Proyecto existencial y fe cristiana
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SUMARIO: Nota introductoria. - 1. Categorías existenciales y fe cristianas. 1.1. Corporeidad-espacialidad y fe. 1.2. Corporalidad-temporalidad y fe. 1.3. La projimidad y el amor cristiano. - 2. Proyecto existencial del cristiano en un mundo secularizado y plural. 2.1. Modernidad, secularización y pluralismo de opciones. 2.2. La vocación cristiana como proyecto existencial. 2.3. Proyecto existencial y proceso de individuación.


Nota introductoria

Estas reflexiones psicológicas sobre la fe cristiana están inspiradas en el análisis existencial de carácter humanista, como es el de Ludwig Binswanger o el de Victor Frankl. Creemos, en efecto, que la fe cristiana conlleva unas exigencias de carácter profundamente existencial, que superan lo simplemente ético, desde el momento que se confiesa a Jesús como el hijo de Dios que viene a participar plenamente, como verdadero hombre, de la existencia humana. Somos creyentes, pero intentamos sostener nuestro discurso en el nivel psicológico-analítico, metiendo entre paréntesis el contenido mismo de la fe, como lo pide la epistemología y metodología científica.

1. Categorías existenciales y fe cristianas

En esta primera parte, nos valdremos de un manojo de categorías existenciales analizadas en referencia a las exigencias de unas auténticas actitudes cristianas, que confieran a los sujetos creyentes un sentido existencial de acuerdo con los dictados de su fe.

1.1. Corporeidad-espacialidad y fe

Corporeidad y espacialidad son posiblemente las dos categorías básicas y primordiales de la existencia, íntimamente correlacionadas, siempre presentes desde el mismo inicio hasta el final de nuestra vida y que configuran, en sus propias raíces, nuestro ser-en-el-mundo.

Podríamos comenzar, como Agustín de Nipona, en sus Confesiones, por ese primer momento de mi ser en situación espacial intrauterina (Conf. 1, 12), pero lo dejamos para el análisis de la siguiente categoría donde la corporalidad va más bien con la temporalidad. Tomaremos, pues, a la persona adulta, puesta verticalmente en pie y mirando horizontalmente al mundo, única especie animal que adopta normalmente esta posición cuando camina, explorando la tierra, poniendo nombre a las cosas y confiriéndoles un sentido, de acuerdo con su capacidad de hacer proyectos, convirtiendo, en definitiva, su entorno vital o medio ambiente, en existencia humana.

Ha sido Binswanger, entre los psicopatólogos de inspiración existencial, quien ha puesto quizás mejor de relieve cómo esta misma estructura corporal del sujeto humano aparecía luego en las propios síntomas del cuerpo vivido de forma imaginaria y simbólica, estudiando, por ejemplo, distintas formas de caídas y recaídas, como también de surgimientos y elevaciones como verdaderas categorías de la existencia misma del sujeto, esto es, posibilidades existenciales, que cobran mayor relevancia en la persona enferma. Y es que el hombre no solamente es un ser en el mundo (y también en el ser, dice Zubiri), sino también frente al mundo e incluso sobre el mundo. Así lo expresa Binswanger en una de sus más acertadas formulaciones: in der Welt über der Welt hinaus sein (L. Binswanger, 1973), esto es, ser en el mundo, pero más allá y por encima del mundo. Y ha sido posiblemente Antoine Vergote el psicólogo de la religión que mejor ha sabido retomar esta analítica existencial antropológica y trasladarla al ámbito de la fe cristiana, en su dimensión antropológica y psicológica (cf. VERGOTE, A., 1999).

Bien podemos afirmar que esta realidad paradójica que es el hombre como existencia frágil y poderosa, a un tiempo, está perfectamente expresada en su cuerpo, débilmente apoyado en la tierra, en equilibrio inestable y con riesgo de caerse; pero oteando el horizonte, con insaciable curiosidad, y con la gran facilidad de mirar al azul del cielo, como buscando un sentido último para el mundo que pisa, que va allá de la realidad perceptible de las cosas mismas que constituyen su mundo. Ser esencialmente simbólico, le interesa más lo que las cosas significan que lo que son en su propio ser material, y vive su corporeidad como centro de posibilidades en todas las direcciones, a partir de sus proyectos, siempre con los límites que le imponen, a la vez, las personas y objetos de su entorno.

Ahora bien, la religión cristiana, como ninguna otra, de tal modo valora la condición humana, en su dimensión corporal, que presenta al hijo de Dios naciendo de una mujer, muriendo clavado en una cruz y resucitando glorioso, con su cuerpo transfigurado. Según la formulación dogmática, Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, en perfecta unidad divina, haciéndose así el modelo prototípico de toda realidad cristiana: el misterio de la verticalidad divina, inscrito en la horizontalidad de la problemática humana. Como las parábolas de Jesús, que tratan siempre de escenas tomadas de la cotidianidad de la existencia humana y sin embargo, se convierten en vivas manifestaciones simbólicas del misterioso reino de Dios que él anuncia. Y los textos de Juan y de Pablo insisten en recordarnos que somos templos vivos de Dios, y que este nuestro cuerpo ha de ser un día glorificado como el de Jesús. La Eucaristía, por otra parte, constituye el gran signo sacramental, donde no sólo el cuerpo del creyente como en el bautismo tiene mucha relevancia, sino además la presencia del cuerpo y de la sangre de Cristo, a través del gesto ritual de la comunión.

1.2. Corporalidad-temporalidad y fe

Junto a la vivencia simbólica del cuerpo en su relación con la espacialidad, en su doble dimensión horizontal y vertical, está su no menos íntima vinculación existencial con la temporalidad, por nuestra condición de seres que venimos al mundo sin hacer, hemos de ir abriéndonos camino al andar y ir tejiendo nuestra propia psicohistoria y biografía más íntima, al ir construyendo nuestra existencia humana. Los hilos de este tejido y materiales de esta construcción, a partir de las posibilidades del lote hereditario junto a lo que nos ofrecen, las personas y cosas de nuestro mundo, estás constituídos por: acontecimientos, vivencias y narraciones, verdaderos significantes de este sistema de símbolos que llamamos el universo cultural.

La corporalidad, a través del espacio-tiempo va no sólo expresando, sino además configurando la existencia del sujeto desde el nacimiento hasta la muerte. La existencia se despliega así, en un incesante latido de un antes y un después, que se encuentran en la confluencia de un inapresable presente heracliteano.

Cuando se analiza el presente en función del pasado, el cuerpo en su propia fisicidad biológica es un signo visible de la permanencia-a-través-de-los-cambios de la identidad personal: ciertas cicatrices y otras huellas constituyen un archivo viviente que recuerdan al sujeto su tiempo vivido (Minkowski). Pero es, muy especialmente, el cuerpo imaginario y simbólico, el escenario viviente donde se fue representando, y todavía se sigue, el drama de nuestra existencia, a nivel humano y cristiano. En este último plano, la vida de Cristo y la propia historia de la salvación, se fue inscribiendo en nuestra propia existencia, a través de la educación cristiana, comenzada en la propia familia y continuada en la catequización y enseñanza religiosa. Los ritos y demás símbolos sacramentales, actuando inmediatamente sobre el cuerpo, han ido jalonando nuestra existencia; desde el bautismo y la confirmación, una sola vez recibidos, hasta la cíclica y repetida celebración de la Eucaristía: su eficacia simbólica y sacramental poseen, de suyo, la capacidad cristificante de la existencia, supuesta la debida disposición.

Pero si el análisis del pasado y su integración es importante para que no nos capture y convierta nuestro presente actual en una inútil y defensiva regresión repetitiva de viejas "fijaciones" en situaciones conflictivas no resueltas, no podemos olvidar que la dinamización de nuestro presente nos adviene de los ideales y proyectos de futuro, para ir construyendo nuestra existencia y superando los obstáculos que a ello se oponen. Ello supone psicológicamente una toma de conciencia de nuestras posibilidades y consiguientes limitaciones, y una personal decisión, libre y responsable de realizar aquellas que estén en la línea de nuestro proyecto vocacional y existencial. A nivel cristiano, la parábola de los talentos (Mt 24, 14-30; Lc 12, 35-38) puede ilustrar cómo se valora la acción siempre que sea para cumplir la voluntad de Dios y su plan sobre los humanos, evitando el riesgo de que la fe se quede solamente en bellas intenciones y palabras (Lc 6, 46-49; Mt 7, 21, 24-27; Jn 15, 10, 13-14; St 2, 14-26). Todo ello implica verdaderos proyectos, que ha de "ocuparnos" creativamente; pero evitando aquellas preocupaciones alienantes que nos impidan vivir una existencia humana y cristiana auténtica, autotranscendiéndonos a la vez que nos realizamos (Mt 6, 25-34; Lc 12, 22-32).

No podemos terminar este apartado de la categoría existencial de temporalidad sin una referencia a San Agustín, el cual, a pocos años de su conversión, se vio interiormente impulsado a escribir las Confesiones, primer autoanálisis psíquico-cristiano, verdaderamente genial. Desde su nueva forma de existencia cristiana, se propone psicológicamente reconocer y asumir su pasado, integrándolo en su personalidad pero además cristianizarlo, al inscribir personalmente su fe, iluminando todo el transcurrir de su vida con la Palabra de Dios. Por eso, después de sus detenidos y finos análisis sobre las motivaciones de su conducta, en los distintos momentos de su pasado, en una especie de entrevista analítico-existencial con Dios, el diálogo se convierte en oración, para conocerse ahora desde la propia luz divina, que proyecta su fe; «Oid, Señor, benignamente la súplica que os hago y concededme que mi alma no desfallezca siguiendo los documentos de vuestra enseñanza, y no cese yo de alabaros y bendeciros por las misericordias que conmigo habéis usado, sacándome de todos los diversos caminos por donde yo andaba perdido» (Conf. Lib 1, XV, 24). Y así va logrando apoderarse de la propia verdad alienada, encontrarse y reconciliarse consigo-mismo, para conseguir felizmente un nuevo proyecto de vida auténtico, abierto al futuro.

1.3. La projimidad y el amor cristiano

Es una categoría existencial típica del modelo de Binswanger, inspirándose aquí en Martin Buber: mucho más que la solicitud por el otro de Heidegger, esta existencia-en-el-amor implica o es la base de un verdadero encuentro existencial, de tal forma que varios sujetos participan de una misma existencia, llamada también nostreidad.

Por nuestra parte, pensamos que hay que distinguir cuidadosamente entre un nosotros de carácter fusiona/ y, de alguna forma alienante, cuando todavía no hay diferenciación alguna entre los sujetos "fundidos" en una dualidad mágica, y la unidad-en-la-diferenciación de un nosotros inter-subjetivo, donde cada uno pone todo lo que es y posee entregándolo libremente como don al otro u otros, en plena gratuidad.

Es en la realidad humana de la projimidad, donde puede inscribirse y encarnarse el amor cristiano como agape, en un encuentro de auténtica comunión, la cual, respetando, reconociendo y aceptando la singularidad de cada sujeto logra un solo corazón y una sola alma, según la expresión de Lucas para describir la vida de las primeras comunidades cristianas (Hch 4, 32). Nuevo tipo de amor, cantado por Pablo (1 Cor 13) y que responde al mandamiento del Señor: amaos como yo os he amado (Jn 15, 12). Y estas palabras las pone Juan en boca de Jesús, cuando éste va a entregar su vida por sus amigos, que son todos los hombres, incluido Judas. -Amigo, ¡a lo que estás aquí! (Mt 26, 50)-, y los que le crucificaron: Padre, perdónales porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34). Y es que Jesús no solamente unió el segundo mandamiento de amar al prójimo con el primero de amar a Dios, convirtiendo ambos en el resumen de la Ley y los Profetas, sino que además extendió el concepto de "prójimo" a toda persona humana, con preferencia por el que requiere cuidados especiales, como lo muestra claramente la parábola del buen samaritano.

2. Proyecto existencial del cristiano en un mundo secularizado y plural

Nos hemos referido a tres categorías existenciales que consideramos esenciales para que un proyecto existencial de un sujeto humano y, en nuestro caso, de un creyente cristiano, en un mundo secularizado y plural en sus opciones de vida, de valores personales y de grupos de pertenencia.

2.1. Modernidad, secularización y pluralismo de opciones

Una característica de la modernidad, o postmodernidad como prefieren algunos, en relación con la fe cristiana es el conllevar consigo el fenómeno de la secularización, por el mismo hecho de un Estado de derecho democrático, superada todo tipo de teocracias. Lo que ocurre todavía, en ciertos casos, es que, por una parte, algunos miembros de la Iglesia guardan la nostalgia de un pasado reciente, y, por otra, en ocasiones, los gobernantes no guardan la debida neutralidad y, por tanto, no garantizan debidamente las libertades de los ciudadanos, incluída la libertad religiosa, que tanto tiempo le ha costado reconocer a la propia Iglesia, como uno de los derechos humanos.

Propio de la modernidad es la racionalidad crítica del pensamiento filosófico y científico, que implica la mayoría de edad o autonomía de la razón, así como el reconocimiento de la libertad de la persona y de los derechos humanos, sin discriminaciones que atenten contra la dignidad de la persona. De todo ello, resulta una sociedad pluralista, que supone una gran dosis de tolerancia para una normal convivencia. A todo esto, hay que añadir la importancia de un novedoso factor los actuales medios de comunicación, a través de los cuales es tal la abundancia y variedad de información que llega, a cada momento, a una gran parte de los individuos, que, a muchos, les resulta prácticamente imposible poder asimilarla de forma racionalmente controlada y con un mínimo de juicio crítico.

Abundan análisis actuales sobre el tema de la modernidad y postmodernidad en relación con la fe cristiana. Cada uno de los cuales destaca uno u otro aspecto como más relevante, que suelen aparecer en los propios títulos o subtítulos: ¿Una radical mutación antropológica? (M. Borghesi, 1996), Interrogaciones críticas recíprocas (A. Vergote, 1999); La fe en una sociedad de gratificación instantánea (M. Junker-Kenny y otros, 1999); El problema de Dios en la modernidad (A. T. Queiruga, 1998); El discurso religioso de la modernidad (J. M. Mardones, 1998); Cristianismo y cultura postmoderna (E. Salman, 1999)... El conflicto con Dios hoy (J. Garrido, 2000). Todos coinciden en mostrar las grandes dificultades que en encuentran una gran parte de creyentes cristianos para llevar a cabo un auténtico proyecto de vida de acuerdo con su fe; si bien, por otra parte, destacan también los aspectos altamente positivos, para la purificación de la propia fe y práctica religiosa, de la moderna desacralización del mundo, en una sociedad secularizada, libre y abierta a la convivencia de grupos pluriculturales, racial y étnicamente diversos.

2.2. La vocación cristiana como proyecto existencial

En lenguaje de Gabriel Marcel, retomado por José María González Ruiz, si toda realidad cristiana se nos presenta como misterio y problema, no puede ser menos la vocación o invitación de Cristo a su seguimiento. Don de gracia amorosamente gratuito, como misterio, a nivel de la fe, se convierte inmediatamente en realidad problemática, al inscribirse en una existencia humana, como proyecto de vida. Es justamente, a este nivel existencial donde nosotros nos vemos, pero sin olvidar el aspecto antropológico y psicológico de la propia vivencia del misterio por parte del creyente, tal como se expresa en su acción, pensamiento y lenguaje, esto es, en todas las manifestaciones de su modo de ser-en-el-mundo.

El cristiano aparece así como una paradoja viviente, a imitación de Cristo: aceptando plenamente las realidades mundanas, comprometiéndose con los otros en verdaderos encuentros interpersonales, para crear un mundo más humano, donde realizarse, y, a la vez, transcendiéndolo y transcendiéndose, por el misterio divino, del que se sabe portador, gracias a su fe. La simbólica espacial de la horizontalidad mundana se entrecruza en él con la verticalidad de la transcendencia divina, formando la cruz, condición y signo del seguimiento como respuesta a la invitación-llamada del Maestro.

La simbólica temporal, a su vez, muestra curiosa y paradójicamente, como regla general, invertido el orden de sucesión pasado y futuro respecto al presente, en el caminar vocacional o construcción del proyecto existencial cristiano: la conciencia de la llamada se va produciendo psicológicamente, en forma progresiva y en tiempo posterior a la llamada, de la cual aquella se va haciendo signo cada vez más intenso, como aparece incluso en el proceso de conversiones llamadas lentas. Es decir, el creyente no suele comenzar "oyendo la llamada divina" para comprometerse en un proyecto de vida que esboce un mundo de significaciones cristianas, sino que al ser fiel a sí-mismo y a los valores personalmente apropiados (Allport), en una interacción de encuentro inter-personal con sus semejantes, convertidos en prójimo, está ya confiriendo a su mundo existencial un sentido cristiano, desde su fe, y, por tanto, implícitamente "respondiendo" a una "llamada" de la que puede tardar años en ir tomando conciencia.

En este espacio-tiempo linealmente configurado por el pensamiento y acción judeocristianos, escenario de una historia de la salvación que culminará, un día, en el momento escatológico del juicio divino, los primeros cristianos encontraron una dificultad para un auténtico proyecto existencial, que integrase su fe con este acontecimiento final, que ellos se imaginaban inminente "en tiempo real". Muy pronto hubo que recordar a los fieles que la perspectiva desde nuestra temporalidad horizontal es muy distinta del eterno presente de la verticalidad transcendente de Dios, ante el cual, un día es como mil años (2P 3, 8). Para nosotros hoy, a dos mil años de distancia y si exceptuamos ciertas sectas milenaristas, este tema no constituye inquietud alguna, y se deja a físicos y astrónomos y otros científicos que estudien las posibilidades de supervivencia ante posibles cataclismos que podrán fatalmente sobrevenir al planeta tierra, por el momento, nuestro único habitáculo. Otro problema es de la muerte, como fin de la existencia terrestre a nivel individual, y toda la problemática que conlleva su realidad correlativa la vida: temas como el aborto, la manipulación genética o la eutanasia, siguen planteando difíciles cuestiones fronterizas entre la perspectiva científica y un proyecto de vida consecuente con la fe, que ha de asumir también los postulados de la bioética.

En realidad, siempre tenemos que volver a la categoría existencial de la projimidad, donde ha de inscribirse, como hemos dejado dicho, el agape o amor cristiano, centro y manantial de todo auténtico proyecto que integre el horizonte espacio-temporal de la inmanencia en el mundo, con la altura y profundidad de la transcendencia, que lo traspasa, ilumina, eleva y transfigura con un sentido siempre nuevo y último, en la más íntima cercanía; pero que, a la vez, no se deja nunca identificar con nada ni con nadie de los que forman los eslabones de las cadenas del orden fenoménico y causal de lo creado, abriendo el mundo y el propio hombre a la infinita lejanía del misterio con su inabarcable desbordamiento de sentido, que, sin embargo, no añade, ni quita, ni explica nada de su propia mundanidad autónoma-en-su-autodeficiencia carencial.

Hay, sin embargo, en el cristianismo una especie de excepción, si lo comparamos con otras religiones: el hacerse el Hijo de Dios hombre y entrar así a formar parte de la historia y existencia humana, se identificó, de algún modo, con los humanos, con preferencia a los más "pequeños" y necesitados. Los cristianos lo expresaron ya así, en el quizás primer himno litúrgico dedicado a Jesucristo: siendo de condición divina... se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y actuando como un hombre cualquiera (Flp 2, 6-7). De ahí también que, cuando vuelva como Juez, al final de los tiempos, sólo nos examinará de amor (Juan de la Cruz) en primera persona: tuve hambre y me disteis de comer... estaba prisionero y vinisteis a verme, porque, cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis (Mt 25, 34-36, 40).

Parece, pues, que un auténtico proyecto existencial de un cristiano, tanto ayer como hoy, implica el ver en cada hombre o mujer que necesiten de él, nunca un enemigo, ni siquiera un extraño o lejano, sino un prójimo (próximo) con el rostro de Jesús, hermano y amigo de todos, de quien cada cual, viviendo con autenticidad su fe, puede decir, como Pablo, el antiguo perseguidor de la Iglesia: me amó y se entregó a sí-mismo por mí (Gal 2, 20). Es únicamente aquí donde se asientan los sólidos cimientos de una solidaridad, tolerancia y hermandad universales, que sepan reconocer los valores humanos y respetar la dignidad de cada persona y de cada grupo o comunidad de personas.

De todos modos, el humanismo cristiano es algo más que un simple humanismo, desbordando ampliamente no sólo a los humanismos ateos, sino incluso a los de otras religiones y sectas que muestran creer en Dios. Con todo, en la actualidad y supuesta una mutua tolerancia y respeto también en el ámbito religioso, hay ciertos problemas que presentan una fenomenología muy semejante para todos los creyentes de las grandes religiones, a un cierto nivel de abstracción. Tal me parece ser el conflicto entre las verdades de fe y las verdades de la ciencia, que asustan a muchos creyentes, reaccionando, a veces de forma regresivamente defensiva, y que puede tomar, en ocasiones, posturas terriblemente agresivas, fijados en un literalismo tradicional, precrítico y fanático, llamado fundamentalismo o integrismo, de imposible diálogo con la ciencia y, en general, con la modernidad. La reacción inversa es la de aquellos que, fascinados por los progresos de la ciencia, en sus avances técnicos visibles, se desconciertan al pretender escanciar la verdad de su fe en los moldes metodológicos de las ciencias positivas, de un modo particular las ciencias humanas, algunas de las cuales parecen explicar algunos fenómenos, sobre todo de la intimidad personal, reservados antes al campo de la religión y a sus ministros. A nivel intelectual, está el riesgo de los reduccionismos de la fe a simples fenómenos psicológicos, sociales o médicos; y a nivel práctico, un abandono de las prácticas religiosas, fruto de la propia confusión mental, al considerar la ciencia haciéndole competencia a la fe.

Nuestra opinión es que este conflicto, en su versión más general, requiere para su superación, tomar conciencia de que ciencia y fe pertenecen a dos tipos de verdad muy distintas, constituyendo un error el intento de probar los asertos o dogmas religiosos con los métodos y epistemología propios del conocimiento científico. Mientras en la ciencia, lo importante es el método y las condiciones detalladas de su aplicación, no contando la persona del científico; la verdad de fe pertenece a la verdad-de-testimonio, donde lo importantes son las personas y las cualidades que posean: la del testigo que posee la verdad a transmitir y que ha de ser creíble y la del creyente, que ha de confiar en el testigo creíble y darle fe de forma libre. Ahora bien, Jesús de Nazaret no se presenta ni como filósofo ni como científico, sino como testigo de Dios, su Padre y ofrece su mensaje del Reino, como verdad que sólo El posee, a quien libremente desee escucharlo y abrirse a un acto personal de fe y acogida confiada. En la realidad paradójica de este acto de fe, que es don ofrecido a nivel de misterio y opción libre a nivel problemático humano, no hay nunca evidencia racional, sino oscura tiniebla que sólo se vuelve extrañamente luminosa y radicalmente afianzadora cuando el sujeto, perdiendo toda seguridad, se lanza confiado a ese inmenso espacio recién abierto por la palabra-testimonio, para dar su asentimiento incondicional, con el firme convencimiento de que ese testigo tiene derecho a ser creído.

Por lo que toca a las ciencias humanas y limitándonos a la psicología, existe siempre el riesgo de intentar el psicólogo explicar los propios contenidos de la fe religiosa, transgrediendo así los límites de sus métodos y epistemología científica, cayendo en un psicologismo reduccionista, en lugar de contentarse con el estudio de la dimensión psicológica de las representaciones, vivencias y conductas religiosas. En este ámbito de su competencia, no tiene por qué entrar en conflicto con las legítimas opciones del creyente, agnóstico o ateo; pudiendo ofrecerle a todos ellos valiosos medios para un análisis más profundo de sus respectivas actitudes y motivaciones que las sustentan.

2.3. Proyecto existencial y proceso de individuación

Terminamos ofreciendo, en este apartado, un esquemático modelo formal que pueda servir de base psicológica para la inscripción de un proyecto existencial cristiano, donde las exigencias de la fe en Jesucristo encuentran un terreno universalmente humano y singularmente personal, a la vez, donde enraízarse y florecer. Aunque inspirado en Jung, nuestro conocimiento y lectura crítica de este autor nos alejan de toda sospecha de cualquier tipo de moderno gnosticismo e incluso de lecturas actuales de ciertos teólogos como Eugen Drewermann. Ya en otras ocasiones lo hemos aplicado, creemos que exitosamente, como textura psicológica, del caminar místico, tal como Santa Teresa lo expone en Las Moradas del Castillo interior.

Carlos Gustavo Jung sostiene, en efecto, apoyado en una larga experiencia clínica, que el sujeto humano, dejando aparte las opciones conscientes de su yo, manifiesta, en las inconscientes e involuntarias manifestaciones representativas de su sí-mismo, la impronta del Absoluto, puesto que sus símbolos de totalidad —por ej, los mandalas— coinciden, en parte, con los de la Divinidad. Nos parece interesante constatar un cierto paralelismo aquí con el pensamiento de Zubiri, a nivel filosófico, al defender la esencial religación de este "absoluto relativo" que es el hombre, con el "Absoluto absolutamente absoluto", anterior a toda actitud y decisión individual consciente de fe, agnosticismo o ateísmo.

¿Qué significa, para Jung, individuarse? Pensamos que se trata, en el fondo, de retomar el viejo problema de los universales que ocupó durante siglos a los filósofos de nuestras primeras universidades, buscando el principium individuationis que hiciese racionalmente comprensible la paradójica y aparente contradicción de ser cada individuo animal racional, siendo esto la expresión justamente de lo universalmente humano, como especie. Esto les obligó a bajar de sus abstracciones metafísicas y volver su mirada a la dimensión existencial de la corporeidad con sus notas individuantes. También Jung se pregunta ahora: ¿cómo las estructuras arquetípicas del inconsciente colectivo, comunes a todos los humanos, como fruto que son de millones de años de filogénesis del homo sapiens, pueden realizarse en cada individuo, portador de esas posibilidades típicas (arquetípicas) de esta extraña especie animal, única creadora de cultura, que habla, entierra a sus muertos y reza? Su respuesta es: individuarse significa llegar a ser sí-mismo o, si se prefiere, vivir en verdad lo que se es, autentificarse.

Y es que, en la primera parte de la vida, demasiado extravertidos, hemos ido dejando girones de nosotros mismos transferidos proyectiva e imaginariamente a personas y cosas, y con facilidad nos masificamos y alienamos en ellas, "descentrándonos" progresivamente. Ahora, individuarnos cobra también el sentido de recentrarnos, a la vez que nos "recogemos" introvertidamente, no para encerrarnos en nosotros de modo egocéntrico, sino para cultivar nuestra olvidada interioridad, conquistar morada a morada nuestro castillo interior, para poder darnos a los demás desde nuestra libertad, en un intercambio de servicios y amor mutuos de carácter interpersonal. Todo ello implica un progresivo paso del orden imaginario al orden simbólico, propio del universo humano donde las cosas interesan más por lo que significan que por lo que son, y donde las realidades de sentido se hacen presentes-en-la-ausencia de su propia fisicidad, a través de humildes signos que las manifiestan. También a nivel cristiano, los signos sacramentales tienen, a nivel psicológico, esa cuasi mágica eficacia presentificadora y transformante, que, a nivel de fe, está garantizada por la palabra de Jesús y de su Iglesia.

Podemos hablar, pues, del proceso de individuación como de un verdadero proyecto existencial, que sólo la mayor parte de las personas, en la segunda parte de la vida, estarían preparadas para poder llevarlo a cabo, casi siempre provocado su inicio por una fuerte crisis existencial, experimentada como un sin-sentido. Literariamente sería el mito del héroe la mejor expresión de este arriesgado camino de aventuras del yo en busca de sí-mismo, de sus luchas y difíciles pruebas hasta el hallazgo del Tesoro o la celebración de la Hierogamia. ¿No hablan también los místicos del matrimonio espiritual, en la séptima morada teresiana, y de que ese inefable encuentro de la criatura con su Dios requiere, a la vez, un encuentro consigo mismo en el centro de su ser más profundo y auténtico? A nivel cristiano, si el proceso psicológico prepara e indica el escenario humano, es solamente la fe la que proporciona el sentido y contenido trinitario del encuentro, por mediación de Jesús.

No es el momento ahora, ni tenemos espacio aquí para desarrollar los siete momentos -en cierto paralelismo con las siete moradas teresianas- de nuestra lectura del discurso jungiano, como lo hemos hecho en otros lugares (A. Vázquez, 1981, 1984). Sólo pondremos unas notas, a modo de ejemplo.

Se precisa ante todo una auténtica decisión que proceda del sí-mismo, como centro y totalidad, a la vez, de toda la persona, de donde nacen aquellas respuestas en la que uno se compromete ante sí mismo, poniendo siempre implícitamente al Otro como Testigo. Teresa de Jesús, según nuestro parecer, hace referencia a esta acción de señorío o libertad sobre nuestro destino para convertirlo en opción vocacional, cuando dice que, para elegir el camino místico en serio y querer recorrerlo hasta el final: importa mucho y del todo una grande y muy determinada determinación (V 21, 2). El héroe ya dijo que sí, a la Voz que insistentemente le llama a dejar esa vida rutirnaria que no lleva a ninguna parte, porque no es la suya, sino la del "rebaño", y emprender su propio camino existencial. Le espera ahora la primera aventura o el primer encuentro consigo mismo, del cual no tenía idea: salir de casa. Tiene antes que vencer el Dragón que guarda la puerta, impidiéndole la salida: ¡ha de liberarse de las dependencias infantiles que le impiden ser símismo y actuar desde su libertad! El mito ofrece dos posibilidades: matarlo o domesticarlo; siendo mas aconsejable la segunda, puesto que en la primera, existe el riesgo de matar al niño que hay en nosotros; mientras que si reconocemos y aceptamos nuestros inevitables infantilismos, el antes dragón fiero que nos dominaba nos ayudará ahora, como mascota, a recorrer con éxito nuestro camino.

Ya fuera de casa y "dejada la parentela", como otro Abraham, va el héroe llegando a la frontera de su comunidad cuando un Enmascarado le presenta batalla. Es este primer tiempo de lucha el que revela al sujeto lo que cuesta reconocer que en vez de vivir lo que se es, se vive más frecuentemente lo que uno parece o aparenta ser, esto es, en lugar de actuar desde mí-mismo y desde mis valores personalmente asumidos, vivo desde los otros, pendiente de lo que esperan o digan de mí: mi yo no se identifica con la persona sino con el personaje, con las mascara o con la colección de máscaras, una para cada circunstancia de mi situación en el mundo. Incluso nos ponemos máscaras ante nosotros mismos y ante Dios, como aparece claro en la parábola evangélica del fariseo y el publicano que entraron en el templo para orar. Por eso dice también Juan de la Cruz que este desenmascaramiento ha de ser tan radical que lleguemos a situarnos ante Dios en la pura desnudez espiritual de nuestra nada.

Quizás el encuentro más penoso, pero inevitable es con la Figura siniestra, de apariencia horrible y monstruosa, pero que vencida y reconocida resulta también ser un amigo o hermano gemelo del héroe, es decir, su sombra, el aspecto sombría de nuestro ser que, a nivel personal, es todo lo que no he podido aceptar en mi vida porque me humillaba o culpabilizaba, negándolo, reprimiéndolo o proyectándolo en los demás; pero que, a nivel arquetípico, es el eterno problema del mal que acompaña como sombra a todos los seres iluminados por la existencia, cual enigma de imposible solución o incomprensible misterio. Y, sin embargo, es necesario que cada cual lo integre, de algún modo, en su proyecto de vida existencial, teniendo que pasar, para ello, de un culpabilidad psicológica al sentido de culpa ética y de ofensa religiosa. Piaget y Kohlberg han estudiado las fases y estadios psicológicos de la forman de la conciencia y los principios que utiliza en sus juicios de valor ético, respecto a lo que se juzga bueno o malo. El psicoanálisis se ocupó del sentimiento de culpabilidad más bien patológico; pero algunos psicoanalistas parecen carecer de sensibilidad para distinguirlo del sentido de culpa moral y de pecado, como verdadera ofensa a Dios, libremente llevada a cabo, aunque no sea de forma directa, como en el caso de blasfemia, sino por el rodeo de la ofensa grave a cualquier hijo de Dios. También aquí la madurez cristiana implica no sólo la superación del legalismo externista de lo puro-impuro, sino además, de la heteronomía a la autonomía, del cumplimiento de la ley por obligación y temor, a su cumplimiento por la libre fidelidad que conlleva el verdadero amor al otro y al Otro.

Encontrarse consigo mismo pasa necesariamente también por el encuentro del hombre con su anima y de la mujer con su animus, figuras del alma como personalidad interior, y respectivos polos contrapuestos de nuestro ser genérico y sexuado, tal como aparece oficialmente en nuestra personalidad externa o personaje social. Recogiendo las posibles proyecciones sobre el otro género y sexo, y aceptando plenamente el nuestro, podremos lograr esa cercanía y distancia psicológicamente justas para el establecimiento de auténticas relaciones intersubjetivas hombre-mujer y mujer-hombre, sin quedarnos enredados en los emblemas o atributos sexuales que nos impidan llegar directamente al sujeto personal humano. A nivel cristiano, esta superación, no anulación, del sexo es condición indispensable para una verdadera comunión fraterna en el Espíritu, por el agapé.

Finalmente es imposible que el yo se encuentre integradoramente con el sí-mismo, realizando así su individuación, sin el encuentro con el arquetipo del sentido o del Espíritu, simbolizado generalmente en los mitos por el Viejo o Pajarito sabio, ambos sin fuerzas físicas pero ambos signos de sabiduría, sea por los muchos años de experiencia del anciano o por las alas del pajarillo. Cuando en un cruce de caminos, el héroe tiene que tomar una decisión a ciegas, que puede serle fatal y echar a perder todos los esfuerzos y trabajos pasados, la palabra-clave que sólo aquellos poseen y pueden proporcionarle es para él indispensable. Pero ello supone la gran humillación de quien reconoce su ignorancia e impotencia de la fuerza muscular que le valió hasta aquí al héroe para vencer a sus enemigos y pasar difíciles pruebas en su camino. Tal vez llego a creerse autosuficiente y despreció a las pequeñas criaturas, como a la pequeña lagartija que mendiga unas migajas de su pan; pero que luego, cuando el héroe dormía y estaba a punto de ser devorado por un tigre, la piadosa lagartija, introduciendo en su oído la cola le salvó la vida, y el héroe tuvo que reconocer que hay que contar incluso con las más pequeñas criaturas para andar el camino de la vida. Después de esta muerte simbólica y de esta gran lección recibida y reconocida, está preparado para pedir consejo, abajándose y humillándose ante el anciano sabio: es entonces cuando él también comienza a serlo, sintiéndose solidario con todos y viendo sus aventuras no como méritos propios sino como dones gratuitamente recibidos. Todo el proceso de simbolización ha tenido como finalidad, un profundo cambio existencial: el verdadero sentido de la vida para el hombre está en aquellos valores del espíritu, entre ellos el de la fe cristiana, que la mayor parte desprecian o no valoran suficientemente porque no se compran ni se venden, ni puede sacárseles rentabilidad alguna material. A nivel cristiano, a quien haya llegado aquí, tendrá la adecuada preparación psicológica para escuchar, con gozo, el versículo 22 del salmo 118, repetido en la liturgia pascual, aplicado a Cristo, según ya Lucas lo pone en boca de Pedro (Hch 4, 11): la piedra que desecharon los constructores es ahora la piedra angular. Esta sabiduría alcanzada, por lo demás, simplifica la existencia: el sujeto se siente solidario con los demás sujetos humanos y con la propia naturaleza: su cambio ha sido como un renacer que lo ha hecho pasar del infantilismo a una especie de infancia espiritual, que le hace ver todo con ojos nuevos y transparentes, tolerantes y sorprendidos. ¿No es la mejor disposición para comenzar a comprender las palabras de Jesús: Si naos hacéis como niños no entraréis en el reino?

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Antonio Vazquez Fernández