CAPÍTULO XII

MAYOR MÉRITO DE UNA OBRA BUENA REALIZADA EN VIRTUD DE UN VOTO

El mayor o menor mérito de una obra depende del mayor o menor afianzamiento de la voluntad en el bien. Ahora bien, el voto afirma más a la voluntad en el bien (en el propósito de ser más perfecto). Luego es lícito obligarse con voto a entrar en religión cuando por el momento no se lo puede hacer. Y así ya de algún modo adquiere el mérito de la acción futura.

Para que podamos ver claramente qué hay de verdad en cada una de las objeciones propuestas, hay que examinarlas con orden comenzando por lo más general hasta lo particular.

a) El voto hace más meritoria a la acción virtuosa.

En un primer punto hay que averiguar si es verdad aquello que afirman; que es más meritorio un acto de virtud hecho sin la obligación que impone el voto, que el hecho con esta obligación. Y aunque hayamos hablado ya largamente sobre el particular en otro libro sobre la perfección, con todo no será ocioso repetir aquí algunos conceptos.

Por lo tanto, en este primer punto hay que considerar lo siguiente: el mayor o menor mérito de una obra depende de su raíz, que es la voluntad; por consiguiente, tanto más meritoria será la obra exterior, cuando mejor sea la voluntad de que procede. Ahora bien, una de las condiciones que se requieren para que la voluntad sea buena, es que ésta sea firme y estable. Por eso se suele citar para censurar a los perezosos aquellos de los Proverbios (13, 4): El perezoso quiere y no quiere. Por consiguiente, tanto más laudable y meritoria será la obra externa, cuanto más firme esté la voluntad en el bien.

Por eso dice el Apóstol (1 Co 15, 58): Sed firmes y constantes. Según Aristóteles la virtud requiere un obrar constante y estable; y los jurisconsultos definen la justicia: "Una perpetua y constante voluntad". Por el contrario, tanto más detestable es el pecado cuanto más obstinada en el mal esté la voluntad humana: de ahí que se ponga a la obstinación, entre los pecados contra el Espíritu Santo.

Pues bien, es evidente que la voluntad adquiere para realizar algo por medio del juramento; por eso decía el Salmista (118, 106): Juré y sostengo observar los decretos de tu justicia. También por el voto que es una promesa. Y quien promete hacer algo, reafirma su propósito de realizarlo.

Concluimos: un acto de virtud es más laudable y meritorio si es realizado por una voluntad afianzada por el voto.

Esto también se prueba por el modo de obrar de los hombres. En efecto, siendo tan voluble la voluntad humana, no damos crédito a las palabras de los hombres que nos quieren hacer algo, si no las confirman -según la costumbre establecida- con su promesa; aun más: si no corrobora su promesa con algunas prendas proporcionadas. Ahora bien, cada uno se debe más a sí mismo que al prójimo, especialmente en lo que se refiere a la salud espiritual, como se lee en el Eclesiástico (30, 24): Apiádate de tu alma y agrada a Dios. Pero a causa de lo mudable que es su voluntad, puede el hombre dejar de cumplir lo que se había propuesto, por ceder a la utilidad temporal de otro. Por eso, si es útil dar las suficientes seguridades al prójimo, confirmando la promesa con juramento, prendas y otras garantías; mucho más laudable será asegurarse a sí mismo, procurando confirmar con voto, juramento, o de cualquier otra manera, la buena resolución tomada. Por eso dice San Agustín en su carta a Paulina y Armentario: "Puesto que has hecho el voto, estás obligado a cumplirlo: no te es lícito hacer otra cosa". Y más adelante: "Sin embargo no te arrepientas de haberlo hecho, sino más bien alégrate de no poder hacer aquello que, de serte permitido, sería en daño tuyo".

Un segundo punto a considerar es que el acto de una virtud de orden inferior llega a ser más digna de estima y mérito cuando se ordena a una virtud superior: un acto de abstinencia, por ejemplo, cuando se ordena a la caridad; y con más razón aun cuando se ordena a la latría, que es más excelente que la abstinencia. Ahora bien, el voto es un acto de latría, puesto que por él prometemos a Dios aquello que se relaciona con el culto divino, como se lee en Isaías (19, 21): En aquel día el Señor será conocido de Egipto y honraránle con hostias y ofrendas, y harán votos al Señor y los cumplirán. El ayuno será pues, más laudable y meritorio si se hace en virtud de un voto. Por eso se aconseja, o se manda en el Salmo (75, 12): Ofreced y cumplid votos al Señor Dios vuestro. Si el voto no hiciera mejor a la obra buena, este consejo u orden sería inútil.

b) Es lícito y laudable hacer voto de entrar en religión si por el momento no se lo puede hacer.

Sentado esto, se presenta la tercera cuestión: A ver si es lícito obligarse con voto a entrar en religión, o si, por el contrario, es un error.

Si es cosa virtuosa abrazar el estado religioso; y si, por otra parte, el realizar actos de virtud obligados por un voto, es de mayor mérito: dignos de elogios serán también aquellos que no pudiendo por el momento entrar en religión, se obligan con voto a entrar luego. A no ser que se afirme, siguiendo a Vigilancio, que la vida seglar y la vida religiosa son lo mismo; o con menos juicio aún, se caiga en el error de sostener que el estado de aquellas órdenes aprobadas por la Iglesia no es el estado propicio para la salvación; en lo cual superan la herejía de Vigilancio, no sólo por inutilizar los consejos de Cristo, sino por descartarlos completamente; por ir contra las leyes de la Iglesia, que es ya caer en el cisma.

Y bien, si son dignos de alabanza y movidos por el espíritu de Dios aquellos que se obligan con voto a entrar en religión, con igual razón son también dignos de alabanza quienes los induzcan a abrazar ese estado. De este modo cooperan con el Espíritu Santo, ya que con su ministerio exterior los exhortan a llevar a cabo aquello que el Espíritu Santo les inspira interiormente. Somos ayudadores de Dios (1 Co 3, 9) trabajando desde afuera.

Visto lo pernicioso que es afirmar lo contrario con respecto a lo que sobrepasan los años de la pubertad, pasemos a considerar si los niños o niñas que no han pasado estos años pueden obligarse con voto a entrar en religión.

Hay que distinguir aquí dos clases de votos: simple y solemne. El voto simple consiste en la sola promesa. El voto solemne añade a la promesa una manifestación externa, a saber: cuando el hombre se ofrece actualmente a Dios, ya recibiendo una orden sagrada, ya profesando en una determinada orden religiosa en manos del prelado, circunstancias que solemnizan el voto; ya, en fin, recibiendo el hábito de los profesos, lo que equivale a una profesión.

Ambos votos producen con relación al matrimonio efectos diversos. Hecho el voto solemne no se puede contraer matrimonio y se anula el ya contraído. El voto simple en cambio, aunque impida contraer matrimonio, no anula el ya contraído.

Con respecto a la vida religiosa tienen también cada uno de estos votos un efecto contrario y diverso. En efecto, el voto solemne, que se hace por una profesión expresa o presunta, constituye al monje o al fraile en una orden cualquiera. El voto simple en cambio no constituye al monje, porque sigue siendo dueño de sus cosas, y aun puede ser marido si contrae matrimonio. Ahora bien, el voto simple consiste en la promesa hecha a Dios, que procede de una deliberación interior; por consiguiente el voto simple tiene una eficacia otorgada por el derecho divino, y que ningún derecho humano puede anular.

