Autorretrato.
¿Qué nos dice Jesús de sí mismo?
DJN
 

SUMARIO: 1. Presentación. — 2. Mi salida de Nazaret: a) Primer acercamiento a Juan el Bautista. b) La teofanía bautismal. c) Comparación explícita con Juan. — 3. Plenitud de Dios: a) El Reino y el Evangelio. b) La cercanía del Reino se hace presencia. c) El Reino y el Evangelio en audiovisuales. d) La salvación vinculada al Reino. -4. Paradoja inevitable: a) Llamada de urgencia. b) Dos mundos contrapuestos. c) Obligatoriedad de la decisión. d) Parábolas de crecimiento. e) Narraciones ejemplares. f) Nueva jerarquía de valores. g) Responsabilidad personal. h) Una nueva familia. i) Encarnación de las parábolas. -5. Los exorcismos avalan mi autoridad. -6. La conciencia como principio de mi actuación. -7. Los "Yo soy".

El intento de reconstruir el autorretrato de Jesús se estrella inevitablemente ante el reconocimiento unánime de la imposiblidad de llegar hasta sus mismas palabras, salvo en rarísimas ocasiones. Nos ocurre con su retrato lo que comprobamos en los talleres de restauración en relación con las imágenes antiguas en las que fueron plasmados sus diversos pensamientos, sentimientos y acciones. El original ha sido retocado por tantas manos y de tal manera que resulta sumamente difícil, incluso imposible a veces, recuperar su forma primera. Esto es absolutamente cierto. Pero no lo es menos que, una vez eliminadas las distintas capas de pintura añadidas con poca fortuna en circunstancias de diversos tipos, la figura de Jesús y su personalidad única, su representación auténtica, su verdadera identidad y su mensaje de permanente actualidad puede llegar hasta nosotros con toda su figura trascendente.

A él le concedemos la palabra, conscientes de que si no salieron así de su boca, incluso cuando son pronunciadas en primera persona, ellas reflejan su ser, querer y quehacer, y que las avalaría con toda su autoridad. Incluso no tendría inconveniente en reconocer que sus portavoces le han interpretado mejor de lo que lo hubiese hecho él mismo.

1. Presentación

Me llamo, Joshúa ben Joseph (= Jesús hijo de José). Con este nombre figuro en el registro civil de mi pequeña ciudad, llamada Nazaret, situada en la Baja Galilea. La intervención extraordinaria del autor de la vida para mi llegada a este mundo trasciende el saber histórico y pertenece al campo del misterio. De ello se han ocupado los teólogos y siguen haciéndolo hasta el día de hoy.

Nací en el seno de una familia, humilde, numerosa (no tengo por qué renunciar a los cuatro hermanos y, al menos, dos hermanas, que mis portavoces me atribuyen, Mc 6,3), trabajadora y muy religiosa. Asistí a la escuela primaria, la betha-sefer o "escuela del libro". En ella se enseñaba una especie de introducción a la lectura de la Biblia. Allí aprendí el hebreo, que "repasaba" en mi asistencia habitual a la sinagoga y que me sirvió, a veces, en mis discusiones sobre la Escritura con los escribas y fariseos. Cuando me dirigía a los campesinos judíos corrientes debía hacerlo en su propia lengua, que era el arameo. Tuve necesidad de iniciarme también en el griego por razones profesionales y para comunicarme con los gentiles, aunque pudiese servirme de intérpretes, como eran los dos discípulos que únicamente tienen nombre griego, Felipe y Andrés. No aprendí el latín porque no me interesaba para nada. Pero en un país cuatrilingüe, que yo fuese un judío trilingüe no está nada mal.

Por ser yo el primogénito, José, el padre de familia, se interesó cuanto pudo para inculcarme todo su saber religioso centrado en la Biblia. Incluso se las arregló para que pudiese ampliar mis estudios en la escuela superior, la bet-ha-Midrash, bajo la dirección de algún maestro especializado, y a la que asistí mientras pude.

Sin esta formación bíblica no hubiese adquirido la competencia requerida para intervenir en la sinagoga interpretando determinados textos de la Biblia, sosteniendo discusiones con los maestros o rabinos sobre la forma en que era y debía ser interpretada, estableciendo el recto camino de la revelación divina que había sido tergiversado mediante la manipulación de la Biblia hebrea haciéndola decir aquello que convenía a los dirigentes espirituales del pueblo.

Mi presentación en el templo a los doce años escuchando a los maestros de la Ley y haciéndoles preguntas es una hipérbole lucana (Lc 2,4651), justificada desde la convicción y el reconocimiento del que, después de su resurrección, fue constituido en su Señor. Por entonces, mis conocimientos eran, y lo fueron siempre, muy limitados y estaban centrados en el campo de mi especialización religiosa. El mismo Lucas me descendió de esa hipérbole alucinante afirmando mi crecimiento en todos los sentidos

El mismo Lucas afirma que yo iba desarrollándome en todos los aspectos del ser humano con la normalidad habitual (Lc 2,52).

Como ya he dicho yo soy Jesús de Nazaret. Pretender atribuirme un conocimiento ilimitado partiendo de mi identificación con la segunda persona de la Stma. Trinidad es propio de especulaciones de otros tiempos, inaceptables hoy.

El pensamiento teológico serio se desarrolla en otra dirección. "Si en Jesucristo no hay otro conocimiento que el divino, entonces no conoce nada. El conocimiento divino no es un acto del alma humana, pertenece a otra naturaleza". Así se expresó ya santo Tomás. Para los escolásticos el conocimiento se adquiere por la naturaleza, y Dios y el ser humano conocen por distintos medios: Dios conoce inmediatamente y no conceptual mente; el conocimiento humano se hace por abstracción y es conceptual. Por tanto, el conocimiento divino no es transferible al ser humano. Precisamente por su limitación. Algunos escolásticos intentan "arreglarlo" -por lo que a mí se refiere- recurriendo a la visión beatífica, a un conocimiento infuso. K. Rahner, U. von Balthasar, J. Galot... lo niegan. Su afirmación es terminante: Jesús no tuvo un conocimiento ilimitado.

No disponíamos de libros para nuestro aprendizaje. La enseñanza religiosa recibida por vía oral debía ser memorizada. Yo me considero entre los privilegiados porque tuve acceso a la lectura de los textos sagrados; en mi asistencia habitual a la sinagoga de Nazaret fui familiarizándome con la utilización "oficial" de la Biblia, y cuando los conocimientos de José no sabían responder mis preguntas pedía auxilio a algún amigo suyo más preparado que él para resolver mis problemas. Esto me llevó a adquirir un dinamismo bíblico y una interpretación de la Escritura que chocaría posteriormente a aquellos que desconocían mi "curriculum vitae": ¿Cómo es posible que este hombre sepa tanto sin haber estudiado? (Jn 7,17).

En el aspecto profesional fui iniciado en la "carpintería para todo" en la que José se hacía cargo de los problemas que inevitablemente surgen en toda sociedad campesina. Incluso llegamos a "trabajar para fuera". A cinco kilómetros de Nazaret, con sus escasos 2000 habitantes, estaba la gran ciudad Séforis que buscaba determinada actividad artesanal fuera de ella. Los encargos recibidos eran atendidos con la celeridad debida. Por otra parte contábamos con los productos agrícolas de un pequeño cultivo de propiedad familiar. De todo ello puede deducirse fácilmente que nosotros vivíamos con cierta holgura en aquella sociedad campesina precaria. No éramos más pobres que la mayoría, ni mucho menos.

El ser del linaje de David no influyó en absoluto para mejorar nuestra situación económica. Y tanto esa atribución como mi nacimiento en Belén, creencia derivada de la anterior, pueden ser consideradas muy bien con lo que hoy los doctores en la materia llaman un "teologúmeno", es decir, una afirmación que pretende poner de relieve una enseñanza teológica. Cierto que se me aplicó el título de "hijo de David". Y me agradaba que lo hicieran. De este modo me recordaban lo que esperaban de mí: que fuese como David, liberador y superador de las influencias nefastas que pesaban sobre aquellas pobres gentes.

Mi familia poseía un orgullo religioso encomiable. Los nombres impuestos a sus miembros evocan sus orígenes gloriosos, los del pueblo elegido, y son, al mismo tiempo, una esperanza y anticipo de la novedad esperada para el futuro. José se llamaba uno de los hijos del patriarca Jacob; el nombre de mí madre, María, Miryam en hebreo, era el de la hermana de Moisés; el mío coincide con el que llevaba la persona que sucedió a Moisés al frente del pueblo de Dios al que introdujo en la tierra prometida; mis cuatro hermanos, Santiago, José, Simón y Judas, están en estrecha relación con el origen de las tribus de Israel: Jacob (= Santiago) y con tres de esos doce hijos tribus (José, Simón = Simeón y Judas =Judá).

En cuanto a mi estado civil fui célibe. Opté por el celibato por motivos religiosos, por mi vida itinerante impulsada por una misión profética absorbente, por exigencias del Reino "me hice eunuco por su causa" (Mt 19,12). Nada de particular, por tanto, que mi autorretrato, incluyendo en él las ampliaciones e interpretaciones añadidas, no hable para nada de mi mujer ni de mis hijos...

El celibato era un estilo de vida extremadamente inusitado, pero suficientemente conocido. En el siglo primero de nuestra era Josefo y Filón de Alejandría hablan y elogian su práctica entre algunos grupos judíos marginales (esenios y terapeutas) y lo mismo hace Plinio. En el A. T. se halla encarnado en la gigantesca figura del profeta Jeremías, que lo interpreta como su mensaje profético, anunciador de un destino funesto inminente como castigo por las apostasías del pueblo de Dios. El judaísmo consideró como célibe a Moisés a partir del momento en que entró en contacto directo con Dios para ser su instrumento en el campo de la revelación. Los rabinos no veían como laudable este género de vida, aunque reconocían las excepciones que eran motivadas por "amor a la Torá".

