ECLESIOLOGÍA FUNDAMENTAL
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El problema de la demostración científica de la verdad de la Iglesia católica y por tanto la verificación de que el cristianismo católico romano está en continuidad total con las intenciones y la obra de Jesucristo, fundador de la Iglesia, fue una cuestión que se planteó ya en principio desde que aparecieron los primeros cismas. Ahora bien, el capítulo de la Eclesiología apologética clásica que se designa como demonstratio catholica es una creación moderna: en efecto, ni las herejías de la antigüedad, ni la separación en la Edad media del Oriente y el Occidente cristianos habían provocado la crisis religiosa que apareció en el siglo XVI, oponiendo diferentes comuniones rivales que pretendían ser las verdaderas herederas de Cristo: catolicismo, anglicanismo y protestantismos de diversos tipos. El tratado De vera Ecclesia, a pesar de ciertas anticipaciones como la inicial de Jaime de Viterbo (1301-1302), no se elabora hasta el siglo XVI y se consolida, desarrolla y transforma sin cesar durante varios siglos hasta su gran relanzamiento en el concilio Vaticano I (1870).

Tres son las formas tradicionales de esta eclesiología tipificada en tres vías. La via historica, que intenta mostrar a través del examen de los documentos antiguos que la Iglesia católica romana es la Iglesia cristiana de siempre, que aparece en la historia como una sociedad que es una, visible, permanente y organizada jerárquicamente. Esta vía se reduce a la práctica a la llamada via primatus, que es una simplificación de la via historica, ya que se limita a mostrar la verdad de la Iglesia romana a partir de la prueba de que su cabeza, el obispo de Roma, es el legítimo sucesor de Pedro, prescindiendo de todos los otros aspectos de continuidad histórica.

La segunda vía es la via notarum, que se desarrolla siguiendo este silogismo: Jesucristo dotó a su Iglesia de cuatro notas distintivas: la unidad, la santidad, la catolicidad y la apostolicidad; ahora bien, la Iglesia católica romana es la única que posee estas cuatro notas; por tanto, es la verdadera Iglesia de Cristo, excluyendo así las restantes confesiones cristianas tales como el luteranismo, calvinismo, anglicanismo y ortodoxia, que no las poseen.

Finalmente, la tercera vía es la via empirica, asumida por el concilio Vaticano I, gracias a su promotor el cardenal Dechamps, que sigue un método más simple: abandona toda confrontación de la Iglesia romana actual con la antigüedad, para escapar a las dificultades que suscita la interpretación de los documentos históricos, así como a la verificación concreta de las notas y valora la Iglesia en sí misma como milagro moral, que es como el signo divino que confirma su trascendencia.

Por tanto, el tratado sobre la Iglesia, después de sus primeros escarceos en el siglo XIV con Jaime de Viterbo y en el siglo XV con Juan de Ragusa y Juan de Torquemada, aparece ya de forma común en el siglo XVI con dos grados: después del tratado De vera Religione se constituye el De Ecclesia. Este último asume una clara perspectiva introductoria y apologética, ya que aparece en el momento en que se libran las primeras luchas contra el luteranismo y el calvinismo, de tal forma que hacia el año 1550 ya circula por toda Europa un tal tratado aunque con matices bien diferenciados.

A partir de esta formulación inicial, el tratado sobre la Iglesia, especialmente a través de su vía más divulgada, la via notarum, sufre diferentes cambios de acuerdo con la sensibilidad del momento. Así, en los siglos XVI y XVII las notas se presentan como tomadas más bien de la Escritura y de los Padres. En cambio, en los siglos XVIII y XIX se prefiere subrayar que las cuatro notas se imponen por sí mismas a la sociedad eclesiástica. A finales del siglo XIX y primera mitad del siglo XX —es decir, entre el Vaticano I y el Vaticano II— se describen tales notas de forma primordialmente romántica y se subraya la expansión mundial del catolicismo, la cohesión y la fecundidad de la Iglesia.

De estas tres vías, la via notarum ha sido la más utilizada en los tratados eclesiológicos y aunque es distinta de las otras dos no siempre se las ha distinguido claramente, ya que su espíritu debe sacarlo de la via historica por razón de referencias constantes a la verificación histórica de las notas, y su materia va muy ligada a la via empirica, ya que en definitiva las notas son percibidas como un milagro de orden moral'.

En este proceso aparece como relevante el legado eclesiológico del concilio Vaticano I por su doble aporte, el referido a la via primatus, centrado en la infalibilidad pontificia (DENZINGER-HÜNERMANN, 3053-3074), y el propio de la via empirica, orientado a la Iglesia como signo y, por tanto, motivo de credibilidad (DENZINGER-HÜNERMANN, 3012-3014). El texto conciliar, aunque cita de paso la via notarum —«Ecclesiam "notis" instruxit» (DENZINGER-HÜNERMANN, 3012)—, no la elabora'.

Ahora bien, la fuerte crisis de la Apologética después del Vaticano II comportó también la desaparición práctica del tratado de Eclesiología en este marco, puesto que tal disciplina pasó con plenitud a la dogmática. Ahora bien, a partir de la década de 1980 aparece de nuevo en la teología fundamental por la necesidad experimentada de afrontar la cuestión de la credibilidad de la Iglesia. Tal presencia se da sobre todo en los manuales alemanes recientes (A. Kolping, H. Fries, H. Waldenfels, H. J. Pottmeyer, H. Verweyen, H. Düring y J. Werbick) y en autores norteamericanos (A. Dulles y F. Schüssler Fiorenza), en la «escuela de la Gregoriana» (R. Latourelle, F. A. Sullivan, J. Wicks, R. Fisichella y, especialmente, S. Pié-Ninot) y en otros (T. Citrini —Milán—, M. Crociata —Palermo—, C. Delpero —Brescia/México—, J. Rigal —Toulouse—).