Sin embargo esta eficacia del voto simple se puede anular de dos maneras. Una, por falta de deliberación, que es lo que da consistencia a la promesa: por eso no obligan los votos de los furiosos y otros dementes (extrav. de regul. et transeuntibus ad religionem., cap. Sicut tenor), como tampoco los de aquellos niños incapaces de dolo que no han llegado al debido uso de la razón -en unos más tardos que en otros-, según las disposiciones naturales: que para esto no se puede fijar una edad determinada.

La otra manera de anular esta eficacia se da cuando el que hace el voto no es libre. Si un siervo, por ejemplo, hiciera voto de entrar en religión, este voto tendría eficacia en cuanto al siervo si tiene uso de razón en el caso de que el dueño lo consienta. Pero si el dueño se opone, el siervo puede revocarlo sin falta alguna según lo autoriza un decreto (Dis. XLIV, cap. Si servus): "Si un siervo llegara a ordenarse sin que lo sepa su amo, puede éste en el término de un año probar que el siervo es posesión suya y recobrar sus derechos sobre él". Y como el niño y la niña antes de los años de la pubertad están por derecho natural sometidos a la potestad del padre, puede éste aceptar o anular, si así lo quisiere, los votos que éstos hicieren: y esto por derecho divino. En efecto, se lee en Números (30, 4): Si una mujer que todavía está en casa de su padre, siendo de menor edad, hace algún voto y se obliga con juramento; si su padre sabe el voto que hizo y el juramento con que ligó su conciencia, y calla, queda obligada con el voto; y cuanto prometió y juró, tanto podrá por obra. Pero si el padre, luego que lo entendió contradijo, serán inválidos así los votos como los juramentos, ni quedará obligada a la promesa, porque se opuso su padre. Síguese de allí que la niña, y por consiguiente también el niño, que no han llegado aún a la pubertad, pueden, en cuanto sean capaces, obligarse con voto, a no ser que la falta de uso de razón se lo anule, según hemos dicho ya. Pero como están sujetos a la potestad de otros, puede su padre anular el voto, lo que se prueba también por lo que se añade con respecto a la mujer adulta (Nm 30, 7), cuyo marido puede invalidar el voto que ésta hubiere hecho. Y aunque el derecho positivo no pueda determinar en qué momento comienza el hombre a tener uso de razón para poder desde ese momento consagrarse a Dios, puede sin embargo establecer un determinado tiempo durante el cual debe una persona estar sujeta o ligada a otra. En la mujer este tiempo se fija hasta los doce años cumplidos, y en el varón hasta los catorce cumplidos, porque ésta es la edad que la costumbre ha fijado para la pubertad.

En resumen: en cuanto al voto simple como el que se obliga uno a entrar en religión, puede uno obligarse con él en cuanto esté en su poder, antes de cumplir los años de la pubertad, siempre que sea en esa edad capaz de dolo, y tenga además el suficiente uso de razón como para darse cuenta de lo que hace. Con todo puede el padre o el tutor que está en lugar del padre, anular este voto.

En cuanto al voto solemne que se realiza por la profesión tácita o expresa, y requiere ciertas solemnidades exteriores conforme a las reglamentaciones eclesiásticas -y lo mismo dígase de la solemnidad del orden sagrado- se exige, según lo prescriben las leyes de la Iglesia, que se hayan cumplido los años de la pubertad, a saber: en el varón los catorce años y en la mujer los doce. La profesión hecha antes de esa edad, sea o no el sujeto capaz de dolo, no constituye monje al que profesó ni tampoco en fraile en ninguna orden. Esta es la doctrina común de la Iglesia, no obstante lo que -según se dice- enseñe en contrario Inocencio III.

CAPÍTULO XIII

RESPUESTA A LAS OBJECIONES DEL CAPÍTULO XI

Con estas nociones será tarea fácil refutar las objeciones.

1) Las palabras de Próspero: "Debemos ayunar no como si estuviésemos sujetos a una necesidad de ayunar" se refieren a una necesidad de coacción, contraria al acto voluntario. Por eso añade: "Porque entonces no lo haríamos por devoción, sino contra nuestro agrado y voluntad". No habla pues la necesidad que impone el voto, la cual no hace sino aumentar la devoción, que se llama así de devoveo: consagrarse con voto.

2) El que lo necesario sea menos meritorio ha de entenderse de aquella necesidad impuesta contra la propia voluntad. Pero cuando uno se impone a sí mismo la necesidad de hacer el bien, obra con mucho más mérito, puesto que en cierta manera se hace esclavo de la justicia, como lo advierte San Pablo escribiendo a los romanos (6, 19). Por eso dice San Agustín en su carta a Paulina y Armentario: "?Feliz necesidad la que nos obliga a lo más perfecto!".

3) La cita acerca de los judíos que deben ser convertidos sin violentarlos, evidentemente no viene al caso. El consolidar la voluntad en el bien no equivale a quitar la libertad, si no ni Dios ni los bienaventurados tendrían una voluntad libre. A la libertad se opone la necesidad de coacción causada por la violencia o el miedo. A esto se refiere el canon acerca de los judíos cuando manda expresamente: "Manda el Santo Sínodo que no se fuerce a nadie para que crea". Ahora bien, por el voto o el juramento no se violenta al hombre, sino que por medio de ellos la voluntad se consolida en el bien. Ellos no convierten al hombre en un forzado, sino que hacen a su voluntad más decidida, empezando ya en cierta manera a obrar en cuanto se obliga a ello. Según eso, ninguna persona que está en sus cabales va a decir que es ilícito inducir a los judíos a que libremente se obliguen con voto o juramento a recibir el bautismo.

4) La objeción de que algunos de los que se obligan con voto o juramento a entrar en religión se vuelven atrás, se abandonan a la desesperación, se entregan a toda clase de pecados, haciéndose así dignos del infierno dos veces más que aquellos que lo indujeron a hacer ese voto, se refuta con aquellas palabras de San Pablo (Rm 3, 3): La infidelidad de aquellos que no han creído ¿frustrará por ventura la fidelidad de Dios? Esto nos advierte que no es razón suficiente para prejuzgar mal de aquellos que perseveran en el bien, el hecho de que algunos abusen de ese bien. Una glosa comenta el pasaje citado diciendo que por el hecho de haber rechazado la fe algunos judíos, no se debe prejuzgar a los demás como indignos de alcanzar lo que Dios prometió a los que fueran fieles. Del mismo modo, el que algunos hayan hecho voto o juramento de entrar en religión y se arrepienten luego y se hagan peores, no es razón para pensar mal de los que perseveran en su buen propósito. Ni tampoco los que los mueven a entrar en religión tienen la intención de hacerlos con ello dignos del infierno, sino hijos del reino, siendo por otro lado más numerosos los que progresan cumpliendo el voto, que aquellos que fracasan por quebrantarlo. A no ser -Dios no lo permita- que con sus malos ejemplos los inciten al pecado, como comentan San Jerónimo y San Juan Crisóstomo.

