Abba
DJN


SUMARIO: I. EL HIJO: 1. «Padre», «mi Padre», «El padre». 2. El Unigénito. 3. Los idénticos y los inmanentes. 4. El enviado del Padre. 5. La voluntad del Padre. 6. El revelador del Padre. 7. El apoderado el Padre. 8. El camino hacia el Padre. – II. LOS HIJOS: 1. Hijos adoptivos. 2. Herederos del Padre. 3. Dios, nuestro Padre. 4. La oración filial. -III. EL PADRE: 2. El Padre invisible. 3. El Padre celestial. 4. El Padre de las luces. 5. El Padre de la gloria. 6. El Padre de todo y de todos. 7. Padre santo y justo. 8. Padre de las misericordias. 9. Padre providente. 10. El único Padre.


Abba es una palabra aramea que significa "papá", la primera palabra que el niño pronuncia. Esto dice el Talmud: «Tan pronto como el niño prueba el gusto del cereal (cuando lo destetan), aprende a decir ABBA e IMMA papá y mamá».

Jesús llamó a Dios ABBA. Antes de él nadie se atrevió a hacerlo, pues haberlo hecho, hubiera sido considerado como una blasfemia. Justamente porque Cristo lo hizo, fue condenado por blasfemo (Jn 5, 18; 10, 25-32; Mc 12, 6-7).

Abba es un término familiar del hijo al padre, no sólo del niño pequeño, sino de los hijos mayores. Emplearlo para dirigirse a Dios, hubiera sido una falta de respeto y hasta un sacrilegio.

Abba es la palabra más importante del N. T., pues nos revela la paternidad, el misterio de Dios en Jesucristo. Es prácticamente el resumen del Evangelio. Dios es padre de Jesús y padre nuestro y, por tanto, todos somos hermanos.

Abba es un vocablo perteneciente a los orígenes de la tradición evangélica, no inventada por la comunidad primitiva, sino transmitida por ella. Su uso fue cada vez más frecuente, hasta llegar a convertirse en substitutiva de Dios o como el nombre propio de Dios. El único texto evangélico, que conserva la palabra Abba es Mc 14, 36, y lo hace, porque es la palabra original pronunciada por Jesucristo.

El N. T. llama padre a Dios unas 250 veces. 190 en los evangelios: 4 en Marcos 15 en Lucas, 42 en Mateo; unas veces se refiere a Dios como padre de Jesucristo, otras como padre de los hombres y otras como nombre absoluto de Dios o con un calificativo. En el evangelio de Juan aparece 109 veces, once como «padre», sin artículo, y casi siempre en boca de Jesucristo, al comenzar sus oraciones, pues, al hablar directamente con Dios, como un hijo can su padre, el artículo sobra; 23 veces como «mi padre», referido a Dios en boca de Jesucristo; 75 veces como «el padre» con artículo, como el nombre propio de Dios.

1. El Hijo

1. «Padre», «mi Padre», «El padre»

Jesús, cuando se dirigía a Dios, decía «padre», pero las traducciones evangélicas lo hacen indistintamente por Padre, mi Padre, el Padre, como claramente aparece en el texto paralelo de los Sinópticos de la oración de Getsemaní: Mc 14, 36: «El Padre»; Mt 26, 39: «Mi Padre»; Lc 22, 42: «Padre».

Lo hace una vez en Marcos, tres en Mt y Lc juntos, dos veces en Lc solo, una en Mt solo, nueve en Jn. Sólo en la oración de la cruz no le llama «Padre», sino Dios, pero esta oración estaba condicionada por el salmo que recita (Sal 22, 2). La expresión «el Padre», sin pronombre y sin calificativo, es prácticamente de Juan como el nombre propio de Dios.

Llama también a Dios «mi Padre», al hablar con sus discípulos. Lo hace una vez en Mt y Lc juntos, tres en Lc solo, trece en Mt, una en Mc y veintitrés en Jn. Al decir «mi Padre» está diciendo que es hijo natural de Dios, está haciendo la gran revelación del N. T., algo absolutamente desconocido en el A. T., cuando el monoteísmo en Israel no podía admitir, ni siquiera pensar, que Dios tuviera un hijo igual a él.

