VÍAS PARA LA DEMOSTRACIÓN DE LA EXISTENCIA DE DIOS
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SUMARIO: I. Demostración y mostración de la existencia de Dios.—II. Vías de santo Tomás como «caminos» de acceso a Dios.—III. Vía moral de acceso a Dios.—IV. La vida misma como vía de acceso a Dios.


I. Demostración y mostración de la existencia de Dios

El Concilio Vaticano 1(1869-1870), a fin de evitar el sacrificium intellectus, condenó el fideísmo de raíz luterana que infravalorando la razón enfatizaba la tradición o se servía de la fe como única vía de acceso posible a Dios. De todos modos se ha solido exagerar el sentido de aquel pronunciamiento célebre conciliar «si alguien afirmara que el único y verdadero Dios, nuestro Creador y Señor, no puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana a través de las criaturas, sea anatema»', pues la rotundidad de la condena no va contra quienes se dijeran incapaces de realizar una demostración más o menos matemática de Dios, sino contra quienes negaran la posibilidad, posibilidad por otra parte de conocer a Dios (conocer no quiere decir racionalizar con rigor geométrico), y de ahí que la fe por su parte fuera presentada como un obsequium consentaneum u obediencia congruente con la razón, obediencia gratuita aunque en modo alguno superflua.

Esta es la razón por la cual el Concilio Vaticano II (1962-1965) asumió las tesis del Vaticano 1, pero vino a integrarlas al mismo tiempo en una nueva perspectiva histórica; en el diálogo con el emergente ateísmo reconocía que las dificultades fácticas del hombre actual para conocer a Dios ponían de relieve que la respuesta a la pregunta por el hombre mismo no vendría de la seca racionalidad argumentativa, sino a través de Jesucristo. ¿Implícito fideísmo? No, en modo alguno, más bien reconocimiento de la razón pero también de sus límites.

Ni siquiera el propio santo Tomás tomó al parecer la «demostración» de la existencia de Dios en el sentido matemático: «Las vías son pruebas, pero las palabras prueba o demostración pueden ser mal entendidas. Probar o demostrar es, en la acepción corriente, convertir en evidente lo que lo era de suyo. Pero, por una parte, Dios no se ha hecho evidente por nosotros. El no recibe de nosotros y de nuestros argumentos una evidencia que le faltara, pues la existencia de Dios, que no es inmediatamente evidente para nosotros, es inmediatamente evidente en sí. Por otra parte, lo que nuestros argumentos convierten en evidente para nosotros no es Dios mismo, sino su testimonio contenido en los vestigios, sus signos o sus espejos aquí abajo. Nuestros argumentos no nos proporcionan la evidencia de la existencia divina misma o del acto de existir que está en Dios y que es Dios mismo —como si se pudiera tener la evidencia de su existencia sin tener la de su esencia. Sólo dan la evidencia de que la existencia divina debe ser afirmada, o de la verdad de la atribución del predicado al sujeto en la aserción Dios existe. Resumiendo: Lo que probamos cuando probamos la existencia de Dios es algo que nos sobrepasa infinitamente a nosotros y a nuestras ideas y nuestras pruebas. El procedimiento por el cual la razón demuestra que existe coloca la razón misma en una actitud de adoración natural y de admiración inteligente. Y así las palabras prueba y demostración, cuando se trata de la existencia de Dios, deben entenderse (y así se entienden espontáneamente) con otras resonancias distintas a las del uso corriente, en un sentido no menos fuerte en cuanto a la eficacia racional, pero más modesto en lo que nos concierne, y más reverencial en lo concerniente al objeto. Así las cosas, lo mismo nos da decir prueba o demostración o vía, pues todas estas palabras son sinónimos en el sentido que acabamos de precisar».