Al parecer se podría citar en apoyo de esta razón lo que San Pablo escribe a Timoteo (1, 5, 11): Viudas jóvenes no las admitas. E indica en seguida el motivo: Teniendo su sentencia de condenación, por cuanto violaron la primera fe por la cual habían prometido a Dios guardar continencia. Pero, como dice San Jerónimo en su carta a Ageruquia sobre la monogamia, a causa de aquellas que han fornicado injuriando a Cristo, su Esposo, quiere el Apóstol un segundo matrimonio prefiriendo la bigamia a la fornicación; y esto por condescendencia, no por mandato, puesto que mucho más tolerable es ser bígama que una libertina; tener un segundo marido que tener muchos maridos en el adulterio. No quiere pues el Apóstol prohibir absolutamente a las viudas jóvenes que hagan voto de continencia, puesto que escribiendo a los corintios dice (1, 7, 8): Bueno les es si permanecen así en la viudez. Lo que prohíbe es que sean recibidas para el servicio de la Iglesia aquellas que viven en la licencia. Por eso dice: Viudas jóvenes no las admitas, pues cuando se han regalado a costa de Cristo, quieren casarse.

5) La objeción de que algunos, después de haber hecho voto de entrar en religión, se han quedado en el mundo y fueron después buenos obispos, va manifiestamente contra la verdad, como se ve por un decreto de Inocencio que trata del voto y de la dispensa del voto y dice: "Nos enteraste por tu carta que habías hecho solemnemente en la Iglesia de Grenoble el voto de recibir el hábito religioso, y que habías prometido en manos de su prelado cumplir el voto antes de los dos meses después que volvieras de la Sede Apostólica. Pues bien, ya ha pasado ese plazo y no has cumplido lo prometido. A pesar de eso y de haber quebrantado el voto has sido designado para gobernar la diócesis de Ginebra". Y más adelante: "Por tanto -recibida tu explicación-, te aconsejamos que renuncies el gobierno de dicha Iglesia y cumplas los votos hechos al Altísimo". De ahí se deduce claramente que no pueden en conciencia ser elegidos obispos o arcedianos los que hicieron voto de entrar en religión. Y si aceptaran no serían buenos obispos ni buenos arcedianos por cuanto quebrantaron su voto.

6) Decían: no hay que atraer a nadie al culto de Dios con la esperanza de los beneficios temporales. Esta objeción se refuta con el mismo capítulo que citan. Después de dicha cita se lee: "A no ser que algunos se encarguen de alimentar en común a los pobres, a ninguno de los cuales, sea cual fuere su profesión se le negará el sustento". Lo cual demuestra que no hay razón alguna para censurar a aquellos que procuran fondos a los escolares pobres y los alimentan durante su estudio para que sean después religiosos más capaces. Ni aun sería ilícito ganarse la confianza de algunos concediéndoles beneficios temporales con el fin de elevarlos a mayor perfección. Sería ilícito en el caso de que intervenga algún pacto o convenio. Por eso se añade en el mismo capítulo: "Con tal que no haya de por medio ningún pacto y que cese todo convenio". De otra manera, si no estuviera permitido atraer a uno a los bienes espirituales por medio de los temporales, sería igualmente ilícito distribuir ciertos estipendios, como se hace en algunas Iglesias, a los que asisten al oficio divino.

7) La objeción de que va contra la fidelidad inducir a los jóvenes a tomar sobre sí cargas pesadas como ayunos, vigilias y otras semejantes, contiene un error manifiesto. En efecto, cuando alguien es recibido o se obliga a entrar en religión, se le entera desde el comienzo de todas aquellas cargas que pueden serle pesadas.

Tampoco se falta contra la fidelidad si al atraer a alguno a una orden cuyas austeridades sean manifiestas, se le prometen los consuelos espirituales al ejemplo del Señor, que decía (Mt 11, 29): Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón y encontraréis reposo para vuestras almas. Las austeridades corporales están significadas en estas frases por la palabra yugo y los consuelos espirituales en el descanso prometido. A propósito de esto dice San Agustín (Libro de las Palabras del Señor): "Los que con rostro sereno cargaron con el yugo del Señor afrontan tan grandes pruebas que parecen más bien haber sido llamados del reposo al trabajo que no del trabajo al reposo. Pero ciertamente está con ellos el Espíritu Santo quien derramando sobre ellos las delicias divinas con la esperanza de la futura felicidad, les suaviza todas las austeridades presentes y les alivia todas sus dificultades y trabajos. Demuestran pues, entender muy poco de delicias espirituales los que toman por unos ilusos a quienes se imponen por amor de Cristo toda clase de trabajos corporales".

8) El decreto del Papa Inocencio no viene al caso, puesto que se refiere al voto solemne emitido por la profesión, no al voto simple, por medio del cual uno se obliga por devoción a la vida religiosa.

9) El que puedan los padres anular el voto de sus hijos no llegados a la pubertad no prueba nada. No es necesariamente ilícito todo aquello que puede ser revocado. De otra manera habría que decir que pecan los menores de veinticinco años cuando obran en contra de sus intereses, puesto que más tarde tendrán todos sus derechos. Por lo tanto no pecan los niños que hacen voto de entrar en religión, o aun que reciben el hábito religioso antes de la pubertad sin el consentimiento de los padres, aunque pueden éstos desautorizarlos. Si esto fuera pecado, lo prohibirían aquellos cánones que dan a los padres la facultad de anular los votos.

10) Las citas del comentario a los decretos y de las sumas de los juristas no tienen nada que ver con el asunto, porque tratan del voto solemne que constituye en monje o profeso en una orden religiosa. Sobre este punto hubo muchas discusiones entre los doctores en derecho canónico. Amén de que es ridículo y fuera de lugar que los profesores de doctrina sagrada citen como autoridad las pequeñas glosas de los juristas, y las discutan.

11) No viene al caso. Los cánones no prohíben a los niños jurar, sino que se les obligue a jurar.

12) Es falso lo que dicen. Los niños se han ligado por la profesión de fe cristiana que eligieron sacramentalmente en el bautismo. Por consiguiente pueden ligarse y elegir de nuevo el estado de perfección. Pero hay otra razón para tacharlo de falso: en el mismo sacramento del bautismo los niños abrazan la religión cristiana y por una nueva elección se re-ligan a Dios, de quien fueron separados por el pecado de los primeros padres.

Finalmente, esa sacrílega conclusión que tacha de necios a los niños, no puede ser soportada por oídos piadosos. ¿Quién puede tachar de necio al niño Benito, que dejando la casa y hacienda paterna y deseando servir únicamente a Dios, marchó al desierto para abrazar un estado de santidad? ¿Quién si no un hereje, se mofará de San Juan Bautista, de quién se lee (Lc 1, 80): El niño crecía y se fortalecía en espíritu; habitó en los desiertos hasta el tiempo en que debía darse a conocer a Israel?

Con tales insultos descubren a las claras su naturaleza animal, llamando estupidez lo que viene del espíritu de Dios, del cual dice San Ambrosio en su comentario a San Lucas que "no es limitado por la edad; no se extingue con la muerte, ni es excluido del seno materno". Y San Gregorio en la Homilía de Pentecostés: "El cual llena a un niño que toca la cítara, y hace de él un Salmista; llena a un pastor de ganado que arranca sicomoros y lo hace en profeta; llena a un niño abstinente y lo hace juez de viejos; llena a un pescador y lo hace un predicador; llena a un perseguidor y lo hace doctor de las naciones; llena a un publicano y lo hace evangelista".

