MAGISTERIO
DicEc
 

Existen cuestiones controvertidas y abundante literatura en relación con cada uno de los aspectos del magisterio, o autoridad para enseñar, especialmente su fundamentación escriturística, su historia y sus competencias actuales, incluyendo los >concilios, la >infalibilidad, los >teólogos y el > disenso.

Dentro del mismo Nuevo Testamento hay algunas palabras que tienen que ver con los orígenes de la enseñanza con autoridad, como didaskó (enseñar), kéryssó (proclamar o anunciar), euaggelizomai (dar buenas noticias) y sus afines, a las que podrían añadirse katékéo (enseñar de palabra, Gál 6,6), paradosis (tradición, lCor 11,2), paideuó (enseñar/ educar, Tit 2,12). Hay que tener presente también que por debajo de la visión que las comunidades neotestamentarias tienen de los maestros y de su enseñanza subyace la conciencia de haber recibido el Espíritu Santo. Desde C. H. Dodds los exegetas han solido distinguir entre predicación y enseñanza (kérygma/didaché), pero la diferencia no debería subrayarse excesivamente, ya que la Buena Noticia incluye a ambas.

Pablo rara vez se describe a sí mismo como maestro (cf, sin embargo, ICor 4,17), prefiriendo el título de «apóstol». Insiste en la «verdad del evangelio» (Gál 2,5.14) y en la enseñanza recibida (Rom 16,17) como normativa. Conoce a los maestros (ICor 12,28) y a los que enseñan (Rom 12,7), pero los exegetas no se ponen de acuerdo en qué es lo que los distingue de los >profetas, que aparecen delante de ellos en las listas paulinas (ICor 12,28; Rom 12,6-7; cf Ef 4,11).

En algunas cartas hay fórmulas catequéticas o himnos que los exegetas consideran ejemplos de tradiciones anteriores (cf 1Cor 11,2 con 11,23-25; 15,3-7; F1p 2,5-11; cf 2Tim 2,1 1-13). En otras cartas paulinas encontramos referencias a tradiciones (paradoseis) que deben mantenerse (2Tes 2,15) y al misterio de Cristo que es enseñado (Col 1,25-28; cf Ef 4,21). En las cartas pastorales el término «enseñanza» (didaskalia) es muy común (15 veces de un total de 21 en todo el Nuevo Testamento), y el autor, «Pablo», se describe como heraldo (kéryx), apóstol y maestro (2Tim 1,11; cf 3,10). Se muestra gran interés por la recta enseñanza, y Timoteo y Tito desempeñan una función a este respecto (1Tim 4,11. 13.16; 2Tim 3,16; 4,2; Tit 2,7), al igual que los jefes de la comunidad (ITim 3,2; Tit 1,9), todo lo cual es obra del Espíritu. «Se desprende además de estas cartas la referencia a una transmisión de doctrina, supuestamente de Pablo a Timoteo y Tito, y de estos a los episkopoi».

La postura de los evangelios sinópticos sobre la enseñanza es compleja. Jesús es considerado claramente como el Maestro, con un mensaje de buenas noticias que incluyen no sólo su enseñanza sino también sus milagros (cf Mc 1,14-15.27). Podemos considerar que los tres evangelios tienen por objetivo lo que Lucas se proponía hacer para Teófilo: mostrar el fundamento firme para lo que ha de enseñarse en las Iglesias (cf Le 1,4). Por otro lado, el final de Mateo recoge una promesa del Señor resucitado de estar con sus once discípulos cuando estos difundan la enseñanza que él les ha transmitido (Mt 28,18-20), lo que es signo de continuidad entre la enseñanza de Jesús en su ministerio público y la proclamación posterior de la Iglesia. Pero no tenemos datos suficientes para comprender la situación de la comunidad de Mateo que condujo a la prohibiciónde los títulos, especialmente el de «rabí», por haber sólo un único maestro (didaskalos, 23,8-10).

En He 1,1 Lucas resume el evangelio como un relato de «todo lo que Jesús hizo y enseñó desde el principio». Su segundo volumen pretende mostrar la expansión de la Iglesia por medio de la predicación y la enseñanza de los apóstoles y de Pablo. Una de las cuatro características principales de la comunidad primitiva es precisamente su escucha de la enseñanza (didaché) de los apóstoles (2,42). Hay alguna alusión a cierta posición oficial de los «profetas y maestros» en Antioquía (13,1). No está claro cómo podrían distinguirse en Hechos la predicación de la enseñanza; ambas podrían designarse como «ministerio de la palabra» (6,4). En la Carta de Santiago, que puede datar aproximadamente de la época de los Hechos, encontramos una advertencia contra la aspiración a convertirse en maestros y contra el peligro de caer en errores (Sant 3,1-2); el maestro parece desempeñar cierto papel oficial.

