IGLESIA PRIMITIVA
DicEc
 

Por Iglesia primitiva entendemos la Iglesia en los tiempos del Nuevo Testamento. Tenemos testimonios de ella en el corpus del Nuevo Testamento y también en la >Didaché y en la Carta de >Clemente Romano a los corintios. En este período encontramos varias eclesiologías (>Eclesiologías neotestamentarias), las primeras indicaciones sobre la >sucesión apostólica y, en general, los comienzos del >protocatolicismo. Las Iglesias que se pueden estudiar con algún detalle son las de Jerusalén, Corinto, Antioquía y Roma, si bien la lectura atenta de otros libros del Nuevo Testamento nos permite hacer algunas deducciones también sobre otros lugares.

Escribiendo quizá hacia el año 85, Lucas nos hace una descripción, sin duda idealizada, de los primeros cristianos de Jerusalén. Los discípulos de Jesús fueron ungidos por el poder del Espíritu Santo (Lc 24,49; He 1,8; 2,1-4; >Pneumatología y eclesiología); se bautizaron y formaron una comunidad rica en >carismas. Su vida aparece descrita en tres perícopas: «Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la unión fraterna, en partir el pan y en las oraciones» (He 2,42; cf 4,32-37; 5,12-17). La teología de Lucas parece conceder importancia al orden expuesto: el kerigma acerca de la muerte/resurrección/señorío de Jesús es el que conduce a la >comunión (koinónia), de la que se derivan la eucaristía y las oraciones en común. Las comunidades locales se caracterizan por su interés por la >predicación y por la adhesión a la verdadera doctrina. La comunidad de Jerusalén pronto conoció el pecado (He 5,1-11) y la persecución por parte de las autoridades judías (He 4,5-30; 5,17-42). En los primeros libros del Nuevo Testamento se revela la expectativa ante una parusía inminente (1 y 2Tes; cf He 3,20; 2Pe 3,12). Esta expectación fue decayendo gradualmente.

Al principio los cristianos vivieron en comunidades cristianas situadas en distintos lugares (>Palabra y sacramentos construyen la Iglesia, >Ekklésia, >Iglesia local). En sus comienzos, en modo alguno tenían conciencia de ser una religión nueva, distinta del judaísmo. Se consideraban a sí mismos simplemente como la plenitud del judaísmo, como los comienzos del Israel escatológico. Habiendo comenzado como una secta interna del judaísmo, los discípulos de Jesús, sin embargo, fueron percibidos pronto como una amenaza: fue Esteban, el primer teólogo y mártir de la Iglesia, el primero en darse cuenta de que era necesaria la independencia del culto del templo y de la ley (cf He 6,13-14). Sus adversarios, incluido Saulo, lo veían como una amenaza y le quitaron la vida. Hasta algo más tarde el mundo gentil no distinguiría entre los judíos y los cristianos, distinción a la que ya se había llegado en el año 64, fecha en que Nerón persigue explícitamente a los cristianos. La rebelión de los judíos contra Roma el año 66 aceleraría también el proceso, al insistir los cristianos en su propia identidad como religión distinta. Con el tiempo asumirían las promesas hechas a los israelitas afirmando que sólo ellos eran el auténtico pueblo de Dios (cf Rom 11-13; lPe 2,4-10). El evangelio de Mateo endurece por ello las afirmaciones de Marcos contra los judíos, especialmente contra los fariseos; no obstante, a pesar de la perspicacia de algunas de sus ideas, no puede aceptarse la tesis como la de R. Ruether de que el Nuevo Testamento es esencialmente antisemita.

