EL “TEMOR REVERENCIAL” COMO CAUSA DE NULIDAD DEL MATRIMONIO  CANÓNICO

 

El c. 1.103 del Código de Derecho Canónico que dice de este modo:

“Es inválido el matrimonio contraido por violencia o por miedo grave, proveniente de una causa externa, incluso el no inferido de propio intento, para librarse del cual alguien se vea obligado a elegir el matrimonio” (que no es la misma que en otros ámbitos del propio ordenamiento canónico: cfr. c. 125).

Esta es la norma en vigor. En ella se juridifica canónicamente la relevancia del “miedo” en materia conyugal. En ella se precisan los  caracteres que ha de revestir el resultado del miedo sobre el contrayente, para que pueda hablarse de relevancia invalidante del miedo sobre el consentimiento conyugal. Y en ella, en esa norma, “a sensu contrario” se deja ver que ningún resultado de miedo, que no pueda ser encajado dentro de este c. 1.103, ha de considerarse con ese valor invalidante..

Es criterio jurídico-doctrinal que la libertad del contrayente, sagrada e indispensable para el acto de consentir conyugalmente de manera normal, puede malograrse a manos, aún bien intencionadas, de los propios padres. Y en tal sentido se ha pronunciado el Decreto ratificatorio de sentencia de nulidad conyugal del Tribunal de la Rota Española de fecha 30 de enero de 2.001, sobre “miedo reverencial” (Ponente: Mons. Panizo Orallo), donde se ha venido a plasmar a modo de conclusión la siguiente doctrina jurídica:

El llamado “miedo o temor reverencial” como vicio del consentimiento matrimonial.

Uno de los espacios no sólo más llamativos sino sobre todo más relevantes en relación con el surgimiento de los matrimonios por medio del consentimiento personal de los esposos (c. 1.057) ha sido el de la libertad o mejor del consentimiento libre.

Debe considerarse axiomático en materia conyugal que sin libertad suficiente no puede existir o ser válido el consentimiento: sencillamente porque no habría consentimiento suyo, del contrayente; porque no podría siquiera pensarse en un acto personal humano del que el contrayente fuera dueño y señor, autor y guía, con soberanía derivada del uso y ejercicio “de la razón y de la voluntad”; y porque, a la luz del más sano humanismo cristiano, el interferir gravemente en el encuentro constructivo del ser humano con su propio destino, del que es directo responsable, entraña siempre un atentado contra la dignidad de la persona humana.

Esta última idea fluye natural del nuevo canon 219, expresión de derechos fundamentales de la persona humana, en el que la Iglesia ha plamado toda una tradición secular de protección y defensa de la libertad humana en ámbitos de alta significación para la suerte total de la vida: En la elección del estado de vida, todos los fieles tienen derecho a ser inmunes de cualquier coacción.

Así pués, dentro de este cuadro general de defensa de la libertad para contraer matrimonio, se integra la general figura de la “violencia-coacción-miedo” y esa otra más específica –que es la que tiene aplicación en esta causa- del llamado “miedo o temor reverencial”.

Tal es así, que autores como Dossetti estima la valoración jurídica invalidante del consentimiento en el miedo cuando supone una alteración volitiva efectivamente experimentada por el contrayente.

De donde podemos deducir unas anotaciones generales sobre el miedo en general y sobre el “miedo reverencial” más en concreto:

La primera condición que en el c. 1.103 del Código de Derecho Canónico se exige para que sea inválido un matrimonio en que el consentimiento fue emitido bajo coacción viene situada, como es natural, en la existencia de “miedo” grave.

El concepto de “miedo” se asentaría sobre dos realidades esencialmente interconectadas: una causativa y otra reactiva; una operatividad de amenaza o amenazante y una reactividad de perturbación psíquica subsiguiente ante la perspectiva más o menos próxima o presente de un mal, un sujeto activo, normalmente en el “metus ab extrínseco” un agente libre, y un sujeto pasivo cuyo voluntario es “influido” negativamente por la acción real pero indirecta de las amenazas o mejor de los males con que se amenaza o con que se presiona.

Se puede afirmar, por tanto, que presupuesto o común denominador subyacente a la figura de cuanto pueda denominarse “miedo” está localizado en la relación de causa a efecto entre esos dos polos:  el de las amenazas o presiones –del orden o calidad que sean- y la alteración del psiquismo. El factor “presiones coactivas” y el factor “trepidatio mentis” (alteración grave del psiquismo) han de mantenerse en situación de tensión dialéctica de forma que los dos se necesiten para que pueda configurarse el concepto jurídico psicológico del “metus”.

La voluntad, potencia espiritual e inmune por tanto a las presiones directas e inmediatas de fuerzas o factores doblegantes, es sin embargo, susceptible de ser influida, mediatizada, condicionada o incluso determinada o desde dentro del propio compuesto humano o desde fuera del mismo.