La categoría Iglesia-sacramento de comunión, propia del Vaticano II, es fecunda para una orientación teológico-fundamental. En efecto, se trata de una expresión que opera una descentralización de la Iglesia respecto a sí misma, ya que queda centrada totalmente en Cristo. Este concepto muestra su doble valor: el interno, ya que la Iglesia, sacramento primordial, es raíz de los sacramentos; y el externo, ya que visualiza la misión y mediación significativa de la Iglesia para el mundo, unidos ambos en «una complexa realitas» (LG 8). Tal afirmación ya replantea los silogismos clásicos de las tres vías de demostración apologética de la verdadera Iglesia puesto que manifiesta la «dificultad» de captar la «globalidad» externo-interna de la Iglesia, por su mismo carácter sacramental, es decir, por ser «signo», no «demostrativo», sino indicativo y mostrativo, y, al máximo, revelador del misterio —sólo perceptible a los ojos de la fe—.

A su vez el Vaticano II hace una referencia explícita a las notas de la Iglesia de esta forma: «esta es la única Iglesia de Cristo que en el Símbolo profesamos como una, santa, católica y apostólica...» (LG 8), y precisa que «esta Iglesia, establecida y estructurada en este mundo como una sociedad, subsiste en (7subsistit) la Iglesia católica» (LG 8). Como puede observarse, tanto el lenguaje como la misma intención del texto rechazan toda exclusividad e identidad de la verdadera Iglesia concebidas de modo cerrado, mientras que se abre el espacio para la positividad y el reconocimiento. En efecto, el subsistit —que sustituye el texto primitivo que usaba el est— subraya no tanto la exclusividad —más propia del est— cuanto el carácter abierto y positivo. De esta forma el subsistit tiene la intención y desempeña la función de evitar una identificación incontrolada de la Iglesia de Cristo con la Iglesia católico-romana, para mantenerse abierto a la realidad eclesial presente en las otras confesiones cristianas'.

Además la categoría «sacramento» usada por el Vaticano II recuerda la expresión del Vaticano L Ecclesia, signum levatum in nationes (DENZINGER-HÜNERMANN, 3013). De hecho, esta fórmula es citada en SC 2; LG 50; AG 36; UR 2, y se orienta siempre hacia el signo de la unidad en la caridad. La Iglesia, pues, es signo de la llegada de la salvación entre los hombres en la medida en que refleja en nuestro mundo la unidad y el amor de la vida trinitaria. El Vaticano II, por un proceso de personalización que se extiende a toda la economía de la revelación y de su transmisión, habla de testimonio personal y comunitario allí donde el Vaticano I habla de atributos milagrosos de la Iglesia y reenfoca así toda la eclesiología fundamental.

La situación actual de la eclesiología fundamental puede verse a partir de las tres vías clásicas de acceso a la Iglesia, teniendo en cuenta su complementariedad metodológica. En efecto, la via notarum encuentra su espíritu en la via historica, por razón de la metodología histórico-crítica para su estudio, y a su vez, percibe su materia en la via empirica, por razón del contenido propio de las mismas notas. Tal interrelación muestra que las tres vías a la vez constituyen el mejor camino para una eclesiología fundamental de nuevo cuño. He aquí una panorámica de la eclesiología fundamental posconciliar con referencia a las tres vías.

La via notarum: poco después del Vaticano II escribía K. Rahner que «se requieren ulteriores investigaciones para decidir la pregunta: si la Constitución (Lumen gentium), por lo menos implícitamente, ofrece un punto de apoyo para una nueva perspectiva acerca de las Notae (o condiciones) Ecclesiae». Como se puede constatar treinta y cinco años después del Concilio se puede responder de forma positiva a esta pregunta. En este contexto es decisiva la aportación de la gran monografía de Y. Congar en 1972, que ve las notas como propiedades esenciales de la Iglesia; así como la contribución veinte años después de la más significativa síntesis eclesiológica católica, la obra de M. Kehl, donde las notas sirven como punto de referencia y de síntesis, especialmente en clave dogmática'. Cuatro son las formas principales de uso de la via notarum en la eclesiología posconciliar:

1. «Via relationis»: esta forma de la via notarum es un desarrollo del método comparativo usado, especialmente a principios de nuestro siglo por los apologistas. En efecto, la reflexión propia de la vía de las notas puede conllevar una forma de relación absoluta, cuando se afirma sin restricción la pertenencia de las notas de la Iglesia romana; o una forma de relación comparativa, cuando se reconoce su presencia en esta Iglesia, de una manera superior o más perfecta que en las confesiones no romanas. Es esta última forma la usada de manera general por los estudios posconciliares. En efecto, la argumentación de relación es aplicada cuando los autores reconocen los elementos de Iglesia presentes en las otras Iglesias cristianas. En esta línea se sitúa también la distinción entre notas «positivas» –características exclusivas de la verdadera Iglesia— y «negativas» —necesarias para la verdadera Iglesia, pero presentes de alguna forma en las otras iglesias cristianas—. G. Thils ha profundizado en este uso «comparativo», especialmente para el diálogo ecuménico, y ha puesto de relieve que ya en estudios anteriores al Vaticano II —que él ejemplifica con la nota de santidad—«la argumentación comparativa suponía, al menos con frecuencia, la conciencia de que "elementos de Iglesia" eran poseídos por otros cristianos».

En esta línea se sitúa el gran maestro de la eclesiología católica actual, Y. Congar, en sus innumerables estudios, aunque de forma particular en su larga monografía sobre las notas o propiedades esenciales de la Iglesia, donde escribe resumiendo su postura: «ya no se puede, como se ha creído poder hacer anteriormente, rehusar a las grandes comuniones separadas de la Iglesia romana todo valor de catolicidad. Hay, pues, que proceder a una evaluación relativa. Como para las otras notas... se observa que los esfuerzos hechos por las demás comuniones para presentarse realmente como "católicas" dan testimonio de la noción y realidad romanas de la catolicidad... Muchos de los elementos de estas distintas nociones son válidos... No hay crítica eficaz si no se asume la parte de verdad de las posiciones que se critican; la apologética debe también ser "católica". En el fondo, la verdadera apologética es el ecumenismo».