Los escritos joánicos muestran a Jesús como Maestro (Jn 1,38; 11,28; 13,13-14) y lo presentan enseñando en varias ocasiones (cf Jn 6,59). Pero su enseñanza es aquí lo que ha recibido del Padre (Jn 7,16-17; 8,28). Los discípulos a su vez enseñarán el mensaje de Jesús bajo la guía del Espíritu (Jn 14,26; 16,13). Se hacen también referencias a un carisma de la verdad que protegería a la comunidad de los falsos maestros (1Jn 2,26-27), pero la aparente ausencia de maestros oficiales probablemente condujo al colapso de la comunidad joánica

Como en otras áreas (por ejemplo la del ministerio) también en torno a la enseñanza encontramos en el Nuevo Testamento cierto pluralismo, si bien con tendencia en los libros posteriores (aparte de los libros joánicos) a subrayar la enseñanza impartida por personas que ocupan un cargo oficial. Tras el período del Nuevo Testamento la función de enseñar fue asumida en gran medida por los >obispos, desarrollo quizá insinuado en Ef 4,11, donde pastores y maestros se unen en el artículo definido griego tous. Maestros no ordenados como >Justino, sacerdotes como >Orígenes y Jerónimo, y diáconos como Efrén, serían más tarde reconocidos como maestros en la Iglesia. Pero tenemos que reconocer que la aceptación universal por parte de la Iglesia en el siglo III y en siglos posteriores de la autoridad magisterial de los obispos como un elemento perteneciente a la norma misma de la fe de la Iglesia, constituye un argumento apodíctico en favor de que tal desarrollo se debe a la providencia divina, o es de >derecho divino. A esta evolución contribuyó el problema de la herejía o enseñanza no ortodoxa, que llevó a plantearse la cuestión: ¿dónde hay que buscar la verdad?. La respuesta será: en las Iglesias apostólicas y en el testimonio de sus obispos.

Cuando examinamos el uso del término «magisterio», encontramos una complicada evolución. La palabra magister designaba a un jefe en cualquier situación, y magisterium se refería a la jefatura. Hasta la Edad media se usó para designar distintas formas de ejercicio de la autoridad en la Iglesia, de las cuales la enseñanza sería sólo una. En el período escolástico santo Tomás recoge la distinción entre el oficio magisterial pastoral (magisterium cathedrae pastora lis) y el oficio magisterial del maestro de teología (magisterium cathedrae magistralis). Además de significar el ejercicio de la potestad de enseñar, la palabra «magisterio» se usaba también desde tiempos de Cipriano para designar lo enseñado. Pero no sería hasta la década de 1820, empezando por los canonistas alemanes, cuando la palabra «magisterio» asumiría en buena medida su significado moderno, a saber, el cuerpo jerárquico que tiene autoridad para enseñar. A partir de 1835 la palabra aparece en los documentos papales con este significado, que pronto se hizo general. En los primeros siglos la autoridad que hacía que una enseñanza fuera aceptada como vinculante procedía de la verdad de la enseñanza y su conformidad objetiva con la fe apostólica; ahora, en cambio, se considera que la autoridad deriva del oficio de la persona que enseña: «Para valorar la verdad de una proposición había que mirar ante todo quién la decía, y no, como en los tiempos de León Magno, qué se decía». En el >Vaticano I encontramos la palabra en el sentido del oficio y de la actividad de la enseñanza, así como la distinción entre «juicio solemne y magisterio ordinario y universal». La idea de que «el magisterio» designa al mismo tiempo la función o actividad jerárquica de enseñar y el cuerpo de pastores responsables de ella, es frecuente en Pío XII y después en Pablo VI22. Otro desarrollo importante de los últimos dos siglos ha sido la aparición del binomio «Escritura y magisterio» donde la teología anterior habría pensado en «Escritura y tradición» (>Tradición).

