Hombre

El concepto fundamental griego de avSpconoc, [ánthropos] (cf. antropología = ciencia del

hombre) designa la especie hombre, en contraposición con los dioses y los animales, el

linaje humano o la humanidad. En este concepto genérico común quedan comprendidos

hombres y mujeres, niños y ancianos (así también sucede en nuestras lenguas con el

Hombre (ávtjp) 306

concepto «hombre». Pero dentro de la especie hombre ánthrdpos significa particularmente

el varón, en algunas ocasiones también el siervo o el -> esclavo, por contraposición con

el -* señor (cf. art. KÚpioq [kyrios]). En el significado de varón, ánthrdpos equivale más o

menos a ávrjp [aner], el cual, a diferencia de la -» mujer, designa al varón como marido,

novio, guerrero o héroe (también cípanv [ársén], masculino). Depende de la antigua

identificación de varón y hombre el hecho de que aner pueda recibir la significación

común de hombre, mientras que no se halla atestiguada la equivalencia para -» mujer

(yvvrj [gyne]).

ávrjp [anér] varón

I Anér (atestiguado desde el griego micénico) se encuentra en el griego profano desde Homero en todos los

significados, que también conocen los LXX y el NT: a) el varón, en contraposición con la -» mujer (Platón, Gorg.

514E); c) el marido (Homero, Od. 6, 182 ss); también el novio (cf. St.-B. II, 393 ss); c) el adulto (Jenofonte, Cyrop.

VIII, 7, 6), el guerrero; d) la humanidad (Aristófanes, Ach, 77 ss; asimismo: el noble, el héroe); e) el hombre

(Homero, II. 1, 544; -• SvQpwrioc, [ánthrdpos]).

II En el AT diversos nombres hebreos se aproximan a estos diversos significados (ante todo '¡s, varón, y 'enos,

hombres, gente; pero también ba'al, marido; geber, el que preside la casa; gibbór, héroe, guerrero; zaqén, anciano;

nasl, profeta; 'adón, señor, entre otros; los LXX traducen a menudo simplemente por anér). El varón es el señor de

la mujer (Gn 3,16; 18,12). Solamente él es capaz de derechos y de dedicarse al culto (Ex 23,17 par; 1 Sam 1, 3 s). Sin

embargo, junto a esa estructura patriarcal común a los orientales, se encuentran indicaciones respecto a los deberes

hacia la mujer ante todo en los escritos tardíos del AT (p. ej. Dt 20, 7; 21, 14; 22, 13 ss; 24, 5), y también

ocasionalmente en el judaismo tardío (p. ej. Jeb 62b; cf. también St.-B. III, 610a. Véase -• mujer, art. yovr¡

[gyné] II).

III 1. En el NT aparece anér con los significados apuntados en I: a) Mt 14, 21; 1

Cor 11, 3 ss (en lugar de anér se encuentra frecuentemente ársen, masculino, en conexión

con el AT: Me 10,6 par y Rom 1,26 s; cf. Gn 1,27); sin darle énfasis, en Hech 3,14; 10,28;

en una forma típica de tratamiento, en Hech 15, 7.13 y passim; b) Me 10,2.12 par; Rom

7,2 s; Ef 5,22 ss; Tit 1, 6 (como novio: compárese Mt 1,19; 2 Cor 11,2; Ap 21, 2 con Dt 22,

23); c) 1 Cor 13,11; cf. Sant 3,2; d) incluyendo la idea de madurez y de dignidad; Le 23,

50; Hech 6, 3.5; e) Le 5, 8; Sant 1, 20 (apoyándose en el uso griego y también

veterotestamentario).

Donde con más frecuencia se encuentra anér es en Le y en Pablo. Mientras que Pablo

utiliza a menudo anér para diferenciarlo de la mujer, gyné (p. ej. 1 Cor 7, 1-16), Le utiliza

por lo general anér con el significado general de -> áv&pomoq [ánthrdpos] (p. ej. Le 11, 31;

19, 7; Hech 2, 5, y passim).

2. La comunidad (-»iglesia), tanto en su estructura como en sus cargos, se halla en

el NT fuertemente determinada por el varón, así como también el círculo de los doce, que

acompañaba a Jesús, estaba compuesto únicamente por varones (con todo cf.

