Niños
DJN
 

SUMARIO: 1. Minusvaloración del niño. -2. El amor de Dios por los niños. - 3. El reino de los niños. - 4. Jesucristo y los niños. - 5. Quiénes son los niños. - 6. La "infancia espiritual».


1. Minusvaloración del niño

Los pequeños son los irrelevantes. En ellos están incluidos, en primer lugar, los niños (paidioi), los que son poca cosa (micros), los mínimos, los más pequeños (elafistoi), los débiles (estheno0, los sencillos y pueriles (nepioi) y los últimos (esjatoi).

Los niños (paidioi), en el ambiente bíblico, contaban muy poco, no tenían importancia en la comunidad judía, y, por tanto, no se les prestaba la atención debida. El niño no estaba considerado legalmente como persona, por lo que no gozaba de la plenitud de los derechos humanos hasta que no tenía la edad de estudiar y la capacidad de cumplir la ley. Era propiedad absoluta del padre que podía disponer de él a placer. Todo lo de la casa le pertenecía al jefe de familia: los hijos, la mujer, los esclavos, los animales domésticos, todo. Los niños apenas tenían valor alguno y el que tenían, lo tenían en orden a que algún día serían adultos; entonces comenzarían a contar en la sociedad. La atención, que se les prestaba, no se debía a lo que eran, sino a lo que un día serían.

De esta minusvaloración de los niños es una prueba la matanza de los inocentes (Mt 2,16) y la actitud de los apóstoles que los rechazan (Mt 19,13). El niño, hasta que no llegue a la mayoría de edad, es igual que un esclavo; la fecha de su emancipación dependía de la voluntad del padre. «Mientras el Heredero es niño (nepios) en nada se diferencia de un esclavo» (Gal 4,1). De hecho, al niño se le denomina indistintamiente con la palabra «niño» (pais) y con la palabra «esclavo» (doulos) en el relato del oficial de Cafarnaum que en Mt 8,6 pide a Jesucristo la curación de su niño y en Lc 7,2 pide la curación de su esclavo. Esta misma identidad de significado aparece en Mt 12,18, que traduce por «niño» (pais) el hebreo «ehed» (esclavo) de Is 42,1.

La patria potestad facultaba a los padres para poder vender como esclavas a sus hijas menores de doce años, pero siempre a un judío, con el fin de poder rescatarlas en el caso de que el comprador o su hijo no quisieran desposarlas. En tiempos de penuria económica los judíos vendieron a sus hijos «para poder comer» (Neh 5,2.5).

Todo esto no significa que los niños fueran despreciados o abandonados a su propio destino o que no fueran queridos. Todo lo contrario. El amor de los padres a los hijos está muy constatado en la Biblia. El deseo de tener un hijo es lo más esencial en el matrimonio judío. Ahí está la ley del levirato que certifica la enorme desgracia de pasar a la otra vida sin tener un hijo. El inmenso amor materno está presente en las narraciones, más o menos míticas y legendarias, de Agar y de la madre de Moisés que no pueden ver morir al hijo de sus entrañas (Gn 21, 16; Ex 2, 2). Y ahí están las bellísimas metáforas de los poetas y de los sabios: «Los hijos son plantas de olivo alrededor de la mesa» (Sal 128,33). «La corona de los ancianos son sus nietos, la gloria de los padres son sus hijos» (Prov 17,6).

2. El amor de Dios por los niños

El Dios de la Biblia demuestra una especial predilección por los niños. Dios los elige para grandes misiones, como aparece en el caso de Samuel (1 Sam 1-3) y en la ternura con que prodigaba su amor a Israel: «Cuando Israel era un niño, yo le amaba y de Egipto llamé a mi hijo» (Os 11,1).

Dios cuidaba de Israel «como de un niño en el regazo de su madre» (Sal 131,2). De hecho, era un recién nacido, pues acababa de salir del país de la muerte (Egipto) a los espacios de la vida, empezaba a vivir como pueblo independiente y libre. Israel fue siempre para Dios un niño muy querido: «¿Puede acaso una mujer olvidarse del niño que cría, no tener compasión del niño de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no me olvidaría de ti» (Is 49,15).

Esta predilección de Dios por los pequeños, por los débiles y por los de segundo orden, es una constante en la Biblia. Dios elige a los que menos cuentan, a los últimos, a los olvidados, para hacerlos que cuenten, para hacerlos los primeros y los famosos. San Pablo lo expresa así: «Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para humillar a los sabios; lo débil para humillar a los fuertes; lo vil, lo despreciable, lo que es nada, para anular a los que son algo» (1 Cor 1,27-28).

Elige a los menores: a Isaac y no a Ismael; a Jacob y no a Esaú; a Gedeón, «el último de la familia» más humilde de la tribu de Manasés; a David, y no a sus hermanos mayores; a Salomón, el hijo más joven de David; José es el preferido de Jacob y Efraim adelanta a Manasés.

Protege al débil contra el fuerte, al pequeño David contra Saúl, poderoso y de gran estatura; al humilde pastor, que es David, contra Goliat, el gigante.

3. El reino de los niños

En el reino de Dios los parámetros son muy distintos a los de los reinos de los hombres: «El que se haga pequeño como un niño es el más grande en el reino de Dios» (Mt 18, 4).

Los últimos son los primeros. Por eso Jesucristo, que es el primero, se hizo el último, se hizo la nada, un nadie (Flp 2,7), para hacer algo -para hacer mucho- al que es nadie. Y por eso, san Pablo se llamaba a sí mismo «el menor» (elajistos), «el más insignificante» (elajistoi) (Ef 3, 8) y San Francisco de Asís, el evangelio viviente, era «el mínimo», el padre de una comunidad de mínimos, eligió la «minoría» como signo y seña de los frailes menores.

En el reino de Dios lo más importante es lo más pequeño, como el grano de mostaza, la semilla más pequeña que se hace luego el arbusto más grande (Mt 13,32) o como el poco de levadura que hace fermentar a toda la masa (Mt 13, 33; 1 Cor 5, 6; Gál 5, 9), o como el pequeño timón que dirige a una nave grande (Sant 3,4-5). Lo débil es enaltecido (Lc 1, 52) y en el cuerpo de Jesucristo, que es la Iglesia, «los miembros más débiles son los más necesarios» (1 Cor 12, 22).

4. Jesucristo y los niños

Jesucristo expresó así la preferencia de Dios por los niños: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos y se las has revelado a los sencillos» (nepioi) (Mt 11, 25).

Los nepioi son los niños pequeñitos que todavía ni siquiera han aprendido a hablar, son como los niños de teta del salmo 8, 3, los que están aún en la puerilidad (Mt 21,16).

Jesucristo tenía la costumbre de coger a los niños en brazos y de bendecirlos, imponiéndoles las manos (Mc 10,16). Por otra parte, los niños, más que nadie, se sentían atraídos por la ternura y la bondad de Jesucristo, al que seguían alborozados, hasta el punto que, incluso en el templo, gritaban dándole vivas: «Viva el Hijo de David», algo que indignó a los escribas y a los sacerdotes (Mt 21,15); Jesucristo les replica con el salmo 8: El cielo sublime canta la majestad de Dios y, entre tanta grandeza, hasta los mismos niños se unen jubilosos a esa alabanza cósmica, proclamando, sin saberlo, la mesianidad de Jesucristo, cosa que no hacen los mayores, ni siquiera los dirigentes, como ellos.

Jesucristo tenía tal fama de taumaturgo que las gentes creían que, con sólo tocarle, salía de él una fuerza curativa y un poder milagroso (Mt 9, 20). El toque de Jesucristo era tenido por un toque divino que hacía crecer a los niños sanos y robustos. Por eso le llevaban los niños para que los cogiera en brazos, les impusiera las manos, rezara por ellos y los bendijera (Mt 19,13-15; Mc 10,13-16; Lc 15,15-17).

«Los discípulos les regañaban». ¿Por qué los regañaban? Tal vez porque los niños son empalagosos y cansan a los mayores; porque resultan molestos y no querían que perturbaran a Jesucristo y le distrajeran, y para que Jesucristo no perdiera el tiempo con ellos; o también, porque, como era costumbre que los escribas y los jefes de las sinagogas bendijeran a los niños, los apóstoles no querían que las gentes tuvieran a Jesucristo como un simple escriba; puede ser también que los apóstoles participaran en la minusvaloración que los judíos hacían de los niños, a los que no tenían en cuenta para nada, o para casi nada.

El caso es que los apóstoles hicieron una cosa reprobable, pues se dice que «Jesús, al ver lo que hacían, se indignó» (Mc 10,14). Jesucristo los regaña por haber regañado ellos a los niños. Y a renglón seguido dice: «Dejad que los niños se acerquen a mí; no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el reino de los cielos. Os aseguro que el que no recibe el reino de Dios como un niño, no entrará en él» (Mc 10,14-15).

Hay otro pasaje referido también a los niños: Los discípulos preguntaron a Jesús: ¿Quién es el más grande en el reino de los cielos? Jesús llamó a un niño, lo puso en medio y dijo: Os aseguro que si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de Dios. El que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de Dios. El que acoge en mi nombre a un niño como éste, a mí me acoge» (Mt 18,1-5; Mc 9,33-37; Lc 9, 46-48).

Marcos dice que Jesús cogió en brazos al niño y lo puso en medio (9,36), y Lucas que lo puso a su lado. Si lo puso en medio, es para proponerlo como modelo, y si lo puso a su lado, es para indicar que está de su parte, que hace causa común con él. Estamos ante una parábola en acción semejante al lavatorio de los pies, en la que Jesucristo se hace el último, el esclavo, el servidor de todos; y lo que él ha hecho es lo que tienen que hacer todos ellos (Jn 13,1-17). Tienen que hacer estas cosas: la) El mayor es el que se hace el más pequeño; por tanto, el que quiera ser el primero (protos), tiene que hacerse el último (esjatos). La cuestión de la precedencia y del protocolo era muy discutida en Israel. Se discutía sobre quién debía ocupar el primer lugar en el culto, en la administración, en los actos sociales, en el banquete. 2a) El mayor es el servidor, el que sirve al más pequeño, al más débil, al más necesitado. 3a) Los dirigentes, los de arriba, están para servir -de verdad y no sólo de boquilla- a los dirigidos, a los de abajo. El primero debe ser el último, y el menor debe ser el mayor. Ante la ambición de los apóstoles -y especialmente los hijos de Zebedeo- por querer ocupar los primeros puestos en el reino, Jesucristo dijo esto: «Sabéis que los jefes de las naciones las tiranizan y que los grandes las oprimen con su poderío. Entre vosotros no debe ser así, sino que si alguno de vosotros quiere ser grande, que se haga vuestro servidor, y el que de vosotros quiera ser el primero, que sea el servidor de todos» (Mt 20,25-26).

En Mt 10,42 se dice: «El que dé de beber a uno de estos pequeñuelos (microi) un vaso de agua fresca, porque es mi discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa». Los niños presencializan al mismo Jesucristo, con los que, al igual que hizo con los pobres, quiso identificarse «El que acoge a un niño, me acoge a mí» (Mt 18,15).

Todos estos textos obligan a los discípulos de Jesucristo, y muy singularmente a los apóstoles y a sus sucesores, a hacerse como niños. Por una parte, y referido a todos los seguidores de Jesucristo, para poder ser miembros del reino de Dios, y por otra, y referido a los apóstoles, para ser miembros cualificados del reino. En todo caso, el adulto tiene que dejar de ser lo que es y comenzar un nuevo modo de vivir, hacerse niño, nacer de nuevo. Porque los niños enseñan a vivir a los mayores.

5. Quiénes son los niños

Los niños son los grandes indigentes, los grandes necesitados, los más pobres, pues dependen de los demás de manera absoluta. No pueden valerse por sí mismos, lo necesitan todo.

El niño carece de todo poder, está siempre disponible para obedecer, para hacer lo que le manden, es el símbolo del servicio.

No pinta nada socialmente; no se le tiene en cuenta para nada; no se le consulta; no es un sujeto de derechos, lo que se le dé es puro regalo, practica la fraternidad y la amistad sincera (1 Pe 1,22), es la sinceridad absoluta; en él no hay doblez alguna; se manifiesta tal cual es, practica la rectitud del corazón.

El niño es frágil, débil, insignificante, necesitado, está a merced de los demás, no guarda rencor, todo lo olvida con facilidad y con prontitud, se contenta con poca cosa, se divierte con una nonada, excluye la maldad, la malevolencia, la hipocresía, da con generosidad, sin calcular. El niño no tiene poder alguno de decisión, tiene que hacer lo que le manden, lo que quieran los mayores.

6. La "infancia espiritual»

¿Qué pretende Jesús al decir que hay que hacerse como niños, eso que en la historia de la espiritualidad se ha llamado «la infancia espiritual»? Parece que no se trata de adquirir virtudes, pues el niño carece de virtudes y ni siquiera es capaz de ser virtuoso; es, más bien, veleidoso, inestable, se deja llevar por el instinto, es voluble, es como una veleta que gira para un lado o para otro, según sea azotado por el viento, es un caprichoso, lo mismo ríe que llora, obedece que desobedece, da pataletas que da saltos de alegría. Hay que estar siempre a su lado, enseñándole y corrigiéndole. ¿Qué santidad, por tanto, puede suponer hacerse como niño?

Tampoco se trata de un «infantilismo espiritual», propio de los que reaccionan y proceden a impulsos de motivaciones puramente humanas; que son inestables, veleidosos, volubles; que se centran en sí mismos, en sus fuerzas, en sus obras.

La «infancia espiritual» es propia de la gente sencilla, de los adultos firmes en la fe; que se fían de Dios; que se echan y se abandonan en sus brazos, como un niño en el regazo de su madre, para dejarse llevar por él; que se olvidan de sí mismos, porque han puesto en práctica las palabras del salmo: «Confía toda tu vida al Señor, y fíate de él, que él sabrá lo que hace» (Sal 37,5).

El adulto, que se hace niño, es «sencillo de corazón» (Sab 1, 1), no tiene «alma doble» (Sant 4,8), ni «doblez de corazón» (Si 1,28), «no anda por caminos torcidos» (Prov 28,6), ni «por dobles senderos» (Si 2,12), ni «tiene una lengua doble» (Si 5,9), como las serpientes, posee la «rectitud del corazón» (1 Cron 29,17); se siente incapacitado para entrar en el reino, lo espera todo de Dios y lo recibe como un regalo; sabe que todo don perfecto viene de lo alto, que todo es gracia. Parte de cero, como un recién nacido, y va creciendo en la vida espiritual, hasta que se hace adulto, pero un adulto, que no deja de ser niño, pues en todo momento se siente en manos de Dios en total disponibilidad.

El adulto, que se hace niño, no quiere significarse en nada, quiere pasar desapercibido, carece de pretensiones, no quiere ser nadie en la Iglesia, no se cree merecedor de nada, ni se siente con derecho a nada.

La «infancia espiritual» no es algo abstracto que se desentiende de la vida humana; viene a ser un pacto, en el que Dios se compromete a cuidar del hombre, y el hombre a cuidar de las cosas de Dios, es decir, de su Iglesia y de todos los problemas que afectan a la humanidad, aunque sea desde una celda de clausura, como Santa Teresita del Niño Jesús, maestra de la «infancia espiritual». Los que la practican, como ella, están tan unidos y tan identificados con Jesucristo, que pueden decir con San Pablo: «Para mí el vivir es Cristo» (Flp 1,21). —> infancia; pobres.

Evaristo Martín Nieto