Ante todo, pues, «las demostraciones de la existencia de Dios constituyen una llamada racional a la libertad humana y una prueba de la honestidad intelectual de la creencia en Dios»;. Probablemente nos encontremos entonces con alguna de estas posibilidades:

— O bien la razón, desde fuera de la fe y contra ella, por abrirse, se muestra incapaz de acceder a una causa primera quedándose en las causas segundas o incluso rechazando todo razonar causal;

— O bien la razón, desde fuera de la fe, pero no contra ella, alcanza una especie de deísmo epistemológico que no llega a influir en las vidas;

— O bien la fe con la razón, sin dejar fuera los componentes existenciales, piensa y vive en un Dios que no es solamente primera causa sino primer Amor. De forma que «la apertura del hombre a la transcendencia, más que un hecho de naturaleza o una estructura consolidada en el corazón humano, es una real posibilidad del hombre hacia el misterio, es decir, hacia el Dios viviente, y no el mero resultado de una necesidad natural, de un ciego impulso psicológico, o de una evidencia racional. Supuesta una inclinación previa de la naturaleza hacia Dios; supuesta la percepción de unos valores enriquecedores de su existencia que él detecta en el reconocimiento de Dios; supuesta la reflexión analítica por parte de la inteligencia que muestra la racionalidad de una simple adhesión y adoración a Dios; y finalmente aceptado el principio de que el Dios libre que desde siempre se deja sentir en la naturaleza y en la conciencia se puede hacer presente y hablar a través de una historia y de una persona concreta: supuesto todo esto, el acto de fe como respuesta personal acompañada de una confianza y entrega a Dios es el resultado de una opción de nuestra libertad, en la que los factores anteriores juegan sólo una importancia relativa. Muestran que la fe no es imposible, que el acto de creer no sería irracional. Ahora bien, la aceptación de la posible revelación de Dios y la adhesión nuestra a ella mediante la fe, derivan de un acto eminentemente positivo. La existencia creyente se apoya sobre todo en exigencias de orden moral y en decisiones forjadas en aquel reino de la libertad donde la persona pregunta no sólo qué puede ser o qué no puede ser, sino donde ella proyecta qué quiere ser y qué está dispuesta a realizar en la historia. Consiguientemente puede el hombre rechazar la aceptación de la mera posibilidad de que Dios hable; puede violentar esa palabra de Dios si ya la ha recibido en cuanto tal; puede sometérsela a sus fines en una divinización concreta o en una absolutización explícita de sí mismo como señor del mundo; puede como resultado de tal divinización destruir aquella inicial presencia y palabra de Dios en sí mismo, en cuanto que al frenar su acción y rechazar su benevolencia pierde la claridad sobre sí y la capacidad que tiene de comprenderse a sí mismo desde él. Cuando el hombre no oye esa silente palabra de Dios que es nuestra vida misma, cuando no le espera y no le ama, cuando no le reconoce y no le adora, entonces de hecho carece de órgano y de sensibilidad para percibir otra ulterior y nueva palabra de Dios».

Con este transfondo, pasemos brevemente a las clásicas cinco vías tomistas.


II. Vías de santo Tomás como «caminos» de acceso a Dios

La estructura argumental común a las cinco vías es la siguiente:

  1. Punto de partida: Un efecto universal patente en todos los seres, aquello a lo que nadie escapa.

  2. Principio de causalidad eficiente: Todo eso es causado.

  3. Principio de imposibilidad de un proceso infinito en la causalidad.

  4. Existencia de Dios, causa primera.


A) PRIMERA VÍA: ARGUMENTO DEL MOVIMIENTO (DEL MÓVIL).

a) Es cierto y consta al sentido que algo se mueve en el mundo.

b) Todo lo que se mueve, por otro se mueve.

En efecto. 1° Nada se mueve sino en cuanto está en potencia para aquello a lo que se mueve, y nada mueve sino en cuanto está en acto, pues mover es pasar algo de la potencia al acto. Y nada puede pasar de la potencia al acto si no es por algún ente en acto, del mismo modo que lo cálido en acto, como el fuego, convierte al leño, cálido en potencia, en cálido en acto, y por eso lo mueve y altera. 2° Mas no cabe que algo esté a la vez y bajo el mismo aspecto en acto y en potencia. 3° En consecuencia es imposible que algo sea bajo el mismo aspecto y a la vez motor y movido, es decir, que se mueva a sí mismo. 4° Luego es menester que cuanto se mueve sea movido por otro.

c) Si, pues, aquello por lo que se mueve es también movido, es necesario que se mueva por otro, y éste por otro, mas resulta imposible en tal sentido proceder hasta el infinito.