-» mujer, art. yovrj [gyné] III). Sin embargo, el varón adquiere su especial cualificación,

no ya de su aptitud para el culto, sino más bien de Cristo al cual está llamado dignamente

a reflejar (1 Cor 11, 7). En la secuencia Dios-Cristo-hombre-mujer (1 Cor 11, 3 ss), cada

miembro es «cabeza» del siguiente, y, a su vez, cada miembro que sigue es la gloria (dó^ot

[dóxa]) del precedente. Pero esta cualificación del varón ya no significa preferencia, sino

esencialmente misión y responsabilidad; también la mujer tiene las suyas, pues, según Gal

3,28, tanto el hombre como la mujer son a fin de cuentas iguales ante Dios (cf. asimismo

1 Pe 3, 7). Esta equiparación de los sexos ante Dios, que no implica nivelación alguna de

sus diferencias constitucionales, es en este punto la novedad más notable del cristianismo,

el cual con esto se aparta del menosprecio de la mujer tan difundido en la antigüedad.

307 (avQpamoq) Hombre

En el paralelismo entre Cristo y el varón que se establece en Ef 5, 25.28 (cf. Col 3, 19;

1 Pe 3, 7) el punto de comparación radica únicamente en el deber del varón de amar de la

misma manera que Cristo ama a su comunidad. Ser varonil o portarse como un hombre

(iv5pi(,o¡j.ai [andrízomai]), que en 1 Cor 16,13 (cf. 2 Sam 10,12 LXX) se menciona como

un llamamiento junto a «vigilar» y «permanecer en la fe», es expresión de la más alta

exigencia, como puede ser para toda la comunidad el objetivo de llegar a ser «un hombre

perfecto» (NB: «llegar a la edad adulta») (Ef 4, 13).

H. Vorlander

avS-pmTtoQ [ánthrópos] hombre; avSpdmivot; [anthrópinos] humano

I Ánthrópos (atestiguado desde el griego micénico), hombre, y también varón (el femenino mujer se utiliza por

lo general en sentido despectivo); la etimología es discutida (posiblemente procede la palabra de anir + mq> [óph]:

rostro de hombre. De ahí se deriva anthrópinos, humano, perteneciente al hombre (desde los presocráticos y

Herodoto).

En el griego profano ánthrópos designa lo opuesto a los animales, y también a los dioses (Homero). En sentido

despectivo significa el esclavo (Herodoto, entre otros; también referido a la mujer). Con un tono de reproche,

originariamente con relación a los esclavos (Herodoto), se halla el vocativo: ¡hombre'. (Platón). Como designación

general hay que traducir a menudo ánthrópos por hombre o varón.

II 1. El equivalente hebreo de ánthrópos es 'ádám (como término específico en contraposición a Dios: 1 Sam

15, 29; a los animales: Gn 1, 26; en cuanto que no está definido por el sexo: Gn 2, 7 ss.18 ss; -» ávtjp [aner]; mujer,

art. yuv»; [gyne]) o 'S, varón, hombre (p. ej. Gn 2, 24) o 'enós, hombres (frecuentemente con el significado de débil,

mortal: Sal 8, 5).

En ambas narraciones de la creación (Gn 1, 1 ss; 2, 4b ss) es el hombre la creatura más alta y sublime (Gn 1:

cierre y culminación; Gn 2: centro de la creación). Su ser humano es una vida participada (2, 7b) a semejanza de

Dios (i, 27a). Se le considera digno de que Dios le hable y le confie una misión (2,16 s; 1, 28). Por la desobediencia

es sometido a la muerte: 'ádám (en conexión con 'adámáh, tierra) y no es sólo una alusión a su condición de creado,

sino (2, 7) también a su caducidad (3, 19).

2. La división que, según la mentalidad griega, se hace del hombre en dos o tres partes, en VOVQ [noús] — i/ro/fj

[psyche] aá>n<x [soma], mente-alma-cuerpo, no se conoce en el AT. Los conceptos siguientes designan —con

límites poco precisos entre sí—, no partes sino aspectos del hombre, lo que equivale a decir que le designan como

un todo:

a) -» carne (hebreo basar), frecuentemente: el hombre en su caducidad (Sal 78, 39).

b) -> espíritu (rüah), el hombre como viviente (Sal 146, 4), como persona (Ez 11, 19 par: espíritu y corazón,

esto es, el hombre en relación con Dios).

c) -+ alma (nephes), el hombre como vida ligada al cuerpo (1 Sam 19, 1 Ib), como individuo (Dt 24, 7a; Ez 13,

18 s). El alma no es ni preexistente ni inmortal, puesto que ella es el hombre completo (Gn 2, 7).

d) -» corazón (léb, lébáb), el hombre interior, el hombre auténtico, en contraposición con su apariencia

exterior (Job 12, 3; 1 Sam 16, 7b). A través de la traducción de los LXX penetra juntamente el pensamiento griego

en esos conceptos; esta corriente de pensamiento se impone en el judaismo tardío y permanece como trasfondo en

el NT.