Jesús toma conciencia de su filiación divina en el bautismo, cuando se rasga el cielo y se oye la voz del Padre: «Este es mi Hijo». La voz del Padre la oyó sólo él, lo que significa la experiencia religiosa que tuvo de su filiación. A partir de este momento el sentido de la paternidad divina domina toda su vida. Jesús se siente Hijo de Dios. Aunque no lo dijera al gran público, lo decía a sus discípulos, a los que iba preparando, poco a poco, para que comprendieran y aceptaran esta filiación divina, la revelación más importante de cuanto salió de su boca.

2. El Unigénito

Dios Padre sólo tiene un hijo natural y no puede tener más, pues en ese hijo se agota su poder generativo. Todo lo que es el Padre quedó volcado en el Hijo. Por eso el Hijo es «el resplandor de la gloria del Padre y la impronta de su ser» (Heb 1, 3). Resplandor e impronta son dos metáforas que afirman la consubstancialidad con el Padre. La gloria del Padre es la misma naturaleza divina que resplandece en el Hijo, el cual es como el espejo que refleja a Dios, porque él mismo es Dios, «la imagen de Dios» (2 Cor 4, 4; Gal 1, 15).

Sabemos que el Padre tiene un Hijo, porque nos lo ha dicho el mismo Hijo hecho hombre, Jesucristo, el cual es «El Unigénito» «monogenes», «el Dios Unigénito» -monogenes Zeos- (Jn 1, 14. 18), igual al Padre, y desde toda la eternidad está «en el seno del Padre». Jesús es «el Hijo de Dios» (Rom 1, 3), «el Hijo de sus amores» (Col 1, 13), su predilecto (Mc 1, 11; 9, 7).

3. Los idénticos y los inmanentes

El centro de gravitación de la cristología joánica descansa en la unidad del Padre y del Hijo. He aquí sólo unos textos: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10, 30). Se dice uno -hen- en neutro, una sola cosa, lo que indica que entre el Padre y el Hijo hay una unidad perfecta. Tienen la misma naturaleza, los mismos conocimientos, los mismos quereres. La unidad de todos los creyentes, fundamento primordial de la Iglesia, como testimonio evangelizador, tiene como paradigma y como ideal la unidad del Padre y del Hijo: «Que sean uno, como nosotros somos uno» (Jn 17, 11).

Como son idénticos, al conocer al Hijo, se está conociendo al Padre (Jn 14, 7) y, si ignoramos al Padre, es porque también ignoramos al Hijo. El que ve al Hijo está viendo al Padre (Jn 14, 9). Y el que odia al Hijo está odiando al Padre (Jn 15, 23). La hostilidad y el odio del mundo contra Jesucristo, en definitiva, es una hostilidad contra su Padre, contra Dios (Jn 8, 31-59).

De la misma manera que el Hijo conoce al Padre es conocido por el Padre (Jn 10, 15). Este conocimiento recíproco supone y es un misterio que los relaciona y los unifica de tal forma que el Hijo encarnado se atribuye el título de «YO SOY» (Jn 8, 24. 28), hasta entonces reservado para el Padre Dios (Is 43, 10. 12. 13; Ex 3, 14). Hay entre ambos tal interpenetración que bien podemos decir que el Hijo vive en el corazón del Padre y el Padre en el corazón del Hijo. Uno está dentro del otro. Esta mutua inmanencia está muy atestiguada: «Yo estoy en el Padre y el Padre está en mi» (Jn 14, 11). «El Padre está en mí y yo en el Padre» (10, 38; 17, 21). «Yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vosotros» (14, 20). Esta triple inmanencia del Padre, del Hijo de los hijos, está expresada en la alegoría de la vid (Jn 15, 1-7). El Padre es el viñador, el Hijo es la vid y los hijos son los sarmientos. La vid esté existencialmente vinculada con el viñador y los sarmientos lo están vitalmente con la vid, con la cepa.

