Antítesis evangélicas
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El uso frecuente y generalizado de la antítesis en los evangelios proviene del paralelismo, una de las características más significativas de la literatura oriental. Lowth (1753) fue el primer investigador de este recurso literario, haciendo en él una división que se ha convertido en clásica: el paralelismo sintético, antitético y sintético. Es en la poesía bíblica donde el paralelismo encuentra su mejor expresión. El mundo oriental consigue con el paralelismo una mayor capacidad de expresión de su rico pensamiento. Lowth lo define como "Una igualdad o comparación entre los miembros de una frase, en la que cada miembro se relacionan pensamiento con pensamiento y palabra con palabra, ajustando unas a otras". En el paralelismo antitético esta relación se realiza por oposición, contraponiendo los dos miembros a través del uso de dos palabras contrarias. Es un modo de expresión común en la poesía, pero que en el mundo hebreo se había hecho muy común, había traspasado el ámbito de la poesía y estaba presente en el lenguaje ordinario, ya que con este recurso se comunicaba mejor la fuerza del mensaje.

Con el uso de la antítesis, que con toda seguridad proviene del recuerdo que Jesús hacía de ella, los evangelios distinguen con toda claridad los conceptos, muestran con precisión la idea, haciendo de ella un procedimiento didáctico que evita las imprecisiones y los equívocos. Además al contraponer conceptos opuestos, este procedimiento se muestra como un vehículo muy acertado para transmitir la radicalidad de la predicación de Jesús, dando energía a la exposición y mostrando de una manera exigente y clara, lo nuclear del mensaje sin posibilidad de torcidas interpretaciones.

Los evangelios son ricos en el uso del paralelismo antitético (Jn 3,20-21 puede ser un ejemplo), y en el uso de la antítesis (vgr. Los cinco "pero yo os digo" de Mt 5,21-48). Nosotros por razones obvias, derivadas de la índole de este trabajo, dejamos a un lado estos usos, para estudiar en él únicamente las palabras antitéticas transmitidas por los autores evangélicos como utilizadas por Jesús en su predicación.

Sin ser exhaustivos, he aquí una lista de antítesis evangélicas: acoger-despreciar (Mt 18, 10), alegría-tristeza (Jn 15,20), amor-odio (Lc 16,13), ánimo-temor (Mt 14,22), arriba-abajo (Jn 8,23), atar-desatar (Mt 18,18), conocer-no conocer (Jn 1,10), crecer-disminuir (Jn 3,30), derecha-izquierda (Mt 20,20), dar-quitar (Lc 19,26), encontrar-perder (Mt 10,39), grande-pequeño (Mt 18,1-5), gritar-callar (Lc 19,40), hambrientos-ricos (Lc 1,53), humilde-poderoso (Lc 1,52), importante-servidor (Mt 20,26), justo-pecador (Mt 9,13), luz-oscuridad (Jn 1,5), mayor-menor (Lc 22,26), muerto-vivo (Jn 5,24), nuevo-viejo (Mc 2,22), paz-guerra (Mt 10,34), pedir-recibir (Jn 15,24), perdonar-retener (Jn 20,23), primeros-últimos (Mt 20,8), puro-impuro (Mt 15,10), salvar-condenar (Jn 12,47), salvar la vida-perderla (Lc 9,24), verdad-mentira (Jn 8,44), etc.

Son tan numerosas las antítesis que nos vemos obligados a limitarnos al estudio de alguna de ellas haciendo una selección claramente subjetiva.

Grande-pequeño

En la predicación evangélica esta antítesis tiene una especial relevancia, ya que señala el cambio radical en el orden de valores que realiza el mensaje de Jesús. Mientras que para el mundo la grandeza del hombre se mide por aspectos sociales, económicos o políticos, la grandeza en le Reino la da Dios. Y desde la perspectiva de Dios, lo que para el mundo es grandeza, se convierte en vacío y pierde su valor. Mientras que la pequeñez, lo que para los hombres ni se valora, ni se tiene en cuenta, para Dios es la base desde la que se construye el Reino. La fidelidad del pequeño y sus actos se convierten en grandeza a los ojos de Dios (Mt 5,19), pues en el Reino "el más pequeño entre vosotros, ése es el mayor" (Lc 9,48).