La respuesta al magisterio varía según que este sea infalible (Infalibilidad) o no: en el primer caso la respuesta ha de ser un acto irrevocable de fe; en el segundo caso, en cambio, no puede ser incondicional. J. R. Dione ha mostrado cómo el Vaticano II ha modificado doctrinas anteriores de la Iglesia en cuestiones tales como la situación de las religiones no cristianas, las relaciones Iglesia-Estado, la >libertad religiosa y la pertenencia a la Iglesia. La historia muestra que ha habido también enseñanzas que han dejado después de ser vinculantes: por ejemplo, Mortalium animos de Pío XII, reformado por el Decreto sobre ecumenismo del Vaticano II.

Sería extremadamente insensato atender sólo a las enseñanzas infalibles, descuidando las declaraciones no infalibles del magisterio: gran parte de la vida de la Iglesia, por ejemplo, en la liturgia, la doctrina papal y el derecho canónico, está sustentada y enriquecida por documentos que no están dentro de la estrecha categoría de enseñanzas infalibles. Una importante declaración de la jerarquía alemana en 1967 sobre las enseñanzas no infalibles apunta a que la orientación provisional sobre asuntos doctrinales y morales es al mismo tiempo valiosa y necesaria; la autoridad falible en la Iglesia es, como norma general, verdadera gracias a la ayuda del Espíritu Santo, y sólo en unos pocos casos ha sido errónea. Un ejemplo importante de magisterio no infalible es el de la enseñanza auténtica del obispo en su propia diócesis (LG 25).

Una dificultad se presenta a la horade interpretar la palabra latina authenticus y otros términos afines. Generalmente se traduce por «auténtico». Pero F. A. Sullivan ha mostrado que la traducción correcta debería ser «autorizado» (authoritative). En DV 10 leemos que la tarea de interpretar la palabra de Dios authentice corresponde sólo al magisterio. Dado que evidentemente muchos exegetas interpretan la Biblia de manera esmerada y veraz, authentice no puede significar aquí «auténticamente», en el sentido de «verdadera, genuinamente», sino que ha de significar «de manera autorizada». Una interpretación verdadera de un exegeta o de un teólogo reclama asentimiento en virtud sólo de los argumentos aducidos; en cambio, una interpretación «autorizada» reclama asentimiento por su procedencia del magisterio.

El Vaticano II señala la respuesta que es preciso dar en el contexto de las enseñanzas no infalibles: se pide el sometimiento religioso de la voluntad y la mente (religiosum voluntatis et intellectus obsequium, LG 25). No sería exacto, como algunos han hecho, describir la respuesta como «debido respeto». La interpretación de Sullivan parece juiciosa: «Se podría resumir lo que se pide de la libre voluntad diciendo que uno está obligado a renunciar a toda actitud de obstinación en la propia opinión, y a adoptar una actitud de docilidad hacia la enseñanza del papa». La obstinación habría de entenderse como cerrazón de la propia mente, como negativa a escuchar sinceramente la enseñanza oficial. La docilidad reclama una actitud abierta ante la enseñanza, «haciendo todo lo posible por apreciar las razones en su favor y convencerse de su verdad, facilitando así el propio asentimiento intelectual».

El texto del Vaticano II señala algunos criterios para comprender el sentido y la intención de las palabras del papa, con el fin de adherirse sinceramente a sus juicios. Son el carácter del documento, la repetición frecuente de la misma doctrina y el modo de hablar del papa (LG 25). Pero el asunto es complicado por el hecho de que magisterio significa más que enseñanza del papa, y otros organismos dentro de la Iglesia pueden exigir la aceptación de sus declaraciones. L. Orsy propone una lista de órganos magisteriales no infalibles, sin intención de ser exhaustivo: pronunciamientos no infalibles del papa (puede ser la proclamación de una verdad; una opinión teológica en proceso de desarrollo); declaración de un organismo de la Santa Sede, con la aprobación específica del papa (que de este modo la hace suya); declaración de un organismo con la aprobación general (por la que el papa no respalda con su autoridad el núcleo de la doctrina); una gran variedad de pronunciamientos, que pueden proceder de sínodos episcopales, conferencias u obispos en particular (todos los cuales han de sopesarse y valorarse de acuerdo con el contenido y las circunstancias)". Algo de la docilidad reclamada para con las enseñanzas del papa es debido a este tipo de declaraciones: es menester acercarse a ellas de manera positiva, con el deseo de aprender y de dejarse convencer. Pero no se puede pretender que todas ellas se consideren del mismo modo, siendo absolutamente necesaria una hermenéutica de los textos (>Disenso).