El Hijo es el pléroma del Padre, en un sentido pasivo, está lleno de Dios, y es, a la vez, el pléroma de la Iglesia, en sentido activo, llena de Dios a los creyentes.

4. E/ enviado del Padre

Jesús proclama que ha venido a este mundo como el enviado del Padre (Jn 5, 36; 6, 57; 10, 36). El Padre actúa en él y a través de él. «Lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo» (Jn 5, 19). El que le ha enviado está siempre con él (Jn 8, 24. 28). Ha venido en calidad de legado divino y así hay que aceptarle y creerle (Jn 6, 29).

Manifiesta una dependencia omnímoda del Padre. No habla por su propia cuenta. Es la voz del Padre: «Esta doctrina no es mía, sino del que me he enviado» (Jn 7, 16). «No hablo por mi propia cuenta, el Padre me ha ordenado lo que tengo que decir y enseñar» (Jn 12, 49). Realiza una función de mensajero y no puede excederse en su misión y en sus atribuciones.

Dice que el Padre y él son una misma cosa y, al propio tiempo, dice que «el Padre es mayor» que él (Jn 14, 28). No se trata de una inferioridad o de una subordinación del Hijo respecto al Padre, en el sentido de que sea una criatura, aunque s«a primera, del Padre, como pensaban los arríanos. Es el enviado del Padre y «el enviado no es más que el que le envía» (Jn 13, 16), antes al contrario, está en dependencia del que le envía, sometido a él cumpliendo su misión de glorificarle y de darle a conocer. Sólo en este sentido es inferior a él.

5. La voluntad del Padre

Jesús es el Hijo ideal, entregado absolutamente al Padre, en amor, en obediencia y en fidelidad. Hace lo que el Padre le ha ordenado (Jn 14, 31), su alimento Es hacer la voluntad del Padre (4, 34); «He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (6, 38), «hago siempre lo que le agrada» (8, 29). No procede en nada por voluntad propia, ni siquiera en el momento de juzgar a los hombres. Es un juez que «oye» al Padre y pronuncia su sentencia después de oírle: «Yo juzgo como me lo ordena el Padre» (5, 30). Y su sentencia no es condenatoria: "Dios no envié a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo» (3, 17).

Hizo la voluntad del Padre hasta el final, hasta beber el cáliz que le había servido el Padre (18, 11). «Se entregó a sí mismo por nuestros pecados... conforme a la voluntad de Dios y Padre nuestro» (Gal 1, 4). Con razón podía decir en la cruz: «Todo está cumplido» (Jn 19, 30). Ha hecho siempre lo que el Padre quería.

6. El revelador del Padre

Jesús es la última y definitiva Palabra del Padre, la Palabra hecha carne (Jn 1, 14). Revela la vida interior de Dios, de manera exhaustiva, pues «nos ha dado a conocer todo lo que ha oído al Padre» (Jn 15, 15). Es el manifestador manifestado y revela al Padre, revelándose a si mismo, poniendo al descubierto el misterio de su persona, dándose a conocer a si mismo, pues al conocerle a él, conocemos al Padre (Jn 8, 19).

Habla del Padre en lenguaje figurado. Sólo al llegar su hora, la hora de la muerte, de su resurrección y de su exaltación gloriosa, habla del Padre con toda claridad (Jn 16 25), abiertamente, con absoluta libertad. Cuando les hablaba en imágenes, no entendían nada (Jn 10, 16). Ahora lo entienden todo (16, 29-30). La hora de Jesús les abre el entendimiento y les hace llegar a la verdad plena, comprenden el misterio que es él, el mismo de Dios Padre.

7. El apoderado el Padre

Jesús es el plenipotenciario. Está revestido de la autoridad del Padre, con la que habla (Mc 1, 22-27), no como los escribas que únicamente enseñaban repitiendo lo que habían dicho otros: «fulano dice esto, mengano dice esto, Yavé dice esto». Jesús dice: «Yo digo esto», enseña con autoridad una doctrina nueva. El Padre le encomendó todas sus cosas y todos sus quereres. Y el querer máximo del Padre es que «todos los hombres se salven» (1 Tim 2, 4). Este querer lo realizará redimiendo al mundo, pues para ese fin el Padre le ha dado «todo el poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18).

