SÍMBOLOS DE FE
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SUMARIO: I. Sentido, origen y función.—II. Confesiones de fe y NT.—III. Del Credo Romano al Símbolo Apostólico.—IV. El "Quicumque" (Ps-Atanasiano).—V. Símbolos conciliares.—VI. Credos modernos.


I. Sentido, origen y función

Con el término de símbolos de fe, confesiones o credos se designa normalmente un resumen preciso, más o menos breve y fijo, de los contenidos esenciales de la fe cristiana (de ésta hablamos aquí, si bien tales compendios se hallan presentes también en otras religiones). La proveniencia, el significado y los motivos de su designación como "símbolo" no se hallan suficientemente dilucidados. A pesar de su origen griego (symbolon), el término aparece por vez primera aplicado a los credos en el Occidente latino, en concreto en Cipriano de Cartago, quien asegura que el cismático Novaciano bautiza con el mismo "símbolo que nosotros los católicos... y no parece diferenciarse de nosotros en el interrogatorio bautismal" (Ep. 69,7; Hartel II, 756). Por su parte, Firmiliano de Cesarea, a propósito del bautismo administrado por una mujer desequilibrada, admite que no faltaba ni el "symbolum trinitatis ni el interrogatorio establecido por la Iglesia" (Ep. 75,11; Hartel II, 817s). En Oriente se hablaba normalmente de la "fe" o de la "doctrina", no hallándose el término "symbolon" para designar al credo hasta los así llamados cánones del concilio de Laodicea (Mansi 2, 563s). De su significado se han dado diversas explicaciones, entre las que resulta difícil justificar la preferencia exclusiva por una de ellas. Siguiendo a Rufino (CCL 20,2), bastantes autores antiguos y modernos lo interpretan en el sentido de signo (indicium) o señal, pero como equivalente de "collatio" (composición conjunta, resultado de diversas aportaciones), explicación que se funda en la semejanza existente entre los términos griegos "symbolon" y "symbolé" (collatio) y en el falso supuesto de la composición del credo por los doce apóstoles. Otros, al significado de sello acreditativo y distintivo (PL 38, 1058), añaden el de pacto, acuerdo, contraseña, garantía legal (PL 38, 1072; Carpenter 7ss). Por su parte, varios investigadores modernos, apoyándose en testimonios antiguos (CSEL 4, 198), opinan que la asunción del término símbolo para designar a los credos cristianos proviene de las religiones mistéricas, en las que "symbola" equivalía a las fórmulas estereotipadas, conocidas por los iniciados, que servían de signos identificativos. Kelly, después de atender a las distintas hipótesis, da por seguro que "primitivamente el symbolum significó las tres preguntas bautismales" (77), lo cual estaría confirmado por el concilio de Arlés (314) que en su c. 9 ordena interrogar sobre el símbolo a los que provienen de la herejía para comprobar si responden con la Trinidad, en cuyo caso no han de ser nuevamente bautizados (CCL 148, 10s).

A pesar de su influencia recíproca y de su semejanza con otras fórmulas doctrinales, como las "reglas de fe" (regula fi dei, regula veritatis), éstas no son intercambiables sin más con el símbolo bautismal, pues la regla de fe es un compendio de la fe cristiana tal como corresponde a la tradición doctrinal de una iglesia concreta, resumen flexible en su extensión y tenor literal, pero coincidente en el contenido nuclear de la doctrina ( CCL 1, 197s; 2, 1160, 1209; Adv. Haer. 1,101); por otra parte, la regla de fe se configuró en un ambiente de polémica antignóstica y antiherética, por lo que en la primera antigüedad cristiana era valorada como garantía y prueba de ortodoxia doctrinal.

El origen y la circunstancia vital (Sitz im Leben) en el que fueron surgiendo los símbolos ha ocupado intensamente a los estudiosos de este siglo (información detallada en Kelly 47ss y TRE 392ss). Algunos como Cullmann intentaron poner en relación el origen de las profesiones de fe con una gran diversidad de situaciones propias de las comunidades cristianas, tales como el bautismo y catecumenado, los exorcismos, las diversas celebraciones litúrgicas, la catequesis, las persecuciones, las controversias con la herejía. Pero, ante la ausencia de testimonios documentales que prueben esta pluralidad de situaciones como momentos originarios antes del s. III, sigue prevaleciendo la tesis tradicional que relaciona originariamente la profesión de fe con el bautismo, su preparación y su celebración (la introducción del símbolo en la celebración eucarística no parece haber tenido lugar antes del s. VI). Kelly sostiene que "la verdadera y original finalidad de los credos, su primaria raison d'étre, fue su papel de afirmaciones solemnes de fe en el contexto de la iniciación bautismal" (49). A este respecto es usual distinguir entre credos declaratorios y credos en forma de pregunta-respuesta. Los credos declaratorios, o recitación (pública, solemne) en primera persona de fórmulas fijas, no pueden datarse antes del s. IV, al menos no hay ningún testimonio explícito a su favor. Explicar este silencio recurriendo a la disciplina del arcano (el símbolo se transmitía oralmente, se aprendía de memoria y solamente era conocido por los iniciados en la fe), no parece convincente, pues nada indica que tal disciplina, de la que hay testimonios en el s. IV (PG 33, 852ss; PL 14, 335; CCL 20,2), tuviera también vigencia en los siglos anteriores, en los que se cita las reglas de fe, se describe la constitución de la Iglesia y se expone públicamente la celebración litúrgica (Ireneo, Hipólito, Justino). De ahí que investigadores recientes (Ritter 407, Vokes 531) hagan de este argumento e silentio motivo suficiente para no hablar de credos declaratorios antes del s. IV. ¿Se dieron, entonces, desde los comienzos las fórmulas interrogatorias, acompañadas de las respuestas respectivas y relacionadas con la celebración litúrgica del bautismo? Kelly ha hecho un esfuerzo detallado y encomiable por descubrir sus huellas y sus antecedentes en los ss. anteriores (Tertuliano, Justino, Hipólito), incluso en los mismos textos del NT (He 8, 36-38; 16, 14s; 1 Pe 3,21; 1 Tim 6, 12; Heb 4, 14). Pero también en este punto otros autores se muestran menos optimistas en la valoración de sus resultados, reteniendo como no demostrado irrefutablemente el uso del credo en la liturgia bautismal de los dos primeros siglos y considerando algunas reconstrucciones de fórmulas interrogatorias hechas por Kelly (p.e. a propósito de Ireneo y Justino) como una "combinación hipotética" (Ritter 496s). Divergencias entre especialistas que obigan, en consecuencia, a juicios matizados en todo intento de explicar históricamente el surgimiento, evolución y utilización de los credos en sus momentos iniciales.

