Encarnación
DJN
 

SUMARIO: 1. El Logos-Verbo-Palabra se hizo carne. - 2. Intencionalidad de la palabra "carne". -3. La "carne" como habitación. - 4. Encarnación "progresiva".


1. El Logos-Verbo-Palabra se hizo carne

Cuando leo el libro del Apocalipsis siempre me llama la atención la chocante contradicción en que cae el Vidente de Patmos al presentarnos a Cristo vencedor. Le ha descrito de muchas maneras y mediante muchos títulos: el Fidedigno, el Rey de Reyes y Señor de Señores, el Cordero, su título preferido, que aplica a Jesucristo veintiocho veces. De pronto afirma que su nombre sólo él lo sabe descifrar. La contradicción está servida. Pero el problema no termina ahí. Aumenta nuestro desconcierto en el versículo siguiente cuando leemos: su nombre es Palabra de Dios (Apoc 19, 11-13). Resulta entonces que, por un lado, su nombre lo él (Cristo) lo puede descifrar y, por otro, que el propio Vidente también lo ha hecho llamándole Palabra de Dios.

Es evidente que cuando Cristo es presentado de esta manera con un nombre enigmático, que sólo él sabe descifrar, el autor profético del Apocalipsis no se refiere a ninguno de los que nosotros utilizamos para designar a las personas. En nuestro texto se habla del "nombre" en el sentido estrictamente bíblico. En dicho mundo, el nombre no etiqueta a las personas sino que las define; expresa todo lo que ellas son y significan. Cuando se habla de un nombre que nadie puede descifrar se está utilizando una expresión que nos introduce necesariamente en el misterio. ¿Quién conoce verdaderamente a Cristo vencedor? El mismo se manifestó en este terreno: Nadie conoce al Hijo sino el Padre... (Mt 11, 27). La expresión del Vidente de Patmos es funcional. Está al servicio del misterio que intenta describirnos y nos está diciendo con ella que dicho misterio desborda toda posibilidad de comprensión por parte del hombre.

Su nombre es Palabra de Dios. Y así es, en efecto, se llama y es la "palabra de Dios" en persona, el Revelador, el que anuncia las cosas últimas y la suerte definitiva de la historia tal como Dios quiere que ocurran, el que lleva a su consumación la revelación de la salvación y del juicio.

Cuando decimos que Dios se hizo palabra suponemos que, desde siempre, se había expresado en ella. La Palabra es la expresión y la concreción del ser mismo de Dios. El Dios expresado desde la eternidad en su Palabra (en "inculturación" perfecta) nos da a conocer el plan eterno que el Dios bíblico-cristiano tenía desde siempre. Y este plan era hablar, darse a conocer, revelarse, manifestarse, dirigirse al hombre, comunicarle sus designios y deseos, acercarse personalmente a él, entrar en relación de proximidad con él en intimidad profunda, regalarle su amistad, buscar un permanente encuentro mutuo.

Esta concreción de Dios en su palabra se ha traducido correctamente en la frase siguiente: hablar de Dios es hablar del hombre. Afirmación que es válida, sobre todo, a propósito de nuestro Dios. No podemos admitir un Dios mudo, lejano, escondido, abstracto, oculto detrás de complicadas e ininteligibles especulaciones filosóficas. Queremos seguir viviendo el desconcierto del antiguo Israel ante la proximidad de su Dios: "¿Hay alguna nación que tenga los dioses tan cercanos a ella como lo está Yahvé, nuestro Dios, siempre que le invocamos? ¿Hay algún pueblo que haya oído, como tú has oído, la voz del Dios vivo...?" (Deut 4, 7. 33).

Dios se hizo Palabra, es decir, se auto-expresó de forma perfecta, se reflejó totalmente, imprimió su imagen y fotografía exactas, hizo un calco idéntico de su propio ser en su Palabra. Esto ocurrió en el principio. En un principio sin principio, que llamamos eternidad. En el marco de la obra creada y del devenir histórico dicha Palabra se hizo hombre. Y su nombre, que es Palabra de Dios, según el Vidente de Patmos, se registró en nuestra historia con el nombre Jesús de Nazaret.

