Amor a los enemigos
DJN
 

Entenderemos aquí por «enemigos», en un sentido amplio, desde a quienes reciben con justicia esa denominación hasta los adversarios de todo tipo. Esta acepción es acorde con la forma de ver las cosas de Jesús, que no se siente enemigo de nadie ni considera a nadie como enemigo suyo en sentido estricto, salvo al mal o a su personificación simbólica, el demonio. En ese sentido no es fácil hablar de enemigos de Jesús. Ciertamente no lo son en cuanto a él se refiere. Sin embargo tiene adversarios, oponentes, gentes que no le aceptan y que, por diversos motivos, buscan su desaparición y la consiguen. Hay también personas que se oponen a su mensaje, predicación, obra y hasta intentan destruirla. Y desde esta perspectiva más amplia podemos hablar de «enemigos» de Jesús y de sus discípulos.

La relación de Jesús con esas personas puede calificarse como amor a los enemigos y es claramente una actitud personal suya, con toda probabilidad histórica.

Basta ver cómo trata a quienes no aceptan y rechazan su persona y predicación. Ciertamente se enfrenta con ellos y, al parecer, de forma a veces ruda y fuerte. Sus invectivas contra escribas, fariseos, saduceos, etc., tienen probablemente base histórica. Pero Jesús no tiene en absoluto deseo de destruirlos como personas, ni odio hacia ellos. Más bien pretende su apertura hacia su anuncio, proveniente en último término de Dios y que lo acepten. En realidad sus posturas contra ellos tienen una finalidad bien diferente a la de responder a su enemistad de modo semejante: quiere más bien su unión con Dios y con el plan divino sobre los seres humanos revelado en su persona. Hay, por parte de Jesús, aceptación de ellos y búsqueda de su bien último. Basta ver el dicho puesto en su boca en Lc 23, 34 acerca del perdón de quienes están causando su muerte.

No se trata, pues, sólo de falta de odio o antipatía, sino de procurar un serio y total beneficio para estas personas. Por lo cual, llevando a su extremo esta actitud podría decirse que Jesús no tiene enemigos o pretende que quienes se sienten enemigos suyos lo dejen de ser.

La razón última de esta forma de actuar en Jesús es la imitación o reproducción de la de Dios que hace nacer el sol y llover sobre buenos y malos (Mt 5,45-46), es decir, un amor de benevolencia universal e incondicional, no determinado por las reacciones humanas ni dependiente de ellas. Las diferencias o enemistad por parte del otro no son un obstáculo total ni razón para responder en la misma moneda.

Hay algo más; desarrollando coherentemente el dicho de Jesús en la cruz, otro motivo para amar realmente a los «enemigos» es que ellos mismos no saben, no son conscientes, de su actuación y de la profundidad que tiene. Así, por ejemplo hay motivos para pensar que los adversarios históricos de Jesús estaban persuadidos subjetivamente de que perseguirle a Él era algo grato a Dios y bueno para el pueblo (cfr. Jn 11,47-50). En último término lo que externamente se percibe como maldad u odio puede ser algo muy diferente en la conciencia del protagonista. Puede ser error o equivocación invencible. En una palabra, el no juzgar al otro, aun al «enemigo» tiene aquí gran aplicación.

Jesús es el perfecto ejemplo y modelo de actitud amorosa hacia sus adversarios o «enemigos». Es un amor que no se identifica en absoluto con irenismo estúpido o inconsciente, falta de percepción de la realidad, aceptación de lo inaceptable, pasar por alto, renunciar a toda defensa de uno mismo o de los suyos... sino con la búsqueda del bien aun para aquellos que están lejos de nosotros o, más aún, que pretenden, por las razones que sean, quizás por incomprensión, nuestro propio mal. En esta línea, cuando Jesús es golpeado injustamente por alguien a quien podemos considerar enemigo suyo, al menos en ese momento, (Jn 18,22-23) no pone directamente la otra mejilla sino se defiende «,por qué me pegas?». No es tan relevante la historicidad del episodio, sino el que muestra un rasgo más de la actitud de Jesús frente a sus adversarios.

En coherencia con su actitud personal, Jesús exhorta explícitamente a sus discípulos a que tengan este amor a los enemigos en el contexto del Sermón de la Montaña, (Mt 5,43-47; Lc 6,27-36), donde expone las actitudes cristianas fundamentales de modo ideal y de principio. Le concede gran importancia, pues está puesto en conexión con la perfección en Mt 5,48 y con la imitación del Padre y el ser hijos de Dios en Lc 6, 37-38. No es sólo falta de odio o de agresión, exhortación a no querer destruir al adversario. En la línea de actuación de Jesús, reflejo de la del Padre, se pretende que el cristiano, por lo que a él toca, tampoco tenga enemigos propiamente tales, sino los ame y haga bien. Evidentemente no sólo en lo material, sino en el mismo plano que el mismo Jesús. Dicho de otro modo, si tiene enemigos, que no los sienta como tales y que desaparezcan de su vivencia en cuanto tales enemigos. El amor a los enemigos hace que dejen de serlo desde y para mí.

En definitiva según todo lo anterior, en realidad el llamado «amor a los enemigos» no es sino un caso del amor al otro; caso especial que tiene algunas peculiaridades o dificultades particulares. Pero no es básicamente algo diferente.

Esta profundidad del amor a los enemigos insinúa y hasta muestra claramente que el amor al que se exhorta al cristiano no es fruto del puro esfuerzo de la voluntad, por bueno que sea. Es un don de Dios que hace superar la espontánea actitud hacia el enemigo o, adversario. Se ha dicho repetidas veces que el amor a los enemigos es uno de los rasgos exclusivos del evangelio y de la moral cristiana. Ello, en un primer momento, simplemente es incierto: en la ética estoica aparece el amor a los enemigos como rasgo propio del sabio y en el budismo también.

Pero en la actitud que Jesús tiene y propone hay algo más que puede diferenciarla de éstas donde predomina la mera racionalidad en el caso estoico o una falta de agresión en el budista: además de estas razones, que comparte con esos sistema, el cristiano pretende o desea finalmente que sus enemigos establezcan con Dios y con el prójimo una relación positiva que los transforme totalmente.

En todo caso el cristianismo no necesita distinguirse de otros sistemas morales por medio de alguna peculiaridad exclusiva. Más bien al contrario; acepta, consagra e integra todo lo que de elevado aparece fuera de él, pues supone que Dios es la fuente de todo lo positivo aunque no sea explícitamente cristiano. ¡Cuando menos es cristianizable, y hasta está critianizado, porque todo ha sido creado en Cristo y para Cristo y todo apunta a ser recapitulado en El! -> amor; perdón; padrenuestro; prójimo.

Federico Pastor