En estos primeros días surgió entre los helenistas y los judíos de la Iglesia de Jerusalén un problema, si no una verdadera escisión: la solución fue nombrar a un grupo, conocido como los siete, para que se ocuparan de los primeros (He 6,1-6). Al menos dos de ellos, Esteban y Felipe, se convirtieron en predicadores altamente eficaces (He 6,9; 8,4-40; 21,8), que contradirían la razón aparente de su nombramiento: el servicio material a las viudas (He 6,1). Parece claro que se estableció una organización según la cual, en un sentido amplio, los siete se ocuparían de los helenistas, pero bajo la autoridad de los apóstoles, que fueron quienes les impusieron las manos (He 6,6). Se mantuvo la diversidad dentro de la unidad. En la tradición evangélica pueden detectarse huellas de una doble forma de jefatura —la de los doce y la de los siete—(compárense Mt 14,20 y Mc 6,42 —«doce cestas»— con Mt 15,37 y Mc 8,8 —«siete cestas»—). Más tarde Pablo se convertiría en el apóstol de los gentiles, una vez que su misión entre los judíos helenistas se mostró infructuosa (Gál 2,8; He 13,46).

La relación de la Iglesia primitiva con su madre, el judaísmo, es extremadamente compleja. Cuatro partidos diferentes, o al menos cuatro posturas, se han detectado en las primeras comunidades cristianas: unos, cristianos judíos y sus gentiles conversos, insistían en el cumplimiento total de la ley, incluida la circuncisión, para todos los que creían en Jesús (cf He 11,2; 15,5; Gál 2,4); otro grupo, formado por cristianos judíos y sus conversos gentiles, no insistía en la circuncisión, pero exigía a los gentiles conversos que cumplieran algunas normas judías (cf Gál 2,9; He 15,20; por ejemplo, Santiago); un tercer grupo de cristianos judíos y sus conversos gentiles no insistía en la circuncisión ni exigía el cumplimiento de las prescripciones alimenticias judías (cf Gál 2,11-14; ICor 8; por ejemplo, Pablo); un cuarto grupo, formado por cristianos judíos y sus conversos gentiles, no insistía en la circuncisión ni en el cumplimiento de las leyes judías relativas a las comidas, ni veía ninguna significación perdurable en el culto y en las fiestas judías (Juan, Hebreos). Por eso conviene no hablar del cristianismo judío sin mayores especificaciones; de hecho, se pueden hacer distinciones aún más sutiles que las indicadas.

Las tensiones entre estos grupos se ven vivamente ilustradas si se comparan los Hechos con la Carta a los gálatas. Hay cuatro relatos que parecen imposibles de reconciliar sin forzar los textos de Gálatas o de Hechos, o de ambos a la vez: las afirmaciones de Pablo en Gál 1-2; el encuentro de He 11,1-18, en el que Pedro aparece como dominante; He 15, el encuentro en Jerusalén en el que Santiago aparece como dominante y Pablo, al parecer, está presente (vv. 2, 12, 22); la entrevista con Santiago y los ancianos en He 21,17-25. Puede que estuvieran justificados los temores de Pablo a que no fuera aceptada en Jerusalén la colecta para los pobres (Rom 15,31), colecta a la que Pablo concede mucha importancia como signo de unidad. ¿De qué otro modo si no puede explicarse el silencio de Hechos acerca del propósito principal de la visita de Pablo a Jerusalén? Hay importantes datos que dan testimonio de que hubo una escisión en la Iglesia entre los que apoyaban a Pablo y los que eran más judíos (cf 1 y 2Cor y Gál 2, que no parece una victoria de Pablo sobre Pedro, quien, según la tradición, fue obispo allí después de la partida de Pablo con Silas, aunque, de manera significativa, no con Bernabé, He 15,36-40). De lo que podemos estar seguros es de que las relaciones entre los antiguos judíos y los convertidos del paganismo no serían fáciles hasta al menos cien años después de la resurrección: los problemas no sólo eran teológicos, sino también morales y psicológicos. No tenemos suficientes datos para trazar en detalle la evolución de la Iglesia desde Pentecostés hasta el siglo II. Pero los evangelios de Mateo y de Juan son muy reveladores: el primero fue escrito para cristianos judíos moderados y el autor trata de trazar una vía media entre el >antinomianismo y el excesivo legalismo; el evangelio de Juan fue escrito desde una perspectiva en general hostil al judaísmo, pero el evangelista se esfuerza por presentar a Jesús como su plenitud.