Porque entonces no existiría un primer motor, y por ende ningún otro, toda vez que los motores segundos sólo mueven en cuanto son movidos por el motor primero.

d) Luego es necesario concluir en un primer motor que no se mueva, y a esto lo denominamos Dios.


B) SEGUNDA VÍA: ARGUMENTO DE LA CAUSA EFICIENTE (DEL MOTOR).

Resumamos también esta segunda vía:

a) Encontramos en las cosas sensibles un orden de causas eficientes.

b) No se encuentra, empero, ni es posible, algo que sea causa eficiente de sí mismo, pues precisaría ser anterior a sí mismo.

c) Mas resulta imposible proceder al infinito en la serie de causas eficientes.

1. Porque en las causas eficientes ordenadas la primera es causa de la intermedia, y ésta de la última, ya sean las intermedias una o varias. Y como sin causa no hay efecto, si no existiera una primera de las causas eficientes, tampoco la última ni las intermedias.

2. Pero si se procediera al infinito en la serie de causas eficientes, entonces no existiría una causa primera eficiente, y de ese modo tampoco efecto último ni causas eficientes intermedias, lo que es falso.

d) Luego es necesaria una primera causa eficiente, que denominamos Dios.


C) TERCERA VÍA: ARGUMENTO DE LA CONTINGENCIA (DE LA LIMITACIÓN EN LA DURACIÓN).

a) Encontramos ciertas cosas posibles de ser y de no ser, a saber, todas aquellas que se engendran y corrompen.

b) Si, pues, todas las cosas son posibles de no ser, alguna vez nada existió. Pero entonces tampoco existiría nada ahora, porque lo que no es no empieza a ser sino por algo que es. Y si nada existió fue imposible que algo empezase a ser, y de este modo nada existiría, lo que es falso.

c) Luego no todos los entes son meramente posibles, sino que debe existir algún ente necesario.

d) Todo ente necesario, empero, o no tiene causa de su necesidad, o la tiene en otro.

e) Mas no es posible proceder al infinito en los seres necesarios que tienen causa de su necesidad.

f) Luego ha de existir necesariamente algún ser per se necesario que no tenga causa de la necesidad ajena, al que denominamos Dios


D) CUARTA VÍA: ARGUMENTO DE LOS GRADOS DE SER (DE LA PARTICIPACIÓN).

a) Se encuentra en las cosas algo más o menos bueno, más o menos verdadero, más o menos noble, y así de otras perfecciones semejantes.

b) Pero el más y el menos se dicen de diversas cosas, según que se aproximen de diverso modo a algo que es máximamente, como es más cálido lo que más se aproxima a los máximamente cálido.

c) Existe, por tanto, algo que es verísimo, y óptimo, y nobilísimo y, por consiguiente, máximamente ente, pues las cosas que son máximamente verdaderas son máximamente entes.

d) Mas lo que se dice máximamente tal en algún género es causa de todos los que están en aquel género; como el fuego, que es máximamente cálido, es causa de todos los cálidos.

e) Existe, por tanto, algo que es causa del ser y de la bondad y de cualquier otra perfección en todas las cosas. Y a este ser le llamamos Dios.


E) QUINTA VIA: ARGUMENTO DE LA FINALIDAD (TELEOLOGICO).

a) Vemos que los seres carentes de conocimiento, como los cuerpos naturales, obran por un fin;

pues siempre o frecuentemente obran del mismo modo para alcanzar lo mejor,
2° de donde no por azar, sino según intención, llegan al fin.

b) Pero los seres carentes de conocimiento no tienden a un fin, sino dirigidos por algún ser cognoscente e inteligente, como la flecha es dirigida por el arquero.

c) Pero en la serie de seres inteligentes directores que a su vez son dirigidos y ordenados no se puede proceder al infinito.

d) Luego existe un ser inteligente por el cual todas las cosas naturales se ordenan a su fin, y a ese ser le llamamos Dios.


III. Vía moral de acceso
a Dios

Conocida es la crítica kantiana a la argumentación cosmológica del tomismo. La única posibilidad de acceso a Dios no es para Kant la vía especulativa, sino la moral; no se determina en relación con la naturaleza, sino con el interés moral del hombre, un hombre que no dice «es moralmente cierto que existe Dios, si no tengo certeza moral».