Nací y viví toda mi vida como laico. No podía encajar en las categorías contemporáneas de un sacerdocio levítico hereditario, clasista y ambicioso. Mi oposición más radical la tuve con los saduceos, en su mayor parte sacerdotes y miembros de la aristocracia laica de Jerusalén. Ya antes de desenmascarar su indignante parodia sobre la resurrección (Mt 12,18-27 y par.) les eché en cara su error en la interpretación de la Escritura. A veces mantuve un diálogo relativamente distendido con los fariseos, escribas y con los dirigentes en general. Mi relación con el sacerdocio siempre se movió en una mutua hostilidad manifiesta. Para ellos yo era un laico religiosamente comprometido que parecía una amenaza para el poder de un grupo de sacerdotes encastillados.

La visión y exaltación de mi sacerdocio eterno, siendo un laico, es fruto de las especulaciones cristianas posteriores a mi muerte, que cristalizaron de manera singular en la carta a los Hebreos. Sólo en ella, dentro de todo el N. T. soy llamado sacerdote y sumo sacerdote. Pero, junto a esta afirmación, quiso salvar la auténtica realidad subrayando las frases siguientes: "Ahora bien, si viviese en la tierra, ni siquiera sería sacerdote, porque ya hay quienes ofrezcan dones según la Ley". "Porque es sabido que nuestro Señor nació de la tribu de Judá, de la cual nada dijo Moisés acerca de los sacerdotes" (Heb 8,4; 7,14). Ambos textos demuestran que, mientras viví en la tierra, incluso para el autor de la carta a los Hebreos, yo fui un judío laico, no un sacerdote.

2. Mi salida de Nazaret

La cuestión religiosa me tenía seriamente preocupado. Era evidente que la trayectoria marcada por los "dirigentes espirituales" del pueblo judío no era la que Dios quería. Afortunadamente llegaron a Nazaret los ecos de un movimiento penitencial que había surgido en torno a la predicación, junto al Jordán, de Juan el Bautista. Por lo visto, él hablaba de un juicio inminente y exhortaba a recibir un bautismo para el perdón de los pecados. Un grupo de personas nos decidimos a comprobar personalmente los comentarios percibidos. Y, efectivamente, comprobamos que la información recibida no solamente era exacta sino que se había quedado corta.

a) Primer acercamiento a Juan el Bautista

La voz del Bautista sonaba como un trueno amenazador cuando hablaba de la ira divina que se cernía sobre todos por igual. La intervención divina aplicaría el mismo rasero para todos. La "élite espiritual" del pueblo no tenía ningún derecho especial reconocido por Dios. Serían tratados incluso con mayor dureza que "las gentes de la tierra", consideradas como malditas por su desconocimiento de la Ley, la gente sencilla del pueblo (Jn 7,49), precisamente por su "mejor" conocimiento de Dios y su mayor responsabilidad en la dirección equivocada de su pueblo (Mt 3,7-10). Era un inevitable e incontenible regocijo el oír la voz de aquel profeta singular que trataba a los más piadosas y devotos en apariencia con mayor rigor que a los que nos encontrábamos en el grupo de los pecadores.

La ira de Dios se aplacaría únicamente mediante la aplicación de su poder salvador. Y éste suponía la decisión de aceptar la gracia salvadora manifestada en el bautismo de penitencia que el Bautista administraba y el consiguiente cambio de vida y de conducta que exigía a cada persona teniendo en cuenta la profesión de cada uno. Además, esto era urgente. La predicación de Juan, en vuestras categorías de hoy, sería calificada de escatología inminente: Ya está puesta el hacha a la raíz de los árboles y todo árbol que no dé buen fruto, será cortado y arrojado al fuego: (Mt 3, 10). Es Dios mismo quien tiene puesta el hacha en la raíz de los árboles.

Lo que más me impresionó al oír aquella predicación tan objetiva, interpelante y comprometedora fue la sinceridad de una persona que era consciente de su papel anunciador del drama escatológico, pero que se consideraba como una figura de transición hacia alguien o hacia algo que sería el que o lo que llevase a la perfección aquello que él anunciaba. ¿Quién sería aquella persona "más fuerte que él"? Debo afirmar, antes de seguir adelante, que los lectores del evangelio no tienen dificultad alguna para establecer la identificación cuestionada. El "más fuerte" sería yo mismo. Pero entonces yo no lo sabía y, por supuesto, la ignorancia del Bautista sobre el particular era patente. Juan únicamente sabía que él no era la persona elegida por Dios para llevar a su término la acción que había iniciado por su medio. Y, entre sus cálculos, figuraban los que eran presentados como los candidatos más probables en otros niveles culturales más elevados. Podría ser Elías, el apocalíptico Hijo del hombre, Moisés, Melquisedec, alguna de las figuras sacerdotales de las que se hablaba en Qumrán y que, por lo mismo, eran conocidas por el Bautista.

Esa persona "más fuerte" debía administrar dos bautismos: uno "con Espíritu Santo" y el otro "con fuego". El primero sería salvífico y el segundo punitivo o castigador. La gente discutía la diferencia existente entre ellos y, por lo que veo, sigue haciéndolo hasta el momento presente. La verdad es que yo no oí lo relativo al bautismo "de fuego"; sólo entendí el anuncio de un bautismo con el Espíritu Santo. Y así es como lo formula mi primer portavoz, cuando lo hizo por escrito (Mc 1,8: él os bautizará con Espíritu Santo, sin hacer referencia alguna al fuego). Y me pareció lo más lógico: el bautismo de Juan, realizado con agua, sería inferior al bautismo con el Espíritu Santo. Y éste sería un buen argumento para calificar de "más fuerte" al que lo administrase.

Quisiera aclarar, en la medida de lo posible, por qué yo me dirigí al Jordán para recibir "el bautismo de penitencia para el perdón de los pecados". Yo no tenía conciencia de pecado. Pero el complejo de la culpa moral no es el único motivo para buscar a Dios. En mi caso había otros varios: quería oír de aquel profeta extraordinario su valoración del desvío, de la apostasía y de la idolatría en que había caído el pueblo de Dios, al que yo pertenecía y del que no podía considerarme desligado. ¿No era un motivo más que suficiente insertarme todo lo posible en la realidad de mi pueblo pecador, aunque personalmente no fuese consciente de ninguna transgresión moral? Y, a fe, que lo que deseaba escuchar lo oí con gran claridad. Dios estaba disgustado, había montado en cólera y "su ira" significaba que había, sido conculcada su santidad por la conducta inadecuada de su pueblo. Evidentemente, esta ira suele ser descrita mediante las metáforas del fuego o del calor y del viento abrasadores...

Estas acusaciones proféticas deben ser entendidas como procedentes de un buen israelita que intenta avisar a la comunidad de la alianza de lo que él ve como un peligro inminente para ella. El oyente se aplica a sí mismo aquello que le puede afectar de lo que ha oído al profeta.

Finalmente, yo entendí el bautismo de Juan como una invitación al compromiso de una vida nueva y como un acto simbólico que proclamaba, anticipaba y aseguraba la purificación del pecado que, por medio del "más fuerte", el Espíritu Santo llevaría a cabo el último día cuando fuese derramado como agua sobre el pecador arrepentido. Mi presencia en el Jordán y el bautismo recibido fueron una iniciación profunda en la dialéctica de la alianza. Por eso dice alguno de los intérpretes modernos que yo convertí al Bautista en una especie de parábola, de enigma, de adivinanza (J. A. MEIER, Un judío marginal, 11/1, p. 187).

b) La teofanía bautismal

¿Qué fue lo que realmente ocurrió cuando recibiste el bautismo de Juan? Mi versión de aquel acontecimiento excepciohal difiere profundamente de la que habéis dado vosotros, comenzando por mis primeros portavoces (Mc 1, 10-11: "vi el cielo abierto, al Espíritu descendiendo sobre mí en forma de paloma y oí la voz del Padre que me presentaba como su Hijo predilecto").

En tu colaboración en el libro sobre Dios Padre (Teología en diálogo, p. 90-91) tú mismo lo describes así: "Lo que da a Jesús su sentido y dimensión únicos es la presencia y acción de Dios en él. El cielo ha roto su silencio, el Espíritu ha vuelto a moverse sobre las aguas, la voz de Dios se ha dejado oír de nuevo. Ha tenido lugar la revelación que la voz del cielo le ha dirigido presentándolo como el Hijo del Padre. Se ha producido la invasión del Espíritu que penetró sus interioridades más profundas. Ha tenido lugar el descubrimiento, la toma de conciencia o el afloramiento al campo de la misma de su peculiarísima relación con el Padre. Los únicos protagonistas de la escena son el Padre y el Hijo. Lo único interesante es lo que ocurre entre ellos. Lo verdaderamente decisivo es el misterio invisible, hecho visible a Jesús desde su nueva relación descubierta, y que sigue siendo invisible para los demás hombres.

La escena del bautismo de Jesús es la coronación de la acción escatológica de Dios iniciada con el Bautista y llevada a su culminación con Jesús. De ahí que la primitiva comunidad cristiana llamase a Juan "el precursor". Lo que distingue a Jesús de la predicación del Bautista es que el consumador divino es también el hombre Jesús.

Lo dije y lo sostengo, porque creo que teológicamente es correcto. Más aún, creo que es una versión que ha roto los moldes de un literalismo inservible. Estoy de acuerdo contigo, pero como soy yo quien está intentando hacer su autorretrato debo precisarlo cuanto pueda. Es cierto que el descubrimiento de todo lo contenido en esa descripción teofánica afloró en un momento dado al campo de mi conciencia. Es cierto que el bautismo de Juan constituyó un buen punto de partida. Pero no es cierto que todo el acontecimiento estuviese tan perfectamente enmarcado en aquel lugar y en aquel momento.