Con todas las diferenciaciones necesarias puede retenerse, no obstante, como elemento seguro la estructura trinitaria del bautismo (Mt 28,19), presente en los símbolos de fe, y la relación estrecha entre ambos, si bien sus inicios y evolución histórica resultan complejos y no uniformes si se atiende al estado de las fuentes. Pero esta relación es ya por sí misma significativa en orden a descubrir las funciones desempañadas por las confesiones de fe a lo largo de la historia y también en la actualidad (TRE 437ss).

Las confesiones no son ellas mismas objetos de fe, sino que nos remiten constantemente al Dios revelado en Jesucristo como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Tienen una función de alabanza y de adoración, son doxología confesante; hacia ello apuntan las distintas formulaciones, desde las más simples hasta las más complejas, densas, elegantes y elaboradas. Así se explica su uso en las celebraciones litúrgicas (lex orandi, lex credendi). El reconocimiento creyente y adorante de Dios es presupuesto, acompañante y meta de la liturgia bautismal (también de la liturgia eucarística) en la que se recitan los símbolos. El bautismo es uno de los momentos más decisivos en la vida de un cristiano y es normal que en estas circunstancias se haga la confesión de fe. Tienen también una función identificativa y comunitaria. En ellas se pone de manifiesto la propia identidad creyente (el símbolo como señal acreditativa y testificativa), expresan e intensifican los lazos de pertenencia y las vinculaciones comunitarias, son expresión pública de la fe compartida y fortalecimiento múltiple de la comunión. Por ello el rechazo global o parcial de las confesiones de fe lleva de por sí a la excomunión. Así se explica el carácter delimitativo de las mismas, pues sirven para diferenciarse frente a otros grupos religiosos o profanos. Así se entiende también el carácter defensivo o polémico, en contra de las interpretaciones equivocadas o heterodoxas, que algunos credos han adquirido a veces en su decurso histórico. Pero sería incorrecto interpretar esta función como autoafirmación excluyente o enclaustramiento autocomplaciente en el propio "ghetto"; sólo desde la propia identidad creyente es posible el diálogo riguroso y la apertura para con los "otros". Urgencia vivamente sentida en el contexto actual donde el pluralismo religioso no es solamente una situación de hecho y de derecho, sino también un estímulo apasionante para la reflexión creyente. Y en esta situación es donde las confesiones de fe desempeñan también una función catequética y kerigmática. En cuanto resumen normalmente abreviado de la fe sirven para la instrucción y el conocimiento de su contenido nuclear. En cuanto instrumento de evangelización pueden necesitar adecuación a las circunstancias históricas y culturales, pues es posible que sólo reinterpretados o retraducidos (o al menos convenientemente explicados) los credos tradicionales puedan volverse hoy día elocuentes y alcanzar así su cometido último: remitirnos al Dios vivo y verdadero del que quieren dar testimonio.


II. Confesiones de fe y NT

La hipótesis de una fórmula de fe de origen apostólico, fija en su contenido y acabada en su estructura, de la cual dependerían todos los credos posteriores como de su modelo originario, no encuentra mención directa ni confirmación indirecta en los textos del NT [cf. infra símbolo apostólico]. Todo indica que el proceso de elaboración y configuración de lo que pueden considerarse como núcleos germinales o elementos fragmentarios de credos posteriores fue tan complejo y diversificado como podían ser las situaciones vitales de los diversos grupos cristianos. En los textos que nos han dejado, textos confesantes, queda plasmada su fe, cuya peculiaridad más específica está relacionada con el acontecimiento Cristo.