El supremo bien es el objeto necesario de la voluntad, es decir, debemos realizar el sumo bien. Pero la condición de posibilidad de tal realización es la existencia de Dios como causa moral del mundo. Ese concepto de Dios entendido como causa moral se presenta como la condición de posibilidad del juicio práctico sintético a priori que ordena fomentar el bien supremo, y por consiguiente «tenemos que admitir una causa moral del mundo para proponernos un fin último conforme a la ley moral, y tan necesario como ese fin es admitir lo primero (en el mismo grado y por el mismo motivo), a saber, que hay un Dios»". Es preciso, pues, que el agente categórico de buena voluntad reconozca que Dios existe, lo cual constituye el postulado fundamental de la razón práctica (junto a la existencia de la libertad y de la inmortalidad del alma).

¿Cómo, se pregunta Kant, una buena voluntad obrando categóricamente, es decir, de tal modo que esa su actuación resultara modélica para todos, cómo una buena voluntad semejante no se vería recompensada eternamente? Para conceder eternamente tal recompensa que respalde un buen obrar debe existir necesariamente Dios. ¿Cómo iba a morir y no gozar tras la muerte aquel que se ha comportado con el prójimo como consigo mismo, aquel que ha tomado al prójimo como fin en sí mismo y nunca como medio? Hombre que se comporta por el poder moral de la voluntad buena y no por la recompensa merece que Dios exista. Si el hombre no fuera libre, si tras su muerte desapareciese, y si Dios no existiera, carecería totalmente de sentido el obrar moral.

Al obrar moralmente, el hombre descubre en su interior la necesidad de un Dios que inspire tal actuar, que no puede venir sugerido por las meras leyes mundanas. Esto conllevaría a la vez «que el hombre reconoce en sí algo de divino coherentemente con el hecho de que él es, en definitiva, quien es capaz de afirmar a Dios; y que el hombre reconoce a Dios como una realidad a la que no puede pensar de tal manera transcendente que no la piense por ello inmanente a su propia humanidad».

Por lo mismo, y en sentido contrario, aquella persona que no esté comprometida vitalmente con una actuación moral de buena voluntad, esa persona actuará como si Dios no existiera. Y entonces esa persona en cuestión se degradaría.


IV. La vida misma como vía de acceso a Dios

A diferencia de los animales, que cuando dejan de ser adultos abandonan el curioseo, distan los humanos de instalarse en su contingencia, pudiéndose decir que su esencia no coincide con su existencia (existe sin llegar a ser nunca lo que quiere ser); sólo en los seres inertes se produce la identidad de esencia y sentido, en ausencia de éste. Empero, el sentido del actuar humano queda allende los actos concretos que articulan eso que, lejos de reducirse a mero sumatorio de actos separados, denominamos «existencia». La gramática de nuestros actos excede siempre a la sintaxis de sus contingencias, porque el hombre sobrepasa al hombre.

Tan complejo e interminable es el ser humano, que ignora el para sí mismo siempre precario descanso: Somos de tal manera, que somos porque no somos. No carecía, pues, Nietzsche de olfato rotulando al hombre como gran promesa, tensión y esperanza, gran niño. Nuestra desinstalación es tal, de la cuna a la tumba, que el mismo Freud descubrió en el sentimiento de naufragio oceánico lo más peculiar de la especie humana. Desfondados, nostálgicos, mendicantes siempre, y no sólo en las situaciones límites, nada tan humano como la vulnerabilidad.

Según African Spir el mundo es una decepción sistemática, y el hombre un extraño para sí mismo. Por eso la vida diaria, de una u otra forma, incluso en quienes lo niegan obstinadamente, es una insegura búsqueda, un anhelo de felicidad, una tensión de perseverancia, una búsqueda de la luz que nos llega aunque sea tenuemente, como dijera Unamuno: «El universo visible, el que es hijo del instinto de conservación, me viene estrecho, es una jaula que me resulta chica y contra cuyos barrotes da en sus revuelos mi alma; fáltame en él aire que respirar... Según te adentras en ti mismo y en ti mismo ahondas, vas descubriendo tu propia inanidad, que no eres, en fin, más que nonada. Y al tocar tu propia nadería, al no sentir tu fondo permanente, al no llegar a tu propia infinitud, ni menos a tu propia eternidad, te compadeces de todo corazón a ti propio, y te encierras en doloroso amor a ti mismo».