En los escritos joánicos Jesús es presentado como la Palabra personal. Presentación justificada desde la vinculación del título "Logos-Palabra" a su persona. Para la comprensión de este título importante dado a Jesús, para entender a Jesús como Palabra de Dios, como su palabra personal, es necesario tener en cuenta una serie de consideraciones, deducidas del texto bíblico, que enumeramos a continuación:

1a) El título de Logos-Palabra es exclusivo de los escritos joánicos y, en contra de lo que a veces se dice, no es predominante en ellos. Prácticamente sólo aparece en el prólogo del evangelio, en el de la primera carta de Juan y en el libro del Apocalipsis (Jn 1, 1. 14;1Jn 1, 1; Apoc 19, 13). Cuatro veces en total. Esta estadística, cuantitativamente tan poco significativa, tiene una excepcional importancia, como lo pondrán de relieve los números siguientes. En ellos aparecerá la conexión e interrelación entre el Logos-Palabra y las palabras del Logos-Jesús. O. Cullmann lo afirma acentuando la estrecha conexión entre el prólogo y el resto del evangelio. Cuando en el evangelio, fuera del prólogo, es utilizada frecuentemente la palabra logos, en el sentido de palabra de Cristo, desempeña una función salvífica fundamental: pone al hombre ante la exigencia de una opción fundamental definitiva. Y esto debe ser enmarcado en la teología de la identidad del Logos: en el plano de la cristología del cuarto evangelio desempeña un papel importante la consideración de la identidad entre el "preexistente", el "terreno" y el "glorioso".

2a) Al afirmar que Jesucristo es la palabra personal de Dios, se quiere decir que ha sido en él, en su manifestación histórica, donde ha adquirido plena justificación el hablar de la palabra de Dios. El es el fundamento sólido que nos permite hablar de la palabra de Dios. Y ello porque nos encontramos no ante una palabra dicha por Dios, al estilo profético, sino porque dicha palabra es Dios. Se afirma el nuevo modo de ser de Dios. El aspecto controlable del Logos-Palabra preexistentes se halla justificado por su humanidad hablante desde todo su ser y quehacer. La supraterrenalidad divina se describe como inmersa en la terrenalidad humana.

3a) Este fundamento último para poder hablar con prioridad de la palabra de Dios nos explica la frecuencia del término "logos" en el cuarto evangelio. La sobriedad del vocablo utilizado como título se halla compensada ampliamente por la frecuencia con que aparece como nombre o sustantivo. Y es utilizado para designar la palabra de Jesús, las palabras pronunciadas por él. Hasta tal punto que es inevitable pensar que cuando el evangelista habla de la palabra de Jesús está pensando en Jesús en cuanto Palabra. Si las palabras de Jesús son tan importantes es porque son manifestación de la Palabra, que es él mismo. Si la palabra de Cristo tiene una eficacia y un papel escatológico es porque Cristo "es" la Palabra. El Jesús terreno, su palabra, su vida, su muerte y resurrección son la realidad de la Palabra preexistente.

4a) La palabra "logos" significa revelación. Este es el primer significado que subyace en el vocablo, la idea de la revelación. Jesucristo es el Verbo de Dios, que existe antes que el mundo y que, en un momento determinado, fue pronunciado en el mundo. Dicho de otro modo: el oficio de revelador está tan íntimamente ligado a la persona de Jesús que Cristo mismo es la encarnación de la revelación. No son únicamente las palabras de Jesús, sino el hecho mismo de su venida y de su existencia en el mundo son en sí mismos la revelación que Dios hace al hombre. En el Apocalipsis, el Revelador, el cumplidor de la misión divina por excelencia, tiene como nombre propio el Verbo de Dios (Ap 19, 13). Este nombre propio del Revelador indica lo que él es: la palabra personal de Dios.

5a) De lo afirmado anteriormente se deduce con toda claridad la relación existente entre el Logos y la revelación, entre Jesucristo y su misión. Cristo es el Verbo de la vida (Jn 1, 4) en su misma persona, la Palabra personal que, arrancando de la eternidad, llega a los hombres para comunicarles lo que él es. Su misión es inseparable de su persona. En última instancia nos estamos planteando, desde un punto de vista más o menos singular, la pregunta eterna sobre quién es Jesús. ¿Podemos llegar a él desde su funcionalidad, es decir, desde las funciones que realiza?

La suficiencia de la respuesta sobre quién es Jesús, partiendo de sus funciones, está justificada porque la funcionalidad, es decir, aquello que él hace o es para el hombre no es, en realidad, la respuesta última. Sencillamente porque lo que Jesús hace o es para el hombre no lo puede hacer ni ser cualquier hombre. Si Jesucristo lo hace o lo es, es porque es Jesús. Dicho de otro modo, su funcionalidad -o la consideración funcional- es inseparable de su persona, de su ser más íntimo. En definitiva, dicha funcionalidad se halla inseparablemente unida a la consideración esencial u ontológica de su persona.