También se sitúan en esta perspectiva los estudios eclesiológico-ecuménicos de H. Fries, especialmente a partir de sus reflexiones sobre el Vaticano II, el cual escribe al comentar la LG 15: «en esta nueva forma de ver al fiel no católico y su vinculación con la Iglesia católica —a pesar de todas las diferencias y separaciones que todavía existen—, estamos muy cerca de un aprecio positivo de esas comunidades... En el decreto sobre el ecumenismo... se declara que la Iglesia es edificada por los dones de Cristo que se encuentran en plenitud en la Iglesia católica, pero que en diversa medida están también presentes en las otras comunidades cristianas». De forma similar, J. M. R. Tillard en su propuesta de eclesiología de comunión ha dedicado un capítulo preciso y ampliamente informado sobre las iglesias fuera de la comunión con Roma. Al comentar LG 8 y 15 y UR 3, subraya que están en una cierta comunión aunque imperfecta con la Iglesia católica'.

2. «Via finalitatis»: esta forma, que tiene fuertes contactos con la anterior, está muy presente en el diálogo ecuménico y en los teólogos no católicos y pone de relieve que el análisis de las notas de la Iglesia debe partir de su finalidad más que de su realidad presente, que «es un escándalo para el mundo», según el mismo Vaticano II (UR 1). Notemos en este sentido particularmente la propuesta de H. Küng, que más que hablar de notas prefiere tratar de las dimensiones de la Iglesia ya que «lo que importa es la realización viva en la vida de la Iglesia... Cualquier Iglesia tiene harto que hacer en la realización viva de sus propias notas... Y si cada Iglesia, al realizar sus propias notas, se esfuerza por ponerse objetivamente de acuerdo con el mismo mensaje del Nuevo Testamento, cada vez se dará menos el caso de que una excluya a las otras como Iglesia falsa».

Esta orientación de la via notarum es la que se puede constatar en los estudios de autores no católicos, entre los que deben subrayarse tres monografías. G. C. Berkouwer, en su estudio dogmático, pone de relieve que para la Reforma la Iglesia no es «auto pistos» (= creíble por sí misma) y que por tanto debe diferenciarse claramente la Iglesia ideal de la Iglesia empírica. Por esta razón subraya el riesgo de quedarse en una plácida contemplación de las notas de la Iglesia y no comprometerse en su realización y finalidad ya que, como recuerda K. Barth, el ser de la Iglesia para el mundo es la verdadera nota ecclesiae. J. Dantine, comparando las notas de los reformadores (Lutero, Calvino y Melanchthon), y el momento eclesial actual, niega la validez constante de las notas y va hacia la búsqueda de nuevas, tales como la misión, como principio estructurador; la vida comunitaria, al estilo de la Iglesia primitiva; el Kerygma, la Diakonía y la Koinónia como las tres funciones básicas eclesiales; y, finalmente, las relecturas de las notas en clave de la teología de la esperanza. P. Steinacker, después de un estudio neotestamentario y de la tradición evangélica-protestante, analiza cada nota en contraste con tres autores: H. Küng, J. Moltmann y W. Pannenberg, apuntando una perspectiva claramente escatológica y fideísta, bien significada por la respuesta a su pregunta final: ¿Por qué debemos creer en la Iglesia con sus cuatro notas? Después de todo permanece sólo la frase: «Credo ecclesiam, quia credimus!».

En campo católico una serie de estudios acentúan la importancia de una reflexión sobre las notas en función de su finalidad: la verificación de la Iglesia católica como signo del reino de Dios. Así, H. J. Pottmeyer en su estudio dedicado explícitamente a las notas concluye afirmando que estas deben manifestar la Iglesia católica como signo del reino de Dios, pero vistas como don y tarea a la vez. De forma parecida, M. M. Garijo-Guembe en su eclesiología subraya el carácter escatológico de las notas. La monografía sobre las notas de F. A. Sullivan concluye así: «podemos resumir lo que hemos estado diciendo sobre las propiedades de la Iglesia como "indefectiblemente dadas" pero "imperfectamente realizadas" diciendo que son propiedades del pueblo peregrino de Dios... cada una de las propiedades de la Iglesia es un don definitivamente dado, pero también una tarea a realizar».

3. «Via paradoxae»: junto con las formas anteriores de la via notarum encontramos diversos autores que indican que el mejor camino para plantearse las notas de la Iglesia hoy es subrayar su carácter de paradoja. Así el teólogo protestante J. Moltmann se sitúa en esta línea al «traducir» las cuatro notas de esta manera: Unidad en la libertad; Catolicidad y toma de partido; Santidad en la pobreza, y Apostolicidad en el sufrimiento. Y comenta así: «de este modo, los signos distintivos de la iglesia se convierten en signos "confesionales", en los conflictos que hoy separan y dividen la humanidad. Por eso hemos de dar... una eclesiología que tenga conciencia de los conflictos y esté en consonancia con la nueva situación del mundo». En línea similar se sitúa el planteamiento de las notas en la teología de la liberación (G. Gutiérrez, L. Boff, J. L. Segundo, R. Muñoz, S. Galilea, L Ellacuría, J. Sobrino, C. Mesters...), sintetizadas así por un estudio específico de A. Quiroz: Real unidad en el conflicto; Catolicidad en la opción por los pobres; Santidad en permanente conversión, y Apostolicidad en fidelidad histórica a la misión. C. Duquoc, en su ensayo de eclesiología ecuménica, ha subrayado que las notas son como un ideal crítico y regulador del carácter provisional de las Iglesias terrestres en relación con su realidad mística.