3. Una concepción pesimista del hombre se encuentra en una parte de la literatura sapiencial (Ecl, Job 14).

Dicha concepción se halla radicalizada en los textos de Qumrán. En formulaciones siempre nuevas, se afirma la

absoluta vaciedad, caducidad y pecaminosidad del hombre. Según el «catecismo» de los escritos de la secta (1QS

III, 13-1V, 26), los hombres se dividen en dos grupos: los que están bajo el espíritu de la verdad y son «hijos de la

luz» (-> luz, art. tpá¡Q [phós]) y los que se hallan bajo el espíritu del mal y son «hijos de las tinieblas» (-> tinieblas,

art. OKOTÓQ [skotós]). Al mismo tiempo en el corazón de los hombres luchan el espíritu de la verdad y el espíritu

del mal para ver quién puede dominar, por donde se explica también el pecado de los hombres buenos.

Otra rama del judaismo tardío muestra el desarrollo hacia el dualismo cuerpo-alma (4 Mac 2, 21 s), en el

judaismo helenístico con una concepción hostil al cuerpo (4 Esd 7, 88.100); según Josefo la salvación es la

liberación del cuerpo por parte del alma. La semejanza del hombre con Dios se restringe al noús (inteligencia,

razón).

4. Esta concepción dualística del hombre se encuentra en el mundo helenístico, sobre todo en la gnosis (p. ej.

Corp. Herm. I, 15.18.21), y a ella se ajustan también amplias partes del NT (p. ej. Jn). De la Stoa procede el

pensamiento del parentesco divino, que toma Hech 17, 28 s.

Hombre (av&pamoq) 308

III En el NT (como en el antiguo), la cuestión acerca del hombre es esencialmente la

cuestión sobre su -> pecado y su -» liberación. Están muy lejos las definiciones

abstractas. El hombre se diferencia de los animales y de las plantas (Mt 4,19; 12,12; 1 Cor

15, 39; Ap 9, 4), de los ángeles (1 Cor 4,9; 13,1), de Cristo (Gal 1,12; Ef 6, 7), de Dios (Mt

7,11; 10, 32 s; Mt 10, 9; Jn 10, 33; Hech 5,29; Flp 2, 7). Ánthrdpos con sentido peyorativo

se encuentra en Sant 1,7; referido a Jesús en Me 14,71 par; Jn 19, 5. Jesús es denominado

ánthrdpos en relación con su verdadera humanidad (Flp 2, 7; 1 Tim 2, 5). Como

designación que él hace de sí mismo, nos encontramos con vióq TOÜ ávQpcbnou [hyiós toú

anthropou], hijo del hombre (—> hijo, art. viág [hyiós]). Kara ávSpámoüq [katá anthrópous]

o Kara avdpamov [katá ánthropon], a la manera humana (en términos humanos,

humanamente hablando), se halla frecuentemente como sinónimo de anthrépinos: humano

(1 Cor 3, 3; 15, 32; Rom 3, 5; 1 Pe 4, 6; cf. Rom 6, 19; 1 Cor 10, 13). Si el ánthrdpos se

define según el sexo, puede ser utilizado al igual que en el griego profano como sinónimo

de -> avrjp [anér], varón (Mt 11, 8; 19, 5; 1 Cor 7, 1). Como ocurre con el AT, tampoco el

NT presenta una antropología cerrada. Las afirmaciones sobre el hombre son en cada

caso afirmaciones teológicas. Siempre aparece como el hombre ante Dios: en su condición

de creatura —distinto de las demás criaturas y de Dios— y en su caducidad; en su

condición de ser llamado y elegido, en su obediencia y desobediencia y en su estar al

socaire de la gracia o bajo la ira de Dios. La unidad y la igualdad de los hombres no son

postulados de ideas abstractas, sino que se realizan en la comunidad (Gal 3, 28 par; cf.

