ahora bien, en la Biblia la palabra de Dios es tanto la palabra de Yavé directamente creativa como una instrucción a Israel, dada a través de los profetas, como palabra de juicio y de salvación. En el Nuevo Testamento tiene siempre una referencia cristológica, de ahí que una teología bíblica de la palabra de Dios asume todas estas diversas manifestaciones, desde la palabra creadora de Gén 1 hasta la denominación de Cristo glorificado que ha de venir como «la palabra de Dios» (Ap 19,13). La misma expresión «palabra de Dios» o «palabra del Señor» es una fórmula abreviada de la comunicación de Dios por la palabra, certificada en la Biblia, gracias a que es «palabra inspirada» (DV 11).

Ha sido especialmente la tradición protestante la que ha dado amplio relieve a la importancia de la Palabra para la Iglesia y en esta línea Lutero hizo famosas las fórmulas: «La Iglesia está bajo la palabra de Dios» —Ecclesia est sub Verbo Dei (WA 30 II: 682-1-10)—, y «el Evangelio hizo la Iglesia» —Evangelium fecit Ecclesiam (WA 29,17)—, sintetizadas en la expresión «la Iglesia es creatura de la Palabra» —Ecclesia creatura Verbi—, que aunque no es literalmente suya, lo interpreta bien. Por eso, Lutero, seguido fielmente por Melanchthon, Calvino y K. Barth, pone la nota básica para discernir la verdadera Iglesia en el que sea «oyente de la palabra de Dios» (WA 3,259).

Por parte de la teología católica a partir del Vaticano II se ha realizado una significativa «recepción» de esta visión de los reformadores en lo que tiene de teología cristiana tradicional como tal. Así, en el mismo concilio se encuentra ya esta concepción de la Iglesia como creatura Verbi en DV 1 y como sponsa Verbi en DV 23. Eneste sentido debe interpretarse el título de la relación final citada del sínodo de 1985, iniciado precisamente con la expresión Ecclesia sub Verbo Dei.

En la historia de la teología la reflexión sobre la relación específica entre palabra y sacramento con la Iglesia es más bien marginal. Aunque san Agustín tiene elementos útiles cuando fundamenta la razón de ser del signo sacramental en la palabra de Dios con una fórmula famosa: «Se junta la palabra al elemento y este se hace sacramento, que es como una palabra visible» (accedit verbum ad elementum et fit sacramentum, tamquam visibile verbum), raíz del binomio agustiniano «sacramento audible» y «palabra visible» (sacramentum audibile —verbum visibile ). Pero este enfoque se limitó con posterioridad exclusivamente a la sacramentología, de tal forma que el mismo santo Tomás, que hablaba de los dos principios de la Iglesia así: «la Iglesia se funda (fundatur) en la predicación de Cristo» (Suppl. 77, a. ad 2) y «la Iglesia fue creada (fabricata) por los sacramentos» (III, 64, 2 ad 3), se limitaba a ver la predicación de la palabra como simplemente «dispositiva» (De Ver. 27,3 ad 12; III q.64 a. l ad 1).

De hecho, progresivamente se fue perdiendo la perspectiva de la teología bíblica de la palabra, con su carácter de interpelación salvadora eficaz, de tal forma que en neto contraste con el pensamiento semítico y aún neotestamentario, la palabra se convirtió en sólo palabra, como simple signo de una cosa y como tal distinta y separada de la realidad. Este es el enfoque dominante en la elaboraciónescolástica de la sacramentología en la Edad media, que marginó de hecho la teología de la palabra. En contraste, los reformadores propusieron una recuperación de esta teología en función del concepto central del sola fides al que correspondió el sola Scriptura con la fórmula paradigmática referida de Lutero Evangelium fecit Ecclesiam (WA 29,17).

No será hasta el siglo XX cuando en la teología católica, especialmente gracias al diálogo con los protestantes, a la teología del movimiento litúrgico y bíblico, a la teología pastoral y misionera, se desarrollará la reflexión sobre la teología de la palabra que posibilitará una reformulación de su relación con el sacramento y, derivadamente, con la Iglesia.