En el rabinismo judío existía una fuerte preocupación por las preferencias, el lugar de honor en los banquetes y los primeros puestos en la sinagoga (Mt 23,6; Mc 12,39; Lc 20,46). Una muy elaborada división por categorías humanas hacía que no solamente en este mundo sino en el otro hubiese una distinción entre las personas según su categoría, lugar que se ganaba cada cual para sí mismo. Serían grandes o pequeños para siempre de acuerdo con su la importancia de su actuación en la vida. En el más allá se alcanzaría una categoría inmutable, mientras en la tierra se podría pasar de una a otra. La predicación de Jesús cambia esta perspectiva, la grandeza y la pequeñez viene del Señor y uno se hace grande en el servicio.

La idea se encuentra expresada de diferentes maneras: importante-servidor (Mt 20,26); pequeño-sabio (Mt 11,25); mayor-menor (Lc 22,26); Jn 3,14); poderoso-humilde (Lc 1,52); rico-hambriento (Lc 1,53), que con pequeños matices vienen a mostrar la misma idea.

La grandeza mayor que la persona puede tener es la de pertenecer al Reino, de ahí que el menor en él sea mayor incluso que el Bautista (Mt 11,11; Lc 7,28).

En Lucas (9,46-48) y Marcos (9,34), esta antítesis contesta a la disputa entre los discípulos quienes de acuerdo con el pensamiento judío discuten entre sí sobre cual de ellos será el más importante en el Reino de Dios, que da lugar a mostrar el servicio como la actitud que produce la grandeza ante Dios.

Mateo (18,1-5) mantiene la disputa, pero su redacción mira hacia la condición en el Reino. El creyente se ha de hacer pequeño para pertenecer a él. Frente a la pretensión humana de ser considerado grande, se ofrece la pequeñez como la actitud primera y necesaria para pertenecer al Reino. Mateo al comienzo del discurso eclesiológico muestra que no solo el ser pequeño es la condición de la pertenencia, sino el saber acoger y recibir al pequeño. Con una sabia reflexión manifiesta que desde la pretensión de grandeza nace el desprecio y el escándalo, mientras que desde la pequeñez se acoge y se recibe a los demás. Es lo que volvemos a encontrar en el final de la disputa de Jesús con los fariseos, resumiendo el pensamiento evangélico con la sentencia "Qué el más grande sea vuestro servidor" (Mt 23,11); de igual manera lo encontramos en la respuesta a los hijos de Zebedeo, cuando le piden a Jesús ocupar los primeros puestos (Mt 20,26-27 par). En el mundo de los hombres el dominio y el poder marca la grandeza de los hombres, mientras que en el Reino el servicio es el que constituye a la persona como el más grande. La grandeza la da el servicio a los demás.

En esta misma línea el evangelio de Juan nos presenta el lavatorio de pies (Jn 12-18) como el modelo de la actitud de servicio que debe tener todo creyente que quiera imitar y seguir a Jesús.

La pequeñez en el Reino que es la que da la grandeza al hombre, es esa actitud de servicio que acoge, recibe al hermano y lo trata como el siervo trata a su señor. Pequeño es quien ve en cada persona a su señor y lo trata como tal. Esta pequeñez, condición imprescindible para pertenecer al Reino, será premiada en el juicio escatológico al escuchar de boca de Jesús la sentencia: "todo lo que hicisteis a uno de estos hermanos más pequeños me lo hicisteis a mí" (Mt 25,40).

Justos-pecadores

En el Reino existe una neta distinción entre la justicia y el pecado, pero existe una diferencia total entre la actitud del judaísmo con el pecador y la que tiene Jesús. Mientras el mundo de la Ley rechaza al pecador y le cierra las puertas del reino, el evangelio es una constante invitación a los pecadores para que participen de él. En tiempos de Jesús la preocupación y el cuidado por el justo conlleva la repulsa y condena del pecador, los evangelios, por el contrario, se caracterizan por una constante invitación al pecador, una acogida y una predilección de Dios por él. Más que un cuidado por mantener al justo lo que pretenden es ensanchar los límites del Reino, para que los pecadores puedan tener cabida en él. Y es que la justicia no se la da el hombre a sí mismo sino el Señor a través del perdón. Relato paradigmático es la parábola del fariseo y el publicano (Lc 18,9-14). Si en el judaísmo es justo quien camina por la senda de la Ley y la cumple, en la predicación de Jesús lo es quien desde su debilidad pide perdón arrepentido. En el Reino muchos justos se quedarán con su justicia, que no con la de Dios, mientras que muchos pecadores serán considerados justos a través del perdón de su Señor. Esto no significa que en el Reino no exista la distinción que hacían los rabinos, sino que los criterios con que esta se realizará son muy distintos.

