ORDENACIÓN DE MUJERES
DicEc
 

La cuestión de la ordenación de mujeres es un asunto ecuménico, al tiempo que un asunto debatido internamente en la Iglesia católica. Por debajo subyacen muchas cuestiones relativas también a >feminismo e Iglesia. Hasta años recientes, el ministerio de la palabra y de los sacramentos estaba reservado a los varones en las principales Iglesias. Fueron excepción los >anabaptistas en tiempos de la Reforma y varios grupos de sectas a lo largo de la historia, condenados invariablemente por las autoridades de la Iglesia. Desde el siglo XIX en muchas Iglesias protestantes se restauró el orden de las >diaconisas. En 1956 los metodistas de Estados Unidos ordenaron a mujeres para el ministerio en su plenitud, y a ellos les siguieron otras Iglesias. La Comunión Anglicana tardó más en dar este paso, siendo Hong Kong la primera provincia anglicana en ordenar a una mujer (1971; en 1944 un obispo confirió la ordenación sacerdotal a una diaconisa, pero a los dos años esta tuvo que renunciar a su ministerio por la oposición de la House (,f Bishops de su provincia). La primera obispo anglicana fue Barbara Harris, consagrada en Massachusetts en 1989. La Iglesia de Inglaterra, después de intensa y dolorosa reflexión, se mostró partidaria de la ordenación de mujeres en 1993, haciendo realidad su decisión al año siguiente.

La ordenación de mujeres ha conducido a fuertes tensiones dentro del movimiento ecuménico, especialmente con los viejos católicos, las Iglesias ortodoxas, la Iglesia católica y otras Iglesias en las que este tipo de ordenaciones no se han llevado a cabo. Ya en 1975, en un intercambio epistolar, Pablo VI advertía al arzobispo de Canterbury, David Coggan, que «el nuevo curso tomado por la Comunión Anglicana al admitir a las mujeres al sacerdocio ordenado no puede dejar de introducir en este diálogo (ARCIC) un elemento de grave dificultad». El intercambio epistolar entre Canterbury y Roma ha proseguido después, cuando el compromiso anglicano con la ordenación de mujeres se ha hecho más firme.

Aunque los anglicanos partidarios de la ordenación de mujeres pretenden fundamentar teológicamente su postura, lo cierto es que dentro de sus Iglesias se ha creado una gran tensión, moviendo a algunos clérigos y laicos a buscar la plena comunión con los viejos católicos, los ortodoxos y los católicos. El número de los que así lo han hecho ha sido hasta ahora, sin embargo, menor de lo que esperaban algunos anglicanos, católicos y otros opuestos a tales ordenaciones.

Para los teólogos católicos, la cuestión clave que hay que plantear es si la restricción de las órdenes a los varones es de institución divina (y por tanto inmutable) o de disciplina eclesiástica (y por consiguiente reversible). La valoración de la discusión dentro de la Iglesia católica ha de llevarse a cabo con suma circunspección. La importancia de la actitud de los papas ante la cuestión en las discusiones ecuménicas con los anglicanos ha sido muy notable. Existe además una declaración autorizada de la >Congregación para la doctrina de la fe, publicada por mandato de Pablo VI, Inter insigniores (1976, en lo sucesivo ínterIn). [A partir de este documento las declaraciones más recientes del magisterio apuntan en la dirección de considerar la actitud contraria a la ordenación de las mujeres como irreformable. Así la carta apostólica de Juan Pablo II Ordinario sacerdotalis de 1995 «sobre la ordenación sacerdotal que ha de ser reservada sólo a los varones» interpretada por la Congregación para la doctrina de la fe en su Respuesta a la duda acerca de la doctrina de la carta apostólica Ordinatio sacerdotalis, del 29 de octubre de 1995, donde se afirma que «esta doctrina ha sido propuesta infaliblemente por el magisterio ordinario y universal (LG 25)».]