Con la evolución de la Iglesia en el siglo II los cristianos judaizantes conservadores se quedaron atrás y se convirtieron en heterodoxos. Los hubo de varios tipos, pero se les dio el nombre genérico de ebionitas. Se caracterizaban por su leal adhesión a la ley, la exaltación de Santiago y el menosprecio de Pablo y una cristología adopcionista (que consideraba a Jesús sólo como el más grande de los profetas), siendo este último el rasgo más destacado y característico de las sectas heterodoxas.

Junto al cristianismo judaizante está también el cristianismo helenista, que incluye a los judíos de la Diáspora (que hablan sólo griego) y a los convertidos del paganismo. Hemos visto ya a los helenistas en Jerusalén, cuyo líder es Esteban. La persecución desencadenada después de su muerte fue probablemente sólo de los helenistas; de otro modo sería difícil explicar por qué a los apóstoles, los líderes de la nueva fe, se les dejó en paz (He 8,1.4). Quizá tengamos una doble visión de los helenistas: los helenistas cristianos estaban menos apegados al templo y a la ley; los helenistas judíos se destacaban por su celo por las instituciones de sus antepasados —de ahí su disposición a debatir con Esteban (He 6,9-10) y la feroz persecución de Saulo y otros (He 8,1-3; 9,1-2)—. La visita de Pedro y Juan a la exitosa misión de Felipe en Samaría no implica necesariamente una deficiencia en la predicación de Felipe, sino más bien una supervisión de la nueva misión por la Iglesia madre de Jerusalén (He 8,17). Antioquía se convertirá durante algún tiempo en centro de la misión helenista. De nuevo la Iglesia madre envió un representante, Bernabé, que vio cómo operaba allí la gracia de Dios (He 11,19-30). Pablo y Bernabé fueron enviados desde allí a una misión entre los gentiles (He 13,1-3 con 9,15). En Antioquía había quizá tres grupos de cristianos helenistas: los que se inspiraban respectivamente en Esteban, en Pedro y en Pablo. Nuevos testimonios sobre la influencia helenista en la Iglesia primitiva son la actividad de Apolo en ICor 1-4 y He 18,24-28 y quizá la elaboración de la Carta a los hebreos. Durante los últimos años los exegetas han sido muy cautos a la hora de retrotraer lo que en el siglo II se conoció como gnosticismo al contexto de la redacción de colosenses, efesios, las cartas pastorales (1 y 2Tim y Tit) y el corpus joánico.

En la fluctuante situación de la Iglesia primitiva durante los primeros años de su evolución eran teóricamente posibles varios caminos. Por las cartas de Pablo y Santiago, los Hechos y el Apocalipsis, podemos comprobar cómo la fragilidad y el pecado estaban presentes en la Iglesia ya desde los primeros días. Amenazados desde dentro por el pecado y la división, y desde fuera por la persecución, fue el modelo de las cartas pastorales en lugar del modelo más carismático de Corinto, por ejemplo, el que acabó imponiéndose. La Didaché es un estadio, todavía no plenamente desarrollado, hacia las instituciones que encuentran plena expresión en las cartas de >Ignacio y que se consolidan a finales del siglo II. La teología católica sostiene que este desarrollo estuvo guiado por el Espíritu Santo y que en sus líneas esenciales es irreversible (>Ius divinum). Lo cierto es que la Iglesia primitiva, a pesar de todas sus flaquezas y defectos, ha sido y sigue siendo una fuerza de inspiración y de renovación para la Iglesia de todos los tiempos.