El carácter de paradoja ha sido puesto de relieve además por dos fundamentalistas de renombre, tales como A. Dulles y R. Latourelle. El primero escribe: «una teología fundamental realista reconocerá la paradoja de una identidad en la diferencia, en donde la identidad y la oposición se condicionan recíprocamente. La Iglesia no sería el sacramento de Cristo más que por la respuesta humana del creyente que es miembro suyo; pues bien, precisamente esta respuesta no es nunca lo que debería ser y en esa medida queda ofuscado el mismo sacramento. La identidad en la diferencia es al mismo tiempo fuente de pena y de consuelo. De pena, porque nos impide cruzamos de brazos... De consuelo, porque nos permite tener confianza...». En un libro posterior sobre la catolicidad, Dulles acentúa su carácter de paradoja y concluye: «the catholicity will remain a challenge and a task. Sustained by great resources, it is confronted by heavy opposition».

R. Latourelle ha sido sin duda el autor que ha puesto más de relieve la importancia de un estudio de las paradojas de la Iglesia. A partir de ellas ve el camino hacia la percepción del misterio que encierran. He aquí su planteamiento clave: «¿En qué puede ser la Iglesia, para el hombre contemporáneo, un signo que le induzca a pensar que ella es el lugar de la salvación?... El signo empieza a aparecer cuando se comprueba que la Iglesia, a pesar de poseer unos rasgos comunes con cualquier sociedad..., se distingue de las demás sociedades por ciertas extrañas circunstancias que constituyen una paradoja... El conjunto de paradojas y de tensiones hace de la Iglesia un signo enigmático, cuya clave es preciso descubrir... (En efecto, la Iglesia) aparece más bien como un enigma que descifrar, mejor dicho, como un misterio que penetrar. Su presencia paradójica la acerca a otra paradoja con la que está complicada, esto es, Cristo. Lo mismo que Cristo se presenta como una teofanía, también la Iglesia aparece como una cristofanía... La paradoja es la envoltura del misterio».

4. «Via unitatis futurae»: dentro del ámbito de las reflexiones sobre la unidad futura de las Iglesias sobresale el esfuerzo teológico-ecuménico realizado durante estos últimos años. De forma relevante merece atención el documento de la Comisión mixta Católico Romana-Evangélico Luterana titulado Ante la Unidad: Modelos, Formas y Etapas de la Comunión Eclesial Luterano-Católica de 1984, presentado, con razón, como «un documento audaz». En él se tipifican, en primer lugar, diversos modelos de unificación parcial, tales como la unidad «espiritual», «la comunión de diálogo», «la comunión de acción» y la «intercomunión» (nn 9-12).

El documento, después, examina con más detalle los modelos de unificación más amplia que son: «Unión o unidad orgánica», que significa «sacrificio y renuncia a la propia identidad y camino hacia una nueva vida, que se desarrolla frecuentemente en el modelo siguiente» (nn 16-17). De ahí pues, el modelo de «asociación corporativa», que se realiza a «base de coincidencias esenciales en cuestiones de fe y de una constitución común episcopal como en la Iglesia primitiva» y es una «asociación en la diversidad: las Iglesias permanecen y, sin embargo, forman una Iglesia» (nn 19-22). Este modelo es la meta del diálogo anglicano-católico, según la relación final ARCIC I de 1981, ya anunciada por Pablo VI en 1977 al hablar de «Iglesia anglicana unida, pero no absorbida».

Sigue el modelo de la «comunión eclesial por concordia», a partir de la «comunión en la palabra, en los sacramentos y comunión en el ministerio eclesial». No se trata de una «nueva confesión sino de una comunión de iglesias con diferentes confesiones, realizada de forma dinámica y dispuesta a mantener diálogos doctrinales de forma continua» (nn 23-26). Sigue el modelo de «comunión conciliar», afirmado en la Asamblea Plenaria del Consejo Ecuménico en Nairobi (1975). El vínculo estructural necesario para la «comunión conciliar» queda garantizado por todos mediante «reuniones conciliares», es decir, mediante «asambleas representativas». Católicos y Ortodoxos subrayan que la «comunión conciliar» incluye necesariamente el ministerio fundamentado en la sucesión apostólica. En este modelo «cada confesión puede conservar una vida enteramente identificable» (nn 27-31). El último modelo es el de la «unidad en reconciliada diversidad» que no es una «simple coexistencia. Se trata de una verdadera comunión a la que pertenecen como elementos constitutivos la aceptación del bautismo, la creación de una comunión eucarística, el reconocimiento mutuo de los ministerios eclesiásticos y una comprometida unión como testimonio y servicio». Se trata de un modelo muy cercano al anterior, pero que quiere subrayar «las diversidades confesionales como legítimas y, por tanto, que deben ser conservadas» (nn 31-34). En la segunda parte del documento se describen las formas y etapas concretas de la comunión eclesial católico-luterana (nn 46-149), con especial atención a la unificación del ejercicio de la episkopé común, donde se tiene muy en cuenta la teología católica del Episcopado, tan valorada por el Vaticano II y punto decisivo de los diálogos ecuménicos actuales.

En el ámbito de los eclesiólogos católicos es cada vez más habitual hablar de modelos de unidad; así los católicos J. Hoffmann, H. Dbring, S. Wiedenhofer y G. Ceretti y la anglicana G. R. Evans. Pero han sido particularmente relevantes las tesis programáticas de K. Rahner y H. Fries, retomadas después por este último y O. H. Pesch, que sugieren poner en cierto paréntesis las explicaciones de la tradición de fe en los cuatrocientos años de separación.