Cristo es en rigor lo que los apósoles anuncian y predican, el contenido de su kerigma, el evangelio en persona; en un camino largo y diversificado, que va desde la cristología implícita hasta la fe cristológica explícita y que tiene en la muerte y resurrección su momento decisivo como punto de arranque para una nueva y definitiva comprensión creyente de la persona, vida y ministerio de Jesús de Nazaret. Esta fe cristiana ofrece ya a finales del s. I un perfil bastante preciso y delimitado, no solamente como cuerpo doctrinal transmitido, sino también como conjunto de sumarios más o menos convencionales, diversos en estilo, frecuencia, transfondo vital y estructura. En estos textos pueden distinguirse (Hahn 207) los que son aclamaciones de fe en el sentido estricto de homologías, junto a otros que tienen un carácter más marcado de fórmulas de fe con contenido doctrinal, junto a otros que pertenecen al género especial de los himnos surgidos probablemente en contexto litúrgico, junto a otros con explicaciones más amplias, donde el kerigma se transforma en instrucción y enseñanza. Que las formas sean distintas no excluye una relación estrecha entre ellas. Hay formulaciones que tienen una sola cláusula de carácter cristológico, otras que ofrecen una estructura bimembre al referirse a Dios Padre y a su Hijo Jesucristo y otras que amplían triádicamente su estructura al incluir también al Espíritu Santo. No parece demostrado que se haya dado necesariamente un proceso evolutivo de las fórmulas más sencillas a la más complejas, sino que más bien habrían coexistido simultáneamente y se habrían influenciado de manera recíproca.

Las fórmulas de carácter cristológico resaltan lo específico de la fe cristiana en continuidad y discontinuidad con su transfondo judío, reconociendo al Jesús histórico como aquel en quien se han cumplido las expectativas mesiánicas y se ha hecho realidad la salvación de Dios. En su configuración más sencilla son homologías, aclamaciones de Jesús bajo tres designaciones distintas: Señor, Cristo, Hijo de Dios. Jesús como el Señor, aclamación presente en la invocación oracional conservada en arameo (Maran) "Ven, Señor Jesús" (1 Cor 16, 22) y en la fórmula "Kyrios Iesus" de las comunidades de origen helenístico (1Cor 12, 3; Flp 2,11; Rom 10, 9). La aclamación de Jesús como el Cristo, el Mesías (Hech 2, 36; 1 Jn 2, 22; 5,1; cf. Mc 8, 29), con lo que se reconoce en Jesús el cumplimiento de las promesas y de las expectativas mesiánicas, si bien se ha de tener en cuenta que el título de Cristo o Mesías aplicada a Jesús no es simplemente el del AT, sino una designación ya notablemente cristianizada. La confesión de Jesús como el Hijo de Dios (He 8, 37; Heb 4,14; 1 Jn 4, 15; 5, 5; Mt 16,16; Jn 1, 29), reconocimiento explícito de su condición divina, que se retrotrae a la invocación de Dios como Abba por parte de Jesús, interpretada a la luz de los acontecimientos pascuales. Estas aclamaciones sencillas se amplifican en formulaciones con un carácter más marcado de confesiones, con su centro en la muerte y resurrección de Cristo; son formulaciones más o menos estereotipadas, con variaciones diversas, que además incluyen referencias a la encarnación y a la vida terrena de Jesús, pero que sin embargo no alcanzan la amplitud de los resúmenes cristológicos incluidos posteriormente en el Símbolo Apostólico; pueden considerarse (Wengst TRE 392) las formulaciones más antiguas con carácter de confesiones de fe y vienen a decir: Cristo es el crucificado, resucitado por Dios, en favor nuestro y para nuestra salvación (Rom 1, 3s; 4, 24s; 8, 11; 10, 9; 1 Cor 6,14; 15, 3-5.14s; 2 Cor 4,13s; Col 2,12; 1 Tes 1,10; Gál 1, 1; 4, 4). Finalmente hay algunos himnos cristológicos que podrían considerarse como fórmulas de fe ampliadas, estructuradas rítmicamente, usadas en las celebraciones litúrgicas y orientadas a que toda la comunidad termine aclamando a Jesús como el Señor de la creación entera (1 Tim 3, 16; Flp 2, 6-11).

Las fórmulas de estructura bimembre se refieren simultáneamente a Dios Padre y a su Hijo Jesucristo. La fe de Israel en un solo Dios, el creador del cielo y de la tierra, el liberador de la esclavitud egipcia y del destierro babilónico, era una fe monoteísta que también los cristianos compartían. Ahora bien, éstos debían dar cuenta igualmente del acontecimiento Cristo, de modo que su fe en Dios aparecerá unida siempre a Jesús y, por ello, creerán en el único Dios como aquel que ha resucitado de entre los muertos al Señor Jesús. Ambos, Dios Padre y su Hijo Jesucristo, aparecen simultáneamente mencionados (1 Cor 8, 6; 1 Tim 2, 5s; 6, 13s; 2 Tim 4, 1). La formulación más antigua parece ser 1 Cor 8, 6 (Hahn 202): para los cristianos no hay más que un solo Dios, el Padre, de quien todo procede, y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas. No hay más dioses ni señores que merezcan reconocimiento y obediencia, ni que puedan aportar la salvación. Solamente el Dios Padre de Jesucristo, que se identifica con el Dios del AT. La referencia al único Dios era obvia para quien procedía del judaísmo (cf. Jos 24; Dt 6,4), aunque quizás no tanto para el perteneciente al ámbito del mundo gentil o pagano. Al hablar aquí de Dios como el Padre no solamente se recoge una tradición véterotestamentaria sobre Yahvé como Padre de Israel, sino también el eco de la invocación de Dios como Abba por parte de Jesús; se trata del Padre de Jesucristo. Y su Hijo es el único Señor, que ha tenido también su papel en la creación de todas las cosas, en referencia clara a la mediación creadora y a la preexistencia de Cristo. Se percibe así en este texto de 1Cor 8,6 una unidad inescindible e irrenunciable entre el reconocimiento confesante de Dios y de Jesucristo; en ello se expresa la continuidad de la fe cristiana con la del AT (monoteísmo) y, al mismo tiempo, lo distintivo cristiano frente a ella (pertenencia de Jesucristo, el Hijo de Dios, a la realidad divina del Dios único).