[En síntesis se puede presentar la vertebración de la eclesiología tardía de la Iglesia primitiva en el Nuevo Testamento teniendo en cuenta lo siguiente: la desaparición de los grandes apóstoles, la destrucción de Jerusalén y la creciente separación del judaísmo produjo varias reacciones en los cristianos del período sub- (último tercio del siglo I) y posapostólico (inicios del siglo II) que configuraron los elementos base de la eclesiología naciente en una institución eclesial ya regularizada que se dibuja en tres etapas en la misma literatura paulina. Este proceso es calificado frecuentemente de forma negativa, y no sin poca precisión, como «protocatolicismo». Mejor sería reconocer que cada religión necesita de una tradición y una institucionalización reguladora para poder transmitirse. Así, las primeras y grandes cartas de Pablo manifiestan los comienzos de esta institucionalización que construye la comunidad: es un momento en el que prevalece una cierta autoridad carismática —que la persona misma de Pablo visibiliza— aunque bien enraizada en su origen divino y apostólico. En la segunda etapa, tipificada por Colosenses y Efesios, se percibe la institucionalización que progresivamente estabiliza la comunidad: la ausencia del Apóstol conlleva un establecimiento de una cierta autoridad y vertebración según el modelo familiar en las Iglesias y la acentuación de la unidad en la Iglesia dentro de la diversidad en el texto paradigmático de Ef 4,4-6: «Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, una sola esperanza, un solo cuerpo, un solo Espíritu, un solo Dios y Padre». Finalmente, las Pastorales muestran la institucionalización que protege definitivamente la comunidad: de ahí el papel decisivo de Timoteo y Tito, a quienes se dirigen estas cartas, así como el papel emergente de los «presbyteroi» (presbíteros/ancianos) y de la «episkopé» (supervisión/obispo) en cada ciudad.

Así pues, la desaparición de la generación apostólica, creó de forma especial una situación totalmente nueva para la Iglesia que de acuerdo con el principio de la «tradición por sucesión» (la famosa fórmula de Ireneo, Adv. Haer. 111, 3, 1) la obligó paulatinamente a encontrar «sucesores» del particular «ministerio» que ejercían los apóstoles. Esta transición entre el período apostólico y el período sub y posapostólico se hizo de forma relevante con la ayuda de la función de la episcopé. Las comunidades locales sub- y posapostólicas experimentaron la necesidad primera de consolidarse en un «lugar» así como de mantenerse en la «catolicidad» de la Iglesia una. Esta misión, este ministerio, fue asumido por aquellos que sucedían a los apóstoles en su particular episcopé, se llamaran obispos o presbíteros, tal como se manifiesta en Tit 1,7-11, y ITim 3,1-7, así como en la 1Clem de finales del s. I.

Correlativamente se pasa de un apostolado misionero al episcopado local. Cada comunidad tenía un colegio de ministros locales, y fue, de forma preeminente, a partir de la presidencia única de la celebración eucarística cuando se asumió el episcopado monárquico. Así pues, progresivamente se condensaron en una misma persona aquello que venía de la episcopé apostólica y aquello que definía ya al obispo local. De esta forma hacia el año 110, Ignacio de Antioquía da ya el testimonio consolidado del triple grado del ministerio apostólico: los obispos, los presbíteros y los diáconos, establecidos «hasta los confines de la tierra» (Eph. 3, 2).

Con el último escrito del Nuevo Testamento, la Segunda Carta de Pedro, se concluirá propiamente la Iglesia primitiva en su época apostólica y por tanto en su fase constitutiva y fundante (cf DV 4), probablemente en los inicios del siglo II y no más allá de su mitad (en el caso de confirmarse que 2Pe refleja la discusión con Valentiniano y Marción hacia el 140). Epoca apostólica que se refleja en el testimonio inspirado que es el Nuevo Testamento, el cual completa al reconocido desde entonces como su primera parte o Antiguo Testamento, especialmente en su versión griega usual de los LXX. Epoca marcada por una progresiva institucionalización de la koinonia naciente, en la cual emerge la función progresiva de los sucesores de los apóstoles cuyo «ministerio eclesiástico de institución divina es ejercido por aquellos que desde antiguo fueron llamados obispos, presbíteros y diáconos» (LG 28). A su vez, la imagen final de Pedro en 2Pe, que abraza Pablo y Santiago, a través de Judas (y si su origen fuera Roma, cosa que no debe excluirse, —cf 3,1—, esta imagen quedaría aún más confirmada con la función clave de esta Iglesia en la segunda mitad del siglo II), sirve de nuevo como figura-puente entre ambas tendencias y a su vez como palabra final y autorizada de la Iglesia primitiva, norma y fundamento de la Iglesia de todos los tiempos.]