El argumento principal del primer documento de la Congregación para la doctrina de la fe, compartido con las Iglesias orientales, contra la ordenación de mujeres es la tradición (InterIn). Es, en efecto, un argumento poderoso. La situación del Nuevo Testamento en lo tocante al ministerio es confusa y elástica; no podemos decir con certeza quién presidía la eucaristía en la Iglesia primitiva, ni en virtud de qué derecho. Pero hacia el año 200 existía ya universalmente en la Iglesia un triple orden del diaconado, el presbiterado y el episcopado. Esta rápida evolución y la persistencia de su configuración se explica por la guía del Espíritu; los teólogos usan a este respecto el concepto de >ius divinum (>Sacerdocio ministerial) para la explicación de este desarrollo. La tradición constante a la que alude el citado documento podría explicarse en términos de ius divinum (cf InterIn 4).

El resto de los argumentos del documento son quizá menos contundentes (ínterIn 3-5). El hecho de que Jesús eligiera como apóstoles sólo a varones no es concluyente: los apóstoles eran más que sacerdotes; habían de ser el fundamento de la Iglesia escatológica (cf Mt 19,28) y, tras la sustitución de Judas (He 1,15-23) se convirtieron en un colegio cerrado; los apóstoles en cuanto tales no serían reemplazados por nadie. Por otro lado, la elección de Jesús recayó sólo sobre israelitas, y la Iglesia pronto habría de extenderse más allá de estos límites. La apelación a Jesús y al caso de los apóstoles tendría más consistencia si se aplicara a los >obispos, no a los sacerdotes. El argumento de que sólo un varón puede actuar in persona Christi tampoco es totalmente probatorio. De hecho, usado indiscriminadamente, puede conducir a interpretaciones nestorianas, porque de lo que se trata es de una persona divina (que no es ni varón ni mujer), con una naturaleza humana plena, ahora sí la de un varón. Todos estos argumentos, salvo el de la tradición, parecen en definitiva argumentos que llevan a una visión de la postura de la Iglesia, más que pruebas convincentes; técnicamente, estos argumentos ex convenientia son un intento de captar la coherencia interna de una doctrina a la que se ha llegado por otros medios. Los autores del documento no ignoran esta dificultad y hablan de «la profunda conveniencia» de la ordenación exclusiva de varones para el misterio sacramental global de Cristo (InterIn 5). Juan Pablo II, en su carta apostólica sobre las mujeres, Mulieris dignitatem (1988, 26), reitera estas enseñanzas. El calibre de los teólogos que han apoyado este documento es más que notable; esta mera observación debería bastar para disuadirnos de pasarlo por alto; las reflexiones similares de los autores ortodoxos constituyen una confirmación importante.

Si consideramos la postura contraria, encontramos diferentes planteamientos. El primero es la suposición simplista de que la no ordenación de mujeres es resultado del pecado del patriarcado y de que la justificación de la ordenación de mujeres es por sí misma evidente para toda persona libre de prejuicios. Otra línea de argumentación es la seria consideración del ministerio de las mujeres en el Nuevo Testamento y en la tradición, y la valoración de los argumentos expuestos en el documento de la Congregación para la doctrina de la fe InterIn y en otros lugares, antes de llegar a la conclusión de la admisibilidad de las mujeres al sacerdocio ministerial. Algunos autores combinan ambos planteamientos. Otros consideran que, ni está probada la ilegitimidad de la ordenación de mujeres ni, por otro lado, está clara la invalidez de los argumentos recogidos en InterIn. Otros conceden particular importancia al claro ejercicio de determinados ministerios por parte de las mujeres en el Nuevo Testamento, concluyendo que estos y otros datos del Nuevo Testamento no permiten descartar el sacerdocio de las mujeres. Otros encuentran poco convincente el argumento de que, para la plenitud del signo sacramental, es necesario que Cristo sea representado por un varón. Puede aducirse que las mujeres son ministras en el sacramento del matrimonio y, extraordinariamente, en circunstancias extremas, en el del bautismo (CIC 861 § 2). Muchos concluyen que, incluso después de la intervención del Vaticano, la discusión debe continuar.