Aplicado esto a la función concreta de Jesús en cuanto palabra de Dios, de ser la palabra de Dios para el hombre al que habla, a quien se dirige, a quien interpela, a quien constantemente sitúa ante la necesidad de una decisión por la vida o por la muerte, por la verdad o la mentira, por la luz o las tinieblas..., esta funcionalidad de Jesús en cuanto palabra de Dios tiene su justificación y raíz última en que él es la Palabra de Dios. Si habla al hombre con una autoridad verdaderamente decisiva, ello obedece a que él es la palabra de Dios. Su palabra es importante porque es la Palabra, no sólo porque pronuncia determinadas palabras o inculque determinadas enseñanzas. En el plano en el que nos estamos moviendo esto significa que su función está justificada desde su ser...

6a) En correspondencia a la densidad de contenido de esta Palabra, no basta oírla con el oído, aunque a veces el "oír la palabra" tiene ese sentido (Jn 2, 22; 19, 8). Lo importante es el significado teológico de este "oír la palabra". Si la palabra que Jesús anuncia es la revelación divina, este aspecto esencial de la misma exige al oyente no quedarse en la mera audición material, la revelación divina exige ser aceptada u oída con una audición creyente; la revelación divina exige su comprensión en la fe con la consiguiente obediencia que la fe impone; exige aceptar la revelación-manifestación de Dios en un hombre concreto.

2. Intencionalidad de la palabra "carne"

Esto nos obliga a volver nuestra mirada directamente al evangelio de san Juan. Únicamente él relaciona la presencia de Dios con la carne. El Verbo-Logos-Palabra se hizo carne (Jn 1, 14). La aceptación de dicha presencia se convirtió en el cristianismo original en el criterio de la verdadera fe: "En esto distinguiréis si son de Dios: aquel que reconozca que Jesucristo es verdadero hombre (= que vino en carne, dice el texto griego), es de Dios; el que no lo reconozca como tal, no es de Dios sino del anticristo" (1Jn 4, 2-3). "Porque han aparecido en el mundo muchos seductores, que no reconocen a Jesús como el Cristo hecho hombre (= que vino en carne). Quien así lo manifiesta es el seductor, el anticristo" (2Jn 7).

Junto al anuncio de que Dios había venido a nuestro mundo era necesario afirmar e/ modo de dicha venida, el nuevo modo de ser del Verbo-Logos-Palabra desde que aterrizó en nuestra historia. Era necesario reconocer la aceptación plena del ser humano o ser hombre sin abandonar su categoría de Palabra de Dios. Se niega rotundamente la manifestación de Dios mediante la utilización momentánea de un ser humano, a modo de "medium" o de "altavoz" para darse a conocer y, al mismo tiempo, que se trate de un mito más sobre cualquiera de los múltiples reveladores a los que han recurrido todas las religiones de la historia.

El Verbo-Logc Palabra se hizo carne Las tres razones que aducimos a continuación son las más importantes por las que el evangelista eligió el vocablo carne:

a) Con ella se pone de manifiesto, en primer lugar, la condescendencia divina. La "carne" indica la debilidad, la pobreza y fragilidad del ser humano. Pues bien, Dios se dignó hacerse como nosotros; se hizo uno de nosotros; asumió todas las grandezas y limitaciones del ser humano. Se hizo semejante en todo a nosotros; en todo, menos en el pecado (Heb 4, 15). Esto es lo que comenzaron a llamar los padres griegos la condescendencia divina (Fip 2, 7ss: "...se anonadó a sí mismo tomando la condición o la forma (= morfé) de esclavo, haciéndose semejante a los hombres. Y tenido en lo externo como hombre"). La "condescendencia divina" consiste en la unión de la subliminidad divina con la insignificancia humana. Entre ellas existe una distancia infinita que únicamente puede salvar el puente de un amor infinito.