Sant 2, 1 ss); por medio de Cristo se da la fusión «en un hombre nuevo» (Ef 2, 15). Al

mismo tiempo surgen nuevas diferenciaciones por la acción electiva de Dios en Cristo

(Mt 20, 16) y por la diversificación de los dones del espíritu en la comunidad (1 Cor 12).

1. Los sinópticos: El hombre como creatura debe a Dios la obediencia y el servicio

sin ningún derecho a la recompensa (Le 17, 7 ss). El llamamiento que Jesús dirige a todos

a la penitencia presupone la culpabilidad universal (Me 1, 15; Mt 6, 12; asimismo Mt 5,

45; 9, 13; Le 15, 7, etc., cf. -> pecado, art. apapxia [hamartía]). Simultáneamente se

encuentran afirmaciones sobre el gran valor que tiene el hombre (Mt 6, 26b; 10, 29 s),

incluso como pecador (Le 15), ante Dios. Su objetivo es la «perfección» y «la filiación

divina» (Mt 5, 45.48). Le 2, 14 habla, al modo semítico, de avQpccmoi eóboKÍaq [ánthrópoi

eudokías]. Con eso no se mencionan, como traduce la Vulg., los hombres de buena

voluntad (lat. homines bonae voluntatis). Más bien el genitivo expresa una relación de

posesión o pertenencia: los hombres como propiedad del beneplácito divino; se refiere,

pues, a la «comunidad mesiánica de salvación que ha sido elegida» (JJeremias, ThWb I,

365).

2. Pablo: El hombre viejo .sin Cristo (nakaióq av&pamoq (palaiós ánthrdpos], el

hombre que no se ha convertido) se comporta según la ley (Rom 2,17 ss) o en contra de la

ley (Rom 1, 18 ss; v. 23 s: trastocando lo que le es conocido sobre Dios, se trastrueca a sí

mismo, es decir, se pervierte); en ambos casos carece de libertad y es culpable. Junto a las

afirmaciones acerca de su responsabilidad, hay otras acerca de su incapacidad (compárese

Rom 2,1 —«no tiene disculpa»— con 7, 18 s —es incapaz para el bien—), tensión ésta

que Pablo sólo ve eliminada en Dios y superada en Cristo (Flp 2, 12b. 13). Por medio de

Cristo, que es el hombre nuevo (Kaivóq avSpamoq [kainós ánthrdpos], el segundo Adán:

Rom 5, 9 ss; 1 Cor 15, 21 s.45 ss), llega a ser el hombre libre, incluso una nueva creatura

(2 Cor 5, 17; cf. Ef 4, 22 ss par). En el bautismo, el hombre viejo es crucificado con Cristo

(Rom 6, 6) y por medio de la incorporación al cuerpo de Cristo nace un hombre nuevo

(-* nacer, art. nakiyyzvzoia [palingenesia]). A él se dirige el imperativo de ser aquello

para lo que Cristo le ha hecho (Ef 4, 22 ss; Rom 6, 6 ss; Col 3, 9 ss). El hombre nuevo no

309 Hombre

está «en sí mismo» sino —como don que siempre se estrena y que siempre hay que

solicitar de nuevo— «en Cristo»: Rom 8, 1 ss le describe como el hombre dotado de

espíritu; Rom 7, 14 ss lo muestra como simul iustus et peccator. Pablo distingue además

entre el hombre interior y el hombre exterior (2 Cor 4,16: 'éaco Kai s^co av&pconoc, [éso kaí

éxó ánthrópos]), es decir, entre su auténtico ser, al que con frecuencia se denomina

Kapdía [kardía] (-* corazón), y la apariencia exterior. Juntamente se hallan como

conceptos antropológicos importantísimos (cf. II, 2):

a) Soma, cuerpo como persona, yo (Flp 1, 20; con un doble significado: 1 Cor 15,

44; cf. Flp 3, 21). Sin devaluación de lo corporal: 1 Cor 15, 35 ss; 6, 19.

b) Sárx, -> carne (en ocasiones sinónimo de soma) como el hombre (perecedero)

(2 Cor 4,10 s); además de esto, sirve para designar la pecaminosidad (Rom 8, 1 ss; 1 Cor