Tomás de Kempis, evocando los antojos del Exodo, sentencia: «¿Piensas te hartar? Pues cree que no lo alcanzarás». Esperanza somos, en efecto, de absoluto, y por eso mismo «la más atroz injusticia que se puede cometer con un hombre es despojarlo de su esperanza. "Abandonad toda esperanza" dice el cartel de la puerta del infierno de Dante».

Como señaló Karl Jaspers, «si suprimo algo que es absoluto para mí, automáticamente otro absoluto ocupa su puesto; la conciencia humana no puede por menos de afirmar algo absoluto, aun cuando no quiera. Hay, por así decir, un lugar inevitable de lo absoluto para mí». Mas una esperanza sin respaldo sería quizá un buen desayuno, pero una mala cena, pues la esperanza que no fuese más que una aspiración sin cumplimiento terminaría convirtiéndose en un suplicio: «sólo la esperanza que sobrevive frente al enigma y se afirma descifrándolo es la que llena la conciencia y la informa, la que rescata también a la conciencia de su enemistad con la vida, transformando su fría claridad en luz viviente».

Podemos, pues, resumir con Gómez Caffarena diciendo que «el humanismo integral se abre a la Transcendencia. La Transcendencia pide un humanismo integral»''.

Así las cosas, a la infinitización camina el ser humano por la cotidiana confianza, que es la confianza del sí a Dios frente a la desconfianza del absurdo del no. Los hombres pueden morir sin angustia si saben que aquello que aman queda a salvo de la nostalgia y del olvido. Necesitamos confiar, y eso es de tal modo, que aunque muchos agnósticos lo nieguen, ellos confían en personas, instituciones, costumbres, etc., solo que su confianza es de tono menor, porque no transciende, no va más allá de la inmanencia.

Así las cosas, «el hombre, oponiéndose al nihilismo, pronuncia y mantiene un sí fundamental ante la realidad, un sí ante la identidad, el sentido, y el valor de esa misma realidad, un sí que abarca la racionalidad fundamental de la razón humana. Esta confianza de fondo en la identidad, en el sentido y valor de la realidad, en la racionalidad fundamental de la razón humana, sólo puede estar fundada si todo eso, por su parte, no carece de fundamento, soporte, y meta, sino que está basado en un origen, un sentido, y un valor radicales: En esa realidad realísima que llamamos Dios. La confianza carece de fundamento sin confianza en Dios, sin fe en Dios».

Podemos decirlo de otra manera: «Si Dios existiera, yo podría afirmar fundadamente la unidad e identidad de mi existencia humana frente a la amenaza del destino y de la muerte: Dios sería el fundamento primero de mi vida. Si Dios existiera, yo podría afirmar fundadamente la verdad y el sentido de mi existencia frente a la amenaza del vacío y del absurdo: Dios sería el sentido último de mi vida. Si Dios existiera, yo podría afirmar fundadamente la bondad y la validez de mi existencia frente a la amenaza de la culpa y de la condenación: Dios sería la esperanza integral de mi vida. Si Dios existiera, yo podría afirmar fundada y confiadamente el ser de mi existencia humana frente a toda amenaza de la nada: Dios sería el ser mismo de mi vida de hombre. También esa hipótesis es susceptible de una precisión en sentido negativo: si Dios existiera se entendería por qué la unidad e identidad, la verdad y el significado, la bondad y el valor de la existencia humana están continuamente amenazados por el destino y la muerte, el vacío y el absurdo, la culpa y la condenación: Por qué el sentido de mi vida, en fin, nunca deja de estar amenazado por la nada. Y como siempre, la respuesta fundamental sería la misma: Porque el hombre no es Dios, porque mi yo humano no puede identificarse con su fundamento».