Según la mentalidad bíblica la encarnación se halla reflejada en la idea de una venida a la carne entendida de modo existencial e histórico como humanidad frágil, sujeta al sufrimiento y que encuentra su momento culminante en la muerte de cruz, para elevarse a través de la cruz hacia la transfiguración de la gloria. La tradición cristiana no se interesa mucho por una encarnación entendida como realidad esencial, aislada del realismo de la venida temporal e histórica y sobre todo del acontecimiento pascual. No podemos terminar esta primera razón de haber utilizado el evangelista la palabra "carne" sin copiar el texto siguiente: "Porque también Cristo murió de una vez para siempre por los pecados, el justo por los injustos, con el fin de conducirnos a Dios, habiendo muerto según la carne, pero siendo vivificado por el Espíritu" (1 Pe 3, 18).

b) Frente a los gnósticos era de vital importancia la existencia en "la carne" . La gnosis defendía la incomunicabilidad del mundo de arriba, el de Dios, con el de abajo, el del hombre. Para esta mentalidad la afirmación cristiana Jesús es el Hijo de Dios implicaba la negación de la verdadera, de la muerte y de la eucaristía. Para los gnósticos, Jesús, a lo sumo, había sido el medium del que se sirvió el Cristo celeste para comunicar al hombre el conocimiento revelado o la gnosis salvadora. El Cristo celeste había "utilizado" a Jesús desde el bautismo hasta la pasión en que le abandonó. Frente a esta tendencia, existente ya en el cuarto evangelio y de modo mucho más acusado en la primera carta de Juan, sus autores insisten de manera muy particular en los tres puntos que los gnósticos hacían incompatible con la fe cristiana: la encarnación (Jn 1, 14; 1Jn 4, 2-4), la muerte (Jn 19, 17-41) y la eucaristía (Jn 6, 51 b-58).

El misterio de la encarnación era absolutamente incompatible con el mito gnóstico del revelador cósmico que desciende y que asciende, sin asumir en esta trayectoria una historia verdaderamente terrena, verdaderamente humana. De ahí que el evangelista deje clara constancia de que en la encarnación no se trata de un acontecimiento exterior ni de un mito para expresar una obra intemporal de Dios en una esfera abstracta o puramente interior a la conciencia humana, sino de una asunción plena y total del ser hombre sin dejar de ser Logos.

c) Al establecer el realismo de la encarnación, la mentalidad del evangelista pretende acentuar también el realismo de la eucaristía, al que acabamos de hacer alusión. El Logos se hizo carne. Esta es la frase esencial que nos está ocupando. La citamos, una vez más, no por sí misma sino para yuxtaponer a ella la relativa a la eucaristía: Es necesario comer la carne (en ambos casos, a propósito de la encarnación y en referencia a la eucaristía es utilizada la misma palabra griega: sarx. La eucaristía es la continuación o la prolongación de la encarnación, aunque sea en una "carne transfigurada, resucitada". Pero el evangelista la pone de relieve para destacar el realismo de ambas. Una confirma a la otra y le da su verdadero sentido. Ya por entonces se negaba el realismo de ambas. "No confiesan que la eucaristía es la carne del Señor", afirma Ignacio de Antioquía. La afirmación de la realidad de la carne, a propósito de la encarnación, justifica la afirmación de la realidad de la eucaristía, aunque en ella la "carne" sea visible únicamente a través de la fe, que viene en ayuda de la deficiencia de los sentidos, como afirma el himno eucarístico.

d) De la Palabra proceden las palabras y los hechos: éstos son palabra y ésta es hecho. Se acentúa así la intención y dimensión salvíficas de la Palabra hecha carne. Se acentúa igualmente su aspecto de existencialidad al cual ya nos hemos referido y que ahora vamos a desarrollar brevemente. El cuarto evangelio habla de "permanecer en la palabra" (Jn 8, 31), de "guardar la palabra" (Jn 8, 31) o de la audición creyente de la palabra que da la vida (Jn 5, 24). La palabra de Jesús se identifica de este modo con lo que hoy designamos con el vocablo "kerigma". La palabra de Jesús no es la simple voz articulada, como la expresión de los pensamientos y de los sentimientos de una persona, sino que se identifica con la "palabra de Dios" (Jn 17, 14), con la verdad absoluta (Jn 17, 17).

Así se establece una especie de camino de ida y vuelta: partiendo del Logos como título cristológico, como designación personal de Jesús, se llega a comprender el alcance y la validez de las palabras de Jesús. Y partiendo de las palabras de Jesús descubrimos la razón última por la cual estas palabras pueden ser aducidas como definitivas. Lo son sencillamente porque son las palabra del Logos, palabras pronunciadas por la Palabra, palabras en las que, de algún modo, se expresa la Palabra.