15, 50), pero no a un nivel natural, sino más bien en un contexto histórico (Adán) y de

culpabilidad.

c) Psyché, -> alma: el hombre como ser viviente, como persona (2 Cor 12,15; 1 Cor

15, 44: en la expresión acop-a \J/ÜXIKÓV [soma psychikón], cuerpo psíquico o natural,

contrapuesta a acopa nvEvpaziKÓv [soma pneumatikon], cuerpo espiritual, en la que el

psychikón es minusvalorado frente al pneumatikon]).

d) Pneüma, espíritu, en uno de sus sentidos en el que se asemeja a soma y psyché,

se aproxima bastante el concepto moderno de «conciencia de sí mismo» (Rom 8, 16).

e) Del pensamiento griego se hallan en Pablo ante todo: noüs -> razón, el hombre

como ser que razona (Rom 7, 23) y aoveíónaig [syneídésis], conciencia (Rom 2, 15:

¡también tratándose de los gentiles!).

3. Las afirmaciones joaneas consideran al hombre como sujeto al KÓapoq [kósmos],

al -* mundo (en rebelión contra Dios), malogrando así su auténtico ser (viviendo en la

«mentira»), pero mediante la venida de Jesús colocado ante la decisión (el dualismo que

la gnosis aplica a la naturaleza se convierte aquí en dualismo de decisión; cf. Jn 3, 3 ss:

«nuevo nacimiento»). En esta decisión muestra el hombre de dónde es: «del mundo» o

«de Dios» (compárese Jn 8, 47 y 1 Jn 4, 5 con Jn 5, 24, entre otros, junto a la llamada a la

decisión: Jn 6, 44). Pero tampoco hay aquí ningún desprecio o minusvaloración de la

«materia» (Jn 1, 14), sino que más bien es todo el hombre el que se hace libre por medio

de Jesús (Jn 8, 31 ss) y así consigue la vida (5, 24; 11, 25 s).

H. Vorlander

 

PARA LA PRAXIS PASTORAL

I. Una doctrina teológica acerca del hombre se diferencia en su planteamiento de

todos los aspectos científicos parciales necesarios de la antropología. Pues, teológicamente,

el hombre no puede ser definido por sí mismo, es decir, p. ej. a partir del análisis de sus

propiedades o de la diferencia específica que señala la frontera con respecto al animal,

sino únicamente a partir de aquel, al que, según la confesión de la fe cristiana, toda vida

humana se debe. La más fuerte expresión de esta concepción del hombre en relación con

el creador (->• creación) es la doctrina sobre esa imagen viva de Dios que es el hombre

(-> imagen, art. EÍKÓV [eikon]). Esta doctrina asocia la concepción del hombre del AT

con la del nuevo y es común a la antropología, tanto de los judíos como de los cristianos.

El cristiano la reconoce a partir de aquel que es el centro de la Escritura, Jesucristo, y que

es el que nos abre el acceso al conocimiento de nuestro origen y de nuestro destino

humano. Jesucristo es la imagen viva de Dios. Nosotros estamos destinados a ser imagen

viva de Dios. En este sentido la -» fe significa: permanecer en unión de escucha y

obediencia con Cristo, para que en ese -> seguimiento seamos configurados conforme a

su imagen. Así la afirmación de la semejanza de todos los hombres con Dios, que se hace

en el texto de Gn 1, 26 ss, debe entenderse también como una afirmación del destino

humano. El hombre, como creatura de Dios, ha sido encargado de ocupar el lugar de

Dios cara a la creación no humana.

Este encargo incluye, para el hombre, la tarea de dominar el mundo. De esta manera el

hombre se convierte en portador de una función que Dios le ha confiado. La misión del

hombre no se funda en la sustancia o en la cualidad del ser humano, sino que ella misma

es fundamentalmente promesa, a la cual se debe corresponder con una postura afirmativa

capaz de llevar a término la misión bajo la bendición de Dios: la promesa de Dios es una

tarea del hombre. El don de la semejanza con Dios estriba, por tanto, en la fidelidad de

Dios y sólo puede entenderse a partir de ella; tratar de objetivizarla independientemente

de su palabra de bendición, acaso en la razón o en el alma del hombre, significaría

pretender prescindir de la bendición de Dios.