El Vaticano II propone una novedosa expresión que se aplica a ambos elementos: la doble mesa, referida tanto a la mesa del Cuerpo de Cristo (mensa Corporis Christi/Domini: DV 21; SC 48), como a la mesa de la palabra de Dios (mensa Verbi Dei: DV 21; SC 51). Se trata de subrayar el parangón entre Escritura y Cuerpo de Cristo, tal como se encuentra también en otros textos conciliares (cf PC 6; PO 18), y que es especialmente aplicado a la palabra de Dios en la liturgia, reintegrada así a su lugar propio (cf SC 7, 24, 35, 92). Esta asimilación se refleja ampliamente en la tradición a partir de la exégesis patrística de Jn 6 en la que el «pan» se puede referir tanto a la eucaristía como a la palabra (san Jerónimo, san Agustín...)`.

En esta línea comparativa también se interpreta la afirmación conciliar sobre la «fuerza y virtualidad» (vis ac virtus) de la palabra de Dios puesta de relieve por la DV 21, siguiendo la formulación de Heb 4,12: «La palabra de Dios es viva y eficaz» (cf también He 20,32; lTes 2,13), que subraya «la sacramentalidad de la palabra puesto que hay que aceptar una sacramentalidad de la palabra, teniendo en cuenta la "verbalidad" o carácter verbal del sacramento».

También es importante la reintegración de la palabra en la definición del ministerio sacerdotal, tanto presbiteral como episcopal. En relación al presbiterado, PO 2 se refiere al significativo texto de Rom 15,16 que califica al evangelio corno una liturgia y, más adelante, describe detalladamente al presbítero como ministro de la palabra de Dios y su articulación con la celebración sacramental: «En la comunidad cristiana se necesita la predicación de la palabra para el ministerio mismo de los sacramentos. En efecto, son sacramentos de la fe que nacen y se alimentan de la palabra. Esto vale, sobre todo, para la liturgia de la palabra en la celebración de la Eucaristía, en la que se unen inseparablemente el anuncio de la muerte y resurrección del Señor, la respuesta del pueblo que escucha y la ofrenda misma con la que Cristo confirmó la Nueva Alianza en su sangre. Los fieles se unen a esta ofrenda con el deseo y la recepción del sacramento» (PO 4).

Con respecto al episcopado. LG 25 afirma: «Entre las principales funciones de los obispos destaca el anuncio del evangelio. En efecto, los obispos son los predicadores del evangelio que llevan nuevos discípulos a Cristo». Se trata de la función de enseñar o anunciar de la Palabra, propia del ministerio episcopal y enraizada en el sacramento, puesto que «por la consagración episcopal se recibe la plenitud del sacramento del orden» que «confiere, junto con la función de santificar, también las funciones de enseñar y gobernar. Estas, sin embargo, por su propia naturaleza no pueden ejercerse sino en comunión jerárquica con la cabeza y con los miembros del colegio episcopal» (LG 21).

Resulta clara, pues, la prioridad ontológica del sacramento que comunica la plenitud del ministerio episcopal y que en su núcleo interno esencial comporta que el obispo es aquel que «hace las veces del mismo Cristo, Maestro, Pastor y Sacerdote, y actúa en su persona» (LG 21). En referencia al ejercicio del propio ministerio de la Palabra, el obispo precisará de la necesaria determinación «jurídica» (iurisdictio = palabra de derecho), es decir, de una palabra con fuerza jurídica, que situará el anuncio de la Palabra dentro de la comunión eclesial y jerárquica (cf Nota Explicativa Previa 2).

Finalmente, es significativo que en el momento de tratar de la función de santificar de los obispos en LG 26 se articulan ambas funciones así: «Por medio del ministerio de la palabra, comunican (communicant) a los creyentes la fuerza de Dios para la salvación (cf Rom 1,16) y santifican (sanctificant) a los fieles por medio de los sacramentos. La referencia a la Carta a los romanos, que habla de la «fuerza (dynamis) de Dios para la salvación de todos los que creen», explicita que la dinámica comunicativa que posibilita la Palabra va ligada a la fe, es decir, que es indispensable la respuesta creyente para ser salvados. En cambio, el texto no pone ninguna condición para ser santificados por los sacramentos.