En todo caso, el Logos es el vértice en este camino de ida y vuelta. Y es preciso tener en cuenta que esta afirmación no queda reducida al ámbito del evangelio de Juan. Debe extenderse a toda la Biblia. Todas las palabras anteriores, todo el AT, en cuanto palabra de Dios, caminan hacia ésta buscando en ella su verdadero sentido y adquiriendo en ella su finalidad última. Y todas las palabras posteriores arrancan de esta Palabra como de único fundamento sólido: las palabras de la Iglesia en cuanto predicación y anuncio, en cuanto palabra cúltica, litúrgica y sacramental, la misma palabra eclesial o la Iglesia en cuanto sacramento... tienen en esta Palabra su auténtica justificación. Esta Palabra es la que da sentido a la prehistoria cristiana, lo que entendemos como el A. T., y a la historia cristiana, al tiempo y actividad de la Iglesia, después que fue pronunciada en nuestra historia.

La coincidencia entre lo que Jesús dice y lo que Jesús es, explica el carácter decisorio de la Palabra y de las palabras de Jesús. La suerte del hombre se decide por su actitud ante ella y ante ellas: "El que cree en él no es juzgado; pero el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios" (Jn 3, 18). De este modo se pone de relieve el poder escrutador de la palabra de Dios, su doble dimensión de ser palabra de salvación o de juicio, de gracia o de desdicha. El autor del Apocalipsis utiliza la misma metáfora con el fin de presentar a Cristo como juez que actúa con firmeza e imparcialidad (Ap 1, 16; 2, 12; 19, 21).

Esta palabra-hecho salvador exige al hombre situarse seriamente ante ella y decidirse por su oferta; no actúa mágicamente; potencia el ser mismo del hombre que se realiza mediante la decisión.

La contemplación de la encarnación implica los tres aspectos de la Palabra hecha carne: la preexistencia. la coexistencia y la proexistencia. Todo esto es posible porque el Logos, Cristo, es la Palabra hecha carne. Nuestra extrañeza ante la afirmación de la preexistencia deja de ser tal si tenemos en cuenta la mentalidad judía que constituye una buena preparación para la comprensión de la misma. En la mentalidad judía la preexistencia cronológica no era novedad alguna. Un judío contemporáneo de Jesús no veía nada extraordinario en que se afirmase dicha preexistencia. Para ellos, todos los hombres eran vistos desde la preexistencia. Porque para Dios ya es realidad todo aquello que puede ocurrir en el devenir del tiempo posterior. Por eso el acento de la presencia de Jesús prescinde de todo tipo de especulación cronológica sobre el "ahora, el antes o el después".

En cuanto a la coexistencia el "hacerse carne" subraya plenamente la condición humana con todas las etapas que la componen, desde la concepción hasta el último momento de la realización de la propia vida. A ello alude o hace, más bien, clara referencia la expresión de la condescendencia divina: El Logos asumió, aceptó y vivió nuestra pobreza humana. Remitimos a lo dicho sobre el anonadamiento, sobre la forma (= morfé) de siervo, que se opone o está en el extremo opuesto de la forma (= morfé) de Dios.

En cuanto a la postexistencia, la Palabra encarnada encontró muchos modos y formas para seguir presente entre nosotros. Por algo nos hizo la promesa firme de permanecer con nosotros hasta el fin del mundo (Mt 28, 20): presencia en su palabra, en el evangelio, en su Cuerpo, que es la Iglesia, en aquellos hombres que constituyeron sus preferencias mientras vivió entre nosotros, en el amor, en los sacramentos, entre los cuales debemos destacar el de la eucaristía. Juan Pablo II lo ha dicho con bellas y profundas palabras: "El dos mil será un año intensamente eucarístico, en el sacramento de la eucaristía el Salvador, encarnado en el seno de María hace veinte siglos, continúa ofreciéndose a la humanidad como fuente de vida divina" (TMA, 55) y, naturalmente, en su garantía de la vida futura o en la acentuación de su dimensión escatológica.

3. La "carne" como habitación

El carácter decisorio de la Palabra, que es Jesús, y de las palabras, que él pronuncia, se explica teniendo en cuenta que la palabra que Dios pronuncia no puede separarse de Dios mismo (Jn 1, 1-2). El Logos es Dios mismo en su revelación: el Verbo era Dios. El Logos es el Dios que se revela, que se comunica, porque es Dios mismo en acción, tanto en la creación como en la redención, aunque de distinto modo y con distinta intensidad. En todo caso, es claro que el Logos es creador y redentor. Dios ha querido revelarse, autocomunicarse, en una vida humana y a través de ella. De ahí que toda acción reveladora de Dios sea fundamentalmente cristológica.