Mateo deja claro que en el momento del juicio justos y pecadores serán separados (Mt 13,49; 25,31), pero mientras que llega ese momento lo que impera es la clara finalidad de la venida de Jesús, que no ha venido a llamar a los justos sino a los pecadores (Mt 9,13; Lc 5,32), a ofrecerles la posibilidad de entrar en el Reino y formar parte de él. De ahí que haya más alegría en el cielo por el pecador que se arrepiente, que por los noventa y nueve justos que permanecen en su justicia (Lc 15,7 par). Puesto que el camino al Señor se prepara volviendo "a los rebeldes a la sabiduría de los justos" (Lc 1,17).

La justicia y el pecado en el Reino, declara Mateo, se da a través del cumplimiento del mandato del amor (Mt 25,34-45).

Luz-oscuridad

Esta antítesis aparece tanto en los sinópticos como en Juan y sirve para mostrar diferentes aspectos de la predicación. En algunas sentencias de Mateo y Lucas el término luz sirve para designar la fe y la oscuridad la carencia no tanto de ella, cuanto de las manifestaciones que deben acompañarla. De esta manera hay que entender el logion de Mt 6,23: "si la luz que hay en ti es oscuridad ¡qué oscuridad tan grande!" Igualmente en Lc 11, 35-36 poniendo en guardia para que la luz no se convierta en oscuridad, sino que la fe debe ir iluminando paulatinamente las oscuridades del obrar.

Dentro de los sinópticos la antítesis sirve para mostrar el contenido de esa misma fe. Mt 10,27 exhorta a los apóstoles para que en su misión comuniquen abiertamente lo que han oído privadamente de Jesús. Sentencia que se transmite con un contenido moral en Lc 12,3, que pone en guardia para que lla fe no se convierta en oscuridad.

Es en el cuarto evangelio donde esta antítesis cobra una gran importancia. Luz para Juan es la revelación, y la revelación es Jesús. Luz-oscuridad forma parte del dualismo joánico que muestra la lucha de Jesús y la Iglesia contra el mundo. La luz es Jesús nos afirma el discurso sobre la luz del cap 8: "Yo soy la luz del mundo" (8,12; 9,5), dice Jesús. Luz que revela al Padre (Jn 1,18) y y que por medio de la fe saca al mundo de la oscuridad: "Yo vine al mundo como luz, para que todo el que crea en mi no siga en la oscuridad" (Jn 12,46). Esa luz "ha brillado en las tinieblas" (Jn 1,4).

Ya en Lucas la luz designa al mismo Jesús, como será patente en Juan. En el canto de Zacarías, Jesús es presentado como la "luz que viene de lo alto" y está destinado para "iluminar a los que yacen en tieblas" (Lc 1, 79), puesto que como profetiza el anciano Samuel es "luz para revelación de las naciones".

Si la luz es Jesús revelador del Padre, las tinieblas es el mundo que no ha recibido o no ha aceptado a este Jesús-revelador. De ahí que la condena del mundo sea precisamente la no aceptación de Jesús: "La condena se basa en esto: la luz ha venido al mundo, pero los hombres amaron más la oscuridad que la luz" (Jn 3,19). Pero aún constatando esta realidad y que en la lucha Dios mundo existen muchos que no aceptan la luz y siguen viviendo en las tinieblas, la fuerza de la luz que brilla en la oscuridad es tanta que no han podido ocultar su esplendor: "Y la luz brilla es la oscuridad, y la oscuridad no ha podido sofocarla" (Jn 1,5).

Muerte-vida

Esta antítesis se encuentra preferentemente en Juan y forma parte del dualismo anteriormente citado. Al contrario de Páblo estos conceptos no se deben entender como fuerzas dinámicas dentro del hombre que le impelen a realizar unas acciones, sino que hay que entenderlos como "territorios contrapuestos" (Schnackenbug), al cual el hombre pertenece. El mundo de la fe es el que da la vida, mientras que la incredulidad es considerada por Juan como muerte. Desde esta perspectiva es como se ha de entender las palabras de Jesús "el que escucha mi voz ha pasado de la muerte a la vida" (Jn 5,24), porque la revelación de Jesús es la única capaz de realizar el paso de la muerte a la vida, de la incredulidad a la fe: "los muertos oirán la voz del Hijo de Dios... y vivirán" (Jn 5,25). Que la vida es el mundo de la fe lo muestran dos sentencias propias de Juan. "El que escucha mi palabra no morirá" (8,51) y principalmente las palabras de Jesús a Marta: "Yo soy la Resurrección y la vida, el que cree en mi aunque esté muerto vivirá y el que vive y cree en mí no morirá para siempre" (11,25).