Hay que observar que en el Vaticano II la Comisión doctrinal, al presentar LG 25, consideró la posibilidad del disenso, afirmando que en tales casos debían seguirse los autores de teología reconocidos.

En tiempos de la Reforma los protestantes insistieron mucho en el principio de la «sola Escritura», reduciendo al mínimo la autoridad magisterial. En tiempos recientes hay entre los luteranos, los reformados y los anglicanos una conciencia cada vez mayor acerca del papel desempeñado por la autoridad magisterial.

Aparte de la cuestión del disenso, hay otros asuntos prácticos y teológicos de considerable importancia para la vida de la Iglesia relacionados con el magisterio. El magisterio tiene una doble función: proclamar la verdad y condenar el error. En una época determinada puede predominar una u otra. La relación del magisterio con la historia, la tradición y la Escritura como su norma última ha de quedar siempre clara. El magisterio no es la única fuente de la verdad en la Iglesia: el sensus fidelium (>sensus fidei/sensus fidelium) constituirá siempre un testimonio importante de cara a la verdad (LG 12, 35). Quienes enseñan con autoridad no deben confiar sólo en la potestad jurídica que poseen; tienen la obligación de presentar la verdad con argumentos claros y convincentes, de modo que los fieles a quienes va dirigida la enseñanza se adhieran a ella con facilidad". En este sentido hay que hacer una consideración en relación con la historia reciente. Antes del Vaticano II la enseñanza papal se presentaba en un estilo romano, siguiendo una forma romana de hacer teología. El concilio descubrió un lenguaje nuevo, vivo, a un tiempo bíblico, patrístico, tradicional y transcultural de presentar sus doctrinas. Una vez que los obispos se dispersaron al finalizar el concilio, la enseñanza del Vaticano ha corrido de nuevo el peligro de volver a su antigua forma. Ha tendido a presentar sólo una de las varias teologías posibles, y en un lenguaje que con frecuencia enturbia el mensaje que se quiere transmitir. La solución reside en parte en las conferencias episcopales y en los teólogos, que deben traducir estas enseñanzas a las situaciones locales. Se hace necesaria, por otro lado, una amplia consulta tanto para la elaboración como para la edición de los documentos más importantes.

En la relación entre el magisterio y los >teólogos puede surgir un problema si no se maneja con cuidado un texto de la Humani generis de Pío XII; en él afirma el papa que el magisterio «debe ser para todo teólogo (la) norma próxima y universal de la verdad». Si se aplica con demasiada rigidez, este principio puede conducir fácilmente a la anulación de la interacción creativa entre el magisterio y la teología; a veces esta interacción puede dar lugar a correcciones en lo que acaso haya sido una enseñanza inadecuada, o claramente incorrecta, de los maestros autorizados. Por otro lado, el magisterio no es norma universal de la verdad en el sentido común de la palabra «universal». Hay otras muchas fuentes normativas para la teología, por encima de todo la Escritura, la liturgia y los Padres (>Fuentes de la teología). Es esencial que los teólogos permanezcan siempre en diálogo con el magisterio, aun cuando esto pueda reclamar a vecesuna crítica al mismo tiempo respetuosa y honrada. En cierto sentido el teólogo está al servicio del magisterio, interpretando y desarrollando sus doctrinas. Pero el teólogo está, más aún, al servicio de la revelación y de la tradición, reinterpretando creativamente el mensaje cristiano en una cultura y un tiempo determinados. Es necesario resistir la tendencia de algunos autores a hablar de un magisterio de los teólogos. No existe ningún magisterio paralelo. El papa y los obispos tienen autoridad para enseñar en nombre de Cristo, autoridad que brota de su peculiar participación en el oficio profético (cf LG 25); la única autoridad con que cuentan los teólogos es la que le dan sus conocimientos y su competencia.

El Código de Derecho canónico dedica su tercer libro a «La función de enseñar de la Iglesia» (CIC 747-833). El tema es tratado también detenidamente en el Código de las Iglesias orientales. Aunque el derecho latino se ocupa del magisterio en una serie de cánones importantes (CIC 748-756), establece también normas sobre la instrucción catequética (CIC 773-780), la labor misionera o evangelizadora de la Iglesia (CIC 780-792), la educación católica a todos los niveles (CIC 793-821). Comparado con el Código de 1917, el Código de 1983 concede un papel importante a los laicos en la función de enseñar de la Iglesia, aun cuando estos, como los sacerdotes, no participen en el magisterio oficial. Se ha dicho, sin embargo, que el Código no recoge toda la riqueza del Vaticano II.