  1. El camino hacia el Padre

«Salí del Padre y vine al mundo; dejo el mundo y me voy al Padre» (Jn 16, 28). Con estas palabras Jesús afirma su existencia en la eternidad y su encarnación en el tiempo. Tras haber realizado su misión, podía decir: «Yo me voy al Padre» (Jn 14, 12). Pero estas palabras no son el final de su obra, sino el comienzo de una nueva actuación, glorificado ya «al lado de su Padre, siempre vivo intercediendo por nosotros» (Heb 7, 25). Es nuestro defensor ante el Padre (1 Jn 2, 1).

En el pasaje de Jn 14, 4-11, la palabra «padre» aparece diez veces y siempre en torno a la idea de que Jesús es el único camino para ir al Padre: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (14, 6). Es el camino que conduce a la verdad y a la vida que están en el Padre; es el camino que, por la verdad, es decir, por la Palabra de Dios revelada por él, lleva a la vida que es el Padre; Jesús es el camino, porque es la verdad y la vida. La mejor traducción sería esta: «Yo soy el camino verdadero que conduce a la vida». En todo caso, es el único mediador entre el Padre y nosotros, el puente que une a la divinidad y a la hu

manidad. «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). Y si nadie puede ir al Padre, sino a través de Jesucristo, nadie puede ir a Jesucristo, si el Padre no le lleva (Jn 6. 44).

II. Los hijos

  1. Hijos adoptivos

    Dios ha querido hacernos hijos suyos. Sabemos que somos hijos porque el Espíritu, que está en nosotros, nos hace llamar «ABBA - PADRE» a Dios. Si no fuésemos. de verdad, hijos, no podríamos llamarle padre. Esta filiación es fruto del infinito amor del Padre (Ef 1, 5; 1 Jn 3, 1).

    Dios es Padre de Jesucristo y lo es también de nosotros, pero de manera totalmente distinta. Esto lo dejó muy claro Jesús al distinguir, y casi contraponer, su filiación a la nuestra, pues dice: «Mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20, 17). Nunca dice «nuestro Padre» y «nuestro Dios».

    Nuestra filiación es una filiación adoptiva recibida en el nacimiento nuevo por medio «del agua y del Espíritu» (Jn 3, 5) y por la palabra de la verdad (Sant 1, 18) que nos hace «partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1, 4).

  2. Herederos del Padre

Hemos sido elegidos por Dios para ser «hijos en el Hijo». Y a su Hijo le constituye «heredero de todas las cosas» (Heb 1, 2). Y con el «primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8, 29), nosotros somos también herederos. Dios puede, o no, darnos la gracia de la filiación, pero, si nos la da, tenemos derecho a todo lo que de esa gracia se deriva, como es la gracia de la vida eterna: «Si somos hijos, somos también herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo» (Rom 8, 17).

El derecho a la herencia lo tienen igual los hijos naturales y los adoptivos: «Si eres hijo, eres también heredero por la gracia de Dios» (Gal 4, 7). Los creyentes «deben heredar la salvación» (Heb 1, 14).

3.   Dios, nuestro Padre

Jesús nos dijo: «Rezad así: Padre nuestro...» (Mt 6, 5). Debemos relacionarnos con él con la familiaridad y la confian­za de hijos. Dios es nuestro padre, porque a él le debemos el ser y el subsistir, el don de la nueva vida en Cristo (Rom 8, 15), el don de la fe, garantía de nuestra salvación (Ef 2, 8). El nos ha engendrado (Sant 1, 18).

Al llamar padre a Dios, estamos reco­nociendo que es la fuente de la vida el poder supremo, la misericordia infinita; que nos dirigimos a él con amor y con respeto. La palabra «padre» habla, por sí misma, de amor, y, referida a Dios, de su amor infinito a los hombres, manifestado al entregar a su Hijo por la salvación del mundo (1 Jn 4, 11). Y, como es un padre lleno de bondades, satisface nuestros deseos, aguanta nuestras impertinencias y comprende nuestras debilidades. Así lo decía Santa Teresa: «El, siendo padre, nos ha de sufrir, por graves que sean las ofensas, si nos tornamos a él, como el hijo pródigo, hanos de perdonar, hanos de consolar..., hanos de regalar, hanos de sustentar» (C 44, 1).