El medio para la revelación de todo el significado de mi persona fue la teofanía, no el mero bautismo administrado por Juan (A. Vógtle). Por tanto, no se trata de descifrar una experiencia interna que yo tuviera en aquel momento; se nos cuenta una visión interpretativa de la categoría e importancia de mi persona y de mi misión frente a la de Juan. Aquel momento me impulsó a iniciar una misión religiosa que cambió mi conducta y el sentido de mi vida. Mi familia no lo comprendió y se opuso cuanto pudo a mi proyecto (Mc 3,21. 3135; Jn 7,3-5). Me cercioré de que Juan era un verdadero profeta y yo compartía con él su anuncio de una escatología inminente entreverada de apocalíptica así como el pensamiento de un bautismo penitencial.

Sin embargo, no podía compartir con Juan el radicalismo de su predicación escatológica. La creencia en el Dios con el hacha en la mano y la mecha para encender el fuego devastador debía ser sustituida por la de estar o no en el reino de Dios (J. D. CROSSAN, Jesús, vida de un campesino judío, p. 284). No obstante, yo no podía prescindir por completo ni de la escatología de Juan ni introducir personaje alguno mediador ante el juicio de Dios (J. P. METER, Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico", 11/1, 1997, p. 150).

c) Comparación explícita con Juan

El segundo bloque sobre el Bautista (Mt 11,2-19 y par.) comprende tres unidades literarias en las que se desarrollan los temas siguientes: La respuesta de Jesús a los enviados de Juan (Mt 11,2-6); el elogio que Jesús hace del Bautista (Mt 11,7-11) y la parábola de los niños sentados en la plaza (Mt 11, 16-19).

A mí me corresponde ahora la interpretación personal de estos tres episodios, cuya secuencia no ocurrió durante mi actividad; es fruto de la sistematización llevada a cabo por mis portavoces.

La primera unidad (Mt 11, 2-6) responde a lo prometido de forma imprecisa por el Bautista sobre el que había de venir. -Yo no había perdido de vista a Juan, pero él tampoco me había perdido de vista a mí. ¿Sería yo, el discípulo de antaño, la persona de su imprecisa referencia para el futuro? Tenía buenas razones para pensarlo. Aunque continuaba su práctica bautismal y su anuncio escatológico, había aparecido en mi actividad algo radicalmente nuevo: la buena noticia del reino de Dios avalada por los exorcismos, curaciones y acogida a los pecadores y publicanos, así como el hecho de compartir con ellos la comensalidad.

En mi respuesta me referí a los puntos en los que mi predicación difería profundamente de la suya. Con ello pretendía que Juan aceptase e introdujese en su programa la noticia gozosa y liberadora que veía en mí. Desplacé el acento de aquello que constituía el centro de gravedad de su predicación hacia lo que Dios estaba realizando por mi medio: la amenaza y el castigo se veían sustituidos por la misericordia y la gracia. Finalmente añadí, para que mi información fuese más directa hacia su persona, una bienaventuranza "Dichoso aquel que no encuentre en mí motivo para escandalizarse" (Mt 11,6). Iba dirigida directamente a Juan y a sus seguidores. Yo les decía con dicha bienaventuranza que debían aceptar lo nuevo si querían participar en la dicha escatológica de la que yo hablaba con tonos muy diferentes a los utilizados por Juan.

En la segunda unidad (Mt 11,7-11) yo puse a Juan por las nubes: Era más que un profeta. ¿Qué podría ser, entonces? Con mis palabras pretendía hacer referencia al personaje que Yahvé enviaría como su mensajero (Mal 3,1) y que yo me apliqué a mí mismo. El elogio extraordinario que había brindado al Bautista se ve limitado" y como restringido por unas palabras verdaderamente desconcertantes: sin embargo, el más pequeño en el reino de los cielos, es mayor que Juan (Mt 11,11). Estaba afirmando con estas palabras que la grandeza "del más pequeño" estaba adquirida no por su calidad y categoría personales, sino por su pertenencia al Reino. Yo no me comparé con Juan, sino que comparé a Juan con el nuevo estado de cosas que se había iniciado con mi predicación, con mis exorcismos y curaciones. Yo predicaba el reino de Dios, no me predicaba a mí mismo. Lo mismo que había hecho Juan, aunque desde distinta perspectiva.

La tercera unidad (Mt 11,16-19) está centrada en la parábola de los niños sentados en la plaza. Evidentemente, los músicos que, con sus cantos invitaban a la tristeza o a la alegría, éramos Juan y yo. - Esta "generación", con toda su carga de perversidad moral que tiene dicha palabra, hacía referencia a nuestro auditorio. Juan había sido rechazado por su ascetismo riguroso; yo lo fui por haberme sentado en la mesa con los pecadores y publicanos. Desde su postura intransigente su puritanismo les llevó a rechazar mi invitación y mensaje.

3. Plenitud de Dios

Mis inquietudes religiosas se vieron satisfechas. No sé muy bien cómo ocurrió, pero, de pronto, me sentí lleno de Dios, del Dios escatológico pasado por el tamiz de su presencia amistosa y de su gracia salvadora. ¿Fue como resultado de las aguas subterráneas que brotan con fuerza incontenible al abrirse con acierto un pozo artesiano? ¿Habría aflorado al campo de mi conciencia la realidad divina hecha palabra en mí en el momento de la encarnación (Jn 1,14) o había tenido lugar como el resultado de una invasión procedente del exterior que la había hecho revivir a partir del momento de mi encuentro y asimilación del mensaje de Juan en el desierto? ¿Se dieron cita simultánea la presencia de Dios en mí, la acción del profeta del desierto y mi apasionada búsqueda personal?

a) El Reino y el Evangelio

El caso es que me había encontrado con la buena noticia esperada, con el evangelio, con el reino de Dios. Son expresiones significativas de la misma realidad. El evangelio y el reino designan la misma realidad. Expresan la justicia divina que, entendida bíblicamente, significa su actividad salvífica. La actividad salvadora de Dios es su poder puesto al servicio de la salvación del hombre. Así lo definieron los dos primeros grandes teólogos del cristianismo, Pablo y Juan (Rom 1,16; Jn 132). Me interpretaron a la perfección.

La justicia divina así explicitada sitúa al Reino y al Evangelio en el plano de la vida. Por supuesto, de la vida divina. Por fin, en ellos, le ha sido concedido al hombre el permiso e incluso la invitación apremiante para que extienda su mano y alcance el fruto del árbol de la vida (Gén 2,9). Por cierto que el mito del árbol de la vida fue personificado en mí mismo, que fui presentado como la vida y cuya misión fue brindar al hombre la vida sin ningún tipo de limitaciones (Jn 10, 10). (Pero de esto hablaremos más tarde. Repitamos aquí que aquel mito que nunca existió y que, como todo mito, existe siempre, se ha convertido en una realidad gozosa. Al miedo y repulsa a la muerte ha sido contrapuesto por mi Padre el gozo de la vida inextinguible, la posibilidad de participar en su propia vida. Para eso aterricé en vuestra tierra (Hch 3,15: "aunque me distéis muerte, Dios me resucitó", para convertirme en el primogénito de entre los muertos, Rom 8,29; Col 1, 1-5ss).

Es la gran noticia que, desde que fue comunicada, estaba destinada a producir una gran alegría (Lc 2,1-1). El Evangelio anunciado (Is 61,1-3), como respuesta a las necesidades humanas, había adquirido un nombre y un rostro humanos. Desde mi concepción hasta mi resurrección yo mismo me había convertido en el evangelio proclamado.

Para mí se hizo claro que el reino de Dios, que yo había comenzado a anunciar, tenía un aspecto innegable de futuridad. Y así lo enseñé en varias ocasiones: en la petición del padrenuestro: venga a nosotros tu reino (Mt 6,10 y par.); en la tradición de la última Cena, cuando me negué a beber del vino hasta la llegada del Reino (Mc 14, 25 y par.); cuando anuncié la promesa de la venida de las gentes de oriente y de occidente para sentarse con los patriarcas en el reino (Mt 8,11-12); en las varias promesas de las bienaventuranzas (Mt 5,3-13); en el sumario-síntesis más importante lo exprese anunciando su "cercanía" y la necesidad que imponía de la conversión y de la fe de los destinatarios del mismo (Mc 1,14-15). Sin embargo, el acento en la futuridad del Reino no era, ni mucho menos, el único aspecto que yo ponía de relieve cuando lo anunciaba (J. D. Crossan; M. J. Borg).

El Reino que debía subsanar todos los quebrantos y eliminar las angustias purificando las aguas pútridas de la corrupción humana se había hecho presente en mí. El Reino, el reino de Dios o de los cielos, está cerca, cerca de vosotros, dentro de vosotros (Mc 1,15; Lc 10,9; 17,21). Vosotros tenéis el triste privilegio de hacer inoperante una realidad eficaz por sí misma, como la semilla sembrada en el campo (Mc 4,26-29). Teniendo como punto de partida la eficacia de la semilla, su productividad depende del cultivo humano, de la decisión necesaria del hombre, de la vigilancia constante para que no sea devorada por las plagas del campo.