Estas propuestas han suscitado amplia polémica tanto en el campo luterano, por parte de E. Herms, en clave más bien negativa, y H. Meyer en clave más bien positiva, como en ámbito católico, especialmente J. Ratzinger, que recuerda que «lo que importa es estar siempre volviendo a acoger al otro en medio del respeto hacia su alteridad. Podemos estar unidos también en nuestra condición de divididos». El mismo Y. Congar al tratar la propuesta de Fries-Pesch observaba la necesidad de no banalizar ciertas verdades.

La via historica: se pueden tipificar cuatro formas de su aplicación, aunque sin que aparezca esta cualificación precisa.

1. «Via historiographica»: de hecho la forma concreta como se realizó la historia de la Iglesia fue frecuentemente de tipo teológico-apologético, especialmente para afrontar la problemática surgida con la Reforma. La crisis de tal enfoque se fraguó en la Ilustración y a partir de entonces han surgido diversos modelos de entender la historia de la Iglesia, que después del Vaticano II se han plasmado en diversos manuales católicos de historia de la Iglesia. El modelo dominante en el momento actual es el propuesto por autores como H. Jedin y la obra conjunta de L. J. Rogier-R. Aubert-M. D. Knowles, que estiman que la historia de la Iglesia debe ser tratada conforme a sus métodos científicos generales, aunque admiten que el historiador no puede captar el sentido total de esta historia si no la entiende desde un concepto teológico de Iglesia. Es de esta forma como puede replantearse el tema de la historia de la Iglesia como «locus theologicus» –máxima expresión de la que hemos calificado «via historiographica» para el discernimiento de la verdadera Iglesia– en la línea de Y. Congar y de A. Antón, el cual escribe: «la fe en la doctrina apostólica es, a un mismo tiempo, el principio de identidad en la Iglesia de todos los tiempos e, igualmente, el principio de desarrollo vital a lo largo de su peregrinar terrestre». Ahora bien, no se trata de una comprensión «sacralizada» de la historia de la Iglesia sino de «describir el lugar donde acontece esa historia de la fe de una forma especial según la creencia cristiana: la historia "profana" de la Iglesia».

2. «Via fundationis»: sobre la cuestión de la fundación de la Iglesia por parte de Cristo, como clásico camino de discernimiento de la via historica, se constata en los estudios exegéticos-eclesiológicos una transformación significativa. De hecho, a partir de la Instrucción de la Pontificia Comisión Bíblica sobre la verdad histórica de los evangelios (21 de abril de 1964: DENZINGER-HÜNERMANN, 4402-4407), recogida sustancialmente por la DV 19, ha desaparecido en el campo católico la unanimidad con que los teólogos habían defendido hasta entonces esta cuestión (>Origen de la Iglesia). Buen ejemplo de ello es el manual católico, relativamente clásico, de A. Kolping que observa que la pregunta sobre si Jesús quiso fundar la Iglesia como institución debe responderse negativamente. Por otro lado, en el campo protestante se constata un fuerte escepticismo sobre este punto, tal como resume la monografía de G. Heinz.

Finalmente, aparece una tercera postura que, prolongando la primera, intenta mostrar que sólo una concepción procesual de la fundación de la Iglesia responde fielmente a los textos neotestamentarios y a la evolución de la Iglesia primitiva. De hecho en esta línea se sitúa la LG 2-5, que habla de una «fundación» a lo largo de «toda» la actividad del Jesús tanto terreno como glorificado y no sólo de actos «puntuales». Es esta la línea asumida por la Comisión Teológica Internacional en el documento sobre Eclesiología de 1984, retomado en el posterior sobre «la conciencia de Jesús» así: «Jesús ha realizado actos concretos, cuya única interpretación posible, tomados en su conjunto, es la preparación de la Iglesia que será definitivamente constituida en los acontecimientos de Pascua y Pentecostés. Es, por tanto, necesario decir que Jesús ha querido fundar la Iglesia» (n 3). Será al comentar esta proposición cuando se use la novedosa fórmula de «eclesiología implícita».

Dentro de los estudios más recientes merecen especial mención los de G. Lohfink, F. S. Fiorenza y S. Pié-Ninot. En efecto, el primero en diversos trabajos ha subrayado que la «fundación» de la Iglesia se debe situar en la perspectiva global de la voluntad de Jesús de reunir el Pueblo de Dios escatológico en su totalidad y en su plenitud, dentro del cual está la Iglesia. Por su lado, F. S. Fiorenza ha presentado un original análisis del tema a partir de la categoría hermenéutica «recepción» —sacada de la llamada escuela de hermenéutica literaria de Constanza— en el cual el estudio de la «recepción» de la Iglesia primitiva como fundada por Jesucristo le lleva a su origen procesual, iniciado ya en el tiempo del Jesús prepascual. Finalmente, S. Pié-Ninot ha ofrecido tanto una novedosa síntesis de la historia del problema, donde afronta el tema de Escritura e Iglesia, y del Ius divinum, como un acercamiento a los recientes planteamientos que se sintetizan en la expresión «eclesiología implícita» y en la perspectiva de «restauración del único pueblo de Dios».

3. «Via ecclesiae primitivae»: diversos estudios actuales en el camino de la via historica optan por una referencia decisiva a la Iglesia primitiva o apostólica, entendida como «ese fragmento de historia, como dimensión irrepetible y normativa para todos los tiempos posteriores de la Iglesia y de su doctrina» (K. Rahner). Sobre las características de esta Iglesia primitiva como Iglesia «fundante», anotemos, especialmente, los importantes trabajos de R. E. Brown, que representan aproximaciones diferentes a la existencia de la Iglesia durante el período del Nuevo Testamento. Para realizar esto estudia los diversos énfasis —no los diferentes modelos de Iglesias, como él mismo observa— de las distintas comunidades neotestamentarias y concluye que tomados colectivamente estos énfasis constituyen una importante lección sobre el primitivo idealismo en relación a la vida de la comunidad cristiana. Atentos a las afirmaciones dogmáticas de los concilios y a la investigación bíblica contemporánea, se muestran tanto la continuidad como el desarrollo presente en los inicios de la Iglesia, que manifiesta así su característica «fundante». En esta línea aparecen los estudios «sociológicos» por parte de W. A. Meeks sobre elmundo social de Pablo", así como una importante monografía de M. Y. MacDonald sobre la institucionalización de las Iglesias paulinas, donde descubre tres etapas: la etapa constructora (Cartas de Pablo), la estabilizadora (Colosenses y Efesios) y la protectora (Cartas pastorales).