La reflexión teológica sobre palabra y sacramento en la Iglesia debe tener presente que no se trata de dos magnitudes autónomas, sino de dos momentos de un único proceso de la salvación. Y en este proceso la palabra tiene una función epistemológica primera. En efecto, el Vaticano I enseña que uva revelación divina por la palabra, a diferencia de la revelación a través de las realidades creadas, es absolutamente necesaria al ser el hombre llamado al fin sobrenatural, ya que este fin sólo puede ser comunicado por la palabra (DENZINGERHÜNERMANN, 3004s). El Vaticano II, por su lado, acentúa la comprensión de la revelación en clave conjunta de «obras y palabras íntimamente unidas» (DV 2) y en este texto ofrece pistas para una comprensión de la revelación de la Palabra como relación entre las palabras y las obras, puesto que las obras confirman las palabras, y estas proclaman y explican su misterio. En la persona de Jesucristo esto acontece de forma plena, ya que es la «Palabra hecha carne» (DV 4). Así pues, el Vaticano II enriquece la comprensión de la revelación por la palabra mediante la afirmación de su íntima estructura encarnatoria y «sacramental». La Palabra se sitúa, pues. con una función epistemológica, y su manifestación más plena se da en esta realización encarnatoria, a través de obras y realidades históricas que gracias precisamente a la palabra aparecen como signos revelativos. Por eso, cuando aparece el sacramento la Palabra no desaparece, sino que llega así a su plenitud y consigue de este modo toda su eficacia en virtud de una intervención decisiva de la Iglesia. Por eso se puede afirmar queel sacramento es la forma suprema de la palabra eficaz, y que, por tanto, la palabra tiene siempre ya incoativamente ese carácter de palabra eficaz.

Ahora bien, dado que la conexión máxima entre Palabra y sacramento se da en la celebración de cada uno de los siete sacramentos, se puede deducir que la relación más profunda entre ambos elementos va ligada siempre a la dimensión antropológica, social y eclesial específica que caracteriza cada sacramento en particular, que se convierten y con razón como los máximos «signos de la cercanía de Dios» en cuanto que «los sacramentos cualifican, a través de la relación creyente hacia Jesucristo, unas realizaciones fundamentales de la vida humana».

El anuncio de la palabra de Dios en la Iglesia, además, aunque alguna vez pueda parecer lejano de la celebración sacramental, de hecho comporta siempre una dinámica interior hacia la vida cristiana, más aún si se tiene presente que «Cristo está siempre presente en su Iglesia, principalmente en los actos litúrgicos» (SC 7), ya que «la Liturgia es la cumbre y la fuente de la Iglesia» (SC 10) y, más concretamente, que la Eucaristía es la «fuente y la cima de toda la vida cristiana» (LG 11).

Profundizando en este carácter eficaz del anuncio de la palabra, la teología de la Palabra se ha beneficiado de diversas referencias a la lingüística moderna que considera la palabra como «acto de lenguaje» (J. L. Austin) y que junto con los enunciados informativos se dan también los preformativos, es decir, aquellos que realizan lo dicho (por ejemplo, el final de una asamblea mediante las correspondientes palabras del presidente). Esta perspectiva preformativa, además, engloba ambos momentos específicos si se diferencia entre preformativo-primario, que sería la Palabra sola, y preformativo-explícito, que sería el Sacramento, en el que la Palabra se convierte en la «forma» del sacramento («Yo te bautizo...»).

A su vez, la teología sacramental ha experimentado una mayor profundización en su categoría simbólica, antropológica y comunicativa que pone de relieve la íntima unión entre palabra y signo. Esta íntima unión se puede comprender como una pericoresis/circuminsessio o mutua inter-implicación, en el marco de una concepción comunicativa. En efecto, la unidad de palabra y acción en los sacramentos visibilizan estos como una acción comunicativa simbólico-verbal y, por tanto, como la plenitud del proceso que se inicia con el anuncio de la Palabra que continúa su presencia en el sacramento también como su «forma».

Finalmente, la función de la Palabra y el sacramento aparece también como significativa en la edificación de la estructura jurídica de la comunión eclesial. Se trata de redescubrir la dimensión jurídica de ambos elementos gracias a la perspectiva cristológica y pneumatológica que les inspira. En efecto, Palabra y sacramento son dos realidades diversas, recíprocamente ordenadas, y, por tanto, dos principios estrechamente ligados y dependientes el uno del otro del único proceso de la formación de la Iglesia como lugar de salvación para el hombre.