El problema de los “requisitos en abstracto” para que cobre eficacia la relevancia jurídica del miedo no encierra, ante la legislación de la Iglesia ahora en vigor, mayor dificultad.

Y así podemos concretar :

El miedo ha de ser grave: con una gravedad deducible de la convergencia entre los factores activos ( la entidad objetiva de las amenazas) y los factores pasivo-reactivos (la repercusión que estos factores objetivos producen sobre la persona contrayente en forma de “trepidatio mentis”: conturbación del ánimo proyectándose sobre un voluntario en precisión de tener que decidir sobre un matrimonio por la emisión del acto psicológico de consentir). La medida de la gravedad, en todo caso, habrá de hacerse en último término a la medida del reflejo efectivo que el mal temido produzca sobre el sujeto pasivo del miedo, porque él es quien tiene que emitir el consentimiento y es su estado real lo que debe ser atendido en el momento de valor cómo se puso el acto de consentir.

Con todo, y en este punto de determinar criterios de valoración jurídica en orden a fijar a la realidad de cada supuesto de hecho el cumplimiento o no de los requisitos establecidos por el ordenamiento para esta figura de nulidad: la de la “vis et metus”, a parte de lo aludido anteriormente en lo referente a los requisitos del c. 1.103, nos permitimos señalar en general y resumiendo algo que deriva a nuestro juicio con claridad de lo anterior:

Es el consentimiento personal de los esposos lo que únicamente puede ser causa eficiente del matrimonio.

La calidad del consentimiento no es ni única ni uniforme en la variedad de la conducta humana. Hay actos tan profundamente vitales para la existencia y con tal carga de compromiso en su constitución que, obviamente, exigen más alta calidad en el  consentir: ello sucede, generalmente, con las llamadas “opciones fundamentales de la vida humana”, y entre las mismas, se encuentra por derecho propio, el matrimonio.

Tratándose del matrimonio en cuanto forma específica de elección del estado de vida, toda coacción es injusta, hasta las mejor intencionadas; otra cosa es que la entidad de los resultados de la coacción sobre el subjetivismo del contrayente implique una disminución tan sustancial en el voluntario y en la libertad que no se llegue al grado de libertad necesario, suficiente y proporcionado para contraer matrimonio.

Los consejos, mientras se respete el concepto de “consejo”, no son coacciones. Y si el consejo, quedando en puro consejo sin aditivos circunstanciales, llegara a alterar gravemente el psiquismo del contrayente, tal vez habría que mirar no hacia el c. 1.103 sino hacia el c. 1.095, nº 2. Ya que se podría plantear el caso que a esa misma situación se llegara no por la vía de las amenazas de males sino por la vía de la oferta de bienes, con lo que una persona “fuerza” al contrayente no por la vía de la amenaza de males sino por la vía, igualmente efectiva en cuanto a resultados, de “obligar” a la voluntad renuente a contraer el matrimonio obnubilando a la persona “con el oro y el moro”, como suele decirse.

En todo caso de vicio consensual legalmente configurado, en teoría, la mirada del juez debe dirigirse en preferencia al estado de la voluntad en el momento de contraer hasta comprobar si ese estado permitió un acto psicológico de consentir, en sentido subjetivo y en sentido objetivo, suficiente para crear el matrimonio. En la práctica, detrás de esta teoría, se halla el problema de la prueba, ineludible en materia procesal y para dictar sentencia.

En cuanto al miedo o “temor reverencial” se trata de una pecualiar variante dentro de la figura más general del miedo, que se ha dado en llamar “miedo común” por contraste con el “miedo reverencial”.

Por su frecuente realidad, la figura del “miedo o temor reverencial” ha terminado por imponerse doctrinal y jurisprudencialmente como una figura cuasi-autónoma dentro de la materia del miedo e inserta como él en el c. 1.1.03.

Centrándonos en ésta figura, vamos a  hacer dos tipos de consideraciones: una, centrada en la misma conceptuación de la figura del “temor reverencial”; y la otra, referida al mecanismo psicológico a través del cual el temor a la “indignatio parentum” por parte del contrayente puede convertirse en un gravamen de incidencia en su ánimo y determinativo incluso de su voluntario con pérdida mayor o menor de libertad y con posibilidades, en consecuencia, de relevancia invalidante del consentimiento por falta de libertad.

a)      El “miedo” o “temor reverencial” en su concepto y calidad.

Planteado ya por Sto. Tomás en su famoso comentario al Libro IV de las Sentencias de Pedro Lombardo; los argumentos a favor de la legitimidad de las intervenciones parentales arrancan con el apoyo del precepto natural de la obediencia debida por los hijos a sus padres o con la referencia al libro del Génesis en que aparece Isaac imponiendo a su hijo Jacob que no tomase como esposa a una mujer del país de Canaan. La solución de Sto. Tomás se produce en contra de la legitimidad de esas intervenciones de los padres en las decisiones esponsales de sus hijos, al menos en cuanto las mismas las determinan.