Finalmente también se dan en el NT fórmulas triádicas, donde junto al Padre y al Hijo es mencionado el Espíritu (1 Cor 6, 11; 12, 4s; 2 Cor 1, 21s; 1 Tes 5,18s; Gál 3, 11-14; 2 Cor 13,14; Mt 28,19). Pero las explícitas son muy escasas y no pueden considerarse sin más aclamaciones homológicas o confesiones de fe; más bien son fórmulas de saludo o bendición litúrgica (2Cor 13, 14) o simplemente la fórmula bautismal en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28,19). Su escasez no significa que la fe trinitaria se halle ausente del NT o no tenga fundamentación alguna en sus textos, quedando reducida a una creación del pensamiento posterior amante de la especulación. Si es cierto que las formulaciones de la teología trinitaria posterior son en gran parte elaboración de la reflexión creyente, también lo es que la revelación salvífica de Dios Padre en Jesucristo y en el Espíritu tiene una estructura trinitaria. En el NT se describe ampliamente el papel y la función del Espíritu Santo como fuerza, poder y actuación de Dios; para su comprensión personal se ponen los fundamentos decisivos, pero no se halla explícitamente desarrollada. Por ello, cuando los credos posteriores al NT incluyan la fe en el Espíritu, junto a la fe en el Padre y en el Hijo, fijarán una estructura trinitaria fundamental que en el decurso histórico se mantendrá constante hasta nuestros días.


III. Del Credo Romano al Símbolo Apostólico

En una carta enviada por el sínodo de Milán del 390 al papa Siricio aparece por vez primera la expresión símbolo de los apóstoles ("symbolum apostolorum", PL 16, 1174) para designar el sumario de la fe propio de la tradición romana. Nada extraño, pues, que en el extenso y detallado tratamiento científico de que ha sido objeto toda la temática relativa a los símbolos de fe desde finales del siglo pasado sea usual distinguir entre el antiguo Credo Romano (designado normalmente como R) y el llamado Símbolo Apostólico (designado normalmente como T o TR = textus receptus). Del Credo Romano nos han llegado dos versiones lingüísticas diversas, una en griego (lengua de la iglesia romana hasta finales del s. II o comienzos del s. III), que sería la más antigua y originaria, y otra versión en latín (lengua que se va imponiendo desde mediados del s. III), que sería casi contemporánea con el original griego,e.d., de finales del s. II o comienzos del s. III. Tanto de una como de otra hay una gran cantidad de variaciones, cuyas divergencias estilísticas o terminológicas no siempre ofrecen importancia para la doctrina sobre Dios y la teología trinitaria (cf. diversos ejemplos en DS 10-36 y análisis detallado en TRE 3, 531-545). R puede considerarse como "un compendio de teología popular" (Kelly 161), un eco o variante de los interrogatorios bautismales, orientado a la transmisión positiva de la fe, sin finalidad directamente antiherética, que constituye la base de los credos occidentales, especialmente de T, y que no parece tener paralelo en la tradición de los símbolos orientales, si bien unos y otros radican su estructura fundamental en la fórmula trinitaria del bautismo.

El texto actual del Símbolo Apostólico aparece por vez primera en su configuración completa en la obra "Scarapsus" del autor Pirminio, de origen probablemente español, escrito entre el 710/724 (DS 28; cf. PL 89, 1034s, 1046). Fue aceptado por Roma entre los siglos IX-XI, en la época en que también se comienza a cantar C con la añadidura del Filioque en la celebración eucarística, gozó de alta estima entre los teólogos medievales, fue integrado en el Catecismo de Trento y en el Breviario Romano y en la liturgia actual tiene su lugar propio junto al NC. También es altamente estimado por las iglesias surgidas de la Reforma protestante, las cuales hicieron del mismo una recepción positiva y han recurrido a su peso y autoridad en momentos conflictivos y en situaciones difíciles. Por lo que se refiere a su composición directa por los mismos apóstoles, la tradición piadosa que se admitía como cierta hasta el s. XV constituye una leyenda bien intencionada. Rufino de Aquileia indica en su comentario (404 ca.) que el símbolo fue obra común de los apóstoles (CCL 20,134s), pero todavía no distribuye los artículos respectivos entre los doce. El primer ejemplo de esta distribución individual se halla en la "Explanatio symboli" (CSEL 73, 3-12), que puede atribuirse probablemente a S. Ambrosio. Más desarrollada aparece la idea en los Sermones "De Symbolo", falsamente atribuidos a S. Agustín (PL 39, 2189), donde la distribución respectiva de una frase a cada apóstol concreto va unida con el hecho de que solamente los doce habían recibido el Espíritu Santo. La leyenda alcanzó una gran difusión en la Edad Media, donde se convirtió en motivo de ilustración para salterios, breviarios, vidrieras, e incluso en tema de composiciones poéticas. En el concilio de Florencia (1438) el metropolita Marcos Eugenikós aseguró no saber nada de este símbolo apostólico, del que hubiera quedado algún testimonio en los Hechos si realmente los apóstoles lo hubieran compuesto. Más tarde la leyenda fue sometida a una fuerte crítica por el humanista Lorenzo Valla y, desde entonces, todos los estudiosos del tema hasta nuestros días comparten el carácter ficticio de su composición por parte de los mismos apóstoles. Lo cual no impide sostener que "el convencimiento del s. II en el sentido de que la 'regla de fe' creída y enseñada en la Iglesia católica era herencia de los apóstoles, encierra mucho de verdad" (Kelly 45). De esta herencia doctrinal apostólica, tal como queda formulada en T, resaltamos a continuación su contenido trinitario.