[Las formas básicas del magisterio, a partir de los recientes desarrollosexpresados en la carta apostólica Ad tuendam fidem (18 de mayo de 1998) y en los documentos de la Congregación para la doctrina de la fe (CDF) relacionados con ella (Professio Fidei de 1989, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo de 1990 y la Nota doctrinal ilustrativa de 1998), pueden sintetizarse así:

  1. Magisterio solemne: define una doctrina a través de un Concilio o una definición «ex cathedra», como dogma infalible perteneciente al «depósito de la fe» y, por tanto, referido al objeto primario y directo de la Revelación. El asenso requerido es la fe teologal (assensus fidei theologalis), es decir, debe creerse como divinamente revelado.

  2. Magisterio ordinario y universal definitivo: pronunciamientos de forma definitiva, y también infalible (cf LG 25), sobre aquellas verdades que son necesarias para guardar y exponer fielmente el depósito de la fe, aunque no sean propuestas como formalmente reveladas. Se trata de verdades que tocan el objeto secundario e indirecto de la Revelación. El asenso requerido es firme y definitivo (assensus firmus et definitivus).

  3. Magisterio auténtico (no definitivo): su valor se discierne a partir de los tres criterios enumerados por LG 25: «que se deducen principalmente del tipo de documento, o de la insistencia en la doctrina propuesta, o de las fórmulas empleadas». Dentro de esta forma de magisterio se presentan dos modalidades: 1) declaraciones no definitivas que apoyan la verdad de la palabra de Dios y que conducen a una mayor comprensión de la Revelación: el asentimiento requerido en«un sometimiento religioso (obsequium religiosum) de la voluntad y la inteligencia»; 2) aplicaciones prudenciales y contingentes de la doctrina, especialmente en materia de disciplina: la adhesión requerida es el «sometimiento sincero» (voluntas sinceri obsequii)

Nota sobre el magisterio ordinario y universal definitivo: Esta forma de magisterio se basa en la formulación de LG 25 que trata de la enseñanza de «los obispos cuando incluso dispersos por el mundo, pero en comunión entre sí con el sucesor de Pedro, enseñan... una sentencia como definitiva (tamquam definitive tenendam), entonces proclaman infaliblemente (infallibiliter) la enseñanza de Cristo». Ahora bien, estas verdades pueden ser de naturaleza diversa según sea su conexión con la revelación, ya por razón de su «relación histórica» o ya por razón de su «conexión lógica»

Así pues, estas verdades, en cuanto aportan al «depósito de la fe» elementos no revelados o aún no reconocidos expresamente como tales, aunque no se propongan como formalmente reveladas, tienen un carácter definitivo por razón de su conexión intrínseca con la misma verdad revelada. Se constata, así, su perspectiva teológico-fundamental puesto que no es el grado de explicitación el que hace posible discernir su valor, ya que «la cualificación de las declaraciones pontificias no se mide por el grado de obligación de la respectiva doctrina, ni simplemente por su valor tradicional, sino, en principio, también por la explicitación con que a veces se presentan como aún pertenecientes a la revelación».]

Una dificultad práctica plantea el enorme volumen de las enseñanzas papales, especialmente desde la época de Pío XII. Entre 1979 y 2001 >Juan Pablo II publicó casi treinta documentos capitales, además del nuevo Código y el Catecismo. Son tantos los documentos, muchos de ellos importantes por su mismo carácter, como las encíclicas y las exhortaciones apostólicas, que no pueden asimilarse y, en consecuencia, no son recibidos ni dan fruto en la vida de la Iglesia.

[Anotemos un fenómeno relativamente reciente de lo que algunos han venido a llamar como «teología del magisterio», a imagen de la calificada en su tiempo como «teología del Denzinger» —fruto de un uso superficial, ingenuo e irreflexivo del Denzinger—. Se trata de una cierta teología que se centra tan sólo en la norma próxima del magisterio, ignorando o marginando el estudio directo de la norma suprema que es la palabra de Dios; convirtiéndose en la que se le ha venido a llamar ya como «teología del magisterio» (A. Antón) o «magisterología» (G. Alberigo), reducida al puro desarrollo o glosa de las principales verdades teológicas formuladas por el magisterio. En este caso la función del teólogo terminaría por ser englobada en la misión del anuncio de la Iglesia, restándole sólo la competencia de enseñar por delegación. En definitiva, se debe evitar una comprensión o definición de la teología como de una mera derivación o glosa del magisterio, ya que el «lugar» de la teología es la Iglesia, es decir, la congregatio fidelium, donde vive y sirve, y apuntar, por tanto, a un modelo de «cooperación» entre magisterio y teología.