La encarnación de Dios en nuestro mundo convierte a Jesús en el Ésjaton, es decir, en la última intervención de Dios en nuestra historia. Esta es la razón por la cual, como afirma el Papa "continúa ofreciéndose a la humanidad como fuente de vida divina". Su presencia múltiple entre nosotros nos regala la existencia cristiana, que es la existencia escatológica, la última, la novísima, de tal manera que los novísimos entran en nuestro mundo aquí y ahora para cada uno. Para lograr esta maravillosa realidad se hizo necesaria la presencia de Dios en medio de su pueblo. Ya el antiguo pueblo de Dios había considerado como su máxima gloria que "su Dios viviese siempre en medio de ellos".

Esta presencia en su culminación convirtió a la encarnación en una realidad permanente: Habitó entre nosotros. El verbo correspondiente (= schakan, en hebreo, y con una clara asonancia en el griego skenoo) evoca inevitablemente la presencia de Dios en medio de su pueblo. En el mundo judío el verbo indicado y la realidad a la que apunta recibieron el nombre de shekina. Con este término se expresaba el gran tema y la máxima gloria de Israel que estaba centrada en la presencia de Dios en medio de su pueblo, así como la historia de dicha presencia. Es célebre, y casi idéntica a una de las frases de Jesús, la expresión siguiente: "Donde están dos reunidos en mi nombre para estudiar la Ley, la shekina está en medio de ellos". La misma frase es aplicada por Jesús a su persona (Mt 18, 20).

La carne asumida por el Verbo-Logos-Palabra es la auténtica shekina, con sus matizaciones más profundas e íntimas. Entre éstas destaca la de su presencia permanente, a diferencia de "la tienda" de los nómadas, que se desplazaba con ellos e iba adonde ellos fuesen; la encarnación del Verbo es esta presencia permanente de Dios con su pueblo, con su historia y con el hombre que la realiza. La shekina judía se halla concretada de manera muy singular en nuestra eucaristía. Las diversas presencias de Dios entre los hombres de algún modo se concentran y sintetizan en ella: la nueva creación, la elección, la vocación, la promesa, la peregrinación, la perspectiva del lugar de descanso.

En el presente subtítulo, Las palabras de Jesús y su filiación divina pretendemos descubrir la razón última por la que tanto Jesús como sus palabras, él en cuanto Palabra personal y su enseñanza manifestadora de la Palabra, tienen la importancia decisiva que hemos visto. Y esta importancia se halla justificada y respaldada desde su filiación única. El es el Hijo. Precisamente por eso es el revelador del Padre. El punto de partida de este nuevo paso debe verse en la naturaleza misma de Dios. El Dios bíblico-cristiano, nuestro Dios, es invisible: "A Dios nadie le vio jamás" (Jn 1, 18). Por tanto, queda excluida la visión -de la que presumían los gnósticos para entrar en comunicación con Dios- como medio de acceso a él. Es preciso que Alguien nos hable de él, y que ese alguien lo sepa "de buena tinta" para que pueda hablarnos de Dios con autoridad, con absoluta fiabilidad: "El Hijo único, que está en el seno del Padre, ése es el que nos lo ha dado a conocer" (Jn 1, 18b).

El mismo evangelio de Juan nos orienta de forma clara en esta idea. Junto a la presentación de Jesús como Logos -al que es esencial la idea de revelador-revelación- nos ofrece como expresiones asociadas al Logos las de Zeós = Dios, y Monoguenés = único o unigénito. De esta forma se nos está diciendo que la autoridad de la palabra de Jesús y la de él mismo en cuanto Palabra está en la conjunción de la actividad de revelador y de su condición de Hijo.

Es cierto que no puede hablarse de la identificación de Logos y la de Hijo. Cada uno de los títulos tiene sus características propias y específicas. Sin embargo, tanto Logos como Zeós y Monoguenés se refieren a un mismo sujeto, que es necesario ver como preexistente, más allá del tiempo y del mundo. El Logos es Dios en Dios, mediador de la creación y portador de la revelación, y esto de forma absoluta y en virtud de su manifestación en la carne. El es el Verbo de Dios en la carne. Cuando nosotros lo encontramos como Palabra y en sus palabras es preciso tener en cuenta todo el proceso de "la teología de la palabra" que, arrancando de la eternidad, llega a nosotros en una trayectoria paulatina y progresiva a través de todo el A. T. y culminando en la persona de Jesús, hemos seguido el largo proceso recorrido por el Logos para "habitar" en medio de nosotros. En él confluye toda la teología de la Palabra y de los demás términos afines, como son, sobre todo, la Ley y la Sabiduría.