4.   La oración filial

Jesús empezaba siempre su oración con la palabra «Padre»: «Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz» (Mt 26, 39; Lc 23, 24). Nos manda que nosotros hagamos también la oración desde la confianza filial; como hacía Santa Teresa: «Con toda humildad, hablarle como Padre, pedirle como Padre, regalarse con él como con Padre» (C 46, 2).

Esto es lo que Jesús nos quiere decir con estas palabras: «Todo lo que pidáis en mi nombre al Padre, os lo concederá» (Jn 16, 23). «Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre» (Jn 16, 24). Jesús es el nombre del Padre, como se desprende de estas frases de idéntico sentido: «Pa­dre, glorifica tu nombre» (Jn 12, 28); «Pa­dre, glorifica a tu Hijo» (Jn 17, 1). Juan 1, 14 podría traducirse así: «El Nombre se hizo carne y habitó con nosotros».

La misión reveladora de Jesús consis­te fundamentalmente en la manifestación del nombre del Padre: «He manifestado tu nombre a los hombres» (Jn 17, 6), lo que equivale a manifestar que Dios es Padre.

Pedir en nombre de Jesús significa di­rigirnos a Dios como aun padre, pedirle en su calidad de padre, con lo cual capta­mos su benevolencia y aseguramos la concesión de lo que le pedimos «porque, ¿qué padre, entre vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra?» (Lc 11, 11).

Hasta ahora no se había pedido de este modo, porque la paternidad de Dios era un secreto escondido. Pero después de la revelación de Jesucristo, hay que acudir a él, como se acude a un padre. No se trata de pedir a Dios en nombre de Jesucristo, apoyándonos en sus palabras, poniéndole por intermediario, acudir a sus méritos, sino de pedir directa y confiadamente al Padre.

III. El Padre

1. ¿Qué es lo que podemos decir, qué es lo que sabemos de Dios? Sabe­mos mucho y no sabemos nada. Cristo nos habló de él, nos contó cosas acerca de su ser y de su obrar. Nos descubrió el misterio de su paternidad. La Sagrada Escritura también nos dice muchas cosas y nos refiere sus intervenciones en la historia humana. A pesar de todo, Dios sigue siendo un misterio insondable, porque es el inaccesible, el inabarcable, el totalmente otro. No es posible comprenderle, tener un conocimiento pleno y objetivo de lo que es.

Sabemos que envió a su propio Hijo para salvar al mundo. Pero también la salvación sigue siendo un misterio. Del más allá prácticamente no sabemos nada. Tampoco sabemos nada, o casi nada, so­bre el último día (Mt 24, 36), sobre la predestinación de los elegidos (Rom 8, 29-30; 1 Cor 2, 7), sobre los puestos de honor reservados para sus preferidos (Mt 20, 23). Todo eso lo sabe únicamente él. A no­sotros sólo nos cabe aceptar el misterio.

2.     El Padre invisible

Dios es invisible. Otra razón para que sepamos tan poco de él. Nadie le ha visto, ni le puede ver. Las visiones de Moisés (Ex 33, 11) y de Isaías (Is 6, 1) no eran visiones directas de Dios. Dios se les apareció a través de una imagen o de su propia gloria (Jn 12, 4).

La trascendencia de Dios estaba tan acentuada en el A. T., que se rehuía la visión de Dios, como inminente peligro de muerte (Ex 33, 19). Esa invisibilidad pertenece también al N. T.: «Nadie ha visto al Padre. Sólo ha visto al Padre el que procede de Dios» (Jn 6, 46). Sólo él, Jesucris­to, que está en seno del Padre, le ha visto y nos lo ha revelado (Jn 1, 18). Es verdad que el que ha visto al Hijo, ha visto al Pa­dre (Jn 14, 19), pero esta visión pertenece al ámbito de la fe.