Un ulterior desarrollo se ha producido después de la carta de Juan Pablo II a los obispos Ordinatio sacerdotalis, sobre la no admisión de las mujeres al sacerdocio ministerial. El Papa pasa revista brevemente a las enseñanzas anteriores de Pablo VI, la Declaración, ínterIn y sus propias intervenciones. Reitera que «la verdadera razón es (...) la tradición; Cristo estableció las cosas de este modo» (n 2). Apela al hecho de que María no fuera ordenada como prueba de que esto no implica una degradación de la posición de las mujeres dentro de la Iglesia (n 3), y subraya la necesidad de los ministerios femeninos en la Iglesia (n 3). Afirma que, a pesar de la tradición constante y universal de la Iglesia y de las enseñanzas del magisterio, «en algunos lugares, no obstante, se sigue considerando una cuestión abierta a debate, o el juicio de la Iglesia de que las mujeres no deben ser admitidas a la ordenación se considera una decisión puramente disciplinar». Y concluye: «Por lo cual, con el fin de disipar todas las dudas en relación con un asunto de gran importancia, un asunto que pertenece a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmación de mis hermanos (cf Lc 22,23), declaro que la Iglesia no tiene ninguna autoridad para conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres y que todos los fieles de la Iglesia han de tener este juicio como definitivo» (n 3). Este documento, y especialmente la conclusión que acabamos de citar, es sin duda un ejercicio solemne del magisterio ateniéndonos a los criterios expuestos en el Vaticano II (LG 25 § 1).

El 28 de octubre de 1995 la Congregación para la doctrina de la fe publicó un dubium con una respuesta. Es este el modo tradicional en que las congregaciones vaticanas abordan claramente un punto de doctrina o de disciplina. Se formula una cuestión con exactitud, se da una respuesta positiva o negativa, y a esa sigue generalmente una explicación. En este caso encontramos: «La doctrina de que la Iglesia no tiene ninguna autoridad para conferir la ordenación sacerdotal a mujeres, presentada en el breve apostólico Ordinatio sacerdotalis como definitiva, ha de entenderse como perteneciente al depósito de la fe». La respuesta es «afirmativa». En el parágrafo explicativo se dice: «Esta doctrina reclama asentimiento definitivo, puesto que, fundada en la Palabra de Dios escrita y mantenida y aplicada constantemente desde el principio en la tradición de la Iglesia, ha sido expuesta infaliblemente por el magisterio ordinario y universal (cf LG 25, 2)». El documento señala también que el Papa «aprobó esta respuesta, adoptada en la sesión ordinaria de la congregación y ordenó su publicación». Un comentario sin firma en L'Osservatore Romano observaba que esta doctrina es definitive tenenda. En él se examinaba la fundamentación escriturística de la doctrina y su carácter universal en la tradición, y concluía: «En este caso, un acto del magisterio papal ordinario, en sí mismo no infalible, da testimonio de la infalibilidad de una doctrina poseída ya por la Iglesia». El contexto del comentario está constituido por dos afirmaciones: primera, la imposibilidad de admitir a las mujeres a las órdenes; segunda, «una verdad absolutamente fundamental de la antropología cristiana (enseñada por la Iglesia, a saber), la igual dignidad personal de hombres y mujeres, y la necesidad de superar y desterrar "todo tipo de discriminación respecto a los derechos fundamentales" (GS 29)». En el comentario se afirma además que la ordenación es «un servicio y no una posición de privilegio o poder humano sobre los demás... El ministerio sacerdotal no constituye ni un ideal universal ni mucho menos el fin de la vida cristiana».

Se plantea ahora la cuestión de cuál es la situación del creyente o el teólogo'. Ya no se es libre de afirmar que las mujeres deberían ordenarse (>Disenso, >Teólogos). [Pero hay sin duda posibilidad para reflexionar sobre este tema, especialmente para profundizar sobre su sentido en la línea que plantea A. Antón al afirmar que «el teólogo haría un precioso servicio a la Iglesia y a su magisterio, si con los resultados de su reflexión se lograra aclarar más la índole de conexión de la proposición central de la Ordinatio sacerdotalis con el depósito revelado y con la Tradición viva de la Iglesia».]