Se hace un primer asiento de principio: el matrimonio es “una a modo de servidumbre de por vida”. Por ello, siendo los hijos personas libres, los padres no pueden obligar a sus hijos “per praeceptum”. Pero se añade que “ los pueden inducir ex rationabili causa”. Y se construye un ingenioso argumento explicativo de la urgencia para el hijo de esa inducción del padre: el sentirse más o menos “obligado” el hijo estará en función, no tanto de la actitud de l padre, cuanto del grado mayor o menor de racionalidad inserto en la causa en que se apoya el padre para inducirlo al matrimonio. Con lo cual ya no estaría en el padre el epicentro de la imposición sino habría pasado al hijo la toma de las decisiones en aras de la racionalidad mayor o menor de lo que propone el padre.

De lo anterior, podemos deducir, por una parte, que el matrimonio no puede ser imperado por nadie ni siquiera por los padres, en razón a que la libertad de los hijos no puede ser coartada en aquellas cosas que, como el matrimonio, afectan o se refieren a la elección del “estado de vida” y que, como el matrimonio, llevan carga de compromisos de futuro y permanentes; por otro lado, se admite la orientación de los padres en esas situaciones pero cuidando de que la misma se limite a exponer razonablemente su criterio y dejando la decisión a la racionalidad del contrayente; a su discernimiento cognitivo y voluntario o a su conocer y sobre todo a su querer. Se trataría simplemente de una iluminación orientativa de los padres –legítima sin duda y hasta obligada en su función natural de padres-, quedando a salvo la decisión electiva de los hijos...

Dentro de las anteriores coordenadas, ha venido inscribiéndose históricamente y delineándose doctrinal y jurídicamente esta figura del “miedo” o “temor reverencial”, la cual –bajo la estela conceptual del “miedo común”- ha mantenido vigencia como una posible forma de nulidad conyugal por coacción.

La doctrina canonística ha definido el “miedo reverencial” como “la estima o creencia en un mal futuro que se teme recibir de aquellos bajo cuya potestad nos encontramos” (cfr. P. Gasparri).  El adjetivo “reverencial” adosado a la palabra “miedo” sirve para expresar cómo un exceso en el respeto y en la estima (“reverentia”) que se deben a los padres, mayores, superiores, etc., es susceptible de degenerar en una pérdida de libertad que incluso puede, aunque lógicamente no sea lo normal, quebrar la validez del consentimiento por resultar deficitario de la necesaria libertad el acto psicológico de consentir.

La más específica tipicidad de la figura del “miedo reverencial” se puede, por lo dicho considerar centrada en estos dos elementos principales:

1)                La relación entre los factores activo y pasivo del miedo adquiere en estos supuestos unos perfiles muy específicos por cuanto son personas ligadas por lazos entrañables de sangre o parentesco o, en todo caso, dentro de una situación personal de jerarquía-sumisión con mezcla en todo caso de tintes de afectividad.

2)                La diferente calidad de la entidad de la causa de las presiones, que en el “miedo común” es una calidad de grueso calibre y está formada por amenaza de males graves, mientras en este otro tipo de miedo esa calidad es mucho más sutil, normalmente es bien intencionada porque se estima que el matrimonio inclucado es lo mejor para el presionado y, en vez de amenaza de males objetivos, la presión se consigna y presenta bajo formas de ruegos, insistencias y consejos. Es como el efecto que se expresa bajo la conocida imagen de la “gutta in petram cadens” y que la horada “non vi sed semper cadendo”. Normalmente se quiere el bien de los hijos, no se les trata de molestar, y menos de hacerles daño..., pero en realidad con ese comportamiento machacón se va venciendo lentamente la resistencia de la voluntad del sumiso y se le causa el daño inmenso de privarles de libertad en ese acto vital supremo de la elección del estado de vida, aunque el verdadero activador haya sido el “miedo” a perder la gracia, la paz o la afectuosidad familiar y a ganarse, como señala la Jurisprudencia, la “indignatio parentum”.

b) Vías por las que el temor a la “indignatio parentum” por parte del contrayente puede convertirse en un gravamen con incidencia en su ánimo y determinativo incluso de su voluntario con pérdida mayor o menor de libertad y con posibilidades, en consecuencia, de relevancia invalidante del consentimiento por falta de libertad.

La sentencia de la Rota Romana de 27-4-1961 (c. Mattioli) es clásica en la doctrina jurisprudencial en relación con la figura del “temor reverencial” donde se sientan los siguientes principios:

Sólo entonces, podrá darse base para concluir o, a la vez, la falta de libertad y la injusticia o, por lo menos –y es lo trascendente jurídicamente hablando- la falta de libertad, que ha podido hacer inválido el consentimiento matrimonial.

 DOMINGO  DELGADO  PERALTA