Dios aparece, pues, como el de dónde de mi «yo debo» y de mi «yo puedo», toda vez que una fundamentación puramente antropocéntrica, o bien sitúa el fundamento en los otros hombres y entonces transfiere el problema de la fundamentación a otros relativos sin resolver la cuestión del absoluto, o bien lo sitúa en sí mismo, lo que resulta de todo punto insuficiente en orden a fundamentar la incondicionalidad del deber. Por eso volvemos a citar a Hans Küng: «Hay algo que el ateo no puede hacer, aun cuando acepte normas morales absolutas, a saber, fundamentar la incondicionalidad del deber. Existen, sin duda, numerosas urgencias y exigencias humanas que pueden servir de base a derechos, obligaciones y preceptos, a normas en suma. Pero ¿por qué tengo yo que observar incondicionalmente esas normas? Verdad es que todo hombre tiene que realizar su propia naturaleza, pero esto puede servir también de justificación al propio egoísmo y al de los otros y, por tanto, no puede justificar una norma objetiva universal. Además, una naturaleza humana normativa universal, situada por encima de mí y de los otros, es una abstracción semejante a la idea de humanidad incluso declarada como fin en sí misma. ¿Cómo puede obligarme incondicionalmente a algo una naturaleza tan absolutizada y abstracta? ¿Por qué un tirano, un criminal, un grupo, una nación o un bloque de potencias no han de poder actuar contra la humanidad, si eso favoreciera sus intereses? La incondicionalidad de la exigencia ética, la incondicionalidad del deber, sólo puede ser fundamentada por un incondicionado, por un absoluto capaz de comunicar un sentido transcendente e incapaz de identificarse con el hombre como individuo, como naturaleza, o como sociedad humana, sólo puede ser fundamentada por Dios mismo».

Si se prefiere decir con Horkheimer, «los conceptos de bueno y malo, por ejemplo el concepto de honradez y toda una serie de ideas que de momento aún tienen valor, no se pueden separar por completo de la teología». Palabras que, para provenir de un agnóstico, no son irrelevantes.

Sigmund Freud por su parte, en carta a James Putnam, subraya que él mismo cuando ha actuado filantrópicamente no ha sabido decir por qué, en la medida en que le faltaba abrirse a la Transcendencia: «Cuando me pregunto por qué me he esforzado siempre honradamente por ser indulgente y, en lo posible, bondadoso con los demás y por qué no cesé de hacerlo cuando advertí que tal actitud causa perjuicios a uno y le convierte en blanco de los golpes, dado que los otros son brutales y poco de fiar, no encuentro una respuesta». En otro lugar escribe: «Adoptemos ante el precepto amarás al prójimo como a ti mismo una actitud ingenua, como si lo oyésemos por vez primera: Entonces no podremos contener un sentimiento de asombro y de extrañeza. ¿Por qué tendríamos que hacerlo? Mi amor es para mí algo muy precioso que no tengo derecho a derrochar insensatamente. Me impone obligaciones que no estoy dispuesto a cumplir con sacrificios. Si amo a alguien, es preciso que éste lo merezca por cualquier título. Merecería él mi amor si fuese más perfecto de lo que yo soy, de tal manera que pudiera amar en él al ideal de mi propia persona; debería amarlo si fuera el hijo de mi amigo, pues el dolor de éste, si algún mal le sucediera, también sería mi dolor, yo tendría que compartirlo. En cambio, si me fuera extraño y no me atrajese ninguno de sus propios valores, entonces me sería muy difícil amarle. Hasta sería injusto si le amara, pues los míos aprecian mi amor como una demostración de preferencia, y les haría injusticia si les equiparase con un extraño. Pero si he de amarle con ese amor general por todo el universo, simplemente porque también él es una criatura de este mundo, entonces me temo que sólo le corresponda una ínfima parte de mi amor, de ningún modo tanto como la razón me autoriza a guardar para mí mismo. ¿A qué viene entonces tan solemne presentación de un precepto que razonablemente nadie puede aconsejarme cumplir? Examinándole más de cerca encuentro nuevas dificultades. Ese ser extraño no sólo es en general indigno de mi amor, sino que —para confesarlo sinceramente—merece mucho más mi hostilidad y hasta mi odio. No parece alimentar el mínimo amor por mi persona; no me demuestra la menor consideración. Siempre que le sea de alguna utilidad no vacilará en perjudicarme, y ni siquiera me preguntará si la cuantía de su provecho corresponde a la magnitud del perjuicio que me ocasiona. Más aún: ni siquiera es necesario que de ello derive un provecho; le bastará el menor placer para que no tenga escrúpulo alguno en denigrarme, en ofenderme, en difamarme, en exhibir su poderío sobre mi persona, y cuanto más seguro se sienta, cuanto más inerme yo me encuentre, tanto más seguramente puedo esperar de él esa actitud para conmigo. Si se condujera de otro modo, si me demostrase consideración y respeto, a pesar de serle yo un ser extraño, estaría por mi parte dispuesto a retribuírselo de manera análoga, aunque no me obligara precepto alguno. Aún más: si ese grandilocuente mandamiento rezara "¡Amarás al prójimo como el prójimo te ama a ti!", nada tendría yo que objetar. Existe un segundo mandamiento que me parece aún más inconcebible, y que despierta en mí una resistencia aún más violenta: Amarás a tus enemigos». (Sigmund Freud. El malestar en la cultura, Alianza, Madrid)