Es necesario aceptar la enseñanza solemne del Papa, aun cuando uno quiera examinarla o probarla; hay que buscar el «asentimiento religioso de la voluntad y la inteligencia» (LG 25). No se puede enseñar públicamente que esta doctrina es falsa. En un examen del documento, F. A. Sullivan llama la atención sobre el canon 749 del Código de Derecho canónico, donde se declara que ninguna doctrina se considera definida infaliblemente a no ser que se establezca claramente, y afirma que hay argumentos teológicos serios para aplicar esta norma al presente caso. La actitud del teólogo debería ser de aceptación de que la doctrina es verdadera, pero sabiendo que todavía se pueden plantear cuestiones con cautela y respeto. Un método prudente sería mantenerse en el nivel de las cuestiones deferentes y provisionales; la prudencia, el respeto y el peligro de escándalo deberían mover a no sacar conclusiones contra las enseñanzas del Papa. Tal planteamiento sería reflejo de la mejor práctica de los teólogos en el pasado.

[Además, esta cuestión ha sido dirimida posteriormente con ocasión de la carta apostólica Ad tuendam fidem del 18 de mayo de 1998. En un comentario de la Congregación para la doctrina de la fe sitúa la enseñanza sobre la ordenación sacerdotal reservada sólo a los hombres como una enseñanza «definitiva, en cuanto fundada en la palabra de Dios escrita, constantemente conservada y aplicada por la Tradición de la Iglesia, (que) ha sido propuesta infaliblemente por el magisterio ordinario y universal» (n 11 de la Nota del 28 de junio de 1998 de la Congregación para la doctrina de la fe, comentando el segundo parágrafo añadido al CIC 750 §2 que se refiere a las «verdades propuestas de manera definitiva por el magisterio»). De esta forma se responde a la pregunta que se hacía A. Antón en 1994 al observar que «no pocos teólogos hallan muy difícil el distinguir entre una doctrina propuesta definitiva, que no sea al mismo tiempo infalible».]

Por eso esperar un cambio puede considerarse descaminado o vano, pero no es motivo para considerar a nadie excluido del seno de la Iglesia. Hay que observar, además, que la inversión de la posición actual no sería fácil; como A. Dulles ha señalado recientemente, la Iglesia tendría que estar completamente segura de que la ordenación de mujeres es válida antes de realizar ningún cambio. En la práctica sacramental, especialmente cuando está en juego la validez, la Iglesia siempre sigue el camino más seguro. Difícilmente podría concebirse que un cambio así se produjera en un corto espacio de tiempo, incluso en un siglo.

De esto se sigue que la práctica y la doctrina actual del magisterio ha de seguirse a pesar del dolor que estas puedan causar en tantas mujeres y en no pocos hombres dentro de la Iglesia. Pero, mientras tanto, la Iglesia católica necesita desarrollar una verdadera participación de todos sus miembros en el ministerio, clérigos y laicos, y especialmente de las mujeres, que, a pesar de ser a menudo los miembros más comprometidos y enriquecidos por carismas en la comunidad eclesial local, tienen todavía escasa participación en los procesos de toma de decisiones y en los ministerios monopolizados por los clérigos. La petición de algunos episcopados de que se restaure el orden de las >diaconisas es una iniciativa interesante en este sentido.

El tema de la ordenación de las mujeres se presenta a menudo en la literatura reciente como una cuestión de justicia o equidad; es sin duda una cuestión candente que no desaparecerá en un futuro previsible. Hay que tener presente constantemente que las declaraciones del Papa y magisteriales en general lo que afirman es que la Iglesia no tiene poder para ordenar a mujeres; no deben considerarse corno negativas arbitrarias a conceder a las mujeres el sacerdocio. Además, como se hace patente en los documentos recientes, los planteamientos de la sociedad secular respecto de las relaciones entre hombres y mujeres no pueden ser determinantes en esta cuestión; no se trata de una cuestión de derechos de las mujeres. Pero, por dolorosa e importante que sea evidentemente la cuestión de la ordenación, es preciso relativizarla dentro de una visión global de la Iglesia en la que son las funciones marianas, no las petrinas, las que tienen mayor relevancia (>María y la Iglesia), a pesar de que muchas mujeres, casi todos los hombres y la mayoría de los clérigos no son conscientes todavía de las inmensas y fascinantes implicaciones de esta prioridad mariana.