(Esta objetivización de la semejanza del hombre con Dios trató de hacerla la antropología clásica de la edad

media para mantener la condición humana del hombre en la responsabilidad, incluso para los pecadores. En una

posición contraria se situó la teología de los reformadores, al afirmar que, por el pecado, esa semejanza con Dios o

casi se perdió o se perdió del todo). De acuerdo con el conocimiento actual de los textos, se debe hablar

positivamente de una semejanza con Dios que no se puede perder, en cuanto que se trata de la promesa de Dios que

sigue en vigor, y negativamente de un empañarse o desfigurarse esa imagen de Dios, siempre que el hombre se

emancipa de la relación con Dios.

La analogía que se promete y se alcanza en la semejanza con Dios es vertical: así

como Dios se corresponde con su imagen dominando, ordenando y mandando, así

también se sitúa el hombre en una posición de dominio semejante respecto a las restantes

creaturas, cuando él mismo está en orden con Dios.

La sexualidad del hombre no es un «llevar penosamente un resto de tierra»; está

ordenada a la más alta promesa hecha a los hombres y al mismo tiempo está puesta al

servicio de su condición de lugarteniente de Dios en el dominio sobre la tierra (Gn 1, 28).

Ella es diferenciación (la única fundamental, porque los hombres no fueron creados,

como se dice de los demás seres en el relato sacerdotal de la creación, «según sus

especies») en la unidad de la imagen («y creó Dios al hombre a su imagen ...varón y

hembra los creó»: Gn 1, 27). Pero si se pretende elevar la sexualidad a la condición misma

de imagen de Dios o hacerla pasar como elemento central para la comprensión del

hombre, sin duda que se ha abandonado la línea del testimonio bíblico (-» matrimonio;

-> amor). La integración de la sexualidad en la intencionalidad de la semejanza con Dios

significa que se mantienen juntamente dos puntos: que la sexualidad influye como factor

esencial en la vida humana, pero que, a la hora de trazar la imagen total del hombre, se la

desplaza del centro.

A partir de la realidad de Cristo, debe creerse en la condición de imagen viva de Dios

que poseen todos los hombres, y asimismo hay que esperar que sea una realidad en la

manera de tratarse y actuar de todos los hombres y así hay que pedirlo. Cuando se cree

en la semejanza con Dios en el sentido de una promesa que entraña una tarea se sigue

como consecuencia que vemos en cada hombre la imagen viva de Dios: tanto en los de la

misma raza como en los de otra, tanto en los que piensan como nosotros como en los que

nos contradicen, en los enfermos de espíritu, tanto como en los que son irreprochables, en

los filántropos tanto como en los criminales, en los que mueren tanto como en el enemigo

(cf. Mt 25). La política del «apartheid», el odio de razas, los genocidios de todo tipo y la

eutanasia están por esto claramente prohibidos.

Una teología cristiana que tuviera como punto central el -> pecado y que, por ello,

estuviera caracterizada por el pesimismo, queda con esto excluida. La doctrina y la praxis

de la semejanza del hombre con Dios deberá hoy decir al hombre, en el acumulamiento

inaudito de poder de que dispone, de quién posee él la misión y cuáles son los

presupuestos para su acción, de qué bendición necesita y ante quién deberá ser responsable,

si es que no quiere acabar en el caos.

Asimismo muchas situaciones-límite, que se hallan condicionadas por la tecnificación de la sociedad y por los

conocimientos que le sirven de fundamento, tendrían que examinarse de nuevo bajo la óptica de la semejanza que

el hombre posee respecto a Dios. ¿Estará el hombre a la altura de las posibilidades y de los peligros que se abren

ante él? ¿Hasta qué punto es necesario y es lícito, por ejemplo, que, en la investigación y en la manipulación técnica,

unos hombres hagan dé otros hombres el objeto de sus experimentos hasta intervenir en sus estructuras genéticomoleculares?

¿Existe en ello una diferencia fundamental entre el experimento con aprobación y los experimentos

médico-biológicos KZ del tercer Reich? ¿Dónde existe el límite, tras el cual no se trata ya al hombre según su

semejanza con Dios, sino sólo (cf. los tipos de la a a la e en AHuxley, Un mundo feliz) se le considera como

«material de ensayo» o como «conejillo de Indias»? El problema del homunculus de la retorta, posiblemente

realizable, así como del hombre como pieza de repuesto, necesita de una respuesta vinculante de tipo éticoteológico;

y no menos el peligro de la autodestrucción de la humanidad por medio de armas atómicas,

bacteriológicas o químicas. Esa respuesta no debería temer el reproche de pesimismo respecto a la cultura ni el de

inconformismo de principio ni mucho menos el de ir contra la patria.