Como se ve, aun entre los agnósticos que se esfuerzan por dar sentido último a la existencia, aun entre ellos no existe la posibilidad de sobrepasar la ley del talión, el ojo por ojo y diente por diente; cualquier otra pretendida ampliación agnóstica más allá de esa ley del talión no puede darse allí. Y cuando eso es así, entonces el absurdo acecha al menor giro del sujeto, a la menor volubilidad, al más pequeño cambio de las circunstancias de un sujeto librado a sus propias y solas fuerzas. Dicho de otro modo: para dar razón fundante y permanente del amor hay que abrirse a la Transcendencia, y aceptar la gratuidad de su presencia en el hombre.

En definitiva, y como ya dijera Franz Brentano, «indudablemente sigue habiendo muchas cosas oscuras para el que admite la existencia de Dios, pero menos, sin duda, que para el ateo, en el cual a la oscuridad se sobreañade el absurdo de que está afectada su teoría. Pero sólo el absurdo es inadmisible, mientras que la oscuridad ha de ser esperada de antemano para un entendimiento como el nuestro»".

Si quien admite a Dios rechaza el absurdo, quien opta infundadamente por algo sin coherencia acepta el absurdo, lo cual es absurdo obviamente. Y entonces el no a Dios significa una confianza radical últimamente infundada en la realidad, pues el ateísmo no puede argüir en favor de una condición de posibilidad de una realidad tan problemática.

En ese contexto, en efecto, «no habría razón para escoger el amor al prójimo (la solidaridad, el rebasamiento de los sistemas individualistas que sacrifican a la colectividad en favor de una minoría privilegiada) en un mundo sin providencia, sin su Ser absoluto que sea fondo y plasmación máxima de los valores y gobierne, con un propósito sabio y bueno, la marcha del universo. En un mundo sin providencia todo sería indiferente y, al menos en última instancia, porque sí. Sería el mundo sartriano de un Roquentin o el mundo guideano de un Lafcadio. En el mejor de los casos sería el mundo camusiano de un Rieux, que escoge, quijotescamente, un rumbo solidario y abnegado, pero sin nada que sustente y garantice tal acción dándole una perspectiva de esperanza y de éxito, puesto que se inscribe en el transfondo de una realidad absurda, y en la que reinan y seguirán reinando el fracaso y el dolor».

Y ese fracaso adquiriría forma de tragedia final con la muerte, por triunfante que fuere la vida vivida, si termináramos en el pudridero:

«O el hombre es un valor absoluto y, como tal, irreductible a la nada, o la muerte significa la victoria de la nada misma, y entonces se impone inexorablemente la lógica de la arbitrariedad, el voluntarismo subjetivista»24; «si el hombre es un ente anónimo, puro numeral de su especie, cuando un hombre muere, nadie podrá decir que ha muerto alguien; la muerte de ese ser sería algo tan anónimo e innombrable como él mismo; ahí no ha pasado nada. La muerte de lo desprovisto de nombre y significación es, a la par, insignificante. La cosa cambia si muere una singularidad determinada (y en cuanto tal preciosa en sí misma)». «Y una muerte incomprensible que planea amenazadora sobre el entero itinerario de la vida convierte a éste en un itinerario sin sentido».

«Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo elque ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie le ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud» (1 Jn 4, 7-12).

«Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él. Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16).

«No hay temor en el amor; sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira al castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor. Nosotros amemos, porque El nos amó primero. Si alguno dice: "Amo a Dios", y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1 Jn 4, 18-21).

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Carlos Díaz