En esta misma línea nos orienta el texto sobre la revelación concedida a los pequeños: "Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos. Sí, Padre, porque así te pareció bien. Todo me ha sido concedido por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiera revelárselo" (Mt 11, 25-27). Jesús es, en efecto, el Revelador, pero ¿por qué? Porque es el Hijo. Cada vez parece más claro que esta sentencia de Jesús tiene como base la experiencia doméstica. ¿Quién conoce mejor al padre de la casa que sus hijos? ¿Quién conoce a los hijos mejor que el padre? Jesús, partiendo de esta experiencia familiar, se sirve de ella para justificar la revelación que él hace. Puede hacerla porque es el Hijo y conoce bien al Padre y porque el Padre le ha confiado todos sus secretos. En definitiva; Jesús es el Revelador, la Palabra última y definitiva de Dios, porque es el Hijo "que está en el seno del Padre" (Jn 1, 18). El "estar en el seno de alguien" es la imagen que, en el lenguaje humano, indica mayor intimidad, conocimiento más profundo, comunicación exclusiva, donación total.

La parábola de los viñadores homicidas distingue claramente entre los siervos y el Hijo (Mt 21, 3ss). Evidentemente, los siervos son los distintos profetas enviados por Dios a su pueblo. Y la razón por la cual el dueño de la viña tiene esperanza de que los labradores respetarán al último enviado es porque se trata de su Hijo.

La parábola constituye una verdadera iluminación de toda la historia salvífica. Dios quiso que, a lo largo y a lo ancho de la misma, no faltase nunca el ejercicio del ministerio profético. Los profetas levantaron su voz recordando los "derechos de Dios" expresados en las cláusulas de la alianza. . El último portavoz se halla en la misma línea profética. Anuncia las palabras de Dios porque es la Palabra de Dios. Se halla inmerso en el ejercicio del ministerio profético y al mismo tiempo lo supera. Y ello porque es el Hijo: enviaré a mi Hijo. El es el último recurso: Dios habla en su Hijo y por su medio.

4. Encarnación "progresiva"

Según la expresión paulina la encarnación tuvo lugar cuando "llegó la plenitud de los tiempos" (Gal 4, 4). Esta afirmación nos abre claras perspectivas en relación con el pasado y con el futuro. No cabe duda que existe una diferencia radical entre el tiempo bíblico y el tiempo cósmico. La pregunta es si son tan diferentes que cada uno marche por su camino, que se desarrollen en líneas paralelas, que no haya posibilidad alguna de contacto entre ellos. Decir que el tiempo bíblico se desarrolla en el marco mucho más amplio del tiempo cósmico es una solución de emergencia depauperadora de una realidad inmensamente rica.

Nosotros hablamos de la encarnación como de una segunda creación. El enjuiciamiento obligado de nuestra misma manera de hablar nos obliga a pensar en la creación primera. Fue la primera salida de Dios de sí mismo. Al menos así nos lo presenta la Biblia, aunque sea preciso alejarnos del aspecto precientífico de sus planteamientos. La presentación creacional de la Voluntad Soberana nos exige pensar en un caminar constante, en una evolución permanente en la que el tiempo, en su globalidad total, alcance su sentido desde "la plenitud de los tiempos". Estaríamos hablando del sentido cósmico de la encarnación. En ella encontraría el mundo su sentido, su centro y su unidad contemplada, sobre todo, en su perspectiva final.

La acción creadora de Cristo, tan destacada en Col 1, 16-17 —intervención de Cristo en la creación— y la actividad salvadora de Dios son vistas por Pablo como una realización histórica de su eterno amor al hombre. El hombre está destinado a reflejar tanto su creaturidad primera, la de ser criatura de Dios, como su creaturidad segunda, el ser criatura de Cristo: "La verdadera imagen de Dios no está tanto en el principio, sino en la meta de Dios con la humanidad" (J. Moltmann).