El artículo primero formula la fe en "Dios Padre todopoderoso, creador de cielo y de la tierra". Del mismo ha desaparecido la mención de "uno solo" (hena, unum), que se encuentra en la mayor parte de los símbolos orientales y también en las versiones primeras de la tradición latina (Hahn 5s), aunque no de una manera constante. La unión de los términos Padre y todopoderoso resulta, por el contrario, desacostumbrada en la combinación aquí ofrecida; en los LXX 'pantocrátor' se emplea substantivado, o bien como atributo que acompaña a 'Theós' o a 'Kyrios', mientras que el NT usa raramente el término, pero nunca en combinación con 'pater'. En cualquier caso, ya en el s. II se hallan ejemplos de la mención simultánea de "Padre todopoderoso" (Kattenbusch II, 517ss). La verdad básica que se quiere profesar es la paternidad de Dios, calificado aquí de 'omnipotente; el término griego originario (pantocrátor) implica un significado activo del que gobierna todas las cosas (PG 33,268), mientras que en su traducción latina (omnipotens) tiene un sentido más restringido y en los comentarios teológicos se irá desarrollando una comprensión de la omnipotencia divina como la capacidad de Dios para hacer todo lo que quiere y no implique contradicción con su condición de Dios ("tanta non potest quae si posset non esset omnipotens", Ag., PL 38, 1060s, 1965ss). Por la unión simultánea de ambos términos la paternidad divina tiene aquí el significado primordial de paternidad creadora (al menos en los comentarios del s.II), sin que esto suponga excluir en modo alguno la paternidad de Dios para con su Hijo Jesucristo, verdad central para el cristiano, ni tampoco la paternidad de Dios para quien en el bautismo se ha transformado en hijo suyo y ha adquirido, por su unión con el Hijo Jesucristo, también la filiación divina. Finalmente, la designación como "creador del cielo y de la tierra", que se halla ausente de bastantes versiones antiguas de R, podría deberse a motivos antignósticos o antimaniqueos, si bien los comentaristas antiguos no dan a la expresión en cuanto tal ninguna finalidad defensiva.

En el segundo artículo, de contenido cristológico, la fe se refiere a "Jesucristo, Hijo único de Dios, Señor nuestro". El tenor literal de la expresión se corresponde con la formulación de R, salvo dos variantes que suponen una cierta modificación: la inversión de los términos Cristo - Jesús y el epíteto de 'único' añadido a Hijo de Dios. En las versiones más antiguas de R se mantenía el eco del kerigma primitivo, donde el término Jesús era el nombre propio para designar al hijo de María y el término de Cristo no era sino el título de reconocimiento de su condición mesiánica. Para los cristianos procedentes del judaísmo el término Cristo no necesitaba explicación alguna, pero una explicación se hacía necesaria para los procedentes del mundo pagano; de ahí las explicaciones sobre los dos nombres, se le llama Jesús en cuanto salvador y Cristo en cuanto sacerdote ungido (Rufino). T habla de Jesús - Cristo, fórmula todavía separada de lo que posteriormente se transformará en término único de designación personal, Jesucristo. Por su parte, el calificativo de 'único', aplicado al Hijo de Dios y Señor nuestro, ofrece alguna dificultad interpretativa. En el texto griego antiguo se halla el término 'monogéne' (unigénito), que en la versión latina se ha convertido en 'unicum', resaltando así el aspecto de la unicidad y dejando a un lado el de su engendramiento. El término griego se halla en el NT, aunque no muchas veces, y en los primeros siglos su uso es más bien raro. No es fácil precisar por qué terminó siendo incluida en el credo; podría deberse a motivaciones antignósticas, ya que los valentinianos habrían aplicado el 'unigénito' a la figura histórica de Jesús en cuanto el hijo único nacido de la virgen María; su atribución aquí al Hijo de Dios querría resaltar, por el contrario, su condición preexistente y su filiación divina única (así Kelly, del que discrepa Vokes 547). Su concepción por obra del Espíritu Santo y su nacimiento de la virgen María, distinción presente en T (conceptus de Spiritu Sancto, natus ex Maria virgine), pero no en R (natus de Spiritu Santo et Maria virgine), da lugar a que los comentaristas distingan entre las preposiciones latinas 'de' y 'ex' para describir con más precisión el papel de cada persona trinitaria en el acontecimiento de la encarnación. El resto de las afirmaciones cristológicas resumen la vida y ministerio de Jesús, su muerte, resurrección, ascensión y venida final, y, en sus diversos acentos, podrían percibirse rechazos de tendencias adopcionistas, docetas o apolinaristas.