Citaré en contra de ellos las palabras del Apóstol (1 Co 3, 18): Si alguno se tiene por sabio según el mundo, hágase necio a fin de ser sabio. Necio según la sabiduría del mundo, que no es sino necedad delante de Dios y no según la sabiduría de Dios, que amonesta a los pequeñuelos diciéndoles: ¿Hasta cuándo niños habéis de amar las niñerías?. . . Convertíos a mis reprensiones: mirad que os comunicaré mi espíritu (Prv 1, 22).

CAPÍTULO XIV

OBJECIONES

"En cuanto a la perfección de la caridad es más perfecto poseer propiedades en común -como en los antiguos monasterios y abadías- que carecer de ellas viviendo de limosna".

Consideremos, en fin, el empeño con que procuran apartar a los hombres de la vida religiosa, rebajando su perfección, sobre todo la de aquellos que no poseen nada en común.

1) Dice San Próspero en su libro sobre la vida contemplativa (XII, q. 1): "Conviene que la Iglesia posea propiedades, y que cada uno renuncie a los bienes propios por amor de la perfección. Los bienes de la Iglesia son comunes, no propios; de ahí que quien desecha sus posesiones y las abandona o las vende al ser puesto al frente de una Iglesia se constituye en el administrador de todos los bienes que posee esa Iglesia. En fin, San Paulino -vosotros lo sabéis mejor que yo-, vendió sus vastas posesiones y repartió el producto entre los pobres. Pero cuando fue nombrado obispo, no dejó de lado los bienes de su Iglesia, sino que los administró con notable fidelidad. Este hecho nos enseña que se debe sí, despreciar los bienes propios para alcanzar la perfección; pero también que se puede disponer de aquellos bienes pertenecientes a la Iglesia (y que son por lo tanto comunes) sin obstáculo alguno para la perfección". De ahí se deduce que el no poseer bienes en común va contra la perfección.

2) Citemos el ejemplo de otros Santos. En efecto, se lee de San Gregorio que construyó con su patrimonio un monasterio dentro de los muros de Roma y seis en Sicilia. También de San Benito, admirable formador de monjes, recibió vastas posesiones para su monasterio. Estos esclarecidos varones, imitadores de la perfección evangélica, no hubiesen hecho eso si las posesiones en común fueran obstáculo para la perfección apostólica y evangélica. Consecuencia: no pueden tender a una mayor perfección los que carecen de bienes en común.

3) Los Apóstoles, a quienes el Señor había mandado que no poseyeran nada ni llevaran provisiones para el camino, algo poseían en tiempos de necesidad. En efecto, sobre aquel pasaje de San Lucas (12, 36): Pero ahora el que tiene bolsillo llévelo y también alforja, dice la glosa: "Ante el inminente peligro de la vida, y como toda aquella gente perseguía a la vez al pastor y al rebaño les dio una norma de acuerdo con los tiempos, permitiéndoles llevar lo necesario para la vida". Ahora bien, los Apóstoles no eran menos perfectos en tiempos de persecución. Por consiguiente, el poseer bienes en común no disminuye la perfección.

4) Cristo ha instituido el orden de los discípulos, a los que han sucedido los obispos y los clérigos, los cuales poseen bienes. En cambio las órdenes religiosas que viven en la pobreza sin poseer nada, fueron instituidas por otros y más tarde. Ahora bien, es más perfecto lo que fue instituido por Cristo. Por consiguiente, debe ser más perfecto tener posesiones en común que vivir sin ellas.

5) No se puede creer que un estado de perfección instituido por Cristo, hubiese permanecido como dormido desde los tiempos de los Apóstoles hasta nuestros días, en que algunas órdenes comenzaron a vivir sin posesiones en común. De ahí se concluye que el carecer de posesiones comunes no puede entrar en el plan de la perfección evangélica.

6) Si hubo algunos que en tiempos posteriores a los Apóstoles carecieron de posesiones en común, vivían sin embargo de sus trabajos manuales, como hacían los Santos Padres en Egipto. Por consiguiente, aquellos que carecen de posesiones en común y tampoco viven del trabajo de sus manos, parecen distar mucho de la perfección evangélica.

7) Se ha impuesto la renuncia a las riquezas precisamente para dejar de lado toda preocupación por las cosas temporales, según aquello de San Lucas (12, 22): No andéis inquietos en orden a vuestra vida sobre lo que comeréis, ni en orden a vuestro cuerpo sobre qué vestiréis. Asimismo en 1 Co (7, 32): Deseo que viváis sin inquietudes. Ahora bien, aquellos que no poseen nada en común tendrán muchas más preocupaciones en buscarse el sustento, que aquellos que ya lo tienen previsto suficientemente en los fondos comunes. Por consiguiente, el carecer de bienes en común disminuye la perfección evangélica.

8) Esta suerte de religiosos están precisados a entrometerse en las ocupaciones de una cantidad de gente que les proporciona el sustento. Con esto se les multiplican las preocupaciones temporales, contrarias a la perfección evangélica. Esto nos hace creer que el estar privado de posesiones en común va en detrimento de la perfección evangélica.

9) En último caso, es imposible no poseer nada ni en común ni en particular. En efecto, todos tienen que comer, beber, vestirse, lo que no pueden hacer sin poseer nada.

Estos son los argumentos con que pretenden negar la perfección de los que no tienen nada en común.

CAPÍTULO XV

LA POBREZA Y LA PERFECCIÓN DE LA CARIDAD

Es mas perfecto en orden a la caridad carecer aún de propiedades comunes, por cuanto significa una mayor libertad para consagrarse al servicio de Dios y del prójimo. Así lo confirma el ejemplo de Cristo, de los Apóstoles y de los Santos.

a) El ejemplo de Cristo.

Nótese bien ante todo, que todos estos impugnadores de la pobreza van muy en contra, no sólo de la doctrina, sino también de la vida de Cristo, quien constantemente enseñaba de palabra y confirmaba con su ejemplo la práctica de la pobreza. De El dice el Apóstol que siendo rico se hizo pobre por nosotros (2 Co 8, 9). "Abrazó la pobreza -dice la glosa- y no perdió sus riquezas; rico por dentro y pobre por fuera, guardó ocultas sus riquezas y se mostró como hombre en la pobreza". Muy grande es, pues, la dignidad de aquellos que siguen a Cristo en su pobreza. Por eso concluye la glosa: "Nadie que sea pobre en su celda y rico en su conciencia debe avergonzarse de sí mismo. Recorriendo la vida de Cristo desde su comienzo sobre la tierra, vemos que se eligió una madre muy pobrecita; y al elegir un padre más pobre aún, careció de todo dinero. El pesebre te enseña todo esto, como se lee en una instrucción sinodal del Concilio de Éfeso". Y más adelante: "Mira la paupérrima habitación de Aquel que enriquece los Cielos; mira el pesebre del que se sienta sobre los querubines; ve envuelto en pañales Aquel que ciñó con arenas el mar; ve aquí abajo sus pobrezas y contempla allá arriba sus riquezas".