Adoptando la perspectiva evolutiva, desde una concepción global del mundo, el énfasis debe ponerse en la realidad última, en la parusía como coronación de la historia, la cual supera en calidad y en novedad al comienzo del mundo. Como dice Teilhard de Chardin "Todas las inverosimilitudes (de la antigua teología) desaparecen y las expresiones más atrevidas de Pablo adquieren fácilmente un sentido actual cuando el mundo se descubre pendiente, en su aspecto consciente, de un punto de convergencia omega y cuando, en virtud de su encarnación, Cristo aparece investido de las funciones de omega". "El Cristo de la revelación, no es más que el punto omega de la evolución".

¿Difiere mucho el apóstol Pablo cuando afirma que en Cristo reside la plenitud o la plenitud de la divinidad corporalmente, Col 1, 19; 2, 9? La "pleromización" (= pleroo, en griego, significa llenar copiosamente un recipiente, en este caso una persona) o "cristogénesis" apuntan hacia el triunfo cósmico de Cristo. La visión dinámico-evolutiva del mundo ha permitido a Teihard de Chardin integrar las ideas de creación y redención en un plano más unitario, donde la figura de Cristo emerge como centro del universo y meta del proyecto creativo divino (punto omega): todo el proceso evolutivo, por dirigirse hacia Cristo, es al mismo tiempo creativo y salvífico.

Frente a la consideración clásica de la encarnación para redimir al hombre del pecado, será necesario recordar que ya Duns Escoto (1274-1308) centra la encarnación en la predestinación de Cristo, a quien corresponde el primado de la creación. De ahí que no sea posible decretar la encarnación para reparar el pecado del hombre, sino sólo para dar a lo creado la posibilidad de realizar la gloria suprema de Dios.

A nosotros se nos exige desprendernos de unas categorías demasiado estáticas en una teología de la encarnación y aceptar un tipo de reflexión capaz de integrar más certeramente la creación y la redención en el único plan salvífico. La encarnación no puede considerarse simplemente como un segundo tiempo, como una segunda intervención de Dios, adecuadamente distinta de la intervención creadora y condicionada por el hecho histórico del pecado. En realidad incluye lo creativo y lo soteriológico como aspectos distintos de una voluntad electiva de Dios sobre el hombre y su mundo. La encarnación no es un hecho contingente que se añada a una historia ya constituida sin él, sino que expresa una ley esencial que regula las relaciones entre Dios y el mundo en la visión cristiana (M. Bordoni).

Si la encarnación expresa una constante histórica del único y eterno plan creacional y salvífico de Dios, la fe cristiana, como respuesta libre y cooperación del hombre a la realización de las intenciones últimas de los designios de Dios, posee también una dimensión de encarnación. De hecho, el estado "desencarnado". de la fe cristiana ha sido una de las principales causas de la descristianizacióm de los ambientes tradicionales de fe y del fracaso de la misión eclesial. Estos hechos exigen recuperar la encarnación de la fe y mostrar el amor del creyente al hombre y a su mundo. "El cristianismo sólo logrará la salvación encarnándose según su propia fórmula, es decir, poniéndose decididamente en el centro y en el vértice de ese movimiento espiritual, social y tangible, que hemos llamado el frente humano" (Teilhard de Chardin).

Muy probablemente la consideración y autodenominación única del Encarnado como "Hijo del hombre" sea inseparable de la concepción del hombre en su proceso de realización hasta alcanzar la plenitud del ser humano en el Hombre, el "Ecce Horno" del evangelio de Juan. -> logos palabra; Ecce Homo; revelación.

BIBL. - Pueden consultarse muy provechosamente los siguientes comentarios al evangelio de san Juan: R. E. BROWN, El evangelio según san luan, Madrid, 1979; R. SCHNACKENBURG, El evangelio de Juan, Herder, 1987; X. LEÓN-DUFOUR, Lectura del evangelio de Juan, a partir del año 1989, y todavía falta el último tomo; F. F. RAMOS, Evangelio según san Juan, en "Comentario al Nuevo Testamento", Casa de la Biblia y otras editoriales; M. BoRDONI, Encarnación, en "Nuevo Diccionario de Teología", Cristiandad, 1982; SCHWEIZER, BAUMGÁRTEL, MEYER, Sarx, Sarkikós, Sárkinos, en el magno diccionario TWzNT; A. FEUILLET, El Prólogo del cuarto evangelio, Madrid, 1970; J. B. METZ, Teología del mundo, Salamanca, 1970.

Felipe F. Ramos