Algunos críticos de nuestros días han intentado demostrar la incompatibilidad entre ambos aspectos, el de la futuridad y el de la presencia. Sería una contradicción insuperable. Cabe replicar que la mentalidad semítica subyacente a buena parte de los libros bíblicos no se habría dejado impresionar demasiado por el principio filosófico occidental de la no contradicción. Pero, más pertinentemente, el reino de Dios es un símbolo en tensión que encierra un acontecimiento dinámico, toda una representación mítica de la llegada de Dios en poder para vencer a sus enemigos e instaurar definitivamente su imperio en Israel. Un reino de Dios estático, entendido como un lugar determinado o una situación establecida, no podría ser a la vez presente y futuro. Pero el reino de Dios como representación mítica- de carácter dinámico permite una realización por etapas, con batallas estratégicas ya ganadas, pero cuya victoria final está aún por llegar (J. P. Meier, 11/1, p. 39).

b) La cercanía del Reino se hace presencia

Para comenzar este apartado se me ocurre hacerlo recurriendo al terreno de la comparación. El reino de Dios es un acontecimiento presente y cercano, como una bellísima catedral construida hace siglos y en cuya contemplación nunca nos hemos detenido con la pausa requerida por su excepcional belleza. Pronuncié muchas parábolas que tienen la finalidad de explicar a los lectores u oyentes de las mismas la cercanía, la venida del reino de Dios y la forma de la misma. En ellas habla de la aportación del evangelio a un mundo necesitado de renovación, de ideales y de esperanzas nuevas. Y lo hacen llamando vuestra atención sobre algo que puede pasar desapercibido, como es el mismo reino de Dios o como algo de lo que hemos oído hablar, pero de lo que podemos pasar. Mis parábolas tenían la finalidad de amonestar al lector sobre la peligrosidad de tales actitudes. Quería inculcar que en la actitud. ante el reino, ante el mensaje de las parábolas, se juega el ser o no ser del hombre, su auténtica comprensión, la suerte última de su vida.

Hay cosas cercanas a nosotros y a las que nosotros no nos hemos acercado nunca. Esto hace que, aunque ellas estén cerca de nosotros, no podamos hablar de su cercanía porque nosotros estamos lejos de ellas. El Reino y el Evangelio significan un proceso incesante en el que lo anunciado y lo ocurrido -perteneciente teóricamente a un tiempo muy remoto- se convierte en objeto de constante realización y anuncio. El suceso que yo protagonicé en una época pasada y lejana tiene tal capacidad de expansión que rompe todos los moldes habidos y por haber del tiempo y del espacio y llega hasta el momento presente produciendo los mismos efectos que lleva ocultos en sus entrañas. La realidad ocurrida en mi tiempo se convierte en la realidad ocurrente en todos los tiempos.

El reino de Dios y su evangelio, que son mi reino y mi evangelio, iniciaron el tiempo último de la historia, el tiempo escatológico. Mi aparición en vuestra historia se convirtió en el Ésjaton por excelencia. Por eso puedo manifestar el misterio de Dios, su ser, su querer y su quehacer. Mi presencia con sus palabras y hechos os manifiestan un reino cuyo Rey es el Dios bueno, tan bueno como un padre o como una madre o como ambas realidades a la vez: un Dios que se alegra de que el hombre se encuentre con él, de que vuelva a su casa siempre que se haya alejado de ella y desee hacerlo; únicamente le repugna la autosuficiencia petulante de quien cree bastarse a sí mismo y no necesitar de nadie, ni siquiera de Dios; un Dios que está siempre dispuesto a escuchar, que recoge siempre personalmente nuestras llamadas sin en comentarlas a ningún contestador automático (Lc 11,5-8). Así se manifestó por mi medio y no se ha retractado, porque en nuestro Dios no hay cambios. Es como si la bella catedral construida en el siglo XIII siguiese su proceso de construcción cuando nos detenemos ante ella para contemplar su grandeza y su belleza. Está haciéndose cuando yo la admiro y quedo extasiado ante su arte singular.

c) El Reino y el Evangelio en audiovisuales

Los evangelios, el N. T. en su totalidad, constituyen el mayor esfuerzo que nunca se repitió con tanta intensidad e interés a lo largo de la historia para haceros comprensible, amable, atractiva e incluso seductora la fuerza interna del misterio que el evangelio o el reino llevan escondido en su misma entraña. Yo pusf todas mis posibilidades pedagógicas al servicio de esta causa, que los autores del N. T. continuaron después de mí. Y ahí tenéis las narraciones evangélicas históricas, historificadas e incluso legendarizadas, los relatos encantadores de milagros, mis discursos y discusiones, las sentencias o proverbios pronunciados separadamente unos de otros y que los evangelistas se han preocupado por sistematizar en pequeñas secciones o unidades literarias, mis "palabras enmarcadas" en historias o historietas reales o ficticias que recogen en frases quintaesenciadas los elementos constitutivos del Reino, sus exigencias en el seguimiento del Fundador. Y, naturalmente, las parábolas.

Mi inteligencia pedagógica descubrió en ellas el medio más adecuado para hacer llegar mis enseñanzas y mi mensaje evangélico a los oyentes, que me escuchaban embelesados al oír aquellas bellísimas historias tomadas de nuestra vida diaria y a las que la imaginación del Parabolista añadía aún mayor encanto. Creo que siguen teniendo la misma vigencia y atractivo que cuando yo las pronuncié. Y es lógico y natural. Porque, en el fondo, vosotros seguís viviendo, tal vez hoy más que nunca, en la cultura de la imagen. Y las parábolas son unos audiovisuales difícilmente superables. Porque estos visuales evangélicos captan las imágenes del hombre en sus apariencias engañosas y en sus realidades más profundas, que penetran más allá de ellas revelando su propio ser, su naturaleza y quehacer, sus aspiraciones y fracasos, su frivolidad y falta de responsabilidad, su seriedad y la coherencia con sus principios inconmovibles. Un audiovisual perfecto sobre el misterio del hombre y sobre el misterio de Dios en su relación inevitable y en su confrontación constante.

El audiovisual que son las parábolas que salieron de mi boca no nos ofrecen tomas separadas de cada uno de los misterios mencionados. Las tomas se hacen de conjunto. Las vistas de uno de los misterios independizado del otro pierden objetividad y atractivo. La separación los desfigura, los difumina, los aleja, los coloca en compartimentos estancos, los vasos comunicantes se atascan. La belleza y explicación de cada uno de los misterios está precisamente en su enmarcamiento en el otro. Recordad la frase agustiniana, Dios se halla más cercano, más íntimo a mí que yo mismo. A partir de un momento inolvidable de mi vida yo tuve la experiencia más íntima y profunda posible de mi inseparable unión con Dios. Y el hombre, en general, en sus deseos y esperanzas, en sus anhelos y aspiraciones, en sus logros y fracasos, se halla mucho más cerca de Dios de lo que él mismo se imagina.

d) La salvación vinculada al Reino

El reino escatológico que oí predicar a Juan el Bautista, y que en aquel momento inicial me entusiasmó, se hizo inseparable de mi predicación. Pero tuve que "desescatologizarlo". Aquella escatología presentaba a un Dios excesivamente violento, con el hacha en la mano y la mecha incendiaria. Pronto descubrí que la realidad escatológica debía cambiar las cosas profundamente, pero no violentamente: la injusticia debía ser superada, la recompensa estaba garantizada por Dios a sus fieles (las bienaventuranzas), al banquete mesiánico acudirían incluso las gentes de fuera de Israel, el Reino se universalizaba y se cargaba de esperanzas gozosas en las que podían participar todos aquellos que aceptasen dicho Reino (Mt 8,11-12 y par.). Todos podrán rezar el padrenuestro. Todos podrán acudir al banquete instituido por Jesús y a consecuencia del cual él mismo pasó a disfrutar del banquete celestial.

El símbolo del banquete contiene distintas imágenes consoladoras, como la satisfacción del hambre, la herencia de la tierra y la visión de Dios, así como metáforas cuya finalidad es sugerir y evocar lo que no puede ser expresado debidamente con palabras: la plenitud de la salvación llevada a cabo por Dios más allá del mundo presente, Esta realidad futura era evidente para mí y yo la expresé con múltiples imágenes y actitudes.

Esta vinculación de la salvación más allá de este mundo al Reino es inseparable de lo que yo predicaba y así consta en los evangelios allí donde podéis tener la garantía de ser yo quien está en el uso de la palabra, sin las interferencias que mis intérpretes han podido añadir a ellas. Y en este momento será conveniente e incluso necesario conceder la palabra a uno de los intérpretes modernos de la palabra de Dios y, lógicamente, de la mía:

"Radicalmente unidas en la predicación de Jesús, las afirmaciones relacionadas con el futuro y las que tratan del presente no deben ser separadas. La irrupción ya actual del reino de Dios es expresada siempre como un presente que abre el futuro en cuanto que es salvación y juicio y, por tanto, no lo anticipa. Se habla siempre del futuro como de lo que procede del presente, lo que le aclara, y que así revela el hoy como el momento de la decisión. Si las palabras escatológicas de Jesús no describen el porvenir como un estadio de felicidad paradisíaca y no se entretienen en pintar un terrible cuadro del juicio final, hay en ello, podríamos decir, algo más que una diferencia superficial, que no sería más que una cuestión de colores o de matices más o menos vivos en la paleta del pintor del apocalipsis. En el anuncio que Jesús hace del Reino, hablar del presente es hablar al mismo tiempo del futuro, y viceversa.

El futuro de Dios es salvación para quien sepa tomar el ahora como el presente de Dios y como la hora de la salvación. El es juicio para quien no acepte el hoy de Dios y se aferre a su propio presente, lo mismo que a su pasado y a sus sueños personales con respecto al futuro". (G. BORNKAMM, Jesús de Nazaret, Sígueme, 1975, p. 98-99).

Esta futuridad del reino escatológico es inseparable de la predicación de Jesús. Nos lo ha dicho él con toda claridad. Una cuestión que queda pendiente es si en el paso del mundo presente al futuro o de la escatología existencial o en vais de realización a la consumación de la misma es lícito situar la figura de Jesús en cuando Hijo del hombre. El lo afirmó con la suficiente claridad, pero algunos intérpretes modernos no atribuyen la utilización de esta figura y del nombre correspondiente del Hijo del hombre a Jesús. Me siento más cerca de lo que el mismo Jesús dijo, tal como nos lo ofrecen los evangelios. No veo suficiente consistencia en los argumentos que se aducen en contra.