 

II. La vinculación del hombre con Cristo en orden a la salvación la inculca

preferentemente el NT cuando habla de la «nueva creación» o del «hombre nuevo». A

esta realidad del hombre nuevo no se adecúa ninguna concepción que permanezca

circunscrita únicamente al hombre: ni la mera garantía de que efectivamente se mantiene

el hombre nuevo, ni la demostración de su existencia tras una conversión pietística, ni la

conciencia del progreso en la propia santificación, ni mucho menos la canonización

ejemplar. Sólo el conocimiento de Jesucristo —el auténtico hombre nuevo— (Col 1, 15;

Rom 8, 29; cf. Gal 3, 27 con Ef 4, 24; cf. supra I) es capaz de librarnos de esos caminos

errados. Pues en su -> cruz y en su -> resurrección ha muerto ya justamente con él el

hombre viejo y el nuevo ha sido ya creado para una vida recién estrenada. Nada ocurre,

nada es posible en el ser del hombre nuevo, que no haya sido asumido de antemano en la

acción previa de Jesucristo. Así la existencia cristiana se presenta como aquella existencia

en la que el ser del hombre se refleja o se mira en Jesucristo como en un espejo (según

KBarth, KD IV, 1, 98): aquellos que han muerto y resucitado juntamente con él en el

bautismo, corresponden con una actuación transida de espíritu (Ef 4, 24.29c. 30) al

criterio de Dios, que se promulgó sobre los hombres de una vez para siempre en la acción

reconciliadora de Jesucristo.

El único hombre nuevo, Jesús de Nazaret, que manifiesta su condición humana como

tal, ante Dios en la obediencia, en la oración, en la decisión humilde, en su ser hombre

para los hombres, es aquel al que «no se puede a fin de cuentas presentar sino como el que

ama, el que vive por los demás, por el pueblo, de manera que de repente queda de

manifiesto que todos los demás están referidos a él» (EFuchs, Jesu Selbstzeugnis nach Mt

5, ZThK 1954, 27). En la esfera de influencia de esa fuerza se halla inserto el que a través

de la -* fe vive en unión personal con Jesucristo. Ese hombre se mueve dentro de una

triple coordenada temporal: el ya no (el hombre viejo), el ya ahora (el hombre nuevo), y el

todavía no (el hombre perfecto). Con esto queda muy bien trazada la dirección del

movimiento: en la -> fe, ha muerto el hombre viejo, en el -» amor, vive el hombre nuevo,

y en la -> esperanza, avanza éste hacia el hombre perfecto (Ef 4,30b). No puede existir un

movimiento pendular que vaya del hombre viejo al nuevo y viceversa, algo así como un

sistema de turnos o de relevos entre los dos (cf. KBarth, KD IV, 2, 647; sobre el hecho de

que el hombre viejo pertenece al pretérito cf. ibid., lo que se dice en el mismo párrafo, 461-

540). Tal participación en Cristo de hecho está ya en marcha cuando los hombres se

integran en el acontecimiento de la comunidad que se reúne, que está viva y que se siente

enviada al mundo que le rodea. En este acontecimiento se llega asimismo al

-*• seguimiento como realización vital del hombre nuevo, la cual no se da al margen de

los hermanos ni se acaba en simple actitud interior ni puede reflejarse exclusivamente en

la conducta externa; ella tiene sin duda un principio, pero nunca se dará por terminada a

lo largo de una vida. El que ha sido incorporado al seguimiento de Cristo, es asumido con

ello en el movimiento que Dios realizó y sigue realizando en Jesucristo. Dicho movimiento

compromete a todo el hombre. Y puesto que Cristo ha sido destinado para esto como

el que se da mediante su espíritu, dicho movimiento es un poder y sólo por esto un deber.