Dentro de esta perspectiva se sitúa la colección «Iglesias del Nuevo Testamento», promovida por la Universidad de Deusto, que presenta las diversas comunidades de los orígenes cristianos y que se sitúa en la tendencia de la exégesis contemporánea de análisis sociológico del cristianismo primitivo. Se trata de «hacer una especie de "eclesiología desde abajo"». Con una perspectiva más detallada se sitúa la colección de la Pontificia Universidad de Salamanca «Plenitudo temporis», especialmente con los estudios de R. Trevijano sobre los orígenes del cristianismo" Como síntesis académica S. Pié-Ninot ha presentado toda esta cuestión dentro de su proyecto de eclesiología fundamental.

En este contexto se puede situar la ya vieja polémica sobre el llamado «Frühkatholizismus» —catolicismo temprano, primitivo o proto-catolicismo—, como concepto que describe la nueva época que enlaza el cristianismo primero con la Iglesia católica de los siglos siguientes. Esta polémica ha perdido fuerza por partir de una concepción del desarrollo de la primitiva Iglesia como «decadente», ya que, como anota agudamente N. Brox «cada religión necesita de una tradición y de una institución para poder transmitirse», ya que «fue la misma Iglesia antigua la que atribuyó lo sucedido a una institución por parte de Jesús y de los apóstoles; pero lo hizo..., bajo la influencia de unas ideas rectoras, según las cuales fueron los apóstoles los que "dejaron" la Iglesia en la forma que después se conoció».

4. «Via primatus»: esta forma clásica y frecuentemente exclusiva de la via historica encontró nueva resonancia poco después del Vaticano II con motivo de la polémica suscitada por H. Küng sobre la infalibilidad. Posteriormente han aparecido estudios sobre el ministerio petrino especialmente en el diálogo ecuménico actual. Así merece atención especial el trabajo de colaboración entre protestantes y católicos de Estados Unidos, que después de constatar que tal ministerio no es contrario al Nuevo Testamento concluye así: «hemos descubierto la importancia de la trayectoria recorrida por la imagen de Pedro, se nos ha hecho evidente que una investigación de su devenir histórico no resuelve necesariamente el problema acerca de la importancia de Pedro en la Iglesia subsiguiente» En esta línea aparece la posterior obra de colaboración española dirigida por R. Aguirre, que subraya cómo «la tradición petrina acabó siendo la hegemónica en la gran Iglesia..., y se caracteriza por ser una tradición de mediación y de síntesis». Por otro lado, además de los diversos comentarios bíblicos que afrontan esta cuestión, la monografía católica más importante es la del exegeta R. Pesch, que apunta una serie de elementos neotestamentarios para una fundamentación teológica del primado de los obispos de Roma y concluye que se trata del factum theologicum configurador de la identidad de la Iglesia. Conclusión reafirmada en su más reciente ponencia en el simposio teológico organizado por la Congregación para la doctrina de la fe, donde concluye que la imagen de Pedro en el Nuevo Testamento concentra tipológicamente la figura de primer apóstol y de portador de un ministerio sacramental, por lo que en su imagen eclesiológica se incluye un ministerio petrino permanente.

A nivel más teológico resalta el estudio sobre el papado de J. M. R. Tillard, que pretende «hacer una relectura, a la luz de la gran Tradición, de las afirmaciones de los dos Concilios del Vaticano acerca de la función del obispo de Roma. A lo largo de nuestro paciente estudio se nos ha ido mostrando que dicha función, entendida en su especificidad, podría hacer suyo, a muchos niveles, el deseo de aquellos cristianos separados de Roma que, sin embargo, anhelan restablecer la comunión... ¿No se habrá convertido el obispo de Roma en "algo más que un papa"?... Al término de este trabajo, expresemos sin rodeos nuestro convencimiento: El "primado" pertenece al misterio de la iglesia peregrina en la tierra». Digno de mención especial es el estudio histórico de K. Schatz, que en su edición española se presenta como una contribución a la demanda de la encíclica Ut unum sint (1995) de reflexionar acerca de la forma concreta de presentar el Primado de Roma y que quiere responder a esta pregunta: «¿cómo ese primado, gestado históricamente, puede ser dogmáticamente irrenunciable, esto es, "instituido por Jesucristo'?»

La via empirica. Aunque la expreSión via empirica no aparezca en los tratados eclesiológicos es evidente que continúa siendo verdad la aseveración de K. Rahner sobre la percepción que normalmente se tiene de la Iglesia: «el católico moderno vive la conciencia de la Iglesia del I concilio Vaticano. Y la peculiaridad de este consiste en que su acento (naturalmente no su contenido exclusivo) se apoya en la Iglesia como motivo, experimentable empíricamente, de credibilidad, y no en la Iglesia como objeto (escondido en sí) de fe»; y esto no sin razón, ya que «la experiencia del Espíritu en la Iglesia es también una experiencia histórica, sobre la cual hay que reflexionar y que prácticamente (a pesar de Dechamps y del Vaticano I), no desempeña papel alguno en la antigua teología fundamental, pero que pertenece a la temática central de la "nueva"». Sobre la forma de reconocimiento empírico, W. Beinert ha subrayado tres etapas significativas para pasar de lo sensible —«sacramentum tantum»— al misterio —la «res» significada—: se trata de la etapa fenomenológica, la meta-empírica y la ontológica. También H. Dóring ha subrayado la importancia de los «principios heurísticos» para reconocer las notas de la Iglesia. C. Delpero a partir de su experiencia latinoamericana ha indicado que «en la actual atmósfera cultural eminentemente pragmática, el método empírico va a jugar un papel decisivo». A su vez, aparecen también algunas obras que subrayan la importancia de la dimensión empírica ligadas a la vida de la Iglesia, a la cuestión de la crítica intraeclesial y su incidencia en el mundo70... A nivel de estudios eclesiológicos posteriores al Vaticano II podemos dibujar sintéticamente cuatro formas de esta vía muy entrelazadas entre sí:

1. «Via sociologica institutionis»: este es el camino presentado por las monografías de L. Dullart y, especialmente, M. Kehl en su estudio sobre el concepto de Iglesia como institución en la eclesiología alemana. La «teoría de la institución» usada por estos autores parte de la filosofía del derecho de G. W. F. Hegel, que afirma que la institución es la única forma de salvar la «libertad concreta», la cual «consiste en que la individualidad personal y sus intereses particulares, por un lado, tengan su total desarrollo y el reconocimiento de su derecho, y por otro se conviertan por sí mismos en interés de lo universal». A partir de este trasfondo, M. Kehl presenta teológicamente la institución eclesial como signo identificador, integrador y liberador de la fuerza del Espíritu. En un contexto teológico más sucinto, J. M. Rovira Belloso ha apuntado hacia una comprensión de la Iglesia como comunidad institucional, entendiendo como institucional lo más originario de la Iglesia. A su vez, P. A. Liégé ha subrayado que el lugar de la institución en la Iglesia es sacramental y se convierte en su visibilidad profética.

2. «Via hagiophanica»: esta es la perspectiva propuesta por Y. Congar cuando escribe: «la propiedad de la Iglesia que aparece más eficaz es también la que mejor la revela: la santidad. Esta es también la más incuestionable y, cuando aparece, la más inmediatamente perceptible... Se trata de ofrecer..., la Iglesia como hagiofanía. Un programa de hagiofanía exige más: un esfuerzo de verdad y de transparencia sin el cual la Iglesia, sencillamente, no será creíble... Se trata más bien de revelar un acercamiento de Dios, en Jesucristo y en la Iglesia, que responde a la necesidad y al anhelo profundo del hombre y que llama poderosamente ala fe. El milagro ya no es considerado como efecto del poder de Dios que obligue a concluir la existencia de la causa, sino como signo de la presencia y la llamada divina que nos invita a la conversión. La Iglesia es en esta perspectiva una hagiofanía... La apologética es más ostensiva que probativa». Entre los teólogos no católicos G. C. Berkouwer es el único que ha mostrado también la importancia de la via empirica como síntesis de la via notarum en la línea de manifestar la «belleza» («beauty») de la Iglesia.

3. «Via autoexplicativa»: esta forma es planteada especialmente por K. Rahner y R. Latourelle. El primero presenta el método indirecto de legitimación de la Iglesia católica como Iglesia de Cristo a partir de «presumir como legítima, la situación cristiana y eclesial que ha sido transmitida a cada cristiano y que él asume». Latourelle explica así este enfoque: «este método procede por vía de inteligibilidad interna, de búsqueda de sentido. Como punto de partida se basa, no ya en los atributos absolutos y gloriosos de la Iglesia, sino en las paradojas que presenta..., la explicación del fenómeno (paradójico) reside en el misterio atestiguado. No partimos de la Iglesia como milagro moral: terminamos precisamente en este punto. Tampoco ese examen, como los demás, nos lleva a la evidencia, sino a una certeza moral, aunque suficiente para motivar una prudente decisión»8.

4. «Via significativa»: a partir del modelo sacramental de eclesiología se percibe su especial mérito, ya que «preserva las dimensiones del servicio al mundo, puesto que sin tal servicio la Iglesia no sería un signo de Cristo el servidor». En esta perspectiva podemos situar la conocida expresión de H. Küng: «en suma, lo decisivo no es la existencia formal de determinadas propiedades sino su empleo y realización..., que las notae ecclesiae sean de algún modo notae christianorum». Esta significatividad se manifiesta de diversas maneras: ya sea en la coherencia doctrinal (G. Baum, J. Ratzinger), en la visualización del amor (G. Thils, H. von Balthasar), en la percepción de la comunión (J. Hamer, H. de Lubac, S. Dianich, J. M. R. Tillard, M. M. Garijo-Guembe, B. Forte), en la incidencia política (J. B. Metz, J. Moltmann), en el compromiso liberador (teólogos de la liberación), en el testimonio del Reino (H. J. Pottmeyer), en la apertura y diálogo ecuménico (Y. Congar, H. Fries, K. Rahner, H. Düring, J. M. R. Tillard)... Especial mención merecen los Sínodos de los Obispos sobre la justicia en el mundo (1971), sobre la evangelización (1974), sobre el posconcilio (1985) y sobre los laicos (1987), que apuntan a esta línea significativa.

Conclusión: el testimonio se convierte en el signo eclesial de credibilidad y paradigma para la eclesiología fundamental. En efecto, la categoría testimonio ha aparecido de forma progresiva en el lenguaje teológico y eclesial, especialmente a partir del Vaticano II. Con todo, el término ya surgió en el Vaticano I para designar a la Iglesia por su característica de constituir por sí misma y por su presencia en el mundo «un gran y perpetuo motivo de credibilidad y un testimonio irrecusable de su divina misión» (DENZINGER-HÜNERMANN, 3013). Pero la irrupción masiva de la terminología del testimonio se produce con el Vaticano II, en el cual el tema aparece como omnipresente. En efecto, los términos «testimonio», «atestiguar» y «testigo» aparecen ciento treinta y tres veces en los documentos de este Concilio y se aplican tanto a la Iglesia entera como a cada cristiano. En los Sínodos de los Obispos sobre la Evangelización (1974) y sobre el Laicado (1987), el tema se manifiesta con fuerza, así como en las exhortaciones apostólicas correspondientes: Evangelii nuntiandi de Pablo VI, y Christifideles laici, de Juan Pablo II.

De hecho, «el proceso de personalización —propio del Vaticano II—, que ha hecho vincular todos los signos de la revelación histórica con ese centro personal que es Cristo, ha influido también en el signo de la Iglesia: son los propios cristianos por su vida santa, y las comunidades de cristianos por su vida de unidad y caridad, los que constituyen el signo de la Iglesia. Esta concentración y personalización llevada a cabo por el Vaticano II está inscrita en la aparición de un término nuevo: testimonio. Lo que el Vaticano I entendía por signo de la Iglesia ha de buscarse ahora en la categoría testimonio».

A partir de esta constatación se puede comprender que el testimonio puede convertirse en signo eclesial de credibilidad y paradigma para la eclesiología fundamental. En efecto, la categoría testimonio, además de tipificar la vida cristiana y eclesial por excelencia, es asumida por la filosofía reflexiva actual (J. Nabert, E. Lévinas, P. Ricoeur) en su triple dimensión empírica, jurídica y ética, como lugar hermenéutico que «revela» la doble confluencia presente en el testimonio: su vertiente de constatación histórica y su vertiente de expresión autotestimonial. Con razón pues, se puede hablar de una verdadera «metafísica del testimonio», capaz de mostrar la posibilidad racional de un testimonio del absoluto que sea al mismo tiempo plenamente histórico.

A su vez, la reflexión teológica recuerda que para que el testimonio sea signo eclesial de credibilidad deberá referirse siempre a la Iglesia apostólica, como vertiente histórico-objetiva, transmisora del «depósito de la fe» (DV 10; GS 62; UR 6). En efecto, el tema de la apostolicidad, y correlativamente la referencia a los apóstoles, es un tema decisivo en la eclesiología; para la Iglesia y para su tradición, apostolicidad coincide con autenticidad. De esta forma se pone de relieve que la apostolicidad es expresión del hecho y del modo como la presencia salvadora de Cristo adquiere una dimensión social e histórica. Esta apostolicidad incluye pues, no sólo la de origen y la de doctrina, sino de forma peculiar la apostolicidad de la sucesión apostólica, ya que como declaró la CTI: «la sucesión apostólica es aquel aspecto de la naturaleza y de la vida de la Iglesia que muestra la dependencia actual de la comunidad con respecto a Cristo, a través de sus enviados. De esta manera, el ministerio apostólico es el sacramento de la presencia actuante de Cristo y del Espíritu en medio del pueblo de Dios (n 5b)». Esta Apostolicidad fundante se hace viva constantemente a través de la Escritura, transmitida eclesialmente e interpretada de forma auténtica por el magisterio (cf DV 10).

Es en este marco y desde esta perspectiva como podemos hablar, parafraseando diversas expresiones patrísticas, de la. Ecclesia mater congregans, que vehicula de este modo el testimonio fundante, que es la Iglesia apostólica, como presencia del Señor resucitado hasta el fin de los tiempos (cf Mt 28,26-30). Por otro lado, este testimonio fundante posibilitará la realización de su correlativo en la también expresión-síntesis de la patrística, Ecclesia fraternitas congregata, formulación de la vertiente autotestimonial y subjetiva que es el testimonio viviente de los cristianos a través de su vida e historia (cf lCor 1,2; Rom 1,7; Ef 5,27; lTes 4,7; 2Tes 2,13s...). Como mediación y puente entre ambos surge el que está en su base: el testimonio del Espíritu, ya que él es el que anima a la Iglesia y es «soplo de Dios» en la vida de las personas, como Spiritus in Ecclesia, recordado con precisión por el Vaticano II (cf LG 4).

Emerge así claramente la función decisiva del testimonio como camino de >credibilidad de la Iglesia, que no se reduce ni a una credibilidad meramente externa y extrínseca —riesgo de la apologética eclesiológica clásica—, ni a una credibilidad meramente interna y subjetiva —riesgo fideísta frecuente para compensar el anterior—, sino que centra su atención en una comprensión de la credibilidad como invitación —externa e interna a la vez—a la fe, por razón de su carácter integrador. Así pues, en esta credibilidad del testimonio eclesial se entrecruzan la dimensión externa, fruto de la conexión histórica con el testimonio apostólico fundante de la Iglesia; la dimensión interiorizada, surgida de la experiencia eclesial del testimonio vivido, y la dimensión interior e interiorizadora, gracias al testimonio del Espíritu, que es quien anima y santifica la Iglesia.

Para concluir, la que se puede llamar via testimonii se convierte en el paradigma de la eclesiología fundamental, ya que en ella confluyen las tres vías clásicas de acceso a la verdadera Iglesia. En efecto, los estudios eclesiológicos posconciliares invitan y orientan de forma clara hacia esta perspectiva por razón de la fuerte dimensión misionera y evangelizadora de la Iglesia respecto al mundo concreto. Por eso no es extraño que en el Sínodo extraordinario de 1985 con motivo de los veinte años del Vaticano II se hablara del testimonio en estos términos que sirven como adecuada conclusión para esta perspectiva de la eclesiología fundamental posconciliar: «La evangelización de los no creyentes presupone la autoevangelización de los bautizados y también de los mismos diáconos, presbíteros y obispos. La evangelización se hace por testigos; pero el testigo no da sólo testimonio con las palabras, sino con la vida. No debemos olvidar que en griego testimonio se dice "martirio"» (II: B-2).