Esta situación se convierte aún en más problemática cuando se observa que la multiplicación en estos últimos años de documentos magisteriales de diverso alcance no siempre ha tenido resultados clarificadores, ya que tienen diverso valor gnoseológico —que no siempre las habituales presentaciones de la prensa subrayan suficientemente— (constituciones apostólicas, bulas, encíclicas, exhortaciones, discursos..., cartas e instrucciones de Congregaciones romanas... cartas pastorales y documentos del propio obispo, de las conferencias episcopales...). Más aún cuando casi no hay ningún tema teológico significativo que no haya sido tratado por algún tipo de documento magisterial reciente. Tan sólo recientemente se ha afrontado el valor magisterial de las >conferencias episcopales con la carta apostólica Apostolos suos de 1998, que con todo, según el comentario de A. Antón «no ofrece novedades de relieve con respecto al status teológico de las conferencias episcopales»

Tal comprensión, con todo, no es la auspiciada por diversos documentos e intervenciones eclesiales autorizadas recientes. Ya Pablo VI en un discurso emblemático al Congreso Internacional sobre la «teología del Concilio» subrayaba que «la teología adquiere, de modo reflejo, una inteligencia siempre más profunda de la palabra de Dios, contenida en la Sagrada Escritura y transmitida fielmente por la tradición viva de la Iglesia bajo la guía del magisterio, y busca clarificar la enseñanza de la Revelación ante las instancias de la razón y le da una forma orgánica y sistemática», cumpliendo, con esto, un doble servicio: una traducción ad extra y una interpretación ad intra.

En esta línea se situaba también el documento de la Comisión Teológica Internacional (CTI) de 1976 sobre Magisterio y teología; al tratar de la función propia de la teología subrayaba que esta debía situar «la doctrina y las tomas de posición del Magisterio en la síntesis de un contexto más amplio» y recogía la afirmación conciliar según la cual «las investigaciones y los descubrimientos recientes de las ciencias, como los de la historia y la filosofía, suscitan cuestiones nuevas que exigen a los teólogos nuevas investigaciones» (GS 62).

Por otro lado, el documento de la CTI de 1988 sobre «La interpretación de los dogmas» daba este atinado consejo: «Sería deseable que el magisterio eclesiástico, para que no desgastara innecesariamente su autoridad, hiciera, cada vez, claros los diversos modos y grados de obligatoriedad de sus declaraciones» (II, 3). Seguramente como respuesta implícita a este consejo se puede situar la instrucción sobre La vocación eclesial del teólogo de 1990, que expone cuatro niveles de autoridad doctrinal en orden descendente (nn 15-17), con su adhesión correspondiente (nn 23s). En la presentación de este último documento precisamente el cardenal J. Ratzinger aportaba una afirmación de fuerte contenido: «la teología no es simple y exclusivamente una función auxiliar del magisterio; es decir, no se debe limitar a recoger los argumentos de lo que es afirmado en el magisterio. En tal caso magisterio y teología se aproximarían a la ideología, para la cual se trata tan sólo de conquista y de mantenimiento del poder».

Quizá la reflexión más matizada y lúcida sobre este punto se deba al teólogo G. Colombo, que poco después de la publicación del documento citado de la CTI, sobre La interpretación de los dogmas, en el cual tomó parte por ser miembro de la comisión, publicó un artículo en pro del magisterio. En él, después de fundamentar su importancia eclesial, constataba, con todo, «un florecimiento exuberante de intervenciones magisteriales que corre él riesgo de provocar, como efecto perverso, una crisis de superproducción, cuyo resultado paradójico sería, en última instancia, el rechazo práctico de todas las intervenciones, condenadas de antemano al desinterés general por la imposibilidad objetiva de concederles la atención que requieren. El peligro que esto trae consigo es el de conocerlas sólo en la forma tendenciosa y sensacionalista de la prensa de opinión.