Naturalmente que yo pienso que la figura del Hijo del hombre debe ser "desapocaliptizada", despojada de la imaginería en que ha sido envuelta desde el principio a la hora de realizar el juicio, viniendo sobre las nubes del cielo, acompañado de sus ángeles, sentado en un tribunal visible desde todos los rincones posibles donde pudiera esconderse alguno de los examinandos y colocando a los elegidos a la derecha y a los proscritos a la izquierda. Pensamos que el mismo Jesús estaría de acuerdo en "desapocaliptizar" esta imagen suya y existencializarla en la línea que, en la mayoría de los textos del cuarto evangelio, ha sido hecho.

Nuestra insistencia en la futuridad del Reino debe ser contrapesada, tal como Jesús lo hizo, poniendo de relieve la actualidad del mismo: ya desde ahora sus discípulos deben dirigirse a Dios llamándolo Padre, pedirle que venga su reino, perdonar a aquellos que estén endeudados con ellos para, a su vez, poder tener el derecho a recibir el perdón. La oferta que hace Jesús de su comensalidad sin establecer clases de invitantes e invitados, subrayando el protagonismo de un único Invitante, que no hace distinción entre aquellos que aceptan sentarse a su mesa, es una acentuación difícilmente superable de la actualidad de su reino. La participación en la misma mesa es el gran símbolo y la promesa inquebrantable, la mejor anticipación de la comunión definitiva con Dios en el banquete eterno. La sala de los invitados, ya en el momento presente, se llena con los pobres, los afligidos, los que tienen hambre y sed de justicia... de todos aquellos que esperan de Dios sin ningún atisbo de revanchaaquello que de él esperan y que los hombres no han podido o no han sabido dárselo. (J. R Meier, II/1,p. 424-425).

4. Paradoja inevitable

La razón de haberme manifestado de forma ambivalente hablando de la futuridad, cercanía y presencia del Reino se halla en su misma naturaleza. No puede hacerse de otro modo. El Reino es un símbolo en tensión, una realidad polifacética, todo un relato mítico en miniatura que no puede ser expresado adecuadamente con una sola fórmula o definición. De ahí que yo hable de un reino futuro y, sin embargo, presente (remitimos a J. P. Meier, al que acabamos de citar). Os daréis cuenta de esta paradoja inevitable cuando hayamos hecho un recorrido breve por los distintos bloques en los que pueden ser agrupadas mis parábolas.

a) Llamada de urgencia

Las parábolas que agrupamos en este bloque son llamadas por otros autores "parábolas de crisis" Y tienen buenas razones para ello. La crisis en la que sitúan al oyente-lector se produce al obligarle a revisar la conducta de su vida, la valoración de aquella realidad en la que vive, la situación de cambio ante la que es situado. Las imágenes utilizadas justifican nuestro título, porque se convierten en llamadas de urgencia. Llevan a la conciencia del hombre la convicción de que el juicio, el discernimiento, la suerte definitiva, se realiza en la vida y en el quehacer de cada día. Es Jesús mismo quien se encuentra detrás de cada una de estas parábolas. Ofrecemos a continuación el título de las mismas: El tiempo nuevo (Lc 12,54-56); el portero y demás servidumbre (Mc 13,34-36); el ladrón (Mt 24,43-44); el camino hacia el juez (Lc 12,58-59); los siervos vigilantes (Lc 12,35-38); la puerta estrecha (Lc 13,22-30); la higuera estéril (Lc 13,6-9); el administrador infiel (Lc 16,1-8): las diez jóvenes (Mt 25,1-13); los viñadores homicidas (Mc 12,1-11); el médico y los enfermos (Mc 2,16-17); la oveja perdida (Lc 15, 3-7); la dracma perdida (Lc 15,8-10).

Todas las parábolas mencionadas nos hablan de que el hombre debe decidirse ante una realidad presente, pero la urgencia de la llamada presupone la importancia de la misma, teniendo en cuenta que la actualidad de la decisión tiene su justificación y consecuencias últimas en su futuridad permanente.

b) Dos mundos contrapuestos

Jesús manifiesta la originalidad de su pensamiento afirmando que el mundo en el que irrumpe el Reino no pertenece a un tiempo lejano imprevisible vinculado al "fin de los tiempos". El reino de Dios se realiza en medio de los reinos humanos; la ciudad de Dios se halla situada en el centro de la ciudad terrena y enraizada en ella; el más fuerte logra sus victorias en el marco donde domina el fuerte. La novedad del Reino se hace presente en el mundo de cada día en aquellos que la han captado y viven al ritmo de sus exigencias. Es el incesante proceso de "desmundanización" dentro del mundo en el que vivimos. He pretendido desarrollar estos pensamientos en las parábolas siguientes: el tesoro y la perla (Mt 13,44-46); el amigo inoportuno. (Lc 11. 5-8): el juez inicuo y la viuda (Lc 18,1-8); el pan y el pez (Mt 7,9-11; Lc 11,9-13); construcción de una torre y defensa del Reino (Lc 14,28-32); la sal de la tierra (Mt 5,13); la luz del mundo (Mt 5,14-16).

Desde su esencial claro-oscuro, las parábolas se convierten en el lenguaje adecuado para describir esta realidad nueva que, como el Reino, como Dios mismo, es una realidad oscura, velada, enigmática, movilizante. Comprendida su naturaleza y atisbadas sus posibilidades cautivan al hombre y lo impulsan hacia su búsqueda y posesión.

c) Obligatoriedad de la decisión

Podía haber cobijado este nuevo bloque de parábolas bajo el título siguiente: "La comunicación mediante la implicación". La razón está en que las parábolas son una invitación. Quien la recibe se ve directamente implicado en ella. Debe aceptarla o rechazarla. En uno u otro caso el oyente-lector debe tomar una decisión. Se convierte en dialogante con los interlocutores de las parábolas y, en última instancia, con el Parabolista. Yo las pensé como invitaciones abiertas. Y, como todas, sólo son eficaces en la respuesta, afirmativa o negativa, que debe dar el invitado. Así lo ponen de manifiesto los dos deudores (Lc 7,36-50); la desobediencia obediente o la obediencia desobediente (Mt 21,28-32); el siervo y los siervos (Lc 17,7-10); el trigo y la cizaña (Mt 13,24-30. 36-43); la red barredera (Mt 13,47-50); el paño nuevo (Mc 2,21-22); el vino nuevo y los odres nuevos (Mc 2,22); la construcción de la casa (Mt 7,24-27); los niños sentados en la plaza (Mt 11,16-19); el fuerte, el más fuerte y el fortalecido (Mc 3,27; Lc 11,24-26).

d) Parábolas de crecimiento

Las he llamado así porque tienen como base y punto de partida su poder interno de germinación y de crecimiento. Quiero que el lector-oyente de las mismas se fije en "el poder transformante de las parábolas". Éstas son, fundamentalmente, "palabra-acontecimiento". El hombre que las escucha o lee es situado ante su poder transformante, tiene que decidirse ante la posibilidad que le abre el Reino en relación con la nueva comprensión del mundo y del hombre o quedarse en su propia cosmovisión. Con esta finalidad pronuncié la semilla en sí misma (Mc 4,26-29); el sembrador y su sementera (Mc 4,3-9. 13-20); el grano de mostaza (Mc 4,30-32); el fermento (Mt 13,33).

Estas parábolas no se imaginan el reino de Dios como un proceso evolutivo interno al mundo, y destinado a progresar irresistiblemente. Suponen siempre la mentalidad antigua según la cual "es Dios el que hace crecer" (1 Cor 3,7); la germinación y el crecimiento manifiestan la acción del Dios creador y es un signo de su bendición (Gén 8,22; Jer 5,24).

e) Narraciones ejemplares

En lugar de parábolas he llamado narraciones ejemplares a cuatro relatos bellísimos en los que no es necesario dar el salto de lo observable y cotidiano al terreno religioso. La enseñanza teológico-moral se halla dentro del relato mismo, sin necesidad de hacer transposiciones. En estas narraciones ejemplares, por muy ficticias que sean, he intentado ofrecer una imagen del Dios de la Biblia, de un Dios auténtico que actúa soberanamente para llevar a cabo su plan de salvación. Era necesario hacerlo así, porque los dirigentes espirituales del pueblo habían desfigurado la verdadera imagen de Dios, lo habían domesticado haciéndole a su imagen y semejanza. Yo me manifesté directamente en contra de dicha imagen y utilicé estas cuatro narraciones ejemplares porque en ellas aparece directamente su mentalidad sin necesidad de tener que desvelar elementos imaginados o alegóricos que, casi siempre, son ambivalentes o polivalentes. Es preferible, en estos casos y en aras de la claridad, la narración directa, aunque sea ficticia, porque se interpreta por sí misma. Son las siguientes: el buen samaritano (Lc 10,30-37); el rico insensato (Lc 12,16-21); el rico egoísta y el pobre Lázaro (Lc 16,19-31); el fariseo y el publicano (Lc 18,9-14).

f) Nueva jerarquía de valores

Podría haber titulado estas cinco parábolas como "la realidad de lo inverosímil". No lo hice así porque podría ser considerado como un título excesivamente abstracto. En realidad "la nueva jerarquía de valores" traduce una realidad inverosímil en grado sumo. De hecho estas parábolas son calificadas por intérpretes cualificados de vuestro tiempo como extravagantes. Y las llaman así porque no se desarrollan simplemente partiendo de lo observado u observable en la naturaleza o en las relaciones humanas. En ellas se introducen rasgos tan inverosímiles que niegan la evidencia obtenida por la simple observación. Contradicen las leyes conocidas en las relaciones interhumanas. Son las siguientes: salario igual para un trabajo desigual (Mt 20,1-16); el hijo pródigo (Lc 15, 11-32); el deudor despiadado (Mt 18,23-35); el banquete mesiánico (Mt 22,1-14); los invitados y el Invitante (Lc 14,7-10).

g) Responsabilidad personal

El Dios al que yo tenía que dar a conocer nos quiere como personas, no como objetos. En nuestra dimensión plenamente humana surge el problema ineludible de la "responsabilidad personal". Este pequeño bloque de parábolas tiene la finalidad de acentuarla. El administrador fiel (Lc 12,41-46); la concesión de los talentos (Mt 25,14-30), o de las minas (Lc 19,12-27) ponen de relieve el quehacer humano como exigencia ineludible de los dones recibidos de Dios. Y esto es muy importante. Sirve para destacar que el valor de nuestras vidas, de nuestra valía personal, y el de nuestros bienes, se hallan en nuestro poder como una inversión ajena.