En el tercer artículo se formula escuetamente la fe en el Espíritu Santo y se yuxtapone a continuación una serie de realidades, sobre cuya relación con el Espíritu es dificil precisar la intencionalidad de R o T. Algunas variantes califican al Espíritu como paráclito, en otras la fe es "en el Espíritu Santo en la Iglesia católica". Seguramente la estructura trinitaria de la fórmula bautismal determinó la enunciación simétrica de la fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, aunque la reflexión teológica sobre la divinidad del Espíritu Santo alcanzara su lugar en los credos una vez garantizada la divinidad de Jesucristo. A primera vista no parece haber ninguna conexión entre las diversas afirmaciones de este tercer artículo, sin embargo bien podría ser que "la experiencia del Espíritu nos dé conocimiento del perdón de los pecados, fundamente nuestra esperanza en la resurrección y en la vida eterna y nos introduzca en la vida de la Iglesia" (Vokes 549). De esta manera podría darse también razón de las diferencias entre 'credere in Spiritum Sanctum' (con la preposición 'in' de acusativo, ya que el acto de fe se pone exclusivamente en las personas trinitarias) y 'credere ecclesiam' (sin la preposición 'in', como reconocimiento y aceptación de que todo esto tiene que ver con Dios E. Santo, pero sin identificarse con él).


IV. Símbolo
"Quicumque" o (Ps) Atanasiano

El símbolo llamado "Quicumque vult" (por sus palabras iniciales) o también (Ps)Atanasiano (hasta el s. XVII se le atribuyó equivocadamente a S. Atanasio, único autor al que se hace referencia directa en la tradición manuscrita) llegó a adquirir en la Iglesia una autoridad semejante a la del símbolo apostólico o incluso a la del niceno y alcanzó igualmente un lugar propio en la recitación litúrgica del breviario, bien la dominical o bien la propia de la fiesta de la SS. Trinidad. Su alta estima lo convirtió no solamente en tema de comentario por parte de grandes teólogos escolásticos (S. Bernardo, P. Abelardo), sino también en objeto de aceptación y de gran aprecio por parte de anglicanos y luteranos. Sin embargo, los problemas críticos relacionados con el autor, la fecha y lugar de composición o las características peculiares de su estilo no han recibido hasta el momento una respuesta que goce de aceptación unánime, a pesar de los numerosos análisis de investigación crítica y detallada a los que ha sido sometido (Burns, Turner, Madoz, Kelly, Collins). Atribuir la composición del mismo a un concilio determinado tiene pocos visos de probabilidad, pues las diferencias respecto a otros símbolos conciliares como N o C son manifiestas; además, por su estructura y peculiaridades estilísticas no parece muy adecuado para la recitación pública y comunitaria en un contexto litúrgico. De ahí las preferencias por una autoría individual, si bien aquí la lista de autores propuestos es muy amplia (Atanasio, Vicente de Lerins, Hincmaro de Poitiers, Honorato de Lerins, Ambrosio, Fulgencio de Ruspe, Martín de Braga, Cesáreo de Arlés). Como ninguno de los nombres es totalmente seguro, parece difícil ir más allá de un obispo que habría compuesto el símbolo para la formación e ilustración de sus propios sacerdotes (Collins 329). En lo que a la fecha de Composición se refiere estaría entre el 430, si se tiene en cuenta que en la parte cristológica parece combatir el nestorianismo, y el 589, fecha del III concilio de Toledo que lo usa como una de sus fuentes. Esta utilización, unida a otra serie de argumentos (estructura similar entre el Quicumque y los credos españoles, interés por la exposición conceptualmente precisa, presencia del Filioque en la procedencia del E. Santo), hace que entre los posibles lugares de origen propuestos entre los investigadores (el norte de África, España, Galia, Italia) sea España el que tiene mayores probabilidades.

El símbolo "Quicumque" (DS 75s), en lo que a su estructura se refiere, consta de dos partes bien diferenciadas, la primera dedicada a la Trinidad divina y la segunda centrada en cuestiones directamente cristológicas; en este aspecto puede considerarse como exponente típico de un esquema bipartito, presente en otras fórmulas de fe de los siglos IV-VII como la "Fides Damasi" (DS 72s), el símbolo "Clemens Trinitas" (DS 73s) o los credos de los concilios toledanos [cf. concilios], esquema notablemente diverso de la estructura de otros símbolos basados en la fórmula bautismal.