3.       El Padre celestial

Esta es una advocación propia de Ma­teo que la emplea veinte veces. Unas como «mi Padre celestial», otras como «vuestro Padre celestial» y otra como «Padre nuestro que estás en los cielos». Pero no es original de Mateo, pues aparece una vez en Marcos y otra en Lucas. No vuelve a aparecer en el N. T.

La expresión «padre celestial», que equivale a «Padre que está en los cielos o en El cielo», se usó, por primera vez, en el judaísmo del s. 1 a. C. Los evangelios la emplean en la catequesis, en la oración y en la liturgia. Quizá el origen de la expresión sea la oración del «Padre Nuestro" (Mt 6, 1).

Dios es un padre que habita más allá del cielo estrellado, en lo más alto del cielo. El cielo es su trono, su morada regia (Mt 5, 34), desde donde lo trasciende todo y lo gobierna todo (Is 55, 9). Se trata de un lenguaje metafórico que designa la excelsitud divina, la augusta majestad de Dios. El cielo es un lugar muy distante que nos habla de la lejanía inalcanzable por el hombre.

La fórmula asocia dos ideas contrapuestas: el infinitamente distante, el más lejano, al hacerse nuestro padre, se ha hecho el más cercano y el más intimo.

4.       El Padre de las luces

«Todo don excelente y todo don per­fecto viene de lo alto, del Padre de las lu­ces, en el que no hay cambio, ni sombra de variación» (Sant 1, 17). Dios es padre de los astros que adornan el firmamento y de las grandes luminarias que iluminan la tierra (Gn 1, 14-15). Las innumerables estrellas del universo son pálidos reflejos de la luz infinita de su ser.

San Juan nos da una definición bellísima y poética de Dios: «Dios es luz..., está en la luz» (Jn 1, 5. 7). Esta definición, por una parte implica una idea soteriológica en la voluntad de Dios, y, por otra, requiere en el hombre una atención moral a sus actos humanos, pues le exige que se deje iluminar por él.

Jesucristo, el Logos, es también luz, la luz recibida del Padre, para iluminar a los hombres (Jn 1, 9). Ha venido para ser luz del mundo (Jn 12, 46), para iluminar el camino que conduce hacia el Padre, para que «andemos en la luz» (1 Jn 1, 17) y no nos perdamos en la oscuridad de las tinieblas.

Sin luz, no hay vida. La vida es la luz (Jn 1, 4) y el camino de la luz es el amor: «El que ama a su hermano está en la luz» (1 Jn 2, 10), tiene «la luz de la vida» (Jn 8, 12), está en la verdad, está en Dios (Jn 3, 21). No estar en la luz, es estar en las tinieblas, no haber entrado en el camino de la vida, andar desquiciado «sin saber adonde va» (Jn 12, 35). El pecado contra la luz es el peor de todos, pues es un pecado radical la ceguera espiritual del que camina en la noche dando tropezones (Jn 11, 1), perdido en el mundo del Maligno.

5. El Padre de la gloria

He aquí otra definición de Dios: «El padre de la gloria» (Ef 1, 17), el Padre glorioso y el Padre glorificador.

La gloria de Dios es Dios mismo manifestado. Dios manifestó su gloria a través de la creación y de manera singular en el Arca de la Alianza, en el Tabernáculo y en el Templo.

Jesucristo es el nuevo templo, morada permanente de la gloria de Dios. El Padre le ha llenado de gloria, le ha glorificado, es la gloria del Padre, la divinidad manifestada. El Padre ha glorificado por el testimonio que ha dado de él declarándo­le su Hijo (Jn 5, 36; Mt 3, 17; Lc 9, 35); por el poder que le ha conferido para realizar milagros (Jn 5, 36), por haberle resucitado de entre los muertos.

Jesucristo, a su vez, ha glorificado al Padre, ha manifestado su divinidad con sus palabras y con sus obras y, de manera especial, entregándose a la muerte para cumplir su voluntad. Esta mutua glorificación es la declaración que cada uno hace sobre la divinidad del otro: «Padre, glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti» (Jn 17, 1).