Considero como una verdadera parábola la que habitualmente es presentada como la descripción "histórica" del juicio final llevado a cabo por el Hijo del hombre (Mt 25, 31-46). Es una parábola con una infraestructura y unos elementos utilizados en su construcción que proceden de la apocalíptica. La interpretación literal de la misma la ha hecho una gravísima injusticia haciéndola decir lo que ella no pretendía en modo alguno afirmar. Es una parábola cuyo título más adecuado sería "la auditoría más fiable". La satisfacción por la buena gestión o la decepción ante la negligencia irresponsable de la misma la mostrará el Inversor de su capital al hacer el balance final de las cuentas en una auditoría transparente. Será "la decisión del Hijo del hombre". (Mt 25,31-46).

h) Una nueva familia

El resultado de la acción de Dios y de la reacción del hombre, cuando ella es positiva, constituye "una nueva familia". Yo hablo del nuevo nacimiento porque experimenté intensamente el mío. El principio fecundante del mismo es el Espíritu, el poder de Dios. La nueva familia tiene su origen en el mundo de arriba, en Dios mismo. La pertenencia a ella se logra mediante un nuevo nacimiento, mediante el nacimiento de arriba. Es la gran novedad de la que yo he hablado como tema mayor en las parábolas. Creo que en este campo deben considerarse conjuntamente la familia de Jesús, mi propia familia, (Mc 3,31-35) y la familia de Dios. La sentencia de Jesús sobre quién es su madre y quiénes son sus hermanos tienen su punto de apoyo en el pensamiento de la familia de Dios.

Este pensamiento era corriente en el judaísmo, aunque más que hablar de la familia como tal se hablaba del pueblo de Dios, de aquellos que le pertenecen, de los cuales él era el Padre y el Señor. A este pensamiento añadí yo, dijo Jesús, una interpretación nueva que nos habla del misterio desconcertante de su persono. En el paso que se da de la familia de Dios a la familia de Jesús van implicadas las pretensiones de situarse así mismo nivel de Dios. La pertenencia a la familia de Dios se halla ahora condicionada por la pertenencia a la familia de Jesús: "ése es mi hermano, mi hermana, mi madre". En otras palabras, Jesús afirma de sí mismo lo que Israel creía de su Dios.

i) Encarnación de las parábolas

Yo pronuncié unas parábolas que son un relato menor dentro del relato mayor, el microcosmo cristiano dentro del macrocosmo evangélico. Como Parabolista de excepción he sido identificado, y no sin fundamento, con el Salvador que vive, enseña y actúa en nombre de Dios, cuya imagen comunica a los lectores del evangelio. Y, desde la coherencia total de mi vida, de mis enseñanzas y acciones, soy el revelador del Padre. Mi suerte última fue la muerte, como castigo por la presentación que había hecho de Dios y que se hallaba en abierto contraste con la oficialmente establecida. Hasta en ese último momento, e incluso en el posterior de la Vida plena, me considero como la mejor Parábola que Dios puede dirigir al hombre de todos los tiempos...

5. Los exorcismos avalan mi autoridad

La experiencia de mis exorcismos es sinónima del reconocimiento del Reino: Pero si yo arrojo los demonios con el dedo de Dios ello revela que ha llegado a vosotros el reino de Dios (Lc 11,20). Para mí, los exorcismos no son actos de bondad o de poder; forman parte del drama escatológico que ya se halla presente y que Dios llevará a su consumación. El texto citado afirma que dicho drama ya ha comenzado y que la fuerza liberadora de Dios ha hecho acto de presencia en mi lucha con los poderes hostiles del hombre y de Dios. Esto es lo que manifesté en otras palabras: Sabed que el reino de Dios está dentro de vosotros (Lc 17,21).

El problema de la posesión diabólica tiene tres protagonistas: Dios, Satanás, y el reino de Dios que irrumpe con mi y en mi presencia. El señorío de Dios sobre el mundo es sinónimo de su autoridad sobre los hombres. La comunidad cristiana vive de la seguridad y protección de este señorío y lo único que puede hacer Satanás en su contra son intentos ineficaces contrarios a dicho poder (1 Tes 2,18; 1 Tim 5,15). A pesar de todos los ataques que la comunidad cristiana pueda sufrir siempre se verá protegida y arropada por la acción graciosa de Dios (2Cor 12,7; 1 Cor 5,5; 1Tim 1,20).

Satanás es el príncipe de este mundo y se atribuye a sí mismo honores divinos (2Cor 4,4). En su arrogancia, incluso puede regalar el mundo a quien quiera (Lc 4,6:a propósito de las tentaciones de Jesús). Su casa es inexpugnable (Mc 3,27 y par.). Una convicción decisiva es que los hombres no pueden verse liberados de su poder por sí mismos. Su acción destructora se extiende a todos los ámbitos de la vida; por ejemplo la hemorroisa se halla bajo el poderío esclavizante de Satanás (Lc 13,11.16).

El portador del reino de Dios soy yo mismo, que pongo fin al reino de Satanás. Yo soy el que he atado al fuerte (Mc 3,27ss); el que ha arrojado del cielo al "acusador" (Apoc 12,10; Jn 12,31; Lc 10,18-19). A partir de ahora yo soy el juez único. A Satanás le queda un breve espacio de tiempo en la tierra (Apoc 12,12). Una dimensión esencial de los espíritus malignos es la destrucción y tergiversación de la imagen del hombre creado por Dios según la suya propia, en la cual el centro de la personalidad, el "Yo" que quiere y actúa conscientemente, ha sido perturbado por poderes extraños, que pretenden corromper al hombre e incluso, a veces, destruirlo (Mc 5,5). El "yo" ha sido tan paralizado, que aparecen los espíritus como sujetos de la locución. Hablan ellos en lugar del hombre destrozado. Es otro recurso para subrayar la perversidad de aquellos que impulsan al hombre al mal.

Yo me reconocí y me autopresenté como Aquel que quiebra el poder del diablo y de sus ángeles -que son los demonios "inferiores", puesto que Satanás es el jefe supremo-, porque en mí se hizo patente el señorío de Dios para los hombres (Mt 12,28 y par.). Exactamente por eso la curación de los posesos es un punto esencial de la información de los evangelios y del libro de los Hechos. También es esencial acentuar que la expulsión de los demonios tiene lugar mediante una orden cursada en el poder de Dios, que hacía yo mismo, y que se diferencia radicalmente de los conjuros realizados sobre los espíritus recurriendo a los encantamientos y a la magia.

Los demonios, en cuanto seres espirituales, poseen un conocimiento especial. Tienen que expresar este conocimiento describiéndome con estas palabras: "tú eres el santo de Dios" y esto recibe su formulación desde su existencia propia en cuanto "espíritus inmundos". Mi propia designación y la suya propia definen a ambos como realidades opuestas y autoexcluyentes. Ellos y yo nos hallamos en polos opuestos; pertenecemos a mundos totalmente distintas. Los espíritus conocen también su destino (Mt 8,29; Sant 2,19). El conocimiento de Jesús, que surge de la ciencia demoníaca, no es una confesión que Jesús quisiera suscitar; por eso, él les prohibe proclamarlo. En mi actuación con los espíritus inmundos yo dejé claramente marcada una trayectoria de radical oposición a ellos. La recojo en las tres escenas siguientes:

1ª) En el relato de las tentaciones, Satanás es presentado como una voluntad absolutamente opuesta a Dios; tiene la pretensión de imponer sus criterios al mundo entero. La contraposición radical soy yo mismo en cuanto instaurador del reino de Dios, incluyendo en mi quehacer toda mi vida e incluso mi muerte. Esta escena se halla iluminada por aquella otra en la que Pedro se oponía a mi plan (Mc 8,37 y par.) y, como consecuencia, le di el calificativo de "Satanás". Notemos que Pedro piensa humanamente, con criterios humanos, no satánicamente. ¿Existe una identificación entre estas dos clases de pensamiento? Sí, en cuanto reflejan la oposición a Dios en la que se enrola el hombre. Es sorprendente la sobriedad con que aparece mi vida como una lucha con Satanás. Pero. toda ella es un Sí a Dios y un No a Satanás.

2ª) La segunda lucha nos es ofrecida a propósito de la atribución de los poderes de Jesús a Beelcebú (Mc 3,22-30). A través de esta breve historia la comunidad cristiana nos ha enseñado cosas muy importantes: la unidad extraordinariamente compacta del reino del mal bajo su jefe supremo, llamado aquí, despectivamente, Beelcebú, en lugar de Satanás; los posesos no son simplemente unos hombrea los que mi mensaje sitúa ante una decisión, sino hombres a los que Yo mismo libero de un poder que los esclaviza (Hch 10,38 y 1 Jn 3,8 hablan de la esclavitud impuesta por Satanás y quebrada por mi presencia y actuación). Difícilmente pueda definirse con más claridad la naturaleza, características y quehacer del diablo: Satanás es el principio antidivino cuyo objetivo supremo es la opresión del hombre. En el polo opuesto me encuentro Yo mismo como autor de la vida y liberador de las esclavitudes más profundas del hombre.