A su vez, tomando como referencia las recientes encíclicas de Juan Pablo II («fluenti come un immenso fiume che porta a valle insieme con gli insegnamenti magisteriali, esegesi ardite, meditazioni elevate, intuizioni folgoranti, insomma tutto ció che puó servire ad alimentare la vita del popolo di Dio»), subraya además que se está superando ampliamente «la idea de la encíclica como texto privilegiado para el ejercicio del magisterio ordinario, tal como se había establecido en nuestro siglo a partir de la Pascendi de Pío X, y esto conlleva una doble consecuencia, feliz la primera, pero incómoda la segunda. La primera trata de poder utilizar inmediatamente la encíclica para la «edificación» espiritual-pastoral; la segunda es el no poder referirse inmediatamente al magisterio ordinario en el sentido estricto del término, ya que se exige una labor previa de discernimiento, precisamente para captar lo que debe considerarse vinculante y lo que se presenta simplemente en forma exhortativa. Por esto —concluye G. Colombo—, la autorizada indicación de la encíclica Humani generis (1950) que, resolviendo una disputa teológica, incluía las encíclicas en el magisterio ordinario, parece de hecho puesta en discusión, aunque sea por una vía inédita y en todo caso espera una clarificación».

En efecto, conviene superar el binomio magisterio/teología para articular el triángulo: pueblo de Dios/teología/magisterio, en el que se manifieste claramente que la teología existe al servicio de la Iglesia, está ordenada a la totalidad de los creyentes con los cuales coopera, descubriendo las virtualidades, la coherencia y la racionalidad del mensaje cristiano. Esta ordenación a la comunidad creyente es la raíz de la singularidad de la vocación del teólogo y de su responsabilidad como servidor de sus hermanos en la fe de la Iglesia. Por esto se puede hablar de una relación de «pericoresis» (M. Seckler y A. Antón), en la cual el aporte propio de la teología es la argumentación científica, y el aporte propio del magisterio es el testimonio de la fides Ecclesiae catholicae y, en última instancia, la decisión autoritativa, como «intérprete auténtico» (DV 10), estando ambos enraizados «in medio Ecclesiae».

En este sentido el quehacer teológico deberá precisar mejor en sus explicaciones las afirmaciones del magisterio con una recuperación de las calificaciones teológicas. Ahora bien, dado que la teología de estos últimos años ha ampliado sus géneros literaríos no proclives a afirmaciones o proposiciones de certeza, sino más bien orientadas hacia formas más «narrativas» y «pastorales», la articulación entre estos géneros literarios y las precisiones dictadas por el magisterio, que también está asumiendo estos nuevos géneros literarios (por ejemplo, el mismo Vaticano II que se plantea como concilio pastoral; las recientes encíclicas y exhortaciones possinodales...), aparece como un quehacer no menor y delicado pero importante para que el magisterio no se banalice. Conscientes además de la gran utilidad que tiene el magisterio no infalible tanto para el anuncio más público y extendido de la fe como para el progreso propio de la teología. Sobre Juan Pablo II se ha subrayado su significativa visión teológica" y, a su vez, los matices o aspectos novedosos que aparecen referidos especialmente a la misión eclesial y al ecumenismo.

En un reciente comentario con motivo de la Notificación de la Congregación para la doctrina de la fe sobre el libro del P. Jacques Dupuis, Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso (24 de enero de 2001), se precisa novedosamente sobre los diferentes géneros literarios del magisterio de esta forma: existe un género literario «expositivo-ilustrativo» (los documentos del Vaticano II, encíclicas...); existe un género «exhortativo-orientativo» (para afrontar problemas de índole espiritual y práctico-pastoral) y, finalmente, existe el género declarativo-afirmativo, típico de los documentos de la Congregación para la doctrina de la fe, análogo al de los anteriores decretos doctrinales del Santo Oficio.

Y además se observa que «sería ciertamente erróneo considerar que el tono declarativo-afirmativo de la declaración Dominus lesus y de la presente Notificación marca una inversión de tendencia respecto al género literario y la índole expositiva y pastoral de los documentos magisteriales del concilio Vaticano II y de otros documentos sucesivos. Sin embargo, sería igualmente erróneo e infundado considerar que, después del concilio Vaticano II, el género literario de tipo afirmativo-censorio debe ser abandonado o excluido en las intervenciones autorizadas del Magisterio... La declaración Dominus lesus, al igual que la presente Notificación, pretenden simplemente reafirmar determinadas verdades de la fe y de la doctrina católica, indicando el correspondiente grado de certeza teológica...» ".]