En la parte trinitaria el hilo conductor gira en torno a la preocupación por salvar igualmente la trinidad en la unidad y la unidad en la trinidad. Sin confundir las personas: de ahí su insistencia en la diversidad real de Padre, Hijo y Espíritu Santo (cada uno es "alia persona"), la atribución a cada una de las personas en particular de su condición increada, inmensa, eterna, omnipotente y divina (de cada una se dice que es"deus" y "dominus"), la presentación de sus peculiaridades personales, el Padre como ingénito (Pater a nullo), el Hijo como engendrado (a Patre solo), el E. Santo como procedente (a Patre et Filio); igualmente el acento en que se trata de un solo Padre, un solo Hijo y un solo E. Santo. Pero la diversidad de personas sin separar la sustancia divina: de ahí la insistencia en que se trata de una sola divinidad (una divinitas, aequalis gloria, coaeterna maiestas), en que la atribución a cada persona en particular de su condición eterna, increada, inmensa, omnipotente y divina no permite hablar, sin embargo, de tres dioses, sino de un solo Dios (unus aeternus, omnipotens, deus, dominus), así como la repetición de que las personas son coiguales y coeternas.

La parte cristológica pretende ser, a su vez, una exposición simétrica de la doble verdad de Jesucristo, de su condición divina y humana, pero en la unidad de persona. Jesucristo es Dios y hombre a la vez, engendrado eternamente por el Padre y nacido en el tiempo de la madre (ex substantia Patris ante saecula genitus, ex substantia matris in saeculo natus), perfecto Dios y perfecto hombre (su condición humana se precisa diciendo que consta de alma racional y carne humana), igual al Padre por la divinidad pero inferior al Padre por la humanidad, sin que en la encarnación se haya producido ni una conversión de la divinidad en carne ni una confusión de las dos substancias. Y todo ello en la unidad más estricta de persona, igualmente acentuada con insistencia (unus est Christus, unus omnino) y comparada con la unidad personal que se da en el sujeto humanoentre el alma y la carne (anima - caro, deus - homo). Este Cristo único es el autor de nuestra salvación y el protagonista de una serie de acontecimientos añadidos al final, idénticos al sumario cristológico incluido en otros símbolos estructurados según la fórmula bautismal.

No hay duda de que el símbolo "Quicumque" ha captado bien el núcleo central de la fe cristiana en las implicaciones recíprocas que hay entre trinidad y cristología; ambas son inseparables y es la gran intuición o el valor permanente de estos símbolos bipartitos. Podría decirse que la doctrina tiene un carácter antiarriano y antinestoriano, aunque es difícil colocar en un contexto preciso el debate teológico; además el tono expositivo no es polémico en su conjunto. No obstante, su exposición doctrinal, que busca la precisión teológica sutil y refleja fundamentalmente la teología agustiniana, se lleva a cabo en un grado alto de abstracción formal, donde paradójicamente no es posible percibir con facilidad la dimensión salvífica de esa realidad trinitaria, cuya aceptación en la fe se presenta repetidamente como condición para ser salvado (el mismo comienzo "quicumque vult salvus esse" difiere por completo del "credo" o "credimus" de otros símbolos). Por otra parte, la relación entre unidad y trinidad, la cuestión ciertamente más dificil para la reflexión creyente, es más bien objeto de yuxtaposición (p.e. no hay aún mención alguna a la doctrina de la perikhoresis). Quizás por todos estos motivos el "Quicumque" no parece gozar entre las distintas iglesias cristianas de hoy de la misma valoración e importancia quetuvo durante siglos en la tradición occidental.


V. Credos conciliares

Son los más importantes en el desarrollo de la fe y de la reflexión creyente sobre Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo [para su exposición y comentario, cf. concilios].


VI. Credos modernos

Este apartado merecería por sí solo una consideración detenida, que aquí no es posible. La fe de siempre en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo tiene que ser testificada, transmitida, comunicada, hecha creíble y plausible en un contexto profundamente modificado respecto de las circunstancias en que se formularon los símbolos de fe tradicionales. Estos siguen manteniendo su función. Pero hay realidades nuevas: la indiferencia religiosa, el movimiento ecuménico, la conciencia lúcida del pluralismo de religiones, la incapacidad para comprender una determinada conceptualidad filosófico-teológica, el giro antropológico, las prospectivas de futuro, la praxis confesante en cuestiones éticas, sociales y políticas, la superación de los confesionalismo estrechos, la propia identidad creyente a través del tiempo... todo un cúmulo de circunstancias que han dado origen en los últimos treinta años a propuestas de confesiones de fe o fórmulas abreviadas, con una configuración muy distinta en su estructura, en sus contenidos, en su lenguaje y en su intencionalidad.

Muchas de ellas tienen una vigencia efímera y localizada, otras quieren ante todo responder a las necesidades y preocupaciones del hombre de hoy, otras son una versión modernizada de los símbolos tradicionales; en gran parte pueden considerarse como espejo de las situaciones eclesiales, corrientes teológicas y sensibilidades humanas y culturales propias de los últimos años. No es posible predecir su viabilidad, su recepción o su futuro, pues los símbolos tradicionales siguen siendo de uso preferente o exclusivo en las celebraciones comunitarias y litúrgicas. Constituyen en todo caso un fenómeno necesitado de valoración y discernimiento. De entre todas ellas nos referimos, a modo de conclusión, a dos propuestas que nos parecen más relevantes, bien por la autoridad de donde proceden, bien por la finalidad que las anima: el Credo del Pueblo de Dios, de Pablo VI (1968), una ampliación parcial del símbolo clásico, que mezcla elementos tradicionales con otros tomados de la moderna filosofía personalística; la explicación ecuménica de la fe apostólica tal como se halla en NC, propuesta por la Comisión de Fe y Constitución (Stavanger 1985).

Credo del Pueblo de Dios, Pablo VI (1968). Como clausura solemne del "año de la fe" y siguiendo la propuesta hecha por el Sínodo I de obispos que se había ocupado de problemas relativos a la fidelidad doctrinal, Pablo VI (1968) pronunció una profesión de fe en nombre de todo el Pueblo de Dios (AAS 60, 1968, 433-445; Collantes 863ss). Se conmemoraba el centenario del martirio de los apóstoles Pedro y Pablo y se quería salir al paso de los riesgos quellevaban consigo algunas interpretaciones (nuevas) del cristianismo surgidas a raíz del Vaticano II. No se trata de una definición dogmática en sentido estricto, sino de una explicación auténtica del sentido de la fe, propuesta por el mismo Papa. Para ello repite substancialmente la fórmula del credo NC, introduciendo precisiones debidas a las circunstancias de la época y a las exigencias de la verdad divina. Por lo que se refiere a la fe en Dios introduce y añade algunos elementos propios. Así resalta la unicidad y la unidad de Dios, agradeciendo a la bondad divina que "tantísimos creyentes puedan testificar con nosotros ante los hombres la unidad de Dios, aunque no conozcan el misterio de la Santísima Trinidad" (n° 9). Por su revelación lo conocemos como Padre, Hijo y Espíritu Santo, cuyos vínculos mutuos constituyen a las tres personas desde toda la eternidad y son la vida íntima de Dios (persona como relación y vida divina como relacionalidad). Insiste en la igualdad de las personas, la veneración simultánea de la unidad y de la trinidad, la condición del Padre como el que engendra, del Hijo como el Verbo engendrado "ab aeterno", del Espíritu Santo como procedente del Padre y del Hijo en cuanto amor sempiterno de ambas. En todo este lenguaje tradicional resalta especialmente la designación explícita del E. Santo como "persona increada", lo que no sucede ni con el Padre ni con el Hijo, y el mantenimiento del "Filioque" (n° 10). En el artículo cristológico repite fórmulas tradicionales sobre su filiación divina, consubstancialidad, igualdad con el Padre y unidad de persona (n° 11s). Y en el artículo pneumatológico (n° 13) repite al NC, añadiendo como propio el hecho de su envío por Cristo después de la ascensión y su actuación vivificante y orientadora tanto en la Iglesia como en el alma de cada individuo, a quien capacita para responder a Cristo. En su conjunto, estamos ante una profesión de fe de Pablo VI en la que pueden percibirse algunos acentos personales suyos, orientada al mantenimiento de la fe tradicional y de sus formulaciones acostumbradas, como si elementos importantes de todo ello quedaran cuestionados por algunos planteamientos de la teología postconciliar.

Una explicación ecuméncia de la fe apostólica (1985). La Comisión Fe y Constitución del Consejo Ecuménico de las Iglesias ha publicado un documento que lleva por título "Creemos en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo" y por subtítulo "Una explicación ecuménica de la fe apostólica expresada en el Símbolo de Constantinopla" (DiEc 32, 1987, 371-441), tal como corresponde al primer proyecto aprobado en Stavanger (1985). La explicación ecuménica es el resultado de tres coloquios previos, celebrados en distintos continentes: uno sobre el artículo "Creemos en un solo Señor, Jesucristo", celebrado el 1984 en Kérala (India), en un contexto donde los cristianos son minoría; otro tenido en Chantilly (Francia), en 1985, sobre al artículo "Creemos en el Espíritu Santo", en el contexto europeo de tradición cristiana e indiferencia religiosa; un tercero llevado a cabo también en 1985 en Kinshasa (Zaire), sobe el artículo "Creemos en un solo Dios", en el contexto africano donde choca la concepción trinitaria del Dios uno. Por una parte, esta explicación ecuménica de la fe apostólica representa la etapa final de un largo camino que ha ido pasando por encuentros, informes, textos oficiales y documentos de convergencia de carácter ecuménico. Por otra parte, es una etapa intermedia hacia la confesión común y el reconocimiento común de la fe apostólica. De hecho, estos textos ecuménicos constituyen un género literario nuevo, que no ofrece la densidad, precisión o madurez de los textos conciliares (pretende ser una "explicación" de NC) y que puede resultar un tanto extraño a los que no participan en su elaboración. Se ha de esperar, por ello, el resultado de su recepción respectiva en las diversas iglesias. A pesar de todo, hay dos aspectos que vale la pena resaltar como muy positivos: la aceptación de NC y la relevancia de la concepción trinitaria de Dios. El símbolo de NC constituye el hilo conductor de la explicación, como contenido expositivo y como punto de partida, en este esfuerzo por dar razón de la fe apostólica en la situación contemporánea. Se trata del símbolo conciliar más antiguo, con el respaldo de un concilio ecuménico, goza de autoridad y difusión entre las distintas iglesias cristianas, ha sido y sigue siendo punto de referencia para millones de personas; se lo valora, pues, como una oportunidad ecuménica de primer orden. Y esta va unida con la percepción lúcida de que, en el fondo, lo que está en juego también en el contexto del mundo actual "es la ganancia o la pérdida de una concepción trinitaria contemporánea de Dios" (372).

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Santiago del Cura Elena