3ª) En la tercera escena, que es consecuencia de esta segunda historia, el más fuerte ató al "fuerte". Y esta desposesión de Satanás habla no sólo del poder de cada uno, sino, sobre todo, de su derecho. El tirano esclavizador nunca tiene razón. Siempre la tiene el Señor liberador. El atar al fuerte y expulsarlo del cielo, de un lugar cercano a Dios, desde donde podía acusar a los hombres (Apoc 12,10) designan el mismo hecho (La representación tiene como punto de partida la creencia antigua de que el demonio, Satanás, por el mero hecho de ser espíritu, por la consideración "divina" de lo demoníaco, vivía en las proximidades de Dios, aunque en un plano inferior a él). De ahí que atar al fuerte y expulsarlo del cielo expresen la misma realidad. (Mc 3,27; Lc 10,17-18). El poder del mal se halla estimulado por el Mal o por el Maligno. Su finalidad es la corrupción del hombre en todos los sentidos. El recurso esencial para ello sería mi eliminación, porque mi señorío único está ordenado a la salvación de Dios. Mi persona, mi vida, mi muerte y resurrección rompieron el poder del mal, de Satanás y de sus subordinados.

Una escenificación maravillosa ofrecí en los espíritus inmundos enviados a los cerdos (Mc 5,1-20). Esta es una de las narraciones evangélicas más sorprendentes. Existe en ella una serie de detalles pintorescos que únicamente concurren aquí: Mi conversación con el espíritu inmundo; en otras ocasiones me limito a darle la orden de abandonar al poseso. No es menos sorprendente el título que me da el poseso: Hijo del Dios-Altísimo, que pertenece más al terreno del culto helenista que del judío. Lo más chocante, sin duda, es la piara de los cerdos.

Es claro que el evangelista Marcos quiere referirnos algo sensacional, aunque su finalidad nunca sea el sensacionalismo. Su recurso a él está justificado en esta ocasión por su finalidad: demostrar mi superioridad y poder sobre el demonio. Para ello crea un cuadro de excepcional belleza. Se trata de un milagro de curación acompañado de la escenificación del mismo. Para ello se afirma el tremendo grado de "posesión" que se halla incluido en el nombre "legión". Un nombre que apareció porque lo que más oprimía y esclavizaba a nuestros contemporáneos eran las "legiones romanas". Para acentuar la plena liberación son enviados a los cerdos que se precipitan en el mar, que es el lugar donde viven los monstruos marinos y los espíritus inmundos. Todos estos detalles pertenecen a la escenificación. La legión, los cerdos y su destino constituyen el ropaje literario de la escena. A nadie debe ocurrírsele pensar en la realidad histórico-objetiva de todos estos elementos, aunque, desgraciadamente, se haya hecho así muchas veces.

Lo dicho sobre los exorcismos podíamos hacerlo extensivo a las curaciones y milagros en general. "Así como el historiador debe rechazar la credulidad, no debe aceptar tampoco la afirmación a priori de que no hay milagros ni puede haberlos. En sentido estricto, esto es una proposición filosófica o teológica, no histórica. Todavía en mayor medida debe rechazar el historiador la aseveración -carente de fundamento y, de hecho, refutada- de Bultmann y de sus discípulos de que "el hombre moderno no puede creer en milagros". Ahí está, como dato empírico, el resultado de una encuesta realizada por Gallup en 1989, donde se revela que aproximadamente el 82% de los americanos actuales, hombre y mujeres presumiblemente de su tiempo (entre ellos, personas cultas y con "mundo"), aceptan el enunciado de que incluso hoy Dios realiza milagros. ¿Cómo van a decirme Bultmann y compañía lo que el hombre moderno no puede hacer, cuando dispongo de datos sociológicos probatorios de que el hombre moderno hace eso mismo?"

Otros eruditos afirman que no hay una diferencia real, objetiva, entre milagros y magia (M. Smith. D. Aune. y J. D. Crossan). Frente a ellos me veo obligado a subrayar lo siguiente:"son dos modelos ideales situados a ambos extremos de un espectro de experiencia religiosa. Vamos a colocar a un extremo del espectro el modelo ideal de la magia y al otro el del milagro:

Magia

1. Poder automático poseído por un mago.


2. En virtud de fórmulas y ritos secretos

3. Con la resultante presión sobre los poderes divinos por parte de seres humanos

4. En búsqueda de soluciones rápidas a problemas prácticos determinados.

5. Suele llevar la impronta del individualismo y del espíritu de comunidad de fe.

Milagro

1. Fe en un Dios personal al que es preciso someter la propia voluntad en la oración.

2. Una permanente comunidad de fe.

3. Una manifestación pública del poder de Dios.


4. No sujeta a un rito o fórmula.



5. Destaca la persistencia en la iniciativa.

Del estudio comparativo se deduce que los papiros mágicos griegos suelen reflejar el modelo ideal de magia, aunque a veces presentan elementos de oración y de humilde súplica. Del mismo modo, en los evangelios, la mayor parte de las curaciones realizadas por Jesús tienden a situarse en el extremo del espectro correspondiente a los milagros, aunque algunas, como la curación de la hemorroisa, tienen elementos afines a la magia.

En resumen, yo no creo que la integración de milagro y magia en un fenómeno uniforme sea útil ni haga justicia a la complejidad de los datos. Por eso me parece que Smith y Crossan no aciertan al describir a Jesús como un mago judío. La categoría de taumaturgo está más en correspondencia con los textos evangélicos (si Crossan y Aune quieren incluir en ella a Apolonio de Tiana, por mí no hay inconveniente). Además presenta una mayor utilidad, ya que proporciona un punto de partida menos polémico y con menor carga emocional para examinar y evaluar los datos. Hemos tomado la comparación precedente de J. P. Meier, 11/1, p. 40-41 porque las considero especialmente próximas a mi pensamiento.

6. La conciencia como principio de mi actuación

La posible repetición de alguna de las consideraciones hechas en el punto anterior las vemos justificadas desde el provecho pedagógico que reporta. A partir de ahora devolvemos la palabra a Jesús. Yo manifesté la conciencia que tenía de mí mismo en las acciones y declaraciones justificativas de mi modo de ser y actuar. Mis obras extraordinarias, particularmente los exorcismos y curaciones que realizaba, no fueron negadas ni siquiera por mis enemigos, aunque las atribuyesen al poder del Maligno (Mc 3,20-30) o, en las polémicas posteriores, a algún poder mágico. Naturalmente que yo, y también mis discípulos, las atribuíamos al Espíritu de Dios (Mc 3,29-30; Mt 12,28). Bultmann y otros intérpretes de su línea las consideran como historias tardíamente inventadas. Estas acciones extraordinarias eran esperadas y atribuidas a personas religiosas especialmente actuadas por el Espíritu. Además, como acentúa N. Perrin, las historias transmitidas por los evangelios sobre este particular pertenecen al primer estadio de la tradición.

Nada hay más cierto acerca de mi persona que la consideración por parte de mis contemporáneos como un exorcista y un curador de enfermedades. En comparación con los paralelismos paganos, como Apolonio de Tiana -del que acabamos de decir que sería el más próximo a mi-destacan las acciones extraordinarias realizadas por mí dentro del contexto de la vida judía y de mi doctrina escatológica. Mis acciones extraordinarias no pretendían simplemente ayudar a una persona necesitada. Eran un medio concreto para proclamar y realizar el triunfo de Dios sobre los poderes del mal en la hora final. Los milagros eran signos y realizaciones parciales de lo que debía aparecer plenamente en el Reino.

El recurso a los métodos psicológicos para explicar estas acciones extraordinarias, desconociendo la naturaleza íntima de los milagros, no está justificado por la exégesis histórica- lo pusimos de manifiesto en el punto anterior- sino por los principios filosóficos sobre lo que Dios puede o no puede realizar en el mundo. Pero un "a priori" raras veces dura mucho tiempo.

Si no podéis reconstruir mis mismísimas palabras, sí podéis llegar a percibir mi misma voz, mi forma de ser, de pensar y de actuar. De estos diversos aspectos podéis deducir la extraordinaria conciencia que tenía de mí mismo, de mi autoridad indiscutible que me situaba por encima de Moisés y de cualquier otro profeta y, por supuesto, muy por encima de los doctores-escribas de mi tiempo. La autoridad de mi enseñanza ciertamente no me venía de fuera, o no me venía "sólo" de fuera, al estilo de los maestros de la época a los que nos hemos referido (Mc 1,22-24. 27): la poseía mi misma persona, de modo que mi enseñanza entrañaba un acto de poder (= exousía); era superior a la de otros profetas. Los que me escuchaban podían considerarse bienaventurados y su aceptación o rechazo eran sinónimos de la acogida o del desprecio de Dios mismo (Lc 11,32; 10,23; 16,16)...

Mis palabras son determinantes de la solidez con la que el hombre construye su vida. La decisión positiva ante ellas equivale a la construcción sobre roca; la indiferencia o actitud negativa ante ellas significa edificar sobre arena: todo pasa, ellas permanecen (Mt 7,24-32; Mc 13,31). Ellas son el punto supremo referencial de la propia vida por encima de los demás valores absolutos como la familia (Mc 3,31-35). Mi palabra no sólo es la flecha que indica el verdadero camino que conduce al reino de Dios y a la puerta de entrada en él. Ella misma es "la puerta" y "el camino" (Mt 7,13; Mc 10,1722; Jn 14,6).

La peculiaridad de mi lenguaje no sólo supera la autoridad de los rabinos, de los escribas, repetidores de las palabras de la Escritura, de la inspiración profética alentada por el Espíritu divino, sino que en ellas se trasluce el poder divino de la persona que las pronuncia. Un poder capaz de vencer al mal y al Maligno en virtud de la presencia de Dios en él a quien hace presente entre nosotros (J. Delorme). La eficacia de su palabra operante es un signo de la presencia escatológica del reino de Dios y de la extraordinaria categoría de la Palabra que anticipa la presencia del reino escatológico.

Según nuestro modo común de hablar la palabra de Jesús ha sido bautizada por nosotros como una palabra sacramental: El, y su palabra, o él a través de su palabra anuncia una realidad y, al mismo tiempo, la hace presente o, dicho de otro modo, presencializa aquello que anuncia. Aunque no lo diga con estas palabras, él es plenamente consciente de ello. Lo puse particularmente de relieve en las parábolas cuyo denominador común es la llamada de urgencia. Pero de ellas ya hablamos más arriba.