No por sí mismo, afirma San Pablo (2 Co 8, 9), sino por nosotros se hizo pobre. Ahora bien, si el privarse de toda posesión terrena, y aun más el carecer de casa propia, no tuviese ninguna utilidad en orden a la perfección de la vida cristiana; ¿por qué no se eligió, pudiéndolo hacer, una madre que poseyese grandes riquezas, y no nació en una casa de su propiedad?; Avergüéncense, pues, los detractores de aquella pobreza cuya gloria resplandece en la cuna misma de Cristo. Y para que no vayan a creer que en la edad madura abandonó aquella pobreza con que vivió en la infancia, leamos lo que dice de sí mismo: El Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar su cabeza (Mt 8, 20), como si dijera, según dice San Jerónimo: "¿Por qué quieres seguirme por amor a las riquezas y ganancias de este siglo, si soy tan pobre que no tengo ni un lugarcito donde hospedarme, y la casa en que vivo no es mía?" Asimismo dice San Juan Crisóstomo comentando ese pasaje: "Mira cómo el Señor practica de obras lo que enseñó con palabras. No tenía ni mesa, ni candelabro, ni casa ni nada semejante". Y una pobreza que el Señor aconsejó de palabra y manifestó en sus obras, pertenece a la perfección. Por consiguiente, está dentro de la perfección cristiana el carecer completamente de toda clase de bienes.

Hurgando más, volvemos a encontrar nuevos testimonios de la pobreza de Cristo. Cuando se le exigió el tributo le dijo a Pedro: Ve al mar, tira el anzuelo y coge el primer pez que saliere, y abriéndole la boca hallarás una pieza de cuatro dracmas; tómala y dásela por Mí y por ti. Y San Jerónimo comenta: "El solo conocimiento de este hecho da motivo de edificación a los discípulos, al descubrir en Cristo una pobreza tal que no tenía siquiera con qué pagar el tributo por El y por su Apóstol. Y si alguno arguyera: ¿Acaso Judas no llevaba la bolsa del dinero?, le responderemos: El Señor juzgaba ilícito gastar en provecho propio los haberes de los pobres, dejándonos así un ejemplo". Pues bien, es evidente y ningún cristiano puede ponerlo en duda, que Cristo procedió en todo lo que hacía con la suma perfección. Por consiguiente, al decir: Si quieres ser perfecto, ve y vende todo lo que tienes y dáselo los pobres; ven después y sígueme (Mt 19, 21), nos enseñaba la perfección de la pobreza. En ello está la más alta perfección, según dice San Jerónimo: "La suma perfección consiste, pues, en que a ejemplo de Cristo se desprendan los hombres de todos sus bienes, reservando algo para los pobres, principalmente para aquellos cuyo cuidado más les incumbe, al ejemplo del Señor que alimentaba primero a sus discípulos, hechos pobres por amor suyo, de aquello que le daban".

Entre todo lo que Cristo padeció en su vida mortal, lo que aparece más digno de imitación para los cristianos es el ejemplo de su Cruz venerable: decía el Señor: Si alguno quiere venir detrás de Mí, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame (Mt 16, 24). Por eso decía San Pablo, como otro crucificado con Cristo, gloriándose únicamente en la Cruz de Cristo: Traigo impresas en mi cuerpo las señales del Señor (Ga 6, 17), por seguir diligentemente el ejemplo de la Cruz.

Entre otros distintivos de la Cruz, se nos presenta la total pobreza con que aparece Cristo; privado de todo lo exterior, hasta de sus vestidos, como se lee en el Salmo (21, 19) refiriéndose a su persona: Se repartieron mis vestidos y echaron suerte sobre mi túnica. Y el medio para seguir esa desnudez de la Cruz es la pobreza voluntaria, principalmente el carecer de toda renta. Por eso dice San Jerónimo al presbítero Paulino: "Oído el consejo del Salvador: Si quieres ser perfecto, ve y vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres; ven después y sígueme, convierte en obra estas palabras, y siguiendo desnudo la Cruz desnuda, subirás con más ligereza y libertad la escala de Jacob". Y luego: "Ninguna grandeza hay en simular o mostrar ayunos con un rostro tristón y lívido, nadar en beneficios de renta y andar luciendo un vil manteo". Evidentemente son enemigos de la Cruz de Cristo todos esos adversarios de la pobreza cuyo gusto está puesto en lo terreno, y que piensan que la perfección necesita de los bienes temporales de tal manera que sin ellos se amengua la perfección.

b) La doctrina de Cristo.

Comprobadas estas verdades en todo el decurso de la vida de Cristo, tanto en su nacimiento como en su vida madura hasta su muerte en la Cruz, pasemos a su doctrina.

Al instruir a sus discípulos y a las turbas juntamente, comienza por la pobreza: Bienaventurados los pobres de espíritu (Mt 5, 3). "Aquellos -comenta San Jerónimo- que son pobres voluntariamente, por virtud del Espíritu Santo". Y San Ambrosio, comentando el lugar (paralelo) de San Lucas: "Los dos evangelistas han puesto la pobreza en la primera bienaventuranza. Realmente es la primera en jerarquía, y como una madre y generadora de las virtudes, pues el que desprecia los bienes del siglo merece los eternos; y no puede merecer el reino celestial el que está dominado por los deseos mundanos". San Basilio explica en qué consiste la pobreza de espíritu: "Bienaventurado el pobre por ser discípulo de Cristo que por nosotros abrazó la pobreza; puesto que cuanto hizo el Señor en orden a la felicidad, se presenta como un ejemplo para sus discípulos". Y nunca hemos leído que el Señor tuviera posesión alguna. Por consiguiente no va en desmedro, sino más bien en aumento de la felicidad, la pobreza de aquellos que voluntariamente han renunciado a sus bienes por amor de Cristo.

Una vez elegidos los doce Apóstoles, cuando los envía a predicar y les concede poder para hacer milagros, entre otros consejos útiles para su vida les inculca en primer lugar, la doctrina de la pobreza: No llevéis oro ni plata ni dinero alguno en vuestros cintos, ni alforja para el viaje (Mt 10, 9). Eusebio de Cesarea comenta: "Les prohibía poseer oro o plata o dinero, sabiendo de antemano lo que había de suceder. Preveía en efecto, que aquellos que fueran sanados, o librados de enfermedades incurables por medio de los discípulos, instarían a éstos a recibir en pago todos sus bienes... Juzgó, pues, conveniente que aquellos que estaban animados por la esperanza del reino de Dios, despreciaran lo terreno; de modo que habiendo recibido las riquezas celestiales, no tomaran como cosa digna de sí ni el oro, ni la plata, ni las posesiones, ni tantas otras cosas que estiman los mortales. Y mientras los hacía soldados del reino de Dios les inculcaba la práctica de la pobreza, pues quien está consagrado al servicio de Dios, se desentiende de las preocupaciones de este mundo, a fin de agradar a Dios". Comentando el mismo lugar dice San Jerónimo: "El que había quitado del todo (en la cita anterior) las riquezas, del mismo modo quita hasta lo necesario para la vida a fin de que los Apóstoles, propagadores de la verdadera religión, a quienes había enseñado que la Providencia de Dios gobierna todas las cosas, demostraran que para nada les inquietaba el mañana". Sobre el mismo pasaje dice San Juan Crisóstomo: "Por ese precepto el Señor en primer lugar libra a sus discípulos de toda esclavitud; en segundo lugar los independiza de toda preocupación, de modo que puedan dedicar a la palabra de Dios todo el tiempo libre; por último, les enseña su virtud. Los preceptos evangélicos nos describen así al que evangeliza el reino de Dios: uno que no busca la ayuda del siglo y que, dedicado totalmente a trabajar por su fe, está convencido de que cuanto menos se preocupe por estos auxilios, tanto más abundará en ellos", como dice San Ambrosio comentando el pasaje paralelo de San Lucas.

Ahora bien, es indudable que si los Apóstoles hubiesen aceptado posesiones se hubiesen hecho mucho más sospechosos de predicar en provecho propio que si poseyesen oro o plata. Andarían además con grandes preocupaciones por el cultivo de sus campos, puesto que muchos más serían los gastos y cuidados en las posesiones de campos y viñas, que si poseyesen bienes muebles. De todo esto se deduce que los Apóstoles tenían prohibido poseer campos, viñedos u otra clase de bienes inmuebles. ¿Y quién puede decir sin herejía que aquella primera instrucción que Cristo dio a sus discípulos rebajaba la perfección evangélica? Yerran, pues, en doctrina de fe al decir que son menos perfectos los que carecen de posesiones en común.

c) El ejemplo y doctrina de los Apóstoles.

Pasemos a considerar ahora cómo observaron los Apóstoles estos preceptos, ya que, como dice San Agustín en su obra Contra la Mentira, las Sagradas Escrituras contienen no sólo los preceptos divinos, sino también relatan la vida y los hechos de los justos, para que de este modo, si hubiese alguna duda acerca de la interpretación de uno de estos preceptos, el modo de obrar de los justos nos saque de ella. Y bien; que los Apóstoles no poseían ningún bien temporal, ni llevaban provisiones para el viaje antes de la Pasión, consta claramente en aquel pasaje de San Lucas (22, 35) en el que el Señor dice a sus discípulos: En aquel tiempo en que os envié sin bolsillo, sin alforja y sin zapatos ¿por ventura, os faltó alguna cosa? Nada, respondieron ellos. Pero después añade: Mas ahora, prosiguió Jesús, el que tiene bolsillo llévelo, y también alforja. De ahí podría deducir alguno que anulaba totalmente los preceptos dados anteriormente. Pero esta anulación debe entenderse con respecto a las personas de los Apóstoles, sólo para el tiempo de inminente persecución. Así lo explica San Beda: "No les da a sus discípulos la misma norma de vida para tiempos de persecución que para tiempos de paz. Cuando envió a sus discípulos a predicar, les prohibió llevar provisiones para el viaje, queriendo con ello que quienes predican el Evangelio vivan del Evangelio. Pero cuando amenazaba peligro de muerte, cuando toda una nación se conjuraba contra el Pastor y su rebaño, les prescribe una norma de vida acomodada a los tiempos, permitiéndoles llevar lo necesario para la vida hasta que, aplacado el furor de los perseguidores, se vuelva a predicar en paz el Evangelio. Esto nos da ejemplo de que cuando urge una causa justa, podemos sin pecado de nuestra parte, templar un poco el rigor de nuestras resoluciones". De ahí que para cumplir a perfección la doctrina del Evangelio, es necesario privarse de toda propiedad terrena.

También consta claramente qué conducta observaron y enseñaron a observar los Apóstoles después de la Pasión, en aquel pasaje de los Hechos (4, 32): Toda la multitud de los fieles tenía un mismo corazón y una misma alma; ni había entre ellos quien considerase como suyo lo que poseía, sino que tenían las cosas en común. Alguno pensará por ello que tenían propiedades: viñedos, campos, por ejemplo. El texto siguiente (vers. 34) excluye esta suposición: Los que tenían posesiones o casas, las vendían, traían el precio de ellas y las ponían a los pies de los Apóstoles.

Como se ve, la observancia de la vida evangélica consiste en poseer en común lo necesario para la vida, renunciando los propietarios completamente a sus posesiones. Que sea esto necesario para una mayor perfección, se prueba por aquello que dice San Agustín en su libro De la Doctrina Cristiana: "Aquellos judíos que creyeron y constituyeron la primera Iglesia de Jerusalén, nos muestran a las claras cuán útil es estar sometidos a un pedagogo, esto es, a la ley. Tan dóciles fueron al Espíritu Santo, que vendían todos sus bienes y ponían su producto a los pies de los Apóstoles para que los distribuyeran entre los pobres. Nunca -añade poco después- se ha escrito de ninguna religión pagana que hiciera lo mismo, pues no se encontró gente tan bien dispuesta entre aquellos que adoraban como dioses a estatuas hecha por ellos mismos".

d) La primitiva observancia y las posteriores necesidades de la Iglesia.

Aquí sale al paso una nueva objeción: el Papa Melquíades propone, al parecer, una razón muy diversa para explicar este hecho (12, q. 1). Dice en efecto: "Los Apóstoles habían previsto que la Iglesia se establecería en países paganos. Por eso en Judea no aceptaron propiedades, sino tan sólo dinero para socorrer a los necesitados. Pero habiendo crecido la Iglesia a pesar de las tempestades y adversidades del mundo, llegó al punto de que no sólo los gentiles, sino también los príncipes romanos que dominaban el mundo entero se acercaban a la fe de Cristo y pedían el bautismo. El primero de ellos fue Constantino, varón religiosísimo; quien permitió no sólo hacerse cristiano, sino también construir Iglesias, y ordenó que se le concediesen posesiones". Y el Papa Urbano (en el capítulo siguiente): "Los sumos pontífices, los levitas y demás fieles, vieron que resultaba mayor utilidad de confiar a los obispos que presidían las Iglesias aquellas heredades y campos que se vendían. En efecto, con las rentas producidas se podrían atender a obras más numerosas e importantes en favor de los fieles, que las que permitieran atender el precio de la venta. Y esto tanto para los tiempos presentes como para los venideros. A raíz de esto comenzaron a poner en manos de las Iglesias aquellos campos y bienes que antes solían vender, y a vivir de sus rentas".

De estas dos citas parece desprenderse que mejor que tener bienes muebles para atender a la subsistencia, es tener posesiones en común; y además, que en la primitiva Iglesia se vendían las propiedades, no precisamente porque esto fuera mejor, sino porque los Apóstoles veían que la Iglesia no había de durar mucho en Judea, parte por la infidelidad de los judíos, parte por la ruina que los amenazaba.

Quien considere rectamente estas citas verá que no contrarían en nada a lo que venimos diciendo. En efecto, la Iglesia en sus primeros tiempos tuvo en todos sus miembros aquella perfección que más tarde sólo se hallaría en unos pocos, porque la gracia, lo mismo que la naturaleza, debió comenzar por los perfectos. Por eso los Apóstoles, teniendo en cuenta este estado de los fieles, establecieron un estado de vida favorable a la perfección. A este hecho se refiere San Jerónimo en su libro sobre los Hombres ilustres: "Nos consta que la primitiva Iglesia de los cristianos era tal cual se proponen y quieren ser los monjes de nuestro tiempo: nadie tiene nada como propio; no hay ricos ni pobres: reparten su patrimonio entre los pobres y ellos se dan a la oración, al rezo de los salmos, al estudio y a la continencia". Semejante género de vida tan apto para la perfección era el que practicaban aquellos primeros creyentes, no sólo en Judea en tiempo de los Apóstoles, sino también en Egipto en tiempo del Evangelista San Marcos, según consta por San Jerónimo en la citada obra y por el libro segundo de la Historia Eclesiástica. Con el correr de los tiempos habían de entrar en la Iglesia muchos que se apartarían de esa perfección, lo cual no sucedería antes de la ruina de los judíos, sino cuando la Iglesia se multiplicara entre los paganos. Una vez acontecido esto, los prelados de las Iglesias juzgaron conveniente conferir a las mismas campos y propiedades, no a causa de los más perfectos, sino a causa de los más débiles que no llegarían a la perfección de los primeros cristianos. Sin embargo, hubo más tarde algunos imitadores de esa primitiva perfección que, viviendo en comunidad, carecían de esa clase de propiedades, como lo hicieron muchas comunidades de monjes en Egipto.

San Gregorio narra en el libro tercero de sus Diálogos el caso de un monje llamado Isaac que llegó a Italia proveniente de Siria, donde practicó aquella forma de perfección que había aprendido en Oriente. Con frecuencia sus discípulos le insinuaban humildemente que aceptara para el uso del monasterio las posesiones que le ofrecían; pero él, solícito guardián de su pobreza, permanecía firme en su propósito, contestándoles: "El monje que busca dominios en la tierra no es monje". Con estas palabras no se refería a la adquisición de propiedades particulares; no le ofrecían posesiones para él, sino para las necesidades del monasterio. Tampoco quería decir con ello que los monjes que tienen propiedades en común están completamente alejados de la perfección. Solamente advertía el peligro de quebrantar la pobreza, peligro que amenazaba a muchos monjes que tienen propiedades en común.

Por eso dice San Jerónimo (en el epitafio de Nepociano al obispo Eliodoro): "Sean más ricos siendo monjes que siendo seglares; posean bajo Cristo pobre aquellas riquezas que no tuvieron bajo el diablo rico; y lamente la Iglesia a aquellos ricos a quienes antes el mundo tenía por mendigos". San Gregorio decía expresivamente del monje Isaac: "Temía perder la seguridad de su pobreza con tanto el miedo como los ricos avaros suelen custodiar sus riquezas". Y Nuestro Señor lo glorificó para manifestar su santidad, según añade San Gregorio: "Y así se hizo célebre por el espíritu de profecía y los grandes milagros que obró en aquella vasta región". Es evidente pues que la máxima perfección consiste en renunciar a todos los bienes, ya propios, ya comunes.

e) El por qué de la pobreza evangélica.

Se puede aún demostrar con toda evidencia esta verdad si se examina la razón de ser de los consejos que se relacionan con la perfección evangélica. En efecto, el fin para que fueron instituidos es hacer que los hombres, desembarazados de toda preocupación mundana, se consagren a Dios con más libertad. A esto se refiere el Apóstol cuando al aconsejar la guarda de la virginidad dice: Quien no tiene mujer, anda solícito de las cosas del Señor, en lo que ha de hacer para agradar a Dios. Al contrario, el que tiene mujer anda afanado en las cosas del mundo, en cómo ha de agradar a su mujer, y se halla dividido (1 Co 7, 32). De ahí que una cosa tanto más ayuda a la perfección de los consejos cuanto más capaz es de apartar al hombre de las preocupaciones mundanas. Ahora bien, es evidente que el cuidado de las riquezas y posesiones impide al alma ocuparse en las cosas de Dios, según aquello de San Mateo: El sembrado entre espinas es el que oye la palabra de Dios: mas los cuidados y el embeleso de las riquezas la sofocan y queda infructuosa (13, 22). Comenta San Jerónimo: "Engañadoras son las riquezas: realizan una cosa y prometen otra. Incierta es su posesión: después de llevarlos de un lado a otro y con paso inseguro, abandonan a los que las poseen y halagan a los que no las poseen". Lo mismo se deduce claramente del pasaje de San Lucas (14, 18) en que uno de los invitados a la cena se excusa diciendo: He comprado una granja y necesito salir a verla. San Gregorio se pregunta: "¿Qué se entiende por esa granja sino los bienes terrenos? Por eso aquel que salió a ver la granja es el que tiene su pensamiento fijo sólo en las cosas exteriores". Sobre aquellas últimas palabras de la parábola: Tráeme acá a los pobres y lisiados, dice San Ambrosio: "Muy pocas veces peca el que no tiene ningún atractivo de pecado, y con más rapidez se convierte a Dios quien no tiene en el mundo motivo alguno de deleite".

El estar privado de posesiones y de cualquier clase de riqueza, por consiguiente, es evidentemente una nota necesaria de la perfección evangélica. Dice San Agustín en su Tratado de Las Palabras del Señor: "Se llama pequeños de Cristo a aquellos que abandonando todas sus cosas le siguieron y repartieron entre los pobres todos sus bienes, para que así pudieran servir a Dios libres de los vínculos del mundo, y levantar en alto sus hombros como si tuvieran alas, descargados del peso de las ocupaciones mundanas. Estos son los pequeños, porque son humildes. Tómales el peso a estos pequeños y verás cuán grande es". Ningún hombre sensato dirá que el cuidado de las posesiones en común no entra en el género de las ocupaciones mundanas. Por consiguiente, es necesario, para aumentar el peso de la perfección, el que los hombres sirvan a Dios libres de vínculos de esta clase.

Conclusión evidente: es una doctrina huera, o mejor perjudicial, y opuesta a la doctrina cristiana, decir que el estar privado de posesiones comunes por amor de Cristo no conduce a la perfección.

Sobre ellos dice la glosa a propósito del versículo del Salmo 6: Retírenese al momento cubiertos de ignominia: "No se trata del caso presente, sino de aquellos perversos que se mofan de los que se apartaron de su compañía, y con sus burlas hacen que los débiles se avergüencen del nombre de Cristo". A ellos también se aplican aquellas palabras del Salmo (13, 6): Vosotros ridiculizáis la determinación del desvalido que pone en el Señor su esperanza. "Es decir -comenta la glosa- de un pobre cualquiera, que es miembro de Cristo. Y lo hicisteis porque pone en el Señor su esperanza. Así, donde había mayor motivo de respeto, más se burlaban".

¿Qué otra cosa hacen todos estos adversarios nuestros, sino burlarse de aquellos que cumplen perfectamente con el consejo de pobreza, y burlarse porque ponen en el Señor su esperanza, y no en los bienes terrenos?.

CAPÍTULO XVI

RESPUESTA A LAS OBJECIONES DEL CAPÍTULO XIV

Con las precedentes consideraciones podemos refutar fácilmente las objeciones.

1) Que sea necesario tener propiedades en común es evidente en el caso de aquellos que no son capaces de alcanzar la alta perfección de los primeros cristianos, porque naturalmente no se puede dejar de lado a los menos perfectos. Pero aquellos que practicaban tan elevada perfección no poseían bien alguno a ejemplo del Señor, a quien servían los ángeles, y que si tenía dineros era para las necesidades ajenas; y la razón era que la Iglesia las poseería también con el mismo fin, como advierte San Agustín comentando a San Juan. Por eso si existe una comunidad en la que todos tienden a la mayor perfección, les es necesario renunciar a las propiedades en común.

2) El que San Benito haya recibido en su vida vastas posesiones, a lo sumo puede demostrar que no se excluye totalmente de la perfección monástica poseer bienes en común. Pero no se puede deducir de allí que no sea más perfecto carecer de esos bienes.

Más aún, el mismo San Benito dice en su regla que había templado un poco el rigor de la vida monástica tal cual la practicaban otros anteriores, condescendiendo con la flaqueza de los monjes de su tiempo. Lo mismo dígase de San Gregorio y de los monasterios por él erigidos según la regla de San Benito.

3) Esta objeción de que el Señor permitió a los Apóstoles llevar en tiempo de persecución alforja y bolsillo, en realidad arguye contra ellos mismos. Si templaba el rigor de la primitiva disciplina por causa de la persecución, quiere decir que este rigor exigía precisamente no tener alforja ni bolsillo. Además, no se lee que en esos tiempos de persecución adquiriesen posesiones comunes. Luego es evidente que la objeción no viene al caso.

4) Afirmar que el Señor no instituyó una orden desprovista de bienes, sino el orden de los prelados que tienen propiedades, es, por una parte, una mentira manifiesta. En efecto, si amonestó a sus discípulos que no posean oro ni plata, que sus corazones no se abrumen con las preocupaciones de este mundo; si prometió premios no solamente en el siglo futuro, sino también en el presente a los que dejaran campos y casas en su nombre, de modo que al ejemplo de los Apóstoles no tengan nada en este mundo y lo posean todo, es evidente que aquellos que siguen estas normas, siguen lo que Cristo ha establecido. Y aquellos que siguen a los Santos fundadores de órdenes, no es a ellos precisamente a quienes siguen, sino a Cristo, cuyas enseñanzas proponen; puesto que los Santos, al ejemplo del Apóstol, no se predican a sí mismos, sino a Jesucristo, cuyas enseñanzas dan a conocer.

Por otra parte se engañan, o quieren engañar, por un sofisma de accidente. Realmente Cristo instituyó el orden de los Obispos y Clérigos que tienen propiedades en comunidad o en particular. Pero no es esto último lo que instituyó Cristo, sino que estableció su orden en una perfecta pobreza; y el que la Iglesia aceptara por dispensa posesiones en común, sucedió más tarde y por las razones predichas.

5) Es cierto que la perfección cristiana no permaneció dormida desde el tiempo de los Apóstoles hasta nuestros días. No durmió, sino que fue practicada por muchos en Egipto y en otras partes del mundo.

¿Se le puede por ventura fijar a Dios una medida para que atraiga a todos los hombres de todos los tiempos y lugares de idéntica manera? Al contrario, todo lo dispone suavemente conforme al orden de su sabiduría, de modo que provee a la salvación de los hombres con recursos de acuerdo a cada tiempo. ¿A qué viene, entonces, preguntar si estuvo dormida la doctrina cristiana desde la época de los maestros y doctores como San Atanasio, San Basilio, San Ambrosio, San Agustín y otros contemporáneos hasta nuestro tiempo, en que los hombres practican más la doctrina cristiana?. Entonces, según su estupendo argumento, ¿tendremos que rechazar como ilegítimo todo lo bueno que se haya descuidado durante cierto tiempo: sufrir el martirio, hacer milagros serían actividades ilícitas, porque desde tiempos atrás no se hace todo eso?

6) Argumentar con el hecho de que quienes carecían de propiedades en común vivían del trabajo de sus manos, es una tremenda calumnia no sólo para los religiosos, sino también para muchos otros. Y esto aunque citen el caso de San Pablo, que predicaba el Evangelio y vivía de su trabajo manual. ¿Pecan entonces los Obispos, los arcedianos y tantos otros que por obligación predican el Evangelio, porque no viven de su trabajo?. Y si no les convence el hecho de que San Pablo no lo hacía por obligación, sino por supererogación ¿por qué quieren imponer a los religiosos lo que los Santos Padres hicieron sin obligación ninguna? Nadie hay que pueda cumplir todas las cosas supererogatorias, siendo así que uno descuella en una, otro en otra.

Si a pesar de esto insisten en que quienes nada poseen en común deben vivir del trabajo manual, no por devoción, sino obligatoriamente, pienso que esto debe ser por otra obligación: la de evitar el ocio. Ahora bien, no sólo se evita el ocio con trabajos manuales, sino también y mucho mejor, por el estudio de la Sagrada Escritura, trabajo que, como dice San Agustín, ocupa completamente el ocio. A este propósito dice la glosa comentando aquello del Salmo (68, 4): Desfallecieron mis ojos: "No está ocioso el que se dedica sólo a la palabra de Dios; ni vale más el que se ocupa en obras exteriores que quien se dedica al estudio de la Divinidad; la Sabiduría es ya por sí misma una obra muy grande".

Se evita también el ocio por el trabajo de la predicación, con que se combate a los enemigos de la fe, según aquello del Apóstol (2 Tm 2, 3): Trabaja como buen soldado de Jesucristo "predicando el Evangelio -dice la glosa- contra los enemigos de la fe". Y yo pienso también que este trabajo es necesario a aquellos que no tienen otra cosa con qué vivir lícitamente. En efecto, es lícito a los que predican el Evangelio, aunque sean monjes, vivir del Evangelio y del ministerio del altar, como dice San Agustín en su libro Del Trabajo de los Monjes. Si otra cosa se dijera ¿podrían lícitamente los monjes tener en común otras posesiones que no fueran las ganadas por su trabajo manual? ¿No es ridículo entonces decir por un lado que pueden los monjes recibir como limosna vastas propiedades, y por otro que no pueden aceptar la limosna de los fieles en lo que respecta al frugal sustento de cada día?. Por consiguiente, ninguna obligación tienen de emplearse en trabajos manuales aquellos que no tienen posesiones en común. De esto hemos tratado ya largamente en otro lugar.

7) Esta objeción es más digna de risa que de respuesta. ¿Quién no ve que ocasiona muchísimo más preocupaciones el ir buscando posesiones lo que la gente apenas logra que recibir de la piedad de los fieles y provisto por la clemencia divina, el necesario sustento?

8) Los religiosos tienen necesidad, sí, de ocuparse en los asuntos de aquellos que les proporcionan el sustento: en la salvación de sus almas o en consolarlos en sus tribulaciones; ocupación de caridad, y por lo tanto, muy de acuerdo con el estado religioso, pues, como dice Santiago (1, 27): La religión pura y sin mancha delante de Dios Padre es ésta; visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones.

9) Esta objeción es completamente frívola, pues las cosas que usa el religioso para su sustento, no le pertenecen con propiedad de dominio, sino que le son concedidas para sus necesidades por aquellos que tienen dominio sobre ellas, sean quienes fueren.

Esto es lo que por el momento nos pareció oportuno escribir contra la errónea y perjudicial doctrina de aquellos que apartan a los hombres del ingreso a la religión. Y si alguno quiere contradecirlo, no vaya con charlatanerías delante de chicos: escriba y publique, para que quienes tengan inteligencia puedan discernir lo que haya de cierto, y salir con la verdad al encuentro del error.