6. El Padre de todo y de todos

«Todo fue hecho por él y sin él nada se hizo» (Jn 1, 3). Todo lo hace el Padre por el Hijo. «Para nosotros no hay más que un Dios, el Padre del que proceden todas las cosas y por el que hemos sido creados» (1 Cor 8, 6).

Dios lo ha creado todo y [o sigue recreando, vivificando: «Todo lo que ha sido hecho es vida en él» (Jn 1, 4). Sin su asis­tencia vivificadora, todo volvería a la nada. El Padre es el origen y la fuente constante de la vida. En el orden físico todo salió de su Palabra creadora y todo está sostenido por sus manos paternales. Y eso mismo ocurre en el orden espiritual. El reino, su instalación en el mundo, su desarrollo misterioso, los tiempos, las circunstancias, todo está en sus manos (He 1, 1). «¿Por qué llamamos Padre a Dios? Primero, porque nos crió... después, porque nos conserva... tercero, porque nos redimió... cuarto, porque por la gracia nos regenera» (L. Maldonado).

Es el Padre universal, «el Padre de todos, que está sobre todos y en todos» (Ef 4, 6). Su paternidad se extiende sobre to­dos los seres humanos, sean cuales sean, sin distinción de raza, de sexo o de reli­gión. «Un padre no ama sólo a los hijos buenos y obedientes, ama también a los traviesos y a los díscolos. El es nuestro Padre celestial que hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos» (Mt 5, 45). Que nadie se crea más amado por él, o más hijo de él, pues Dios no hace acepción de personas (Lc 20, 21).

7. Padre santo justo

Así le llamó Jesucristo: «Padre santo» (Jn 17, 11), «padre justo» (1?, 25). Dos definiciones coincidentes, idénticas. Dios es el único Padre Santo, con mayúscula. Todos los demás son padres pecadores. Dios es el tres veces santo, es decir, el santísimo. Es santo y santificador, irradia santidad, imanta de santidad a todo y a todos los que con él se relacionan. Si el Padre es santo, los hijos también deben serlo: «Vosotros debéis ser santos, porque yo soy santo» (Lev 11, 44).

La Iglesia debe ser la esposa «santa y perfecta» (Ef 5, 27) y sus miembros «santos e irreprochables» (Ef 1, 4), a título de hijos del Dios santo (Lc 20, 56. Los primeros cristianos eran llamados «los santos» (He 9, 13. 32) porque estaban llamados a serlo (1 Cor 1, 2) y porque respondieron a esa llamada.

Dios es el Padre justo. Así le definió Jeremías: «Yavé, justicia nuestra» (Jet 23, 6). Es el Señor de la justicia. Sus obras son justicia, todo lo gobierna con justicia. Los planes de Dios sobre los hombres se concretan en establecer la justicia y el derecho como norma de convivencia. Cum­plir la justicia es practicar la verdad, la bondad, la misericordia, la magnanimidad y el amor, estar en Dios.

En última instancia la justicia es la sal­vación, la liberación, del que está en peli­gro. Hacer justicia a uno es salvarle, declararle justo. La justicia es siempre un bien salvífico. He aquí la primera y más fundamental obligación del hombre: «Buscar primero el reino de Dios y su justicia» (Mt 6, 33).

8.       Padre de las misericordias

Dios es «el padre de las misericordias y el Dios de todo consuelo» (2 Cor 1, 3). Demuestra su misericordia a mil genera­ciones, a todos los hombres y mujeres de todos los tiempos y de todos los espacios. Su justicia es eterna, durará para siempre, «de generación en generación» (Lc 1, 50).

Una misericordia que está de antemano aseguradas como lo reveló Jesús en la parábola del hijo pródigo, una de las paginas más bellas de la literatura universal.