7. Los "Yo soy"

La presentación del autorretrato de Jesús nos ha obligado a cambiar frecuentemente de persona para que él pudiese hablar directamente. En este últi ,~o~~,~~artado estttrabajo ya nos ha sidoVpo 'uno de sus portavoces más cualificados, como es el evangelista Juan. El se ha propuesto poner en su boca, mediante la fórmula "Yo soy", toda la reflexión teológica que en sus comunidades se había sido hecho sobre él. En el cuarto evangelio, la fórmula nunca es una expresión utilizada para la identificación de las personas por las que preguntamos. Siempre es una fórmula epifánica o de revelación.

La forma más frecuente añade al "Yo soy" una precisión, como las que enumeramos a continuación: "Yo soy el pan de la vida"; "Yo soy la luz del mundo"; "Yo soy la puerta de las ovejas"; "Yo soy el buen pastor"; "Yo soy la resurrección y la vida"; "Yo soy el camino, la verdad y la vida", "Yo soy la vid verdadera". ¿Puede urgirse que son siete las precisiones añadidas al Yo soy? Probablemente sí. Se nos estaría diciendo, mediante el simbolismo del número siete, que significa plenitud y perfección, que Jesús es todo lo que el hombre necesita o, viceversa, que lo buscado por el hombre se encuentra en Jesús. Téngase en cuenta que todas las precisiones añadidas al Yo soy, tanto las que suenan a lenguaje directo como las que son claramente simbólicas, se hallan en relación con la vida, que es Jesús mismo y que él comunica a los creyentes. Todas las precisiones tienen su centro de gravedad en la afirmación cristológica siguiente: quien cree en él tiene la vida eterna (Jn 3,16).

En estos "Yo soy" se halla concentrada toda la revelación aportada por Jesús. ¿Qué es lo que Jesús revela? ¿Qué nos comunica como intérprete de Dios? Sencilla y llanamente una sola cosa: que él es el Revelador. Revelador y revelación constituyen una única realidad que Dios quiso vincular a la persona de Jesús de Nazaret. Mediante los "Yo soy" se nos está diciendo que la revelación de Dios es un don absoluto, una gracia inimaginable, que lleva implícita la concesión de la salud o de la salvación eterna. Esto, a su vez, significa la relativización absoluta de lo que el hombre se cree: el hombre piensa que tiene pan suficiente, pero se muere de hambre; se imagina haber descifrado todos los enigmas pero, en definitiva, vive en la oscuridad, cargado de interrogantes; le falta la luz; se felicita por la posesión de la vid como símbolo de la felicidad, pero él mismo está convencido de que la verdadera dicha se le escapa.

Debemos reconocer, sin embargo, que tanto el descubrimiento de la realidad gozosa que se esconde detrás de la presentación de Jesús en sus "Yo soy", como el convencimiento de que el mundo vive de apariencia y cargado de oscuridad y de tinieblas, sólo es posible desde la aceptación de Jesús como el revelador del Padre o desde la autopresentación de Jesús como el "Yo soy el Revelador".

Para resaltar todo lo posible el alcance de los "Yo soy" el evangelista ha echado mano de todos sus recursos literarios En primer lugar menciona siempre el pronombre personal de primera persona "Yo". El verbo griego no necesita que se le antepongo o se le posponga el pronombre personal. Bastaba, por tanto, con decir: "soy el pan vivo, soy la luz, soy la puerta..." El evangelista hace una excepción a la regla general y siempre antepone el "Yo" a lo que va a decir de él. ¿Por qué y para qué? Para que el lector se fije en la persona que habla; para poner de relieve su importancia; para subrayar su personalidad y dimensión únicas.

También es un recurso literario importante la estructuración que da a estos proverbios o sentencias. Hablando de forma genérica tienen dos parles: en la primera se presenta la revelación, por ejemplo "Yo soy el pan vivo"; en la segunda se habla de la promesa, por ejemplo, "quien venga a mí no tendrá más hambre". Revelación y promesa. Tanto en la una como en la otra se acentúan dos aspectos. A la revelación, por ejemplo "Yo soy" se añade una precisión "el pan vivo, la luz..." con las consiguientes connotaciones. La promesa consta de una invitación, "quien venga a mí o si alguien viene a mi" y de una garantía, "no tendrá más hambre, no caminará en tinieblas, tendrá la vida..."

Mediante estos recursos literarios se está diciendo que en los "Yo soy" se dan cita dos cosas igualmente fundamentales. Por un lado se trata de sentencias o proverbios que son verdadero anuncio evangélico, auténtica predicación cristiana. Más aún, podríamos afirmar que son como la quinta esencia del evangelio. Otro aspecto esencial de los "Yo soy", en cuanto que son la autorrevelación de Dios manifestado en Cristo, es su poder de interpelar al hombre; ellos le colocan ante la decisión; el hombre se siente obligado a optar por el "Yo soy" o por aquello que sólo es en apariencia.

El "Yo soy" es utilizado otras veces de forma absoluta, sin precisión alguna: "Os lo digo antes de que suceda para que, cuando suceda, creáis que Yo soy" (Jn 13,19; otros textos interesantes tenemos en Jn 8,24. 32. 58). En cualquiera de los casos, tanto si la fórmula es utilizada con una precisión o de forma absoluta, se trata de poner de relieve la dignidad excepcional de Jesús. La aceptación del Yo soy nos traslada al terreno de la fe y de la vida.

Nuestra fórmula es utilizada también con un participio: "Yo soy el que te hablo" (a la Samaritana, Jn 4,26). "Yo soy el testigo que, con el Padre, da un testimonio verdadero" (en una discusión con los judíos, Jn 8,18).

Esta sorprendente densidad de significado vinculado a la fórmula en cuestión tiene múltiples antecedentes. Sus últimas raíces las tenemos en el A. T.: es la misma fórmula utilizada por Dios para presentarse o definirse: "Yo soy el que soy". "Yo soy". "Yo soy Yahvé, tu Dios". "Yo soy Yahvé, el único, y. no hay otro" (Ex 3,14; 20,1-2; Is 45,5. 6...).

La mayoría de las precisiones añadidas a los "Yo soy" son bien conocidas del A. T., del judaísmo contemporáneo de Jesús y de los monjes de Qumran. Pensemos en el pan, la luz, la resurrección y la vida, el camino, la verdad y la vida. Una terminología que apuntaba hacia el bien supremo, hacia la salud-salvación que sería traída por el Hijo del hombre o por el Mesías cuando hiciese su aparición en nuestro mundo. Teniendo esto en cuenta los "Yo soy" son la presentación de Jesús como el cumplidor de las antiguas esperanzas. Se está diciendo de este modo a los lectores del evangelio que Jesús, como cumplidor de las esperanzas salvíficas escatológicas (la salvación esperada para los últimos tiempos) invita ya ahora, aquí y a mí a la participación en aquello que él es para el hombre: el pan, la luz, la vida.

También es posible que haya influido en el uso de la fórmula "Yo soy" el entorno cultural en el que otros "reveladores" se presentaban con análogas pretensiones de ser camino, verdad, vida, luz. Muy probablemente éste sería el caso célebre de Simón Mago (Hch 8,9-11). No obstante la fórmula utilizada por Juan carece de tono polémico y su carácter es totalmente positivo, centrado en la exclusividad de la persona y del significado de Jesús...

Tal vez sea necesario, para mayor exactitud, hacer una distinción. Cuando el "Yo soy" es utilizado como el resumen o la síntesis de las dos grandes alegorías, la del pastor y la de la vid: Yo soy el "buen pastor", yo soy la vid "verdadera", muy probablemente estamos ante una fórmula de reconocimiento. Mediante los adjetivos "bueno y verdadero", que hemos entrecomillado, se acentuaría polémicamente la exclusividad de Jesús en ese terreno. Se estaría diciendo que sólo él es el pastor, que sólo él es la vid, frente a otros que tenían la pretensión de serlo (procedentes del mundo de la gnosis). Si bien es cierto que las dos metáforas son bien conocidas del A. T., no lo es menos que la fórmula como tal "Yo soy el pastor o la vid" no se halla en él, y sí en las distintas corrientes gnósticas. En los demás casos tenemos siempre una fórmula de identificación, en el sentido siguiente: Jesús, en cuanto Logos o Palabra encarnada, es lo que se dice en los "Yo soy". Nunca es una mera fórmula de identificación en el plano humano, como ya apuntamos al principio.

La fórmula "Yo soy" nos sitúa en el terreno de la gran revelación. Al trasladar a Jesús una fórmula que designaba la "exclusividad" de Yahvé, se pone de relieve su dignidad única, la que corresponde al revelador último y definitivo de Dios. Su autorrevelación es pretensión y promesa. Nos dice quién es Cristo y lo que Cristo significa. Así se juntan en ella la dimensión cristológica y la soteriológica. Las precisiones añadidas presentan a Jesús como el don de Dios para los hombres. Esto significa que la razón última en la utilización del "Yo soy" es de tipo existencial. Jesús es lo que el hombre necesita, la respuesta a sus interrogantes y deseos: luz, verdad, vida, seguridad...

BIBL. — Comentario al Nuevo Testamento. La Casa de la Biblia, 1995, donde se podrán encontrar los diversos aspectos desarrollados aquí. FELIPE F. RAMos, El Reino en Parábolas,, Salamanca, 1996; FELIPE F. RAMOS, Los milagros ¿liberan o encadenan?, Torre del Mar, Málaga, 1999; JOHN P. MEIER, Un judío marginal "Nueva visión del jesús histórico", I. 1998. - 11/1, 1999, edit. Verbo Divino; J. D. CROSSAN, jesús: "Vida de un campesino judío", Crítica, Barcelona, 1994.

Felipe F Ramos