Para aproximarse a la comprensión de lo que es el «hombre nuevo» a partir de los datos sociológicos actuales,

hay una serie de caminos de acceso: frases como «me siento un hombre nuevo», «me siento como nuevo», «voy a

emprender una vida nueva» son corrientes y señalan el punto crítico de comparación respecto a lo pasado, a lo que

se ha dejado y a lo que se era antes. Eso puede marcar el resultado de una cura, de una conversación liberadora, de

un desahogo que alivia de las tareas o de las preocupaciones que oprimen, pero también puede ser la expresión de

aquel cambio que realiza diariamente el hombre del mundo industrial al quitarse la ropa y dejar con ella de lado el

ambiente o las preocupaciones del trabajo y desprenderse de la idea de subordinación, y al ponerse la ropa de calle

y de las horas libres. Precisamente con miras a ese cambio de vestido, de lugar y de tiempo, procura el hombre

separar tajantemente el antes y el después, la estructura obligada de trabajo y el proyecto que queda a su libre

disposición. Sólo como tal «hombre nuevo», libre de las imposiciones que determina el ritmo de la técnica y del

trabajo, piensa él poder ser realmente él mismo. Este término de comparación que se nos ofrece aquí, por supuesto

que no nos permite deducir, como si se tratase de una alegría, que, sólo si tomamos como punto de referencia la

libertad, podemos hablar de «hombre nuevo». Y cuanto más cierto resulta que el ser nuevo del hombre se halla

bajo una nueva -> libertad, menos puede ésta quedar cincunscrita a determinadas áreas; más bien deberá

acreditarse como una irrupción del nuevo mundo de Dios, que es al mismo tiempo señal de su presencia,

precisamente en las angosturas de la existencia humana.

 

El testimonio que dan de Cristo los evangelios proporciona gran cantidad de formas y

maneras para anunciar el proyecto del hombre nuevo, que es ya una realidad en Jesús de

Nazaret, como una llamada al seguimiento. Tampoco esto debería ocurrir por obra y

gracia de un eclecticismo caprichoso, sino mediante un serio discernimiento espiritual

que sea capaz de distinguir aquello que hoy y ahora es imprescindible abandonar (p. ej. la

búsqueda de prestigio, la pérdida común del sentido ético, el egoísmo colectivo, etc.) de

aquellas cosas en las que el hombre nuevo de hoy debe afianzarse (p. ej. la liberación de

las preocupaciones absorbentes, la solidaridad y la confianza entre los hombres, el amor

a los enemigos, etc.). Así se conseguirá inducir a los oyentes a una reflexión sobre la

«estupidez», la «falta de humanidad» y la «desmoralización», sobre la «preocupación»

del hombre viejo y sobre la responsabilidad especial («santificación»), o las exigencias de

«seguimiento» (cf. KBarth, KD IV, 2, 422 ss!) del hombre nuevo.

 

Finalmente, el anuncio del NT nos anima a abordar el contexto social del tema del

«hombre nuevo» para desenmascarar en él las formas más sutiles del -» pecado y

reconocer las insospechables posibilidades del -> amor: p. ej. la -> mentira como

promesa de plazos que no se cumplen y consiguiente pérdida de la credibilidad de la

comunidad, tanto hacia dentro como hacia fuera; la -> verdad como el arte de saber decir

también que «no» o como la sinceridad cristiana en un mundo insincero; la -»ira como

la última explosión afectiva tras el repetido dejar pasar la oportunidad de un paciente

diálogo, p. ej. en la educación de los hijos (y como consecuencia el pavoroso número de

infanticidios) o en el enfrentamiento con adversarios políticos; la incapacidad, pero

también la disposición, de eliminar los días conflictivos en comunidades conflictivas

pidiendo perdón o, al menos, ofreciendo el perdón; la tan extendida codicia de poseer, en

la que se trata de lograr algo sin esfuerzo y sin escrúpulos a costa de la comunidad y en

flagrante contradicción con el sentido del propio trabajo que debe ser para un servicio y

un provecho diacónico; el deber de los cristianos de no participar en la contaminación del

clima social que se hace irrespirable mediante palabras de odio, denigración, cinismo,

etc., sino de intervenir, por el contrario, arreglando, uniendo, sirviendo de intermediarios

entre los diversos frentes. Y, en definitiva, la necesidad de una conducta constructiva

entre los hombres, social, llena de esperanza y alentadora de esa misma esperanza en

medio de las luchas que se entablan entre los grupos, las generaciones y los bloques del

mundo. Cuando se corresponde a esta necesidad como hombres nuevos es cuando

vivimos y experimentamos la «transmisión de la -> gracia en la vida diaria».

H.-H. Esser

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