La antítesis se encuentra también en Lucas, una sola vez, en la sentencia repetida en el diálogo final entre el Padre y el hijo mayor, con el significativo cambio de hijo mío por hermano tuyo: "porque estaba muerto y ha vuelto a la vida" (Lc 15,24. 32). Aquí la antítesis tiene un sentido moral en el que la muerte es la vida disoluta que había llevado el hijo menor, mientras que la vida corresponde al arrepentimiento y la vuelta a la casa paterna.

Nuevo-viejo

Esta antítesis se encuentra en el logion que conserva la triple tradición sinóptica sobre el vino y la tela nueva en el contexto de una discusión de Jesús con los discípulos de Juan (Mt), estos y los fariseos (Mc), fariseos y escribas (Lc) acerca del ayuno como expresión de la piedad judía: "A un manto viejo nadie le cose un remiendo de paño tieso; de lo contario lo añadido se lleva algo de él, lo nuevo de lo viejo, y se hace un rasgón peor. Tampoco echa nadie vino nuevo en odres viejos, de lo contario, el vino reventará los odres; y se estropeará el vino y los odres; sino que a vino nuevo, odres nuevos" (Mt 9,16-17; Mc 2,22-23; Lc 5,37-39).

El logion muestra la radicalidad evangélica, con lo que adquiere una significación especial. La novedad que entraña el mensaje de Jesús va mucho más allá de una reforma por muy importante que esta sea. Lo que la predicación de Jesús pretende no es un renovar las prácticas judías, sino de cambiarlas radicalmente. Hay que acabar con la antigua piedad porque si no, revientan los odres o se hace un desgarrón mayor. El sentido de la antítesis es claro, lo nuevo que trae el evangelio no admite sino el acabar con las antiguas prácticas de piedad. No puede haber relación entre ellas.

Llama la atención el final de Lucas (5,39): "y nadie quiere el nuevo después de beber el viejo, pues dice: El viejo es mejor", que parece contradecir lo expuesto anteriormente. El versículo ha suscitado muchas interpretaciones y por su dificultad fue eliminado del texto occidental y por Marción. Habría que entenderlo como una llamada de atención que hace Jesús a sus interlocutores, fariseos y escribas, al advertiles que el apego a lo viejo puede convertirse en la gran dificultad para comprender y aceptar la predicación del Reino.

Salvar-perder

La antítesis salvar-perder es una nueva forma de expresar el mensaje de la antítesis justos-pecadores. Si allí se hablaba de las consecuencias de la acción de Jesús, aquí se habla del acto por el cual el hombre se convierte en justo que es la salvación.

Dos dichos de Jesús recogen esta antítesis. El primero se encuentra en Lc 9,56 y Jn 3,17; 12,47, y también en la adición dudosa de Mt 18,11. La misión de Jesús de Jesús es la salvar al mundo: "No he venido a perder, sino a salvar". La voluntad del Padre no es poner dificultades a la entrada en su Reino, sino al contario facilitar y ofrecer la posibilidad de pertenecer a él. Dios quiere la salvación de todos y no de una parte privilegiada o por su elección (judíos) o por su carácter espiritual (gnósticos). Es significativa la formulación de Jn 12,47: "No he venido a condenar al mundo, sino para salvarlo", que al tomar un aspecto jurídico, la condenación se la labra cada cual en la aceptación o no de la salvación que Jesús le ofrece.

En los sinópticos Mt 16,25; Mc 8,35; Lc 9,24 aparece la antítesis en la sentencia "El que pierde su vida por mí, la salvará". Y al contrario "quien la gana para sí, la pierde para Dios". Toma aquí un sentido moral en el que ganar la vida es ocuparla en aquello que no es esencial, y que la ocupa pero no la salva. Mientras que lo que es perderla lo muestran los tres verbos (renegar, cargar, seguir) que completan el logion. Es un comprometerse seriamente en el seguir a Jesús. Es renegar de sí para ponerse en manos de Dios, cargando con la pobreza y limitaciones de la vida y siguiendo a Jesús en la imitación de su actuar. Desde aquí el que deja de vivir para sí, y vive con Dios para los demás es quien recibe la salvación.

J. Fernando Cuenca, ofm