Dios no limita nunca su perdón. Lo perdona todo y a todos. El heraldo de la Buena Noticia predica «un bautismo para la conversión y el perdón de los pecados. Jesucristo vino a liberarnos del pecado» (Mt 1, 4), perdona (Mt 9, 5) y manda perdonar (Jn 20, 23) hasta setenta veces siete, es decir, siempre. Fue enviado por el Padre para salvarnos y para perdonarnos.

9.       Padre providente

La Biblia dice que Dios terminó la ma­ravilla de la creación en seis días. Pero a partir del séptimo día comenzó una obra más maravillosa todavía, la de llevar a la creación a su descanso, al equilibrio per­fecto en el concierto de todas las criaturas.

Dios cuida especialmente del hombre, al que ha hecho rey de la creación y le ha dotado de todos los poderes para que lo sea, para que la domine y para que la cuide, no para que la destruya.

El hombre debe tener fe en Dios fiarse de él y no afanarse y angustiarse por el mañana, pues ahí están las aves del cielo que no siembran ni cosechan, y, sin em­bargo, Dios las alimenta. Y ahí están los lirios de los campos que Dios reviste de tanta hermosura. Pues si Dios hace eso con las aves y con los lirios, ¿qué no hará por el hombre? ¿A qué viene tanta preo­cupación por la comida, la bebida y el vestido? De todas esas cosas se preocu­pan y se afanan los que no tienen fe: «Vuestro Padre celestial sabe que lo necesitáis» (Mt 6, 32), «antes de pedírselo» (6, 8) ¿A qué vienen tantas inquietudes y tantos agobios por la vida; cuando todo depende radicalmente de Dios? Todo está en sus manos: «Ni un pajarillo cae en tierra sin el consentimiento de vuestro Pa­dre» (Mt 10, 29). El hombre debe fiarse plenamente de Dios. Ponerlo todo en sus manos, su vida y su destino.

10.    El único Padre

«A nadie en la tierra llaméis padre, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo»» (Mt 23, 9). Jesucristo quiere que la palabra ABBA se la reservemos para Dios. Es tan sagrada que no puede emplearse en el lenguaje ordinario, sin ton ni son y a la ligera. A nadie más se puede llamar pa­dre y nadie puede dejarse llamar padre, pues eso supone apropiarse el nombre propio de Dios. Como él es padre, reclama para sí el título de ABBA.

Esto decía Santa Teresa: «Buen padre tenéis que os dio el buen Jesús, no se conozca aquí otro padre» (C 45, 2).

Los dirigentes de la Iglesia, de las comunidades cristianas, son eso, dirigentes. Si las gentes les llaman padres (más bíblico sería llamarles pastores o ministros-servidores), no es porque lo sean, sino para recordarles que deben comportarse como padres, como fieles y solícitos servidores de todos. En la iglesia nadie debe pretender los títulos de «padre, señor, jefe o maestro», pues eso, de ordina­rio, es pura vanidad. «El que de vosotros quiera ser el primero, que se haga el ser­vidor de todos» (Mt 20, 27). «Y el más grande de vosotros que sea vuestro servidor» (23, 11).

En todo caso, cuando Jesús dice a sus discípulos que no llamen padre a na­die, insiste en la humildad que deben tener, frente a la soberbia de los fariseos, engreídos de su autoridad doctrinal, por lo que se hacían llamar «Rabí» o «Padre». Si ellos se hacen llamar «Padre», se están equiparando a los fariseos. -> revelación del padre; padrenuestro; oración; hijo de Dios; padre; providencia; hijo pródigo.


BIBL. - J. JEREMÍAS, ABBA, Sígueme, Salamanca, 1981; I. GÓMEZ-ACEBO, Dios también es Madre, San Pablo, Madrid, 1994; VARIOS, Dios Padre, Universi­dad P. de Salamanca, 199?; COMITÉ PARA EL JUBILEO DEL AÑO 2000, Dios, Padre misericordioso, BAC, Ma­drid, 1998; A. GONZÁLEZ MONTES, Dios, Padre creador y redentor nuestro, Obispado de Avila, 1998; E. MARTÍN NIETO, Dios, Nuestro Padre, Escuela Bíblica, Torre del Mar 1999.

Evaristo Martín Nieto