DIOGNETO (Epístola a)
DicEc
 

No es posible determinar ni el destinatario de esta apología de la fe cristiana ni su autor, aunque hay alguna probabilidad de que tenga su origen en Asia Menor. La opinión de los entendidos tiende a considerar como fecha probable de su redacción los años entre el 150 y el 210. Existía sólo en un manuscrito, que contenía también tratados de >Justino y que fue destruido durante el bombardeo de Estrasburgo en 1870; afortunadamente se habían hecho algunas copias tras su descubrimiento en el siglo XVI. La carta se propone responder a tres cuestiones: ¿qué tipo de culto es el cristianismo, en qué se diferencia del paganismo (2) y del judaísmo (3-4)?; ¿cuál es el secreto de su amor mutuo? (6-8); ¿por qué la nueva religión ha venido tan tarde en la historia de la humanidad? (9). El capítulo 10 es una llamada a la conversión y a la imitación de Dios. Algunos afirman que los dos últimos capítulos son de autor distinto; recientemente la unidad del texto ha sido defendida con serios argumentos: pueden haberse perdido algunas páginas del manuscrito original, de modo que lo que parece ser una homilía sobre el misterio de la fe, podría ser la conclusión de la obra original. El autor se describe a sí mismo como alguien que ha sido discípulo (mathétés) de los apóstoles y se ha convertido luego en maestro (didaskalos) de los gentiles (11,1).

El interés que despierta hoy el texto no se debe a la más bien ruda refutación del paganismo, a la polémica antijudía o a sus relaciones con la filosofía griega vigente, sino más bien a su cristología, que es primitiva en 8,9 —Hijo amado (agapétou paidos, cf 9,1)- y más desarrollada, en términos de Logos, en el n. 11, en su eclesiología y en su teología de la participación en la vida divina (10,5-7). El texto es notable por su elocuente descripción de la Iglesia en medio del mundo: «Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra ni por su habla ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivas suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás. (...) Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extraña. Se casan como todos; como todos engendran hijos, pero no exponen los que les nacen. Ponen mesa común, pero no lecho. (...) Obedecen a las leyes establecidas; pero con su vida sobrepasan las leyes. (...) Para decirlo brevemente, lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo. El alma está esparcida por todos los miembros del cuerpo, y cristianos hay por todas las ciudades del mundo. Habita el alma en el cuerpo, pero no procede del cuerpo; así los cristianos habitan en el mundo, pero no son del mundo» (5-6). Un pasaje algo oscuro de los capítulos finales da testimonio de una visión cristológica de la Iglesia: «Él (el Logos), que es siempre, que es hoy reconocido como Hijo, por quien la Iglesia se enriquece, y la gracia, desplegada, se multiplica en los santos; gracia que procura la inteligencia, manifiesta los misterios, anuncia los tiempos, se regocija en los creyentes, se reparte a los que buscan, a los que no infringen las reglas de la fe ni traspasan los límites de los padres. Luego se canta el temor de la ley, se reconoce la gracia de los profetas, se afianza la fe en los evangelios, se guarda la tradición de los apóstoles y la gracia de la Iglesia salta de júbilo» (11,5-6).

En ningún lugar de la obra se mencionan instituciones de la Iglesia, a excepción de la referencia a la tradición (paradosis) de los apóstoles anteriormente señalada.