Escrituras sagradas.
Jesús y las Escrituras
DJN
 

SUMARIO: 1. Jesús y la Ley.- 2. Jesús y los Profetas. - 3. Jesús y los Salmos. - 4. Las Escrituras y Jesús.


Jesús de Nazaret, un auténtico judío, profundamente enraizado en la historia de su pueblo, mantuvo una relación muy estrecha con las Escrituras. El término «Escritura» o «Escrituras» aparece varias veces en su boca para referirse a los libros comúnmente conocidos hoy día por los cristianos con el nombre de Antiguo Testamento (Mt 21, 42; Mc 12, 10; Lc 4, 21; etc.).

Según los Evangelios, Jesús acudía con frecuencia a las sinagogas (cf. Mt 4, 23; Mc 1, 21-22; Lc 4, 15-16; Jn 6, 59), donde se leían y comentaban los textos de las Escrituras. De ellas extraía numerosos ejemplos y enseñanzas para, su predicación y para las discusiones con los escribas y fariseos. Abel, Noé, Abrahán, Lot, David, Salomón, Elías, Elíseo y Jonás, entre otros, son algunos de los personajes bíblicos citados por Jesús (cf. Mt 6, 29; 12, 3. 39-42; 23, 35; Mc 12, 35-37; Lc 17, 2629. 32; etc.).

¿Qué uso hizo Jesús de las Escrituras? ¿Qué valor les atribuía? ¿Las siguió totalmente o sólo en parte? Estas y otras cuestiones serán objeto de nuestra reflexión. Nos centraremos principalmente en aquellos textos evangélicos en que Jesús cita o alude directamente a las Escrituras. No entraremos en el problema -harto debatido- de la autenticidad o inautenticidad de algunos de los dichos.

Ordenaremos en tres apartados, correspondientes a las tres grandes divisiones de la Biblia judía, las referencias de Jesús a las Escrituras. Comenzaremos por los libros de la Ley y continuaremos por los de los Profetas, para terminar por los otros Escritos, más concretamente por los Salmos («La Ley» o «la Ley y los Profetas» son expresiones frecuentes en el Nuevo Testamento -a veces en labios de Jesús- para referirse a las Escrituras: cf. Mt 5, 17; 7, 12; 22, 40; Lc 24, 27; sólo en un caso, en Lc 24, 44, se remite expresamente a los Salmos). En definitiva, seguiremos el método adoptado por el mismo Jesús con sus discípulos (cf. Lc 24, 27. 44), aunque lo aplicaremos desde una perspectiva diferente.

1. Jesús y la Ley

Para los judíos, la Ley o Tórá es la parte más importante de la Biblia Hebrea. En ella se contiene la revelación fundamental de Dios a su pueblo. La Ley fue dada directamente por Dios a Moisés en la montaña del Sinaí. Sólo ella tiene valor normativo. Los libros de los Profetas y los otros Escritos únicamente tienen valor interpretativo o exhortativo; en cierto modo, no hacen más que explicitar o desarrollar la revelación mosaica. En las reuniones en las sinagogas, la Ley pasaba a primer plano (cf. Act 13, 15). La lectura de los Profetas tenía como objetivo ayudar a comprender los textos de la Ley.

De los cuatro Evangelios, donde mejor se aprecia la relación de Jesús con la Ley es en el de Mateo. Este evangelista dirige su obra a una comunidad formada en su mayoría por judíos, que conocían las Escrituras. Éstas le sirven continuamente de punto de referencia a la hora de presentar la figura y la obra de Jesús de Nazaret. El núcleo central del Evangelio de Mateo se compone de cinco grandes discursos, que llevan a pensar -según algunos exégetas- en los libros de la Ley o Pentateuco. Estas y otras correspondencias entre el Evangelio de Mateo y la Ley de Moisés vendrían a avalar la idea de que Mateo quiere presentar a Jesús como el nuevo Moisés que proclama una nueva ley. Según eso, ¿qué puesto reservaría Jesús a la Ley mosaica?

A esta cuestión Jesús responde de modo contundente en el primer discurso del Evangelio de Mateo: «No penséis que he venido a abolir la ley... No he venido a abolirla sino a llevarla a plenitud. Porque os aseguro que mientras duren el cielo y la tierra, incluso la más pequeña letra de la ley estará vigente hasta que todo se cumpla» (Mt 5, 17-18; cf. Lc 16, 17). Básicamente, Jesús afirma la validez de la ley mosaica, pero va más lejos cuando habla de «llevarla a su plenitud» o a «su perfecto cumplimiento». El significado de estas palabras -discutidas entre los especialistas- se irá aclarando a medida que vayamos analizando otros pasajes.

Por de pronto, las «seis antítesis» que Mateo expone a continuación del texto que acabamos de citar (cf. Mt 5, 21-48) muestran claramente cómo entiende Jesús la ley mosaica. Así, la interpretación tradicional acerca del adulterio y del divorcio (cf. Mt 5, 27-32; Mc 10, 1-12; Lc 16, 18), por poner un ejemplo significativo, resulta insuficiente o inadecuada. Jesús va al fondo del problema y no se para en disquisiciones superfluas. Se remonta al plan original de Dios en la creación y corrige las interpretaciones que se desvían del mismo.

Otro punto de la ley mosaica afrontado por Jesús es el de los alimentos puros e impuros, es decir; las leyes alimenticias (cf. Lev 11,15). En esta cuestión, Jesús no se limita a meras correcciones. Según él, la verdadera pureza no es la física, sino la pureza del corazón, que guarda relación no tanto can los alimentos que entran en el cuerpo humano como con los pensamientos y las actitudes morales que salen del individuo (cf. Mt 15, 1-10; Mc 7, 1-23). Detrás de estas disputas de Jesús con los escribas y fariseos se esconden, en realidad, dos sistemas de valores: el sistema de la justicia y el sistema de la pureza ritual. Evidentemente, Jesús opta por el primero, por una interiorización de la ley frente a las prácticas rituales y externas.

El precepto sabático representa otro caso típico de la enseñanza y del comportamiento de Jesús respecto de la ley de Moisés. En él podemos comprobar una vez más cómo Jesús se muestra respetuoso con la ley de Dios, pero ataca las tradiciones humanas. Entre tos mandamientos del decálogo hay uno que dice: «Observarás el día del sábado para santificarlo» (Dt 5, 12; cf. Ex 20, 8). En la Misná (compilación de leyes tradicionales del judaísmo) se enumeran 39 trabajos prohibidos en sábado. Jesús pasa por alto tales prohibiciones, fijándose más bien en el sentido primitivo del reposo sabático. El sábado es un don de Dios al hombre; consiguientemente, el sábado ha de estar al servicio del hombre, que lo ha de aprovechar para hacer el bien (cf. Mt 12, 1-14; Mc 2, 27; Jn 5, 10-18).

En esta misma perspectiva entronca la discusión de Jesús acerca del mandamiento principal. La cuestión planteada por los fariseos a Jesús (Mt 22, 34-40; Mc 12, 28-34; Lc 10, 25-28) no era entonces tan sencilla como nos pudiera parecer ahora. No en vano era un problema muy discutido entre los expertos en la ley. Según éstos, la ley entera viene de Dios; por tanto, no se puede distinguir lo importante de lo secundario. Sin embargo, Jesús no sólo distingue entre los dos mandamientos principales y todos los otros, sino que añade: «En estos dos mandamientos se encierra toda la Ley y los Profetas». Estas palabras muestran claramente que la relación con Dios (primer mandamiento) y con los hombres (segundo mandamiento) es decisiva en cualquier ley. Dicho de otro modo: el amor es el valor fundamental al que se han de conformar todas las leyes. La esencia de la voluntad divina se condensa en estos dos mandamientos.

La novedad principal del planteamiento de Jesús no radica en los mandamientos del amor a Dios y al prójimo, pues éstos ya se inculcaban en el Antiguo Testamento (cf. Dt 6, 5 y Lev 19, 18), sino en la relación entre ambos y en el puesto preeminente que Jesús les asigna. La unión de los mandamientos del amor a Dios y al prójimo no pone al hombre ante una nueva reglamentación, sino ante Dios, al mismo tiempo que ante el prójimo. Según el mensaje de Jesús, el ser humano no puede amar y servir a Dios sin estar al mismo tiempo al servicio de los demás. El verdadero amor a Dios se trasluce en el amor y servicio a los hombres. A pesar de esta unión tan estrecha entre los dos mandamientos, Jesús dice que el mandamiento del amor a Dios es el primero y el más importante. La razón está en que el amor a Dios capacita para amar a los semejantes y guardar todos los otros mandamientos. Es el alma que vivifica todas las otras leyes: «Si me amáis -dice Jesús- guardaréis mis mandamientos». «En esto consiste el amor a Dios, en que guardemos sus mandamientos» (Jn 15, 10; 1Jn 5, 3).

En síntesis, Jesús afirma la validez permanente de la ley mosaica, al mismo tiempo que la reinterpreta en un sentido nuevo. Opta por su interiorización y por distinguir entre lo principal y lo secundario, reconduciendo la ley a su significado primigenio, en consonancia con el plan creador divino. De este modo, Jesús lleva la ley mosaica a su plenitud, a su perfecto cumplimiento.

2. Jesús y los Profetas

Aunque los cuatro Evangelios reflejan el carácter profético de Jesús y la relación de Jesús con los Profetas, donde más destacan estos aspectos es en el tercer Evangelio. Al comienzo de éste -haciéndose eco de las promesas proféticas (cf. Is 40, 5)- Lucas anuncia que «todos verán la salvación de Dios» (Lc 3, 6). Jesús nunca rehusó el título de profeta. Más bien, al contrario; se comportó como un profeta y se comprendió a si mismo como el último profeta enviado por Dios para traer el mensaje definitivo de salvación. Jesús es el profeta por excelencia, pues no sólo pregona la salvación de Dios, como los antiguos profetas, sino que la realiza.

La predicación inaugural de Jesús en la sinagoga de Nazaret (Lc 4, 16-30) prefigura toda la carrera del Maestro. Jesús inicia su misión proclamando el mensaje del profeta Isaías. Tras la lectura de Is 61, 1-2, Jesús dice a los nazaretanos: «Hoy se ha cumplido ante vosotros esta Escritura» (Lc 4, 21). Como los profetas, Jesús recibe el Espíritu para anunciar la buena noticia; a diferencia de ellos, Jesús es ungido en plenitud (cf. Lc 3, 22; 4, 1. 14). Las gentes de Nazaret comienzan admirando a Jesús, pero terminan rechazándolo. Creen conocerlo y le exigen milagros (4, 22s). Jesús sale al paso de tales pretensiones recordándoles que ningún profeta es bien recibido en su patria y aduce el ejemplo de Elías y Elíseo (Lc 4, 24-27).

Entre Jesús y el profeta Elías aparece una relación de semejanza que se hace particularmente patente en el relato de la resurrección del hijo de la viuda de Naín (Lc 7, 11-17) comparado con el de la resurrección del hijo de la viuda de Sarepta (1 Re 17, 17-24). En ambos pasajes, se pone de relieve el carácter profético tanto de Elías como de Jesús. Lucas ve en Elías la prefiguración de Jesús y en éste «el profeta esperado» (cf. Lc 7, 18ss).

La escena de la transfiguración (Mt 7, 1-13; Lc 9, 28-38) vuelve a acercar a los dos profetas, a los que en este caso viene a sumarse también Moisés. En el Midrás del Deuteronomio (201 c) se cuenta que en cierta ocasión Dios le dijo a Moisés: «cuando yo envíe al profeta Elías, llegaréis juntos». En el relato de la transfiguración, Jesús termina asegurando a sus discípulos que Elías ya vino. La presencia de Moisés y de Elías en esta escena invita a considerar la relación que existe entre ellos y Jesús.

Moisés y Elías son dos figuras prominentes que representan los más altos ideales del pueblo de Dios: Moisés sacó a Israel de la esclavitud de Egipto; Elías, con su palabra ardiente y sus milagros, sacó a Israel del estado de postración religiosa en que se hallaba. Entre ellos y Jesús existe una continuidad fundamental. Moisés es un gran libertador, a la par que profeta (cf. Dt 34, 10-12). Elías es un gran profeta, a la par que libertador. Jesús de Nazaret es el profeta y libertador por excelencia. La unión de los tres en la escena de la transfiguración no sólo representa la continuidad entre Moisés y Elías, por un lado, y Jesús, por otro, sino también la superioridad de éste respecto de aquéllos. Con Jesús ha llegado la plenitud de los tiempos.

Si la vida y la obra de Jesús de Nazaret son típicamente proféticas, su muerte no lo es menos. Desde el comienzo de su ministerio en Galilea, se vislumbra ya la muerte de Jesús como la muerte de un profeta. El relato de la pasión, tal como lo presenta Lucas, tiene el carácter de un relato de martirio. Desde el monte de los olivos hasta la casa del sanedrín, desde el pretorio hasta el calvario, Jesús es llevado como «el siervo sufriente» anunciado por el profeta Isaías.

La muerte de Jesús es interpretada como la muerte de un profeta en Jerusalén, la ciudad profética por antonomasia. Jesús mismo dirá que tiene que continuar su viaje hacia la ciudad santa, «porque es impensable que un profeta muera fuera de Jerusalén» (Lc 13, 33). Y a renglón seguido, en tono de lamento, añade: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que Dios te envía! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus polluelos, pero no habéis querido!» (13, 34s).

Plenamente convencido de que camina hacia la cruz, Jesús entiende su muerte como la consecuencia de su ministerio profético (comparar Lc 22, 37 con Is 53, 12; Mt 26, 31 y Mc 14, 27 con Zac 13, 7). La cruz pone fin a la misión profética de Jesús. Es la rúbrica sangrienta de su mensaje (cf. Lc 22, 66-71) con una palabra clave: «salvación». Jesús se confirma plenamente como el profeta libertador.

3. Jesús y los Salmos

Con frecuencia se escribe o se dice que Jesús, como buen judío, rezaba los Salmos, pero no podemos urgir demasiado este punto, pues desconocemos en qué medida se usaban los Salmos, bien fuera en el culto oficial o en la piedad judía privada, en tiempos de Jesús. Sólo podemos aducir algunos ejemplos concretos, sin que nada nos autorice a su generalización.

Podemos afirmar, eso sí, que era costumbre rezar los Salmos del Hallel (Sal 113-118) al final de la cena pascual. Así parece que lo hicieron Jesús y sus discípulos en la última cena, a juzgar por los relatos de Mateo y Marcos (cf. Mt 26, 30; Mc 14, 26). Y es de suponer que así lo hiciera también Jesús cuando acudía con sus padres a Jerusalén para celebrar la pascua (cf. Lc 2, 41; Jn 2, 13. 23). Fuera de estos casos, todo lo demás son puras conjeturas.

De lo que no nos cabe duda es que el libro de los Salmos se halla citado muy a menudo en el Nuevo Testamento. Muchas de estas citas se ponen en boca de Jesús. Además de los Sal 8; 22; 31; 69; 110 y 118, a los que haremos referencia enseguida de modo más detallado, Jesús cita directamente los Sal 6, 9 (Mt 7, 23; Lc 13, 27), 35, 19 (Jn 15, 25), 37, 11 (Mt 5, 4), 41, 10 (Ju 13, 18), 42, 7 (Jn 12, 27) y 82, 6 (Jn 10, 34). De estas referencias, se desprende qué en la mayoría de los casos Jesús aludió a los Salmos en los últimos días de su vida, desde su entrada en Jerusalén hasta su muerte en la cruz.

En el momento de su entrada triunfal en Jerusalén, los sacerdotes y los escribas critican a Jesús porque permite que los niños le aclamen como hijo de David (Mt 21, 16-17). La respuesta de Jesús consiste en recordar el Sal 8, 3: «De la boca de los niños de pecho has sacado una alabanza».

Luego, en el contexto de las controversias en el templo de Jerusalén, Jesús expone la parábola de los viñadores homicidas. En ella resuena el Sal 118, 22: «la piedra que rechazaron los constructores se ha convertido en piedra angular» (cf. Mt 21, 42; Mc 12, 10; Lc 20, 17). De este mismo Salmo, Jesús cita el v. 26 cuando se lamenta sobre Jerusalén (ver Mt 23, 39, que sitúa el Salmo en una perspectiva escatológica, y Lc 13, 35).

Los tres Sinópticos exponen las discusiones de Jesús con los escribas y fariseos referentes al Mesías y a su relación con David. Los testimonios de las Escrituras a este respecto parecen contradictorios: mientras que unos afirman que el Mesías será «descendiente de David» (cf. 2Sam 7), otros lo presentan como «señor de David». A este propósito, Jesús cita el Sal 110, 1, para mostrar que no existe tal contradicción: siendo hijo de David, el Mesías es también su señor y en cierto sentido también superior a él (cf. Mt 22, 44; Mc 12, 36; Lc 20, 42).

El Sal 110 vuelve a ser citado por Jesús en su comparición ante el sanedrín (cf. Mt 26, 64; Mc 14, 62; Lc 22, 69). Éste pregunta a Jesús si él es el Mesías, el Hijo de Dios, a lo que Jesús responde con el Sal 110, 1, identificándose con el Hijo de Dios y anunciando su glorificación celeste junto a Dios (en un contexto afín, Jn 10, 34 cita el Sal 82, 6).

Finalmente, de la siete palabras de Jesús en la cruz, tres están tomadas de los Salmos. La primera cita el Sal 22, 2: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46; Mc 15, 34). La segunda corresponde al Sal 31, 6: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46). Son las últimas palabras de Jesús en los Sinópticos. El cuarto Evangelio añade todavía una tercera tomada del Sal 69, 2: «Tengo sed» (Jn 19, 38). Esta palabra va precedida de una introducción muy significativa, referente a la Escritura: «Sabiendo que todo se había cumplido, para se cumpliera la Escritura, Jesús dijo: Tengo sed».

4. Las Escrituras y Jesús

A Juan se debe la siguiente observación sobre los discípulos de Jesús: «Al principio, sus discípulos no comprendieron estas palabras (se refiere a las palabra de Zac 9, 9s, citadas por Jesús en Jn 12, 15), pero cuando Jesús fue glorificado, las recordaron y cayeron en la cuenta de que aquellas palabras de la Escritura se referían a él y se habían cumplido en él» (Jn 12, 16). En definitiva, es lo mismo que les dijo el Resucitado: «Cuando aún estaba entre vosotros, ya os dije que era necesario que se cumpliera todo lo escrito sobre mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos» (Lc 24, 44).

Jesús no es un exégeta de la Escrituras, sino un exégeta de sí mismo; explica su persona y su obra a la luz de las Escrituras. La primitiva comunidad cristiana fue esclareciendo paulatinamente la identidad de Jesús a la luz de la Escrituras. Todo el Nuevo Testamento está escrito en esta perspectiva. -> evangelios